Resultó evidente, desde el momento mismo en que entraron en el aparcamiento del instituto, que las cosas habían cambiado. Wendy Anderson y Wendy Thomas tomaron la curva que accedía a la entrada para estudiantes, y la muchedumbre tempranera se disgregó, respetando la invisible barrera social que los separaba, con el fin de dejarlas pasar. No se trataba únicamente de alumnos de los primeros cursos; eran sus compañeros, de último curso, los que las admiraban. En un primer momento, pensaron que se debía tan sólo a que todos daban por sentado que Petula las acompañaba, pero conforme rodeaban el aparcamiento en el antiguo MG Sprite descapotable de Wendy Anderson, quedó patente que ése no era el caso.

Una vez alcanzada la plaza de aparcamiento perfecta, justo delante del paseo de acceso a la entrada del gimnasio, divisaron a Darcy, que las saludaba con la mano. Se dieron cuenta entonces de que no sólo tenían que agradecerle su buena suerte con el aparcamiento, sino también su fama recién adquirida: la fama que ellas se merecían, sí, pero de la que nunca habían disfrutado, la fama de la que Petula las había alejado y había mantenido alejada de ellas.

—Me están enviando vestidos de todas partes. Ni siquiera me ha dado tiempo a echarles un vistazo a las cajas —dijo Wendy Anderson.

Ambas sabían que no decía la verdad, pero lo mismo daba porque lo que tocaba no era mantenerse con los pies en la tierra. Tocaba perpetuar la imagen que tanto les había costado proyectar. Eran un equipo, más que nunca, y Darcy era su nueva líder. Las Wendys se sentían ahora como las accionistas de una gran compañía, y no como simples amigas trofeo.

—Tengo vestidos reservados en tres tiendas —dijo Wendy Anderson mientras discutían acaloradamente sobre el vestido para el Baile de Graduación—. Es que no logro decidirme.

—No deberías decirle a nadie cuál has escogido hasta esa misma noche —la aconsejó Wendy Thomas con voz chillona.

—Pues la verdad es que estoy pensando en ponerme los tres si consigo reservar un cuartito para cambiarme a toda prisa —dijo Wendy Anderson—. Pero vamos a no decir nada, y que les pase desapercibido a los medios.

—Hablando de pasar desapercibidos —dijo Wendy Thomas con una risita.

La conversación derivó de los vestidos a los fruncidos cuando el coche de Petula entró en el aparcamiento. Al salir del vehículo, una bolsa de ropa desechada se deslizó tras ella y fue a caer sobre el pavimento, levantando no pocas risas entre dientes de los rezagados que hacían cuanto estaba en su mano por llegar tarde a clase. Petula la recogió del mismo modo que habría hecho con un tampón que se le hubiese caído del bolso: muy deprisa.

Al ver cómo se apresuraba a recoger la ropa, las Wendys sintieron una punzada de culpabilidad, que duró lo que tardó Darcy en plantarse junto a ellas para ponerles la escena en perspectiva.

—Qué egoísta —dijo con desdén mientras aparecía por detrás de las Wendys y enroscaba sus brazos largos y fibrosos en torno a sus cuellos—. Mira que ponerse a airear los trapos sucios en público de esa manera.

—Ésa no es su colada —la corrigió Wendy Thomas, lanzando una mirada inexpresiva a la bolsa.

—Sí —convino Wendy Anderson, recordando la aversión que Petula, como buena germófoba, sentía hacia toda lavadora y secadora públicas—. En su armario sólo entran prendas que requieran lavarse a mano o en seco.

A Darcy le impresionaba lo observadoras y estúpidas que eran.

—No tiene ni idea de cómo repercute su comportamiento en vuestra imagen —prosiguió en su labor instigadora, a la vez que meneaba la cabeza con un gesto de desaprobación para reforzar su comentario. Las Wendys, pegadas a ella como dos parásitos necesitados de un nuevo huésped, sacudieron sus recogidos castaños en señal de acuerdo.

Scarlet irrumpió en el aparcamiento a toda velocidad, como siempre, y divisó la última plaza libre a escasos metros del coche de Petula. Mientras aparcaba, alcanzó a ver cómo ésta recogía las últimas prendas que se le habían caído del coche y las arrojaba al asiento de atrás, antes de alejarse penosamente y cabizbaja hacia la entrada principal. En toda su vida no recordaba Scarlet haber visto a Petula humillar la cabeza ni en una sola ocasión.

«Esto no podría ir peor, ¿o sí?», se preguntó Scarlet en tanto observaba a las Wendys y a Darcy capitaneando las risas. Un «sí» rotundo la abofeteó entonces, cuando un novato de primer curso se acercó a Petula luciendo una camiseta casera con la palabra PERTURBADO pintarrajeada sobre el pecho. No hacía falta tener muchas luces para ver que estaba en pleno proceso de iniciación para entrar en la banda de música del instituto y que Petula iba a convertirse en víctima de la novatada.

Scarlet de hecho sintió pena por Petula mientras era testigo de cómo recibía su merecido. En menos de lo que canta un gallo había pasado de ser la más popular a convertirse en objetivo de todas las burlas. El pardillo habló a un volumen tan inapropiado que resultó imposible no oírle, incluso desde lejos.

—Oye, me han dicho que necesitas pareja para el baile —dijo obstruyéndole el paso y rociando de saliva, sin él quererlo, la ropa de ella al trastabillar su invitación.

—Puaaajjj, baboso —gritó Darcy.

Petula miró en su dirección y divisó a las Wendys y a Darcy encorvadas sobre la capota del coche, riendo como hienas histéricas supermegafashion. El pringado se acercó hasta ellas con la mano tendida, y Darcy sacó unos cuantos pavos de un fajo y le dio las gracias.

—Ha salido barato —dijo Darcy entre risas a las Wendys.

—Como tú —le soltó Scarlet al aproximarse, plantándoles cara.

—Donde las dan las toman —dijo Wendy Anderson.

—Igual que una ETS —contraatacó Scarlet—. ¿A que sí, Wendy?

Wendy Anderson se cerró al instante como una almeja, y Wendy Thomas no mostró ninguna gana de intervenir.

—Nada me gustaría más que enredarme en una batalla dialéctica con vosotras, pero es que, veréis, nunca ataco a personas desarmadas —dijo Scarlet dando al traste con cualquier esperanza de resarcimiento que tuvieran las Wendys.

—Oye, pues a lo mejor puedes acompañar tú al pringado ese si Petula pasa —dijo Darcy en tanto le ofrecía un puñado de pavos—. He oído que a lo mejor necesitas pareja.

* * *

El concurso de canciones se estaba poniendo al rojo vivo, y las líneas telefónicas de la emisora de radio empezaron a parpadear como locas.

—Fíjate en eso —dijo Damen estudiando la pantalla del ordenador, mientras la canción de Scarlet se ponía a la cabeza de las más votadas—. Me parece que tenemos un hit entre manos.

Había dicho tenemos en lugar de tiene porque de verdad consideraba la canción como cosa de los dos. Ella había escrito la letra para él, pero él era quien le había prestado los desenfrenados acordes de su guitarra.

«¡Verás cuando se lo cuente a Scarlet!», pensó, y entonces se acordó de que a ella no le había hecho ninguna gracia que él, para empezar, hubiese presentado la canción a concurso.

Charlotte observó impotente cómo cambiaba su estado de ánimo. Nunca antes había percibido aquella tristeza en sus ojos. El optimismo, la confianza en sí mismo y la determinación por los que todo el mundo le admiraba comenzaban a perder terreno a favor de la inseguridad y la incertidumbre.

—No te preocupes —dijo Charlotte mientras se situaba a su espalda y apoyaba con delicadeza las manos sobre los hombros de él—. Scarlet se dará cuenta de que haces todo esto por ella —le susurró en el oído.

