Miércoles, 5 de abril de 1961

Me desperté a las seis con una sensación muy extraña. Si la autora de todas las agonías que he mencionado antes se puso a galopar o se echó a reír anoche a las tres y diez, no la escuché. Mi primera tarea fue llamar por teléfono al despacho de la Hermana Agatha y avisar que no iría a trabajar. No, por ninguna razón; lo lamento, señorita Barker. Asuntos personales. Después, me entretuve dando vueltas por la casa con la cabeza en las nubes. Le di una ración extra de leche a Marceline, me tomé varias tazas de café, comí huevos revueltos con tostadas y me puse el nuevo vestido de otoño rosa pálido que acababa de comprar. A cada rato desplegaba el testamento y comprobaba que realmente decía todas esas cosas maravillosas.

¡Sí, lo dice, lo dice, lo dice!

Llegué a la puerta de Partington, Pilkington, Purblind y Hush antes de que la señorita Hoojar hubiera abierto el bufete. Cuando me informó con desdén de que el señor Hush estaba demasiado ocupado hoy para atenderme, le respondí que en cualquier caso lo esperaría.

—Medio minuto, un cuarto de minuto, no me importa; ¡pero quiero verlo! —dije.

Así que me senté en la recepción sin levantar ojo del testamento. Mientras esperaba, tarareaba canciones y hojeaba revistas ruidosamente. Me convertí en semejante molestia que cuando el señor Hush cruzó el umbral de la puerta, a las diez de la mañana, la señorita Hoojar estaba a punto de ahorcarme.

—¡La señorita Purcell se ha negado a marcharse, señor Hush! —se quejó.

—Entonces será mejor que pase —respondió con un suspiro, resignado a roer un trozo de pescuezo en lugar de un filete—. No puedo concederle mucho tiempo, hoy tengo que estar casi todo el día en el tribunal.

A modo de respuesta, le entregué el testamento.

—¡Válgame Dios! —dijo tras examinarlo brevemente—. ¿De dónde ha sacado esto?

—Lo encontré anoche, señor; estaba escondido debajo de la base del adorno preferido de la señora Delvecchio Schwartz.

—¿Realmente se llamaba Harriet Purcell? —preguntó mirándome como si sospechara que yo lo había falsificado. Luego lo estudió minuciosamente—. Parece auténtico… Es la misma letra de las libretas de ahorro, y tiene fecha de hace un año. ¿Conoce a los testigos?

Tuve que decir que no, que no los conocía pero que trataría de averiguar quiénes eran.

—¿Es tan importante? —pregunté tensa—. ¿Acaso alguien se va a oponer? ¿Lo van a impugnar?

—Mi querida Harriet, creo que todos van a celebrar la misteriosa aparición del documento con un suspiro de alivio. Es el único testamento que existe de la señora. Además, reconoce a Flo como su hija y le concede a usted la custodia indiscutible de la niña. A efectos legales, sus deseos son órdenes.

—Pero las del Departamento de Protección de Menores no cambiarán la opinión que tienen de mí, ¿verdad, señor Hush?

—Probablemente, no —respondió plácidamente—. De todos modos, el testamento les quita todo tipo de responsabilidad sobre Flo. Ya no tienen que decidir su destino y eso los hará muy, muy felices. Por otra parte, el testamento le concede a usted independencia financiera. Podrá vivir holgadamente con el alquiler de las propiedades, así que no necesitará trabajar. No tendrá de qué preocuparse.

Luego carraspeó de manera sospechosa, en cuanto le presté toda mi atención.

—Como no hay ningún albacea designado, tendrá que decidir quién quiere que se encargue de manejar los asuntos. Podría recurrir al Síndico Público o, si lo prefiere, yo podría ocuparme de la legalización. Le advierto que el Síndico Público se mueve a paso de tortuga y sus honorarios son casi tan altos como los que cobra un bufete privado.

Eso era lo que yo estaba esperando.

—Prefiero que usted se encargue de todo, señor Hush.

—Bien, bien. —Evidentemente, el trozo de pescuezo se había convertido en un filete—. Le interesará saber que he tenido oportunidad de hablar con el Síndico Público acerca del patrimonio de la señora Delvecchio Schwartz. Tiene más de ciento diez mil libras depositadas en cajas de ahorro de todo Sydney. El origen de dichos fondos ha dejado perplejos a los especialistas que no pueden probar que se trate de dinero que ella haya ganado. Naturalmente, todos están al tanto de lo que sucede en el 17b y el 17d, pero ambos establecimientos gozan de una inmunidad implícita respecto a la… