Es que no llevas una sillita de coche para ella? —preguntó Wendy Anderson señalando el engorroso bulto que Petula llevaba sobre el regazo.
—Odio las correas esas, le arrugan toda la ropita —contestó Petula, que aguardó a que Wendy Anderson se acomodara en el asiento de atrás antes de salir zumbando—. ¿Y dónde tienes tú al tuyo? —preguntó Petula como quien habla de un apéndice no deseado.
—En la guarde —espetó Wendy Anderson con retintín.
—Oye, ponle los calcetines, que se le están cayendo. Necesita ese toque de rosa para que le funcione el look —le dijo Petula a Wendy Thomas, que viajaba en el asiento del copiloto.
Wendy le subió los calcetines al bebé, pero ni estaban estirados del todo ni a la misma distancia del tobillo.
—¿Es que tengo que hacerlo yo todo? —se preguntó Petula en voz alta con un bufido mientras se los ajustaba con sumo cuidado.
El cuidado de un muñeco se había convertido en una tarea escolar bastante popular en Hawthorne, en tanto que método de enseñanza del desempeño de una responsabilidad, a la vez que trataba de paliar, aunque fuese un poco, el egoísmo rampante que primaba entre los alumnos. A juzgar por el maltrecho y roñoso estado en el que eran devueltos la gran mayoría de los muñecos, el jurado seguía deliberando sobre la efectividad del experimento.
—¿Has apuntado en el diario lo que tu parásito comió anoche? —preguntó Wendy Thomas a Petula.
—No, porque no comió nada. Apenas si le cabe la ropa que le acabo de comprar, así que se está desintoxicando —dijo Petula con aire distraído—. Paso de tener un bebé seboso.
A las Wendys les sorprendió que Petula, a su manera, se preocupase tanto por su bebé, aunque sólo fuera por su aspecto. Ello les dio pie a reabrir un tema al que venían dándole vueltas desde hacía un tiempo.
—Pues tiene gracia que menciones lo del sebo del bebé —añadió Wendy Anderson.
—Hemos pensado que lo más de lo más sería la liposucción para bebés —continuó Wendy Thomas—. Se podría recoger la grasa y emplearla luego como biocombustible renovable para automóviles y autobuses.
—Con ello abordaríamos tanto nuestra dependencia de las reservas extranjeras de petróleo como la epidemia de obesidad infantil —añadió Wendy Anderson—. Y, además, es ecológico.
Petula ni se inmutó ante el espíritu emprendedor de las Wendys, es más, apenas si las escuchaba. En ese momento estaba demasiado distraída con la imagen de una mendiga que hurgaba en el interior de un contenedor ubicado detrás del supermercado de productos orgánicos. En lugar de acelerar, Petula aminoró la marcha y clavó su mirada en la vagabunda cual arquero en la diana. Las Wendys se prepararon para el ataque. Puesto que Petula iba a dedicar unos minutos de su tiempo a fijarse en su existencia, concluyeron, debían estar listas para ridiculizar a la víctima.
—Qué horror —dijo Petula.
—Da asco —dijo Wendy Thomas, recurriendo a toda la energía derivada de su barrita energética para no echarse a reír.
—Bueno, al menos intenta comer sano —añadió Wendy Anderson con una risita cruel.
—¡Cerrad el pico! —ordenó Petula a la vez que se aproximaba aún más a la deprimente escena—. Vosotras dos no aguantaríais ni un segundo en sus zapatos.
—¿Qué zapatos? —resonó la atónita pregunta de Wendy Thomas, que fue recibida con un silencio de ultratumba por parte de Petula.
Las Wendys cruzaron una mirada conspiradora. Lo cierto era que Petula venía actuando de manera muy diferente desde su «regreso» de aquella experiencia cercana a la muerte, y ambas sentían una preocupación cada vez mayor por ella, antes incluso de este arrebato. Sí que se esperaban algunos cambios, aunque más en la línea de cierto deje semimuerto o una figura más esbelta gracias a la dieta líquida intravenosa que los pacientes en coma tenían la fortuna de precisar, pero nada semejante a aquellos cambios bruscos de humor, que bien podían pasar desapercibidos al público en general, pero que se antojaban desproporcionados a las acólitas de Petula.
Así y todo, ambas lo atribuían en gran parte a algo que había cogido durante su ausencia, un comportamiento extraño resultado, con toda probabilidad, de su pseudodefunción. Además, Petula hablaba más bien poco sobre toda aquella experiencia. No tenían claro si era porque no recordaba nada o si era parte del pacto de «lo que pasa en la otra vida se queda en la otra vida».
Por otro lado, podía ser nada más que un caso de DPBG, es decir, Delirio Pre Baile de Graduación. Las Wendys eran de la opinión de que este último era el «diagnóstico» más probable, y habían llegado al convencimiento de que las pocas semanas que habían pasado entrando y saliendo del hospital durante el ingreso de Petula las cualificaban para llegar a esta conclusión.
Petula detuvo el automóvil, pulverizó un poco de spray dulzón en la parte inferior de su camisa y procedió a taparse con ella, a modo de mascarilla quirúrgica, sus labios pintados con brillo, para protegerse del hedor a orina. Salió del coche y se acercó a la mujer. Las Wendys estaban estupefactas. Y comoquiera que llevaban las ventanillas cerradas a cal y canto a fin de mantener el calor en el interior y el hedor a raya, no alcanzaron a escuchar la breve conversación. Sin embargo, el hecho de que Petula estuviese hablando siquiera con aquella persona era ya todo un acontecimiento. Las pruebas eran cada vez más evidentes. Su estado empeoraba.
—¿Qué hace? —preguntó Wendy Thomas.
—¿Sabes qué? A mi abuela fue diagnosticarle el Alzheimer y de la noche a la mañana se esfumaron todos sus demás problemas de salud. El médico dijo que a veces la gente se olvida de que está enferma y se cura, sin más —dijo Wendy Anderson.
—Pero ¿qué me estás contando? —preguntó Wendy Thomas perdiendo rápidamente la paciencia—. ¿Tú qué sabes?
—Sé muchas cosas… como, por ejemplo, que hay un índice elevadísimo de suicidios entre los concursantes de realities de televisión; ah, y también que se puede empapelar una habitación entera con el tejido de un solo pulmón… —espetó Wendy Anderson muy orgullosa—. Y sé que mi abuela tenía diabetes, enfermó de Alzheimer y acto seguido se olvidó de que tenía diabetes, y lo mismo hizo su cuerpo. Éste podría ser un caso parecido. Esa experiencia cercana a la muerte podría haberle causado a Petula, ya sabes, una amnesia de popularidad.
—¡Eres un genio! —dijo Wendy Thomas con franqueza—. No sé por qué les sorprende tanto a todos que te hayan aceptado para la universidad a distancia el año que viene.
Petula regresó al interior del coche y, consciente de lo que las Wendys estaban pensando, procedió rápidamente a restarle importancia a la situación.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Wendy Thomas con tono acusador.
—Le he preguntado de dónde había sacado la bufanda que llevaba puesta —respondió Petula a bote pronto, fingiendo indignación—. Se parece mucho a una que podría habérseme caído del coche la semana pasada.
Las Wendys aceptaron la explicación de momento, pero Petula estaba furiosa por haberse dejado llevar de aquella forma. Cada vez le costaba más atajar esta clase de comportamiento esquizofrénico. Ni lo entendía ni era capaz de controlarlo.
Cuando Petula se incorporaba al tráfico, Wendy Anderson recibió un SMS urgente que no auguraba nada bueno.
—Petula —dijo—, esto no te va a gustar nada.
—Desembucha —ordenó Petula.
—¡Alguien ha visto a la nueva, Darcy, con un jersey igualito al que llevas ahora puesto! —canturreó Wendy Anderson aguardando una reacción.
Petula actualizaba a diario su perfil en las redes sociales con información sobre la ropa que llevaría ese día a fin de que nadie se pusiese la misma prenda que ella. Todos lo sabían, excepto, al parecer, la chica nueva. Aunque Petula empezaba a pensar que podía ser que lo hiciese de forma intencionada.
—Y es del mismo color, además —añadió Wendy Thomas—. Según parece.
Petula odiaba a Darcy, aunque en realidad no la conocía; al parecer nadie sabía demasiado sobre la chica nueva, aparte del hecho de que se había trasladado a Hawthorne hacía poco desde el Gorey High. Ésta era razón más que suficiente para que Petula la colocase en la primera posición de su lista de Intratables, pero es que además le había dado mala espina desde su llegada a Hawthorne. Era un sentimiento visceral, algo así como su aversión instintiva a comprar joyas en los canales de televenta. A las Wendys, por su parte, tampoco es que les gustase Darcy, pero se alegraban en secreto de la amenaza que representaba para Petula.
Petula se pegó a la acera, detuvo el coche de nuevo, salió y abrió el maletero, que estaba a rebosar de bolsas de plástico repletas de ropa de todo tipo. Un elemento más que incluir en el «informe de locura», pensaron las Wendys. Cada vez era más evidente que a Petula le faltaban dos tornillos.
—¿Estaba la tintorería cerrada? —gritó Wendy Anderson por la ventanilla trasera.
—Tengo los armarios a tope y creo que Harlot[4] me está mangando la ropa —explicó Petula—. Me niego a dejarle nada a mano.
Las Wendys asintieron con la cabeza al unísono y aguardaron pacientemente en el interior del coche. Era plausible. Mal que les pesara, debían reconocer que el aspecto de Scarlet había mejorado mucho en los últimos tiempos.
Petula revolvió entre las bolsas hasta que dio con un nuevo atuendo fetén y competitivo, se sacó el jersey de cuello redondo y, allí mismo, en plena calle, lo sustituyó por una rebeca de cachemira color ciruela. A ella no le preocupaba lo más mínimo exhibir sus dotes en público, porque Petula tenía el convencimiento de que uno sólo se avergüenza si tiene algo que esconder. Y ella era perfecta, de modo que estaba encantada de presumir de ello. El mundo era su vestidor. En eso, al menos, no había cambiado.
* * *
Scarlet andaba atareadísima en su desastrada habitación; pilas de ropa, aquellas prendas suyas tan únicas, raídas, usadas y, por otra parte, «artísticamente destruidas», abarrotaban la estancia sin orden ni concierto. Había decidido que ya era hora de deshacerse de su antiguo yo, y quería acabar con ello cuanto antes para atenuar el dolor.
Al principio cribó armarios y cajones con delicadeza, como un minero tamiza la tierra en busca de diamantes, pero más pronto que tarde estaba sacando brazadas enteras de prendas, antaño tan preciadas, y arrojándolas indiscriminadamente al suelo, preparándolas para su excursión a Goodwill[5]. Todavía resonaban en sus oídos las palabras de Petula cuando, al pasar por delante de su habitación, le decía en tono burlón: «¿Eso es tu armario o una máquina del tiempo?».
Scarlet pensó que, para variar, Petula podía tener parte de razón.
«A veces lo vintage —dijo para sí— no es más que sinónimo de viejo».
A ella le había costado lo suyo llegar a esta conclusión. Antes confeccionaba su atuendo a su gusto. El estilo con que escogía vestirse constituía un auténtico ejercicio de orgullo, puede que hasta de desafío. No tanto así en los últimos tiempos, cuando todo lo que se ponía se convertía a los pocos días en versiones que imitar por los yogurines del instituto, aunque tampoco hacía tanto de eso. Todavía podía recordar cómo la miraban de arriba abajo y se reían de ella por su look. Y, por extraño que fuera, echaba de menos esa parte. Como si de un asistente personal que examinara amigos en potencia se tratara, le había ayudado a desechar a las personas con las que nunca desearía entablar una relación. Además, no consideraba que las chicas enfundadas en chándal de terciopelo con el logotipo de una cadena de ropa estampada en el trasero se encontrasen en situación de criticar su aspecto.
Lo que aquellas chicas, en particular aquéllas que podían permitirse vestir bien, no entenderían jamás es que existe una gran diferencia entre ir a la moda y tener estilo. Lo primero sale de las revistas, de lo que te imponen; lo segundo brota de tu imaginación, de lo que uno siente, pensó mientras hacía crecer la pila a sus pies.
Rememorar sus antiguos conflictos y rebuscar entre la ropa vieja se estaba convirtiendo para Scarlet en el pan nuestro de cada día. No tenía claro si se trataba de un ataque de orden primaveral anticipado, de una demostración de su temor patológico al aburrimiento o de algo mucho más grave. Con el fin de curso a la vuelta de la esquina y Damen en la universidad, disponía de demasiado tiempo para pensar. Y una de las cosas sobre las que había estado rumiando era Damen. Le hubiese encantado que la razón de aquella limpieza fuese la visita de él, pero tenía exámenes y no iba a poder volver a casa para el día de San Valentín.
Comprendía que la universidad fuese algo prioritario para él, pero no por ello dejaba Scarlet de estar algo decepcionada por estar sola. Claro que no iba a decírselo a él. No le hubiese importado ir a una sesión golfa de una de esas películas de terror para adolescentes en 3D, algo que ya era una tradición entre ambos. Se sentía un poco como si él contase con que ella fuera a estar siempre ahí, a su disposición. «¿Es que Petula —pensó— habría permitido que la tratasen así? O lo que es más, ¿acaso a él se le habría pasado alguna vez por la cabeza tratar a Petula de este modo?».
Retomó lo que se traía entre manos. Tirar todas aquellas cosas era para ella como morirse un poco. Casi como un asesinato, a juzgar por el estado que presentaban ahora los armarios y los desechos, desperdigados por el suelo. Pero ¿con qué intentaba acabar?, se preguntó. ¿Con su pasado o con su futuro?
Al contemplar los montones de su otrora indispensable vestimenta cayó en la cuenta de que, al deshacerse de sus cosas, también estaba renegando de su historia —una historia que había compartido mental, emocional y físicamente con Charlotte—. Scarlet la echaba mucho de menos. La suya fue la relación más íntima que había mantenido jamás; al menos hasta el momento. Pero si bien era cierto que se había entregado en cuerpo y alma a Charlotte, también lo era que, hasta ahora, nunca se había dado por vencida, pensó.