Cuando sonó el despertador continuaban abrazados. En algún momento de la noche se habían tapado, pero Laura no era consciente de haberlo hecho. Quizá la había tapado Sergio, se dijo, y ese pensamiento la complació.
Se removió, perezosa.
—Buenos días, ¿qué tal estás?
—De maravilla. ¿Qué hora es?
—Las siete.
—Vaya, qué tarde.
Laura le dio un pequeño empujoncito para apartarlo e intentó levantarse, pero él la retuvo.
—No te levantes, hay tiempo para uno rápido —la carita de desolación de Sergio la hizo reír.
—Venga, sátiro, al trabajo.
—No te soltaré. Ahora eres mía, estás a mi merced.
—No, ya no estoy atada —dijo ella mostrándole orgullosa sus brazos, que sacó de entre las sábanas para volver a meterlos rápidamente—. Jo, qué frío.
—¿Lo ves? Cuando acabemos estarás ardiendo.
Y tenía razón.
Esa mañana Laura llegó tarde al trabajo por segunda vez en una semana; pasó deprisa ante el mostrador de la recepción donde una asombrada Rosa le reprochó su conducta:
—Llegas tarde otra vez.
—Lo sé, había mucho tráfico. ¿Ha empezado ya la reunión?
—Sí, date prisa.
Laura entró corriendo en la sala de reuniones. Repitió la misma excusa que le había dado a Rosa, pero parecía que a nadie le importaba si llegaba tarde o pronto, a juzgar por el caso que le hicieron. Así que se sentó e intentó pasar lo más desapercibida posible.
Pero no lo consiguió, porque Juan, su «supervisor», estaba empeñado en sacar a relucir todos sus fallos, reales o imaginarios. Con mucho tacto, para no quedar muy mal, eso al menos pensaba ella, le reprochó ante todos haber olvidado incluir un papel fundamental en el expediente de Aníbal y, sobre todo, ser incapaz de llegar a un acuerdo con el abogado de la parte contraria. Laura se defendió; lo había intentado, pero el demandante no quería acuerdos. El caso de Manuela tampoco iba muy bien, siempre según Juan. Por fortuna don Tomás estaba de su parte y limó asperezas, incluso echó un pequeño rapapolvo a Juan por no ser tolerante con alguien que llevaba unos pocos días ejerciendo y que necesitaba ayuda, como todos al principio. En lugar de mejorar las cosas, con su actitud y sus palabras don Tomás sólo consiguió que Juan se enfadara aún más con ella.
Cuando acabó la reunión, Laura se acercó a él con la intención de reprocharle su actitud, pero Juan ni siquiera la dejó comenzar a hablar.
—Tienes el apoyo de uno de nuestros mejores clientes. Mira, voy a ser sincero contigo. A ninguno se nos escapa que te acuestas con él y que por eso estás aquí, y eso nos da igual, allá tú con tu vida… Pero se necesita algo más que camelar a un buen cliente para mantenerse, querida. Si no cumples con tu trabajo, don Tomás acabará dándose cuenta y terminarás en la calle, por muchos padrinos que tengas.
Laura estaba indignada. Lo que pensara Juan no le importaba, pero sí valoraba la opinión de sus demás compañeros. ¿De verdad creían todos que ella se acostaba con Antonio?
—Estás diciendo tonterías, Juan. Nada de eso es cierto. No sé por qué la tienes tomada conmigo. Yo no pretendo quitarle el puesto a nadie, lo único que quiero es hacer bien mi trabajo.
Juan dio media vuelta y se marchó sin contestar. Laura se quedó muy abatida. Tendría que preguntarle a Rosa. Ella estaba al tanto de todo lo que sucedía en ese bufete y podría aclararle si era cierto lo que Juan decía: que todos pensaban que se acostaba con Antonio, o si sólo era la mente calenturienta de ese individuo inseguro y malevolente.
—Rosa, ¿tomamos un café?
—Vale, vamos a la cocina. Pero sólo un minuto porque hoy tengo una mañana muy movida.
Después de servirse el café, Laura inició la conversación. Le resultaba un poco violento, pero tenía que saberlo.
—Rosa… Bueno, me resulta muy difícil hacer esta pregunta, así que iré directamente al grano: ¿la gente de este bufete cree que me han contratado porque me acuesto con Antonio?
Rosa se ruborizó y bajó la cabeza. «Mala señal», pensó Laura.
—Sí, eso creo, al menos se rumorea…
—Pero eso es absurdo, ¿de dónde han sacado esa idea?
—Ya sabes cómo son estas cosas… Alguien dice algo, la bola se va haciendo cada vez más grande a medida que el rumor corre… Al final, aunque nadie sabe por qué, todos acaban convencidos de que el rumor es cierto. De todos modos, desde que trabajas en el bufete Antonio viene mucho más a menudo por aquí. Todo el mundo se ha dado cuenta…
—Eso es porque somos buenos amigos, nada más… Ni siquiera hemos salido juntos, jamás.
—No sé, Laura, no da esa impresión, de verdad. ¿Acaso no te has dado cuenta de cómo te mira? Aquí todo el mundo se ha fijado. Es evidente que le gustas mucho, salta a la vista, y él no lo oculta.
—¿De qué hablas? No te negaré que está interesado en mí. Pero yo no lo sabía cuando me propuso este trabajo, me he enterado después. Y no le he dado alas, todo lo contrario. Además, tengo novio y él lo sabe.
—¿Tienes novio? Vaya, vaya; eso no me lo habías dicho…
—Es que somos novios desde ayer…
No quería, pero se puso algo colorada al decirlo, sólo un poquito, lo suficiente como para que la perspicaz Rosa sacara sus conclusiones. ¡Había vuelto a hacerlo! Al día siguiente todos sabrían que tenía novio y aumentarían las especulaciones sobre su vida privada… Quería pasar desapercibida y estaba consiguiendo todo lo contrario.
—¡Qué barbaridad, hija mía, qué vida tan intensa! —Laura se sintió dolida, no le gustó nada el tonillo sarcástico de Rosa—. Por lo que veo, eres de las que no pierden el tiempo… ¿Y puedo saber quién es? ¿Lo conozco?
—No —dijo Laura rápidamente, y sonrió al pensar en la cara que pondría Rosa si le dijera que era el juez Mendizábal—. No lo conoces, pero te lo presentaré algún día… Bueno… —había sido un error hablar con Rosa y debía cortar esa conversación cuanto antes—. Tengo que volver al trabajo.
—Sí, yo también. No puedo abandonar mi puesto tanto tiempo. Laura… —tomó las manos de la joven entre las suyas y les dio un apretoncito—. No tengas tantos recelos conmigo, yo estoy de tu parte.
—No, ¿qué dices…?
—Después hablamos, está sonando el teléfono…
Rosa salió a toda prisa y Laura se quedó mirándola unos momentos. Luego se dirigió a su despacho con la jarra de café en la mano.
A media mañana recibió una llamada de Celia.
—Hola —sabía que tenía que hablar con su hermana, pero en ese momento no le apetecía nada. Tenía que meditar muy bien lo que le diría y cómo lo haría, y aún no había tenido tiempo de pensar en ello.
—Tenemos que hablar —dijo Celia—. Creo que tienes importantes novedades que contarme. ¿Cómo no me habías dicho que tienes novio?
—Ahora no puedo, estoy trabajando. ¿Te importa que hablemos luego?
—Muy bien. ¿Vienes a casa esta tarde o quedamos en algún sitio?
Laura lo pensó. En su casa, su hermana se sentiría con más libertad de gritar o de decir cualquier cosa y podían acabar discutiendo. Era mejor quedar en un lugar público, donde Celia no se atreviera a levantar la voz.
—Mejor quedamos.
—Vale. Hoy trabajaré hasta las siete —dijo Celia—. Tengo que ponerme al día en mis nuevas ocupaciones —concluyó, con un tono de orgullo en su voz.
—De acuerdo, te espero a las siete en la cafetería que hay enfrente de tu banco, donde nos hemos visto otras veces. ¿Te parece?
—Claro. Quizá tengas que esperarme unos minutos…
—No importa. Un beso, hermana. Nos vemos luego.
—Hasta luego.
Colgó preocupada. ¿Qué podía hacer? ¿Contarle a Celia la verdad o continuar con la mentira, decir que Sergio era su novio y que todo iba bien y era normal? Quería hablarle con total sinceridad, compartir sus dudas. Conocer la opinión de alguien ajeno a toda la historia podría darle otra perspectiva, podría hacer que viera todo aquel asunto de otra manera. En realidad necesitaba que alguien le dijera que estaba haciendo bien y que las dudas que la asaltaban cuando no estaba con Sergio no tenían fundamento.
Oyó un pitidito en el ordenador, le había entrado un correo. Era de Sergio.
> ¿Cómo va la mañana? Pienso en ti. Ahora entro a un juicio, ya te llamaré luego. Espero impaciente que llegue esta noche.
Frases cortas, escueto. Desde luego, tenía que reconocer que Sergio no era muy romántico. Salvo cuando hacían el amor. Entonces era maravilloso, se dijo, y sonrió al pensarlo. Después de todo, prácticamente se verían sólo para hacer el amor; en eso habían quedado. Volvió a sonreír al recordar algo que él había dicho la noche anterior: «Me encanta que tengas iniciativa». Podía tenerla, claro que sí, ella era una persona muy imaginativa. El problema era que no tenía ninguna experiencia en ese campo y no se le ocurría nada. Bueno, sí, lo convencional, lo de toda la vida… que en realidad, y en su opinión, era lo más satisfactorio, aunque «¡cómo me gustaría conocer otras formas de excitarlo, de tenerlo a mi merced, como él me tuvo a mí cuando me ató, una forma de conseguir que haga lo que yo le diga y que disfrute haciéndolo!». ¡Pero era tan pardilla!
Quizá su hermana pudiera ayudarla. Celia había salido con muchos hombres. Laura recordaba épocas en que incluso había salido con dos a la vez, y a ella le resultaba muy divertido ver cómo daba esquinazo a uno para encontrarse con el otro, que la esperaba en el portal. Luisa era muy pequeña entonces, pero se reía con las idas y venidas de su hermana mayor. Las dos pequeñas se dedicaban a espiar a la mayor y luego reían al comentarlo. ¡Y cuando Celia llegaba tarde y entraba muy despacito para que su padre no se despertara! La sonrisa se transformó en una carcajada al recordarlo. Ésa era su Celia, la hermana que ella conocía y quería. Divertida y ligona, pero en modo alguno irresponsable. Tenía los pies firmemente asentados sobre la tierra y nunca les había fallado ni a ella ni a Luisa.
¿Cuándo había empezado a cambiar? Lo tenía muy claro: fue cuando se casó con Daniel. Celia no estaba de acuerdo con esa boda y, aunque supo disimularlo bastante bien, empezó a distanciarse de ella muy poco a poco, de forma imperceptible, tan discretamente que Laura no se dio cuenta. Hasta ahora.
Se lo contaría. Necesitaba contarlo y sólo podía decírselo a Celia, dado que no tenía a nadie más. Pero no era ésa la única razón; tenía la esperanza de recuperar su confianza, ese compañerismo que existía entre sus dos hermanas, que ella tanto envidiaba y que alguna vez conoció, aunque hacía tiempo que lo había perdido.
Cuando llegó a la cafetería a las siete menos cinco, Celia ya estaba allí.
—Has salido antes de lo que pensabas.
Se besaron en las mejillas.
—Sí, soy rápida trabajando.
Se miraron algo incómodas. Fue Celia quien inició la conversación.
—Conque tienes novio… ¿Cómo no me lo habías dicho?
—No es mi novio, él se lo dijo a Antonio para que nos dejara en paz…
—Antonio… Nunca te perdonaré lo que le has hecho, aceptar salir con él para luego dejarlo tirado. Es cruel, Laura…
—¡Un momento! ¿Qué estás diciendo? Yo nunca he aceptado salir con Antonio —se calló y meditó unos momentos—. Puede que lo hubiera hecho antes, pero ya no.
—¿Antes de qué?
—De conocer a «mi novio». Si no lo hubiera conocido, probablemente habría acabado con Antonio. Pero ahora eso es imposible. Además, Antonio es de los que se casan, y yo no volveré a casarme con un hombre del que no esté enamorada.
Celia la miró con los ojos como platos.
—¿Qué has dicho? No te entiendo. ¿Por qué dices que no volverás a casarte si no estás enamorada? Tú te casaste enamorada. Bebías los vientos por Daniel, a pesar de que podía ser tu padre… —otra vez el gesto de reproche. Laura temió que empezara de nuevo con sus peroratas y decidió cortarla.
—Lo creía, de verdad que lo creía, pero no… —meneó la cabeza a ambos lados con una triste sonrisa—. Tú tenías razón, y yo, por orgullo estúpido, no me sinceré contigo cuando me di cuenta del error que había cometido. Lo quería, no me malinterpretes, pero era tan joven… Y él era tan serio y tan mayor… Enseguida supe que aquello no funcionaría. Pero no quería aceptarlo porque entonces habría tenido que reconocer que yo me había equivocado y que vosotros llevabais razón. Y me lo tragué todo.
—Siempre tan cabezota.
—¡Siempre! Pero no quería oír el consabido «ya te lo dije»…
—Pues mejor eso que pasar toda la vida con un hombre al que no quieres.
—Estaba pensando muy seriamente en el divorcio cuando enfermó. Comprenderás que no podía abandonarlo en esas circunstancias.
—Claro, fue una putada. Pobre Daniel —Celia hizo un gesto con la cabeza. A pesar de que aparentaba tristeza, Laura se dio cuenta de que estaba complacida, aunque el consabido «ya te lo decía yo» no salió de sus labios—. Pero dejemos esta conversación que no nos lleva a ningún sitio. Háblame de él —Celia apoyó los codos en la mesa y la cara en las manos y miró a su hermana con interés. La expresión de suficiencia de su rostro había sido sustituida por una de curiosidad.
Laura no esperaba otra cosa y las palabras de Celia fueron para ella como el «¡cero!» de una cuenta atrás. Le contó cómo se habían conocido, la atracción que desde el primer momento existía entre ellos, que ya no podían parar de hacer el amor… y que él sólo quería una relación sexual, sin mayores implicaciones, sin compromiso, y lo dijo contenta para convencer a su hermana de que eso a ella le parecía muy bien. No le habló de la rubia ni de los detalles que tanto la inquietaban, como la preocupación que mostraba él en muchas ocasiones o la certeza de que le ocurría algo grave que no le quería contar. Volvió a caer en los mismos errores que poco antes se había reprochado, desvelando únicamente lo que le parecía bien y ocultando lo que sabía que podía poner en guardia a su hermana, aunque en esos momentos no era muy consciente de ello. Sólo quería agradar. Necesitaba volver a sentir su amistad y sabía que si le contaba sus dudas Celia se mostraría menos abierta con ella. Volvía a caer en los mismos errores y, aunque en el fondo lo sabía, no podía evitarlo.
Así, con ese relato sesgado, Celia estaba encantada.
—¡Cómo me alegro por ti! Y también por mí —dijo en voz muy baja—. El sábado hasta llegué a odiarte, porque pensé que estabas saliendo con Antonio.
—Estás enamorada de él, ¿verdad?
—Sí —Celia la miró con los ojos brillantes—. ¿Sabes una cosa? Podríamos intercambiar consejos. Por lo que me has contado, tu Sergio es un hombre puramente sexual. El sexo es lo que le interesa, querida, y debes conquistarlo por ese camino. Hay hombres a los que les gustan las mujeres hogareñas, y una hace como que es de lo más casera para conquistarlos. A otros les gustan las intelectuales, a otros las inseguras… Bueno, al tuyo le gustan las sexis excitantes y yo en eso te puedo ayudar. Créeme, tengo experiencia.
Se calló, y luego añadió con tristeza.
—Y mírame, me he ido a enamorar de un hombre que es todo lo contrario y no sé qué hacer con él…
—A Antonio le gustan las mujeres calladitas, dóciles, que se sienten inseguras para que él las pueda cuidar y proteger. Le gusta ser el caballero de blanca armadura que saca de apuros a las doncellas.
—Pues estoy buena. Has descrito a una mujer opuesta a mi manera de ser.
—Precisamente… Celia, no quiero que pienses que estoy celosa o algo por el estilo, porque no es verdad, pero no sé si Antonio será el hombre indicado para ti. Como tú has dicho, sois muy distintos.
—Ya, pero no hay nada de malo en probar… Estoy obsesionada, sólo pienso en tirármelo. ¿Sabes? Tengo la impresión de que, si echamos un polvo, averiguaré enseguida si es o no mi tipo y se me quitará esta maldita obsesión.
—Eso está bien; si consigues que él abandone por un momento ese aire artificial que lo rodea, te pago una cena… Pero es que está tieso, como encorsetado… —Laura se echó a reír—. ¡Qué barbaridad! Hace unos días ni se me habrían pasado por la cabeza todas estas cosas…
—Sí, hermanita, me estás dejando con la boca abierta. Has hecho muy mal en no mostrarte como eras hasta ahora. Me gustas mucho más así.
Laura se inclinó sobre la mesa. Las dos cabezas se juntaron y Laura dijo, en voz muy baja:
—Es que creo que me estoy volviendo ninfómana —su hermana abrió unos ojos como platos y se echó a reír con ganas—. Sí, no te rías. Sólo pienso en el sexo. Cuando estoy con él, no puedo dejar de hacerlo, y cuando él no está, siempre pienso en ello. Ya me dirás. Me paso la vida pensando en cómo sorprenderlo en la cama, en cómo atraparlo para que no se me escape… Quiere sexo, pues le daré sexo, pero del bueno. El problema es que se me están agotando los recursos. Necesito ideas.
—Muy bien, pues ponte a ello.
—¿Qué? Si ni siquiera sé cómo empezar… He pensado ver alguna peli porno, a ver si se me ocurre algo —Laura rio.
—Eso no estaría mal, puedo dejarte alguna —Laura miró a su hermana con asombro. Celia parecía una caja de sorpresas—. Verás, yo una vez tuve un novio al que le iban las prácticas sexuales un poco arriesgadas, no sé si me entiendes… Le gustaba pegarme.
—¡Eso, ni de coña! —dijo Laura, tajante—. ¿Y tú lo has hecho?
—Por supuesto, me gusta mucho, y por lo que me has contado de él, es posible que a Sergio también le guste.
—Pero a mí no. Dame más opciones —Laura estaba roja de vergüenza, y miró a su alrededor, temerosa de que alguien las estuviera escuchando. Pero no, la gente estaba en sus mesas, concentrada en sus propios asuntos, sin fijarse en los demás. Por otra parte, había mucho ruido y ellas hablaban en voz muy baja.
Eso la tranquilizó y volvió a concentrar su atención en Celia.
—No puedo creer que tú hayas hecho esas cosas.
Se imaginó a Antonio vestido de cuero, dándole caña a Celia con un látigo, y se echó a reír. Las lágrimas asomaban a sus ojos sin que ella pudiera evitarlas. Al fin pudo sobreponerse.
—Me parece que no tienes nada que hacer con Antonio —dijo cuando pudo hablar, mientras se limpiaba las lágrimas de los ojos.
—¿Por qué no? Los más serios son los peores. Además, casi todo el mundo lo hace… Ya sabes, en el amor y en la guerra…
—Oh, cállate, eres imposible —la interrumpió Laura intentando apartar de su mente la imagen de Antonio porque no quería seguir riendo. Su hermana empezaba a mosquearse.
—Bueno, ¿quieres sorprender a tu Romeo o no? —decía Celia.
—Sí, pero no quiero que piense cosas raras de mí. Después de todo, lo conozco muy poco y no sé cómo reaccionaría. Creo que es mejor que los acontecimientos sigan su curso, y ya veremos —se empezaba a arrepentir de haberle pedido consejo a Celia. Ignoraba que su hermana fuera tan entusiasta en esos asuntos y no sabía cómo tomárselo. Si lo único que podía decirle era lo del látigo, mejor sería dejarlo.
—Ven a casa. Tengo un corsé que te va a encantar. Ni siquiera lo he usado, porque mi novio y yo rompimos antes y luego… Bueno, luego me dio por Antonio. Hace más de seis meses que no tengo relaciones sexuales. Sólo pienso en echar un polvo con él… ¡Qué tonta! Pero, al menos, mi corsé no se perderá. Ven a casa, te lo regalo.
—No sé qué decirte…
—Ven. Si le gusta, un día te llevaré al sex-shop que yo frecuentaba para comprarte algo más escandaloso aún.
—No sé… —repitió Laura, indecisa—. ¿Y si se enfada? Ya te he dicho que lo conozco muy poco.
—Vamos, ningún hombre se enfadaría por eso, créeme, ni siquiera Antonio. Es una de las primeras tretas que pienso usar cuando me lo camele.
—¿Cuando te lo cameles? ¿Pero qué forma de hablar es ésa? —dijo Laura, reprendiéndola en tono de broma—. Y no soy yo la que habla, es lo que te diría el propio Antonio.
—Yo siempre hablo así, pero como antes eras tan pazguata no me atrevía a ser como soy delante de ti, y disimulaba. Eras un rollo: la perfecta esposa, la desconsolada viuda… Qué coñazo, vaya aburrimiento. En fin, como ya te he dicho, me gustas más ahora.
—Recuerdo muy bien aquella época en que salías con dos chicos a la vez y entrabas a casa sin los zapatos para que papá no se despertase.
Las dos rieron.
—Sí, qué tiempos —dijo Celia con ojos soñadores—. Pero, a lo que íbamos. Ahora que tú estás fuera de la competición, no tardaré en ligarme a Antonio… Al menos eso espero.
Laura no estaba tan segura. Ojalá se equivocara, pero conocía bien a Antonio y no creía que Celia fuera su tipo, por mucho que ella se empeñara.
Celia dejó el dinero en el platito con la cuenta que había sobre la mesa y se levantó. Tiró de su hermana sin contemplaciones y salieron a la calle.
—¿Dónde tienes el coche?
—Aquí, un poco más abajo.
—Pues vamos allá.
No llegaron a abrir la puerta, porque, en el momento en que iban a entrar, Luisa salía de la casa, muy arreglada, demasiado maquillada para el gusto de Laura, que la miró con desaprobación.
—Pareces un cuadro.
—Eso pretendo. Adiós, chicas.
Y se fue. Laura y Celia se miraron y Celia gritó:
—Sé buena…
—Lo seré… —se oyó la voz de Luisa mientras subía al ascensor. Luego las puertas se cerraron y ya no oyeron nada más.
—Ven —dijo Celia cuando entraron—. Vamos a mi habitación.
Siempre que entraba a la habitación de Celia recordaba su niñez, los juegos infantiles, cómo se disfrazaban… De princesas; nunca con nada parecido a lo que Celia estaba sacando de un cajón.
—¿Te gusta?
Lo extendió sobre la cama. Era un corsé de cuero brillante. El cuerpo era negro y se abría por delante con unos enormes corchetes plateados. Unas brillantes tiras rojas que se ataban a la espalda sujetaban los pechos, dejando al descubierto el pezón. El corsé se apretaba hasta la cintura y luego había una pequeña faldita, de pocos centímetros, de donde salían los ligueros.
—¿Qué te parece? ¿A que es sexi?
—¡Ah! Sí, pero debe de ser muy incómodo.
—¡Qué va! Tienes que ponerte unas medias negras de seda y prenderlas al liguero, pero nada de bragas. ¿Tienes zapatos rojos de tacón alto?
—No… tengo unos, pero son negros.
—Bueno, no importa, te dejaré los míos. Tenemos el mismo número. ¿Recuerdas que cuando vivías aquí siempre me quitabas los zapatos?
—Sí, pero…, Celia, me da vergüenza, imagínate que me ve así y le entra la risa, me moriría de vergüenza. ¿Y si se enfada? No lo conozco tanto como…
—Pero ¿cómo se va a enfadar? Vamos, si esto es de lo más inocente, ideal para empezar. No tiene nada de malo que te pongas una ropa interior sexi… Anda, se me olvidaba…
Abrió un cajón y sacó una banda de encaje negro.
—Es una máscara, tápate los ojos con ella y ya verás… Mejor dicho —rectificó entre carcajadas—, no verás, y eso es lo bueno…
La sintonía del móvil de Laura interrumpió la frase de Celia. Laura miró la pantallita.
—Es Sergio —dijo, mirando a su hermana.
Celia la oyó hablar, sólo frases y palabras entrecortadas… Vale, de acuerdo… Muy bien… Te espero.
Y colgó.
—¿Qué pasa?
—Tiene un compromiso y no llegará antes de las doce —Laura miró a su hermana con desilusión—. Me dormiré antes de que aparezca.
—Tú llévatelo. Una vez en casa, ya juzgarás cuándo es el mejor momento para usarlo. Tenéis que estar despiertos y receptivos. Si lo pillas muerto de sueño puede ser un desastre, a mí me pasó una vez y…
Pero Laura ya no escuchaba a su hermana. ¡Tenía tanta ilusión por verlo! Sabía que quizá llegara tarde, pero a las doce… No sabía si podría aguantar despierta.
Sergio colgó después de hablar con Laura. Le había dicho que, aunque no le contara la verdad, jamás le mentiría. Pero no era cierto. Mentía. Se estaba volviendo un redomado mentiroso. Y todo porque quería tener un cuerpo cálido y confiado esperando cuando llegara a casa, pues sabía que si se encontraba solo podía hacer cualquier cosa. Con Laura allí no se atrevería a hacer ninguna tontería. Cuando estaba con ella olvidaba todas sus preocupaciones, por eso la necesitaba y no podía prescindir de su compañía. Era un egoísta, sí, pero ella también disfrutaba. Después de todo, no era tan malo. Y se repitió lo que siempre se decía y que ya se había convertido en un mantra: sólo era humano.
Se puso la chaqueta y salió del despacho. Había quedado con Marga y no le convenía hacerla esperar.
Laura se quedó a cenar con Celia y llegó tarde a casa, con un paquetito bajo el brazo que guardó nada más entrar en uno de sus cajones. No sabía si alguna vez se presentaría la ocasión de usar esas prendas con Sergio. Desde luego esa noche no. Se daría una ducha y se acostaría, porque estaba agotada.
Comenzó a pasear por la casa, curioseando. La tal Carmen era un genio. A pesar del lío que habían dejado esa mañana, ahora todo estaba impecable, limpio y recogido. Abrió la nevera para tomar un vaso de leche y vio que estaba llena, aunque ellos la habían vaciado durante ese fin de semana. Estaba bien eso de no tener que preocuparse por las cuestiones domésticas, aunque a ella le gustaba hacer la compra y recoger; en su casa se lo pasaba de miedo limpiando y cambiando los muebles de sitio, le encantaba. Recorrió el salón con la mirada, quizá Sergio le dejara cambiar los muebles: no había muchos, pero siempre podía colgar los cuadros que había tirados por ahí… Y en aquel rincón iría bien un buró. Ya lo pensaría y se lo comentaría a él. Estaba segura de que no habría ningún problema.
Mientras mentalmente redecoraba el salón de Sergio, fue a la habitación a ponerse el camisón que se había llevado que, vaya casualidad, era el mejor y el más sexi que tenía. Carmen también había cambiado las sábanas. Ahora la habitación lucía inmaculada y olía a limpio. Otra ventaja de tener quien haga las cosas por ti.
Después de ducharse y ponerse el camisón y la bata de Sergio encima, fue al salón y encendió la tele con la intención de esperarlo despierta. Dudaba entre callar, como si no pasara nada, o decirle cuando llegara lo que en realidad pensaba de él: que era un egoísta desconsiderado. ¿Cómo se había atrevido a hacerle eso? Era la primera noche de su vida oficial juntos y la había dejado sola, en lugar de ofrecerle una cena romántica para celebrarlo… ¡Vaya decepción! Laura sintió ganas de llorar. Cuando él estaba se encontraba a gusto, la casa le parecía acogedora y cálida. Pero así, sola, se sentía una extraña, una intrusa en una casa que no era la suya.
Se levantó y comenzó a pasear por el salón, cada vez más indignada. Se encendía poco a poco, mientras mantenía consigo misma una conversación cada vez más subida de tono. Ella no tenía por qué soportar ese trato, ya no era la niña dócil y estúpida que se conformaba con todo… Lo había sido una vez, con Daniel. Pero Sergio no era Daniel y no volvería a caer en el mismo error.
A las doce y media de la noche lo vio muy claro: tenía que marcharse. Que llegara y se encontrara con una casa vacía, eso le demostraría que ella tenía carácter, que no podía manejarla a su antojo. No quería abandonarlo sino darle una lección para que la respetara, porque nunca lo haría si desde el primer día empezaba a consentírselo todo.
Fue a la habitación y comenzó a vestirse. Se había quitado el camisón y estaba a punto de ponerse el sujetador cuando sintió unos pasos detrás de ella. No se movió. Se quedó quieta mientras él se le acercaba por la espalda y le ponía las manos en los pechos. Hundió la cabeza en su cuello.
—¡Qué bien hueles! ¡Y qué magnífica bienvenida!
—Es una despedida.
—¿Qué dices?
—Que me marcho. ¿Cómo has podido dejarme sola en nuestra primera noche? No tienes ninguna sensibilidad, eres un bruto, un estúpido arrogante que piensa que todo el mundo está obligado a obedecerlo… Pues yo no estoy dispuesta, ¿sabes?
No quería parecer una histérica que monta numeritos, y se esforzó por mantener la voz controlada. Todos sus esfuerzos fueron en vano, pues al final acabó gritando y removiéndose para soltarse de su abrazo. Pero Sergio era más fuerte que ella y se lo impedía.
—Estate quieta —Sergio le dio la vuelta en los brazos para mirarla a la cara. Sonreía, y eso la enfureció aún más, tanto que comenzó a darle golpes en el pecho con los puños, hasta que él le sujetó las muñecas con fuerza y se las puso a la espalda.
—Me haces daño.
—Tranquilízate y te soltaré.
Cuando la acercó más a él su pecho desnudo rozó el tejido de su chaqueta y Laura sintió un exquisito placer; su enfado comenzó a desvanecerse y su decisión a flaquear. Pero no podía consentir que él lo supiera, tenía que estar enfadada si quería que Sergio le tuviera algún respeto y fuera consciente de que no podía hacer de ella lo que le viniera en gana.
—Quiero que me respetes —le dijo con voz firme.
—Pero yo no puedo respetarte…
—¿Qué estás diciendo? —se removió en sus brazos, pero él la agarró con más fuerza.
—¿Cómo voy a respetarte si me esperas desnuda? No me creo eso de que te vestías para marcharte. Creo que me esperabas impaciente, muy excitada, y como yo no me encontraba aquí para calmarte, te has enfadado… ¿No sabes que cuando uno está excitado puede aliviarse solo? ¿Nunca lo has hecho? Bueno, pues hoy vas a empezar.
—¿Qué dices?
—Que voy a enseñarte lo que tienes que hacer cuando yo no esté presente para calmar tu furor sexual… No puedo estar aquí durante todo el día. Me encanta calmar tu sed, pero, compréndelo, tengo muchas cosas que hacer.
Laura intentó soltarse de nuevo.
—Eres un engreído y un… capullo. Déjame, voy a vestirme.
—Ni hablar, querida. Si después quieres marcharte, hazlo. Pero sabes muy bien por qué estás aquí, por la misma razón que yo quiero que estés, porque te encanta follar conmigo… El problema, como te he dicho, es que yo no puedo estar en todo momento, y cuando quieras follar y no me tengas a mano…
La llevó hasta la cama con suaves empujoncitos y la tumbó.
—Ábrete de piernas —se sentó en el borde de la cama, contemplándola con atención.
Estar así, desnuda, bajo la mirada de Sergio, que ni siquiera se había quitado la chaqueta, la excitó. Comenzó a sentirse húmeda y se le olvidó su intención de marcharse. Ahora quería quedarse y complacerlo… Se pasó la lengua por los labios resecos esperando una caricia, un beso de Sergio. Pero él no se movió.
Laura le tendió los brazos.
—Ven conmigo, te deseo.
—Primera lección: lo que tienes que hacer cuando me desees y yo no esté.
Laura lo miró. Él estaba enfadado, su rostro reflejaba un furor que la asustaba. Pero de pronto se fijó en sus ojos, en los que había un leve brillo de humor. Se hacía el enfadado pero en el fondo se lo estaba pasando de miedo. Decidió seguirle el juego.
—De acuerdo, profesor. ¿Qué debo hacer cuando no estés para calmar mis ardores?
—Hazlo como si estuvieras sola. Yo miraré. Me encanta mirar… En realidad soy un mirón, ¿no te lo había dicho?
Laura sonrió, a esas alturas ya estaba muy excitada, su sexo húmedo exigía satisfacción. Pero prefería que fuera Sergio quien se la diera y llevó las manos a la bragueta de su pantalón.
—No —dijo él con voz ronca—. Tú sola. Estoy enseñándote, haz el favor de seguir las indicaciones del profesor.
—Vale, quiero sacar buena nota.
Laura posó las manos sobre su sexo y comenzó a frotárselo perezosamente. Ya sabía cómo lo hacía él y pensó en hacer lo mismo, pero antes de empezar extendió las manos y las llevó a la boca de Sergio.
—Ayúdame un poquito…
Le metió los dedos en la boca y él se los chupó uno a uno. Era el paraíso y Laura comenzó a notar que su excitación aumentaba a medida que los suspiros de Sergio se hacían más impacientes. Se llevó la mano al sexo y lo miró una última vez antes de cerrar los ojos; ahora no podía verlo, sólo oír sus jadeos, y comenzó a masturbarse perezosamente. Oía su respiración agitada y decidió castigarlo un poco imprimiendo a sus movimientos toda la lentitud de que era capaz, que en ese momento ya no era mucha.
—Me estás volviendo loco…
La voz de Sergio fue para ella como un afrodisíaco y aumentó los movimientos de su mano hasta que sintió el orgasmo y estalló, balbuceando su nombre; entonces sintió los labios de Sergio sobre los suyos, mientras posaba su mano sobre la de Laura para ayudarla a completar la tarea.
—¿Lo ves?, puedes hacerlo muy bien sin mí, no me necesitas —oyó la voz de Sergio y abrió los ojos.
—Al final me has ayudado un poquito.
—Casi nada, es que no podía estarme quieto viéndote así. Pero lo has hecho todo tú solita.
—¿Qué nota he sacado?
—Sobresaliente, aunque hay que reconocer que has tenido un poco de enchufe…
Laura tendió los brazos hacia él y esta vez su invitación fue aceptada.
—Nunca vuelvas a pensar en marcharte. Si alguna vez tengo la menor sospecha de que pretendes hacerlo, te ataré y te dejaré aquí de por vida, a mi servicio. Serás mi esclava sexual.
—¡Qué dulce perspectiva!
Laura comenzó a besarlo, y Sergio, olvidado ya de su papel de mirón pasivo, decidió hacerse partícipe y protagonista del espectáculo.