1

No era un domingo como los demás, era especial porque al día siguiente iba a comenzar una vida nueva, con un nuevo trabajo, lo cual la emocionaba y también la asustaba. Por eso estaba tan inquieta que no podía parar, y cuando la llamó Manuela para que repasara con ella su declaración Laura accedió a ir a su casa. Así se distraería.

La mujer estaba muy asustada. Tras dos horas y cuatro cafés, seguía nerviosa.

—Vamos, Manuela, sólo es una declaración, no debes temer nada.

—Pero él estará allí…

—Sí, pero declarará después, no tendrás que verlo; tú entrarás conmigo y con el fiscal, que ha sido muy amable viniendo con nosotras. Me han hablado muy bien de él. Bueno, tú ya lo conoces. También estarán su abogado y, claro, el juez. Pero tienes que estar tranquila; tú dices la verdad y todas las pruebas te dan la razón. Tienes todos los recibos que él no pagó, el burofax que le enviamos conminándole para que lo hiciera y del que pasó olímpicamente… No hay problema, es un caso sencillo. Ya lo verás, todo irá bien.

—De acuerdo, pero estoy muy nerviosa, no puedo evitarlo.

—Es lógico —Laura miró el reloj de pared, cuya aguja se había puesto en las ocho—. Ya es tarde, debo irme. Nos vemos mañana en el juzgado, a las nueve. Sé puntual.

—No voy a poder dormir en toda la noche.

—Procura hacerlo. Mañana tienes que estar fresca y descansada.

Laura tomó la mano de Manuela y la apretó entre las suyas. Era cierto. La pobre temblaba como un pollito mojado, y si eso le sucedía ahora, ¿en qué estado llegaría a la declaración? Se dieron un par de besos a modo de despedida y Laura se marchó.

Bajó despacio las escaleras y salió al frío de la noche. ¡Pobre Manuela! Una viuda con cuatro hijos que ganaba apenas el salario mínimo y que, para compensar su escaso sueldo y su aún más escasa pensión de viudedad, tenía el dinero que le reportaba el alquiler de esa casa. Y el caradura de su inquilino llevaba varios meses sin pagar el recibo de la luz: tres mil euros que la compañía le reclamaba a Manuela, que era la titular del contrato. Como era un caso fácil, se lo habían asignado a ella. ¡Su primer caso! Otros muchos la esperaban sobre la mesa del despacho, pero ése era ahora su prioridad.

Sus pasos resonaron en la acera. La calle estaba desierta y sintió una enorme soledad. Recordó una tarde, hacía un año justo ese mismo día, en que también se había sentido muy sola. Era noche cerrada y llovía como ahora, pero ella no lo sabía, ni siquiera era consciente de la hora, ni de la oscuridad ni de dónde se encontraba… Estaba perdida, pues acababa de perderlo todo. Su marido murió justo a esa hora aquella tarde deprimente en un deprimente hospital, mientras ella lo miraba con impotencia, sin poder hacer nada para evitar su marcha. Quería retenerlo, pero veía cómo se iba, cada vez más lejos; se alejaba poco a poco… hasta que desapareció.

Laura parpadeó para evitar las lágrimas. Había pasado mucho tiempo, un año durante el cual ella había hecho muchas cosas, al menos en el terreno profesional. En el personal ya era otra cuestión. De pronto se sintió culpable por no haber pensado en él ese día. Era el primer aniversario de la muerte de Daniel y ella había estado ocupada en otras cosas, en sus propios asuntos. Recordó los días felices de su matrimonio y por un momento deseó que volvieran. Tener su apoyo, verse amparada por su seguridad… Pero eso era imposible, lo que hacía que la sensación de soledad aumentase y la envolviese como única e indeseada compañía.

Parpadeó y vio su coche tras la lluvia y las lágrimas que empañaban sus ojos. Abrió con el mando a distancia y se dirigió al vehículo con paso cansino. Le quedaban unos cuantos kilómetros para llegar a Madrid, y no le apetecía nada conducir por la autopista de noche, aunque lo hacía muy a menudo. La gente solía hacerlo al revés, trabajaba en Madrid y vivía en las afueras. Pero ella siempre era la excepción que rompía la norma. Daniel le decía que siempre iba a contracorriente.

Arrancó y puso la radio. Lo único que deseaba era llegar cuanto antes a casa.

Vivía en un apartamento del centro de Madrid. En realidad, cuando compraron la vivienda era una casa de tres habitaciones, con un enorme salón, cocina y dos baños. Pero su marido y ella habían hecho una reforma importante; lo habían transformado en un apartamento muy espacioso, con sitio de sobra para los dos, así que para ella sola… Laura meneó la cabeza. Nunca abandonaría esa casa. Allí estaban todos sus recuerdos. Bueno, no todos, se dijo, pero sí los que más le importaban.

Estaba preparándose un sándwich para cenar cuando sonó su móvil. Miró la pantallita. Era su hermana.

—¿Sí? Hola, Celia.

—Hola, querida, ¿cómo estás? Te he llamado un par de veces, pero tenías el teléfono desconectado. ¿No has visto mis llamadas perdidas?

—Sí, las he visto.

—Y no las has respondido. Eso significa que no tienes muchas ganas de hablar conmigo. Me da igual, porque yo sí tengo ganas de hablar y tú eres la que está más a mano.

—¿Y Luisa?, ¿por qué no le das la paliza a ella?

—Porque no está en casa. Nuestra hermana ha ligado y rara es la noche que la veo. Y cuando viene por aquí no habla más que de su novio: que si Martín esto, que si Martín lo otro… Es una plasta.

—Vaya, no lo sabía.

—Es normal, ni nos llamas ni vienes a vernos. Estás sumida en tu rico mundo interior —a Celia le encantaba eso del «rico mundo interior»; lo soltaba siempre que tenía ocasión. Laura sonrió al oírla.

—Es que he tenido unos días terribles. Y mañana empiezo a trabajar oficialmente en el bufete: mi primer caso. Una pobre mujer a la que su inquilino le debe una pasta. Sí, me dirás que no es nada original, pero bueno, querida, por algo hay que empezar, y como a los del bufete este caso no les preocupa, porque está ganado de antemano, me lo han asignado a mí, la novata. Es mi bautismo de fuego. ¿Sabes? Aún no me creo que esté ejerciendo por fin.

—Pues empieza a creértelo, hermanita.

—Sí. Me ha costado lo mío, y no lo habría logrado sin la ayuda de Antonio. Tengo que agradecérselo. En fin, aquí estoy, y la verdad es que no puedo pensar en otra cosa más que en el trabajo.

Mentía, claro, pero no quería que su hermana lo supiera. Se ponía muy pesada cuando empezaba a darle consejos sobre una nueva vida y esas cosas. Celia ni siquiera parecía recordar que ese día era el aniversario de la muerte de Daniel. Y si lo recordaba era evidente que había decidido no decirle nada. Mejor así.

—¡Qué bien! —ninguna referencia a Antonio, el íntimo amigo de Daniel a quien ella conocía. Estaba claro. Su hermana había decidido no mencionar el pasado—. Llámame para decirme qué tal te ha ido, porfi. Voy a pasarme el día pensando en ti, no estaré tranquila hasta que sepa que todo ha ido bien, que no la has pifiado… Porque eres impulsiva, Laura, no metas la pata…

—Vale, vale. Calla de una vez. Decías que tenías ganas de hablar, pues habla, pero no de mí. Cuéntame algo interesante, un cotilleo sustancioso, por ejemplo.

—Algo mucho mejor. ¡Me han ascendido! Ahora soy directora de la sucursal. Y quiero celebrarlo. Voy a dar una pequeña fiesta el sábado, para los amigos y mis ingratas hermanas, y espero que vengas. No admitiré excusas.

—Había pensado trabajar en casa el sábado. Ya sabes, quiero dar buena impresión, no pifiarla, como tú dices, pero, si quieres que te diga la verdad, estoy un poco desbordada.

—Entonces te vendrá bien un descanso. ¿Se va a hundir el poder judicial en España porque pases un par de horas en mi casa y te tomes una copa? Venga, Luisa va a traer a Martín. Estoy deseando conocerlo, así podremos cotillear sobre él… Porfi… —la palabra favorita de Celia junto con la expresión «rico mundo interior»—. Además, hoy es lunes; te queda una larga semana de trabajo por delante. Créeme, el sábado estarás agotada y sólo querrás emborracharte… ¡Venga, di que sí!

—Está bien. Nos veremos el sábado.