Notó cómo se le relajaban el cuello y los hombros en tanto que se arrellanaba en la silla. Charlotte estaba allí para ayudarle, y sintió que había empezado a cumplir con su cometido, aunque fuese con un granito de arena, de hacerle sentir mejor.

Contemplar cómo se iluminaban los teléfonos para dar su apoyo a Scarlet hizo que Damen se sintiera más próximo a ella, así que sacó la carta que le estaba escribiendo, decidido a terminarla.

Ella iba leyendo por encima de su hombro conforme él iba plasmando sus pensamientos en el papel. Satisfecho, por fin, de haber conseguido expresar cuanto deseaba decir, Damen remató la misiva, como era su costumbre, con un «T.M.F.N.» y se retrepó en la silla para leer su fórmula de despedida antes de firmarla.

—Tuyo… Mientras… Fluya… el Niágara, Damen.

Charlotte estaba encandilada. Se habría muerto por escuchar algo así de Eric, o de quien fuera, tanto daba. Más cursi no podía ser, claro está, pero es que no podía resistirse a esa clase de horteradas. La idea de las rugientes aguas blancas precipitándose sin fin, desde los rocosos acantilados, contra el lecho del río, tan abajo, conjuró en su mente la imagen de un amor en constante renovación, inmortal e infinito.

Justo en ese momento el director del programa, Jerry Stylus, entró en el locutorio como una exhalación.

—¡Dylan! —ladró el DP—. ¿Has presentado tú a concurso este tema?

—Sí —contestó Damen muy orgulloso en tanto llamaba su atención hacia el panel de llamadas con un gesto—. ¡Es la caña!

—Puede —concedió Stylus—, pero por desgracia soy yo el que ahora va a meter caña. La canción está descalificada.

Charlotte tragó saliva tan aparatosamente que temió que pudiesen oírla.

—¡No puede ser! —chilló Damen, que se puso de pie de un salto.

Ella no le había visto nunca ponerse así. Era como si Scarlet hubiese estado justo allí, a su lado, y alguien la hubira insultado.

El señor Stylus comprendió al instante que se había pasado de displicente. Tomó la hoja de datos almacenados de la canción, la pasó por encima de la consola y se la acercó lo suficiente para poder leérsela a Damen, aunque respetando las distancias para evitar recibir un puñetazo.

—Justo estaba repasando los créditos de todas las canciones presentadas, y me encuentro que eres el compositor de la música de la pista.

—Pues sí, ¿y qué? —Damen se paseaba de un lado para otro detrás de la silla, desesperado, tratando de calmarse—. Es una canción de mi novia.

—Va contra el reglamento —le informó Stylus—. Los empleados de la emisora no pueden participar en ningún concurso en vivo.

—Entonces, me está diciendo que si no hubiese aceptado el empleo… —la voz de Damen se apagó.

Charlotte sabía a qué se refería. Si no hubiese regresado a casa, si no lo hubiese cambiado todo para estar cerca de ella, nada de aquello habría ocurrido. Era toda una cadena de consecuencias no pretendidas la que había puesto en marcha. Su única intención había sido estar con ella y demostrarle su amor y su apoyo grabando su canción y presentándola al concurso. Y ahora todo había salido mal.

—Es por lo del conflicto de intereses y todo ese rollo —concluyó Jerry, que plegó la hoja de datos y se la tendió no sin poca vacilación a Damen—. Lo siento, chico.

—¿Que lo siente? —ironizó Damen desplomándose sobre la silla y hundiendo la cabeza—. Pues no es el único.

Esto iba a ser un problema, y de los gordos. Scarlet se había mostrado reacia a participar desde el principio, pero una vez presentada, Damen sabía que le emocionaba la idea, aun cuando no fuese a admitirlo jamás. La descalificación la destrozaría, a ella y también a la relación.

—Si no te importa —le apuró Stylus, echando sal a la herida—, haz el favor de eliminar la pista de la lista de reproducción antes de que acabe tu turno.

Damen asintió en silencio.

—El Niágara… —articuló Charlotte con aire sombrío— se agota.

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