El paseo de regreso a casa después del anuncio —o sentencia, más bien— de Markov se antojaba más largo de lo habitual, y Charlotte estaba encantada. Caminaba con Eric. No disponían de demasiado tiempo para estar solos, de modo que estos paseos significaban mucho para ella, y para él, o eso esperaba. Decidió aprovechar la oportunidad para conocerle un poco mejor, por Pam y Prue, y de paso por ella misma.
—Y dime, ¿dónde estabas antes? —preguntó Charlotte.
—¿Te refieres a esta mañana, cuando llegué tarde al trabajo? —preguntó Eric.
—No, tonto —se rió Charlotte—. Antes de venir aquí.
Eric se puso un poco tenso. Era evidente que no le gustaba hablar sobre su pasado.
—Abandoné los estudios —confesó despacio—. Supongo que fue por eso por lo que, a pesar de haber muerto sobre un escenario, tuve que hacer de todas formas el curso de Muertología para sacarme la convalidación para el camposanto —dijo Eric, a quien estaba claro que todavía le desagradaba el recuerdo.
—Ibas a Hawthorne, ¿verdad? —preguntó Charlotte—. Seguro que por eso te enviaron aquí cuando cruzaste al otro lado.
—Podría ser —dijo Eric con indiferencia—. Si quieres que te diga la verdad, nunca me sentí a gusto en Hawthorne.
—Ni yo —añadió Charlotte, tomando nota mental de un nuevo elemento que tenían en común.
A Charlotte le encantaba estar con él. No porque quisiera exhibirse publicitarse en plan mira-qué-novio-tengo, sino más bien porque la hacía sentirse por completo ella misma. No relajada del todo, pero sí cómoda. Sentía que podía contarle lo que fuese, y que él la comprendería. Aunque eso todavía tenía que ponerlo en práctica.
—¿Tú crees que se han sacado de la manga esta nueva tarea para que no estemos juntos? —preguntó Charlotte, con la esperanza de que su reacción le diese alguna pista sobre la naturaleza de sus sentimientos hacia ella. Estaban muy al principio y ella todavía se sentía bastante insegura.
—¿A qué vienen esas teorías conspirativas, Julieta? —preguntó Eric, cortante—. No es nada dabuten.
Ella no estaba muy segura aún de qué consideraba él «dabuten» y qué no, pero ya había comprendido que, fuese lo que fuese, era de enorme importancia para Eric. Quería creer que no era nada parecido a la cerrazón de Metal Mike, sino más bien una manía sencilla, genial y encantadora, como todo lo relacionado con Eric.
Charlotte tragó saliva.
—Lo que quiero decir es: ¿por qué justo ahora? —insistió, todavía buscando apoyo, aunque de forma no tan obvia—. ¿Es que a ti no te escama?
—Colega, y yo que pensaba que eran las estrellas de rock las que se suponía que tenían el ego subido —respondió él, aunque sólo medio en broma.
Charlotte se sintió herida, e incluso Eric, uno de cuyos puntos fuertes no era precisamente interpretar sus estados de ánimo, captó en la expresión de ella una clara señal de que estaba siendo insensible.
—Lo siento, Charlotte —dijo Eric frotando con su brazo el de ella, y casi, aunque no del todo, buscando su mano—. Pero yo no veo ninguna conspiración. Es sólo otra de las cosas que tenemos que hacer para llegar a donde necesitamos llegar.
A ella le pareció estar escuchando a su padre, lo cual era reconfortante e irritante a la vez, si bien en ese preciso momento resultaba más irritante que otra cosa. ¿Es que no se daba cuenta de que un paréntesis como aquél podía ser fatal para una nueva relación? ¿Para su relación?
* * *
Las Wendys estaban fuera de la cafetería compartiendo una minigalleta de arroz, mientras parloteaban sin cesar, como siempre, sobre sus cinturas y Petula.
—¿Viste anoche el desafío entre recetas de brownie de fusión asiática en Canal Cocina? —empezó Wendy Anderson—. Rico, rico.
—No, estuve zapeando entre National Geographic y Animal Planet —dijo Wendy Thomas—. Aluciné con lo gordos que están esos indígenas. No veas los tripones que tienen.
—¡Es por todos esos carbohidratos que enviamos de ayuda! —corroboró Wendy Anderson—. Alguien debería incluir unos cuantos contenedores de tablas para hacer abdominales junto con el arroz y la leche en polvo.
—Mira que sería sencillo sustituirlos por proteínas en polvo y arroz integral —sugirió Wendy Thomas—, haría maravillas.