—Chachi. La fiesta empieza a las siete, pero pásate antes. Vente a comer, así tendremos tiempo para charlar a gusto. Por…

—…fi. Pero ¿no decías que iban a ser sólo un par de horas? Vale… Vale… Muy bien, llegaré a eso de las dos. ¿Te parece?

—Sí. Estoy deseando verte, hermanita.

—Hasta el sábado entonces. Sé buena.

Laura sonrió. Celia era un encanto. La mayor de las hermanas, la que las había mantenido unidas desde la muerte de su padre. Era demasiado severa y muy inclinada a dar consejos, cosa lógica teniendo en cuenta que, por ser la mayor, se había sentido responsable de sus dos hermanas pequeñas al morir su madre. No había podido ir a la universidad, como ella y como Luisa, que estaba en cuarto de periodismo. Pero era la única de las tres que tenía los pies en la tierra.

Laura se tomó una copa de vino y cenó su sándwich mientras miraba la tele, un drama judicial, cómo no. Luego estudió una vez más los papeles del caso de Manuela. Sólo era una declaración, pero era muy importante para ella. ¡Esperaba no «pifiarla», como decía Celia!

Dos horas después de acostarse se dio por vencida. No podía dormir. Y no era el trabajo lo que la preocupaba… ¿O sí? Quizá sí, porque todo estaba relacionado. Empezaba una nueva andadura en su vida y tendría que recorrer el camino sola, sin Daniel, lo cual resultaba excitante y a la vez sobrecogedor. El miedo a la libertad, se dijo. Había conocido a Daniel a los dieciséis años. Él era el catedrático de literatura de su instituto y Laura se enamoró nada más verlo el primer día de clase. Naturalmente, por entonces Daniel no le hacía mucho caso; la trataba como a una alumna más. Pero ella bebía los vientos por ese hombre maduro. Y cuando se encontraron tres años después, se lanzó como una loca. ¡A por él! No le resultó difícil conquistarlo. A los veinte años se casó con un hombre de cuarenta y seis al que idolatraba. Y todo fue perfecto… al menos durante los tres primeros años. Daniel fue su padre cuando su padre murió en un accidente de automóvil. Y para sus hermanas era como un dios salvador. Celia ya era mayor, tenía veinticuatro años cuando ocurrió la tragedia, pero Luisa sólo tenía dieciocho. Daniel tomó las riendas de todo: fue su padre, su amigo, su benefactor…

Luego la cosa empezó a torcerse, no por él, sino por ella. La convivencia y, sobre todo, la diferencia de edad hicieron que Laura se diera cuenta de que su marido no era un dios, sino un hombre. No sabía cómo habría acabado todo si no se hubiera declarado su enfermedad. Pero enfermó, y todas sus dudas pasaron a un segundo plano ante la urgencia de cuidarlo, que se impuso a cualquier otra consideración. No podía abandonar a un hombre que se estaba muriendo. Y no lo hizo. Se mantuvo a su lado hasta el final.

Por la mañana había olvidado las dudas y los pesares de la noche anterior. Era una Laura distinta, fresca y animosa. Excitada por la novedad de lo que la esperaba, daba vueltas en la cama intentando calmar las molestas mariposillas que revoloteaban en su estómago. Así que se levantó, aunque sólo eran las cinco de la mañana. Se dio una ducha, se tomó un café, se dio ánimos a sí misma y se aprestó para la batalla. Hoy nada de dudas, nada de inseguridades. Hoy no puedes fallar.

Necesitaba tener el aspecto que la ocasión requería y estudió sus posibilidades, muy concentrada ante el espejo. Al final se decidió por su mejor y más serio traje de chaqueta gris. Se miró en el espejo. Sí, tenía un aire digno y profesional. Pero estaba muy delgada y, como no era muy alta, parecía muy poquita cosa. No imponía, se dijo. ¿Qué hacer? Los tacones. Su metro sesenta y cuatro de estatura se convirtió en un metro setenta por arte de magia. Mejor así. Aunque faltaba algo, ¿qué era? Tenía el pelo castaño, con un tono rojizo del que estaba muy orgullosa, porque cuando le daba el sol parecía casi, casi pelirrojo. Pero a sus veintiséis años aún tenía cara de niña y la sencilla melenita que solía lucir la hacía parecer aún más joven. Así que nada de melena: moño. A ver… sí, aquí hay horquillas: manos a la obra. Genial. Volvió a mirarse, aún faltaba algo: claro… maquillaje. No mucho, porque no le gustaban las caras pintarrajeadas, pero sí el suficiente para que su rostro no se viera tan pálido, para que sus labios llenos adquirieran un color rosa veinticuatro horas (esperaba que ese pintalabios de larga duración no fallara, porque no había color que se mantuviera en sus labios más de dos horas). Para sus preciosos ojos castaños no necesitaba mucho: llamaban la atención sin ningún artificio; aun así se dio un poco de sombra marrón y rímel.

Miró el resultado en el espejo y se sintió satisfecha. Parecía más segura, más entera. Cogió el bolso y la cartera con los papeles y salió a comerse el mundo.

Sólo eran las siete y media cuando metió el coche en un aparcamiento cerca de los juzgados, en la plaza de Castilla. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué había salido tan pronto de casa? Aún faltaba mucho para la comparecencia. A pesar de la hora temprana, ya había mucha gente por allí, oleadas saliendo del metro, camino del intercambiador de autobuses. Se sintió viva y contenta moviéndose entre toda esa gente: por fin podía considerarse una trabajadora más, una más de esas hormiguitas industriosas que se dirigían a sus respectivos empleos. Le gustó la sensación y sonrió feliz; ahora, para que su felicidad fuera completa, le faltaba desayunar algo, pues estaba muerta de hambre. Entró en la primera cafetería que vio, una que hacía esquina, justo frente a los juzgados; desayunaría y repasaría sus papeles tranquilamente.

Ante la barra se agolpaba un montón de gente y no había un solo espacio libre, pero aún quedaban algunas mesas desocupadas y, como tenía casi una hora y media por delante, decidió sentarse.

Tras quince minutos de espera se convenció de que nadie iba a ir a preguntarle qué quería tomar. Al parecer a esa hora no servían en las mesas. Se levantó y se acercó a pedir a la barra, que seguía oculta por una marea humana. Imposible acercarse, o al menos eso le pareció a ella, tan tímida que era incapaz de decir «perdón» y dar un empujón a alguien para colocarse. Entonces oyó una voz a sus espaldas:

—¿Qué quieres tomar? Yo te lo pido.

Laura se volvió y vio a un hombre que la miraba con una sonrisa burlona.

—No te preocupes —dijo, tuteándolo también. Si ese hombre al que no había visto en su vida la llamaba de tú, ella no iba a ser menos—. Yo puedo hacerlo —y para corroborarlo le dio a un señor un codazo, tan leve que el hombre ni se inmutó.

—Llevo unos minutos observándote y no me parece que vayas a poder. Y créeme, hoy no hay tanta gente. Otros días está peor. Venga, dime qué vas a tomar —sonrió. Sus ojos brillaban burlones.

¿Sus ojos brillaban? Laura meneó la cabeza. La debilidad la hacía ver visiones. El hambre había provocado que las mariposillas volvieran a su estómago, pero ahora más revoltosas y en mayor número. Necesitaba comer, y rápido, así que dijo:

—Un café y una barrita con tomate.

—¡Marchando! Vuelve a la mesa, que ya te lo llevo.

Vaya tipo raro, dedicarse a servir mesas como si fuera un camarero. En fin, a ella le resultaba muy cómodo que la sirvieran, mucho mejor que andar a codazos para tomarse un café, así que volvió a su mesa y se dedicó a observarlo. Llamaba la atención porque era el más alto de los que se agrupaban junto a la barra. Y eso, de espaldas. Cuando se volvió, con dos cafés en precario equilibrio, uno en cada mano, Laura se quedó boquiabierta. No se había fijado en lo guapo que era.

—Aquí están los cafés. Ahora traigo la barrita.

Volvió a marcharse para regresar al cabo de unos minutos con un plato. Lo dejó en la mesa, se sentó frente a Laura con naturalidad y se dedicó a mirarla, bastante descaradamente, en su opinión. ¡Qué frescura!, ni siquiera se le había ocurrido preguntarle si podía sentarse con ella.

Laura lo fulminó con la mirada por su desfachatez. Pero él, como si tal cosa, ni se inmutó y siguió contemplándola con el mayor interés.

—¿Tú no comes nada? —tenía que decir algo, la mirada entre burlona y apreciativa de ese hombre la estaba poniendo de los nervios. Entonces él sonrió y Laura se sintió repentinamente interesada en su taza de café. Bajó los ojos mientras notaba una ráfaga de calor que subía por sus mejillas. ¡Se estaba poniendo colorada!

—No suelo desayunar, pero siempre me tomo un café antes de entrar al trabajo.

—¡Qué interesante! —dijo en tono burlón, tras dar un largo sorbo a su café, fingiendo la mayor de las indiferencias.

Él continuó en silencio, mirándola impasible.

—¿Y sueles sentarte en la mesa de los desconocidos sin haber sido invitado? —soltó de pronto, sorprendiéndose a sí misma por sus palabras.

¿Por qué había dicho eso? Ese hombre había sido muy amable y ella ni siquiera le había dado las gracias, ¿qué le pasaba?

—Sí. Es mi deporte favorito, lo hago todas las mañanas —el desconocido se puso serio. Parecía muy compungido—. Tienes razón. Siento haberte molestado, de verdad. Que tengas un buen día —hizo ademán de levantarse, pero Laura lo detuvo.

—No, por favor, no te marches. Has sido muy amable, si no es por ti me quedo sin desayunar. Es que… Bueno, estoy algo preocupada porque hoy es mi primer día de trabajo. —¡Qué bien! Había encontrado la excusa perfecta para justificar su salida de tono y, además, sin mentir, porque, efectivamente, estaba como un flan.

—De acuerdo.

Volvió a sentarse. Parecía un niño que después de unas lagrimitas consigue de sus padres todo lo que quiere, y Laura tuvo la extraña sensación de que en realidad nunca había tenido intención de marcharse. Ese aire compungido… ¿Lo habría fingido? Bueno, le daba igual. En unos minutos acabaría su desayuno y se libraría de él. Sólo tenía que ser educada un poquito más.

—¿Y en qué consiste ese nuevo trabajo?

Iba a decirle que precisamente ese día empezaba lo que deseaba que fuera una exitosa carrera de abogada en un bufete de lo más importante, y de pronto se cortó. Seguro que él empezaría a hacerle preguntas y no estaba preparada para dar respuestas. No esa mañana, con los nervios a flor de piel y bajo esa perturbadora mirada. ¿Por qué seguía mirándola? ¿Es que no pensaba tomarse el café? Era inquietante.

—Es en una oficina —hizo un gesto con la mano, como indicando que prefería no hablar de ello y él no insistió.

Así que Laura se dedicó a su barrita con tomate y el primer mordisco le supo a gloria.

Durante unos minutos permanecieron en silencio, él bebiendo su café despacio sin dejar de mirarla y ella comiendo a toda prisa, poniendo todo su empeño en acabar de una vez con la dichosa barrita, que ya se le estaba atragantando.

—Supongo que a partir de ahora nos veremos con frecuencia. Yo siempre me tomo un café aquí a estas horas. Y espero que tú adquieras esa misma costumbre.

Lo dijo con un tono de ansiedad en la voz, como si temiera que ella le fuera a decir que no pensaba volver por aquel bar. Aunque también podían ser figuraciones suyas, porque luego le preguntó qué tal estaba el desayuno y el tono era el mismo. Laura empezó a frotarse las manos. No sabía cómo comportarse con los desconocidos y ése la intimidaba un poco.

—Necesitaba comer, así que el desayuno me ha parecido magnífico… Y sí, supongo que vendré más veces a tomar café aquí, si es que logro conservar mi trabajo.

—Espero que lo logres, porque me gustaría seguir viéndote —miró el reloj—. Ahora tengo que marcharme. Por cierto, me llamo Sergio.

—Laura.

Se dieron la mano. Al tocarlo, Laura sintió un pequeño escalofrío que le recorrió el brazo hasta la nuca. Se estremeció y apartó la mano con rapidez.

—Muy bien, Laura… ¿Te veré mañana?

—No sé, mañana creo que no tendré que venir por aquí, aunque lo haré muy a menudo. Seguro.

—¿No trabajas cerca?

—No, pero vendré con mucha frecuencia por aquí a hacer gestiones…

—Muy bien, hasta la próxima entonces.

Otra sonrisa. Sus ojos negros fijos en los de ella. El calor nuevamente en sus mejillas.

—Adiós.

Lo observó mientras salía. ¿Dónde trabajaría? No se lo había preguntado, pero tenía pinta de ejecutivo, con ese traje caro y ese aspecto de seguridad en sí mismo. Debía de ser un tiburón de las finanzas. Se llamaba Sergio… Bonito nombre. ¿Bonito? Jamás había conocido a nadie que se llamara así, y un nombre sólo te parece bonito cuando has conocido a alguien que lo lleva y esa persona te gusta… Al menos, eso decía Daniel.

Al pensar en él sintió que se desvanecía toda la euforia que había acumulado desde las cinco de la mañana.

Se levantó. La barra ya estaba mucho más despejada y se acercó a pagar.

—Ya ha pagado el señor —le dijo el camarero.

¿Cuándo?, se preguntó Laura. Bueno, la próxima vez que lo viera, si es que había próxima vez, invitaría ella.

Cuando entró al juzgado ya había olvidado a Sergio, el café e incluso a Daniel. Su mente estaba centrada sólo en el trabajo. La declaración era importante, pero era un mero trámite. Únicamente tenía que procurar que nadie se diera cuenta de que estaba tan alterada. Enseñó su identificación en la puerta y se dirigió al juzgado que le correspondía. Ya había llegado el abogado de la parte contraria, pero no vio a Manuela por ningún lado y se sintió un poco intranquila. Esperaba que no tardara mucho, pues en el juzgado los funcionarios ya estaban ante sus ordenadores y el fiscal, que también había llegado, charlaba con una de las auxiliares. Era un hombre alto y de constitución fuerte, como de unos cuarenta años. Laura lo miró conmovida porque le recordó a Daniel. Parpadeó y apartó esos pensamientos de su mente. El hombre se dirigía hacia ella y la joven esbozó su mejor sonrisa.

—Hola, soy Roberto Marcos, y tú debes de ser Laura de Santis.

Le tendió la mano y Laura correspondió a su saludo. El apretón fue cálido y duró unos segundos más de lo apropiado. Pero a Laura no le importó. Ese hombre le gustaba.

—Efectivamente. Encantada de conocerte —sonrió. Tenía la extraña sensación de que iba a llevarse bien con Roberto Marcos.

—La declaración será en el despacho del juez. Ya me he ocupado de todo. Han dicho que esperemos en el pasillo.

Salieron al pasillo y, mientras esperaban, volvieron a asaltarla los nervios y la inseguridad. De pronto se sintió fuera de lugar e incluso llegó a preguntarse qué pintaba ella allí. «Las dudas de último momento —se dijo—, como los actores cada vez que tienen que salir al escenario». Entonces llegó Manuela, pálida como un muerto, y se le olvidaron todas las dudas ante la urgencia de consolarla y acompañarla.

—No te preocupes, todo saldrá bien —le dijo a modo de saludo.

—Sí, claro. Pero, mira, ahí está ese… ¿Cómo puede defender a un hombre que le roba el dinero a una pobre viuda? No lo comprendo…

—Por favor, Manuela, no te pongas melodramática, que esto no es un culebrón —dijo Laura, riendo por el comentario de su cliente—. Venga, y no mires tanto al abogado, que se está poniendo verde.

—Vergüenza debería darle… —se interrumpió porque la auxiliar del juzgado se encontraba en la puerta, haciéndoles gestos para que pasaran.

El despacho del juez era pequeño. Un escritorio, una mesita con un ordenador donde la auxiliar escribía las declaraciones, unas sillas frente al escritorio y un sofá al fondo.

El fiscal se sentó en una de las sillas y Manuela en la otra. El otro abogado y Laura se sentaron en el sofá. Los cuatro estaban callados, y ellas dos, además, muy nerviosas. Cuando entró el juez todos se pusieron en pie.

Laura volvió a sentir las mariposas en el estómago y la ráfaga de calor en las mejillas. El hombre que acababa de entrar en el despacho y la miraba con los ojos como platos era el mismo de la cafetería, el que la había invitado a desayunar.

Durante unos segundos, los dos se miraron, confundidos.

Por fortuna, la entrada de la auxiliar rompió la tensión del momento. Todos se sentaron menos ella, que estaba como clavada en el suelo. Entonces el juez le hizo un leve gesto arriba y abajo con la mano y se sentó como movida por un resorte. Él también se sentó y, con un gran esfuerzo que sólo notó Laura, dejó de mirarla para dirigirse a todos los presentes.

Con voz firme y segura comenzó a hablar:

—Buenos días, nos encontramos aquí…

Pero Laura había dejado de escuchar. ¿Es que siempre tenían que pasarle a ella esas cosas?

¡Empezaba bien su primer día de trabajo!