—Un poco de proteínas sin grasa no les vendría mal, además no les costará conseguirlas —dijo Wendy Anderson— con todos esos animales corriendo sueltos por ahí.
Ambas tuvieron que hacer un pequeño paréntesis para saborear y tragar la seca galleta.
—¿Sabes qué? —comentó Wendy Thomas—. Ahora que lo pienso, creo que, para buena parte del planeta, Animal Planet es el Canal Cocina.
Justo cuando Wendy Anderson iba a aplaudir la agudeza de su observación, Darcy se plantó ante ellas con aires de grandeza, interrumpiendo así su clandestino snackrificio a la Diosa del Peso Ideal. Iba vestida con ropa cara, pero sin un solo logotipo publicitándose desde el bolsillo trasero del pantalón o la manga y que pudiese dinamitar su tapadera de nueva rica.
Las Wendys retrocedieron, echando la cabeza hacia atrás como un par de tortugas asustadas. Darcy, observaron las Wendys, había hecho los deberes.
—Vosotras sois las Wendys, ¿verdad? —saludó Darcy—. ¿O se trata sólo de vuestro nombre circense?
—Nosotras no actuamos —espetó Wendy Thomas, sin captar la malintencionada referencia a una parada de monstruos.
Darcy las miró con una sonrisita y se rió para sus adentros al pensar que lo único que aquellas dos sabían de Grandes Carpas probablemente estaba relacionado con la consulta de un cirujano plástico.
Por su parte, las Wendys se sintieron más intrigadas que ofendidas ante la audacia de la chica nueva.
—Sí, somos nosotras —replicó Wendy Anderson con curiosidad, acallando a Wendy Thomas—. ¿Y tú eres…? —por supuesto, las Wendys lo sabían pero jamás le habrían dado a Darcy la satisfacción de reconocerlo.
—Darcy —contestó la chica, alzando la barbilla una pizca y chupando las mejillas hacia dentro—. El placer es vuestro, lo sé.
—¿Qué podemos hacer por ti? —preguntó Wendy Thomas con aire regio.
—Perdonad que interrumpa vuestro almuerzo —ironizó Darcy al reparar en la galleta de arroz—, pero ha llegado a mis oídos cierta información sobre Petula y he pensado que tal vez pueda interesaros.
¿Una completa extraña cotilleando sobre Petula? ¿Y mentando su nombre, nada menos? Eso no lo hacía cualquiera. Al igual que los israelitas, en la antigüedad, tenían prohibido mentar el nombre de Yahvé, los alumnos de Hawthorne se abstenían muy mucho de hablar de Petula con familiaridad.
Las Wendys retrajeron las uñas por el momento porque, al parecer, Darcy sabía algo sobre Petula que ellas ignoraban, algo nada corriente en WendyWorld.
—Adelante —ordenó con sequedad Wendy Thomas.
—Conozco a una persona que conoce a una persona —dijo Darcy, expresándose de manera imprecisa para proteger a su fuente, concluyeron las Wendys— que ha oído que a Petula la detuvieron anoche en un callejón del centro.
—¿Haciendo? —preguntó Wendy Anderson, que no quería que pareciese que no estaba al tanto, y a la vez se moría de ganas por enterarse.
—No lo dijo —contestó Darcy—, pero se me ocurrió que debía contároslo antes de que… bueno, ya sabéis, antes de que se entere todo el instituto.
Darcy sabía que, de filtrarse esa información, las Wendys se sentirían más que humilladas por asociación. Y con el final del último curso a la vuelta de la esquina, era su legado lo que estaba en juego.
—Qué considerado de tu parte —dijo Wendy Thomas en tono cortante, atravesando a Darcy con la mirada.
—¿Qué es lo que quieres? —la apremió Wendy Anderson.
—Nada —respondió Darcy—. Sólo he pensado que ya habéis tenido bochornos suficientes para esta vida y la siguiente.
—¿De qué hablas? —preguntó Wendy Thomas.
—De toda la historia esa del coma, lo de repetir curso, y luego su novio la deja para largarse con su hermanita —añadió Darcy con malicia—. Y para rematar, esto.
Era evidente que iba a por la Reina, sin tapujos, y las Wendys quedaron impresionadas. El asunto estaba adquiriendo tintes políticos, y ellas siempre agradecían un poco de intriga. Sin embargo, no habían decidido aún qué interpretación darle a la noticia o al mensajero que se la había comunicado.
—Vamos a mantener esto en secreto de momento —urgió Wendy Anderson, mientras ella y Wendy Thomas se colocaban a ambos lados de Darcy y la conducían a un aparte en el vestíbulo, a fin de que ningún curioso pudiese escucharlas.
Darcy no se inmutó ante aquel intento de intimidación.
—Consideradlo un regalo —dijo, y se alejó pavoneándose hacia la salida con una sonrisita, mientras sonaba el timbre llamando al tercer periodo de clase.
* * *
El drama del día prosiguió al llegar Charlotte a su casa, o más bien fue ella quien continuó con el drama.
—Pero ¿cómo que vais a regresar? —preguntó la madre de Charlotte, conteniendo unas lágrimas que no brotarían jamás—. ¿Bill?
El arrebato de su madre no hizo sino alimentar la llama que ya había prendido en la mente de Charlotte. Que alguien se preocupara tanto por ella la hacía sentirse muy bien. La seria expresión de su padre, sin embargo, hizo que se preparase para la reacción opuesta. Era un hombre que sabía escuchar, y nunca hablaba o actuaba con precipitación.
—No hay derecho —se quejó Charlotte a viva voz—. Ahora que había conseguido lo que siempre he querido, va, y me lo quitan.
Charlotte estaba disgustada aunque también un poco emocionada. Ésta era la primera oportunidad que se le presentaba para desahogarse con sus padres. Para ser una niña.
—Charlotte, sabemos cómo te sientes. Nuestro único deseo era volver a reunirnos contigo, y ahora nos dices que te vas —empezó Bill Usher en tono comprensivo—. Pero a lo mejor te necesitan para algo importante.
Charlotte se esperaba algo más que un discursito de consolación. Quería que la sacasen de aquel aprieto. Quería quedarse y él sólo se comportaba como un… padre.
—Bill, esto no está bien y lo sabes —dijo Eileen con aquel eco de exasperación en la voz que él tan bien conocía.
—Vamos a ver, Eileen, ¿qué habría pasado si tu madre hubiese impedido que te mudaras a Hawthorne? —razonó Bill—. Jamás me habrías conocido.
—No, pero estaría viva —dijo Eileen lacónicamente.
Charlotte no se podía creer lo que a su madre se le acababa de escapar por la boca, ni tampoco Eileen, a juzgar por la expresión de su rostro. Al parecer, pensó Charlotte, no era ella la única de la familia que había cruzado al otro lado con asuntos pendientes.
—Es tan injusto —dijo Charlotte, como el eco de los sentimientos de tropecientos adolescentes quejicosos antes que ella, pero, sobre todo, rompiendo la tensión entre sus padres.
—No es muy justo que digamos, pero tienes que ver las cosas en conjunto —dijo Bill dando ahora rienda suelta a sus reservas de consejos paternales—. Tienes una responsabilidad para contigo y tus compañeros, y no puedes dejarlos tirados.
En aquel preciso momento, Charlotte no podía ver el bosque, sólo los árboles. En particular aquel árbol gigantesco parecido a un tótem con el rostro de Markov esculpido en él, que le obstaculizaba el camino a la felicidad suprema.
—Tu padre tiene razón. Aun cuando no esté en nuestra mano cambiar la situación, sí lo está cambiar nuestro modo de percibirla —dijo Eileen abrazando a Charlotte con todas sus fuerzas, y su cariño.
Charlotte reparó en el giro radical que había experimentado el discurso de su madre y tuvo la sensación de que Eileen sacaba fuerzas de la firmeza de su padre. Estaban actuando como un equipo paternal, situándose del mismo lado, y aun cuando ella estaba en desacuerdo su unión transmitía consuelo y fortaleza.
Satisfecho de ver la situación bajo control, Bill le plantó un beso en la mejilla antes de abandonar la habitación. A Eileen, sin embargo, no le corría tanta prisa dar por zanjado el asunto.
—Charlotte, sé que te disgusta tener que dejarnos, incluso aunque sea por poco tiempo —dijo su madre—, pero tengo la sensación de que aquí pasa algo más.
Eileen podía leer los pensamientos de Charlotte como un libro abierto, y por una vez Charlotte se alegró de que alguien pudiese hacerlo. Allí estaba, por fin, y ambas lo sintieron como sólo pueden hacerlo madres e hijas. Era lo que habían estado esperando toda la vida y más: para Eileen, la oportunidad de poner a prueba su «intuición de madre», y para Charlotte, la ocasión para mantener La Charla.
—Mamá —Charlotte tartamudeó mientras trataba de dar con las palabras idóneas.
—¿Sí, cielo? —preguntó Eileen, expectante.
—Verás, hay un chico… —empezó Charlotte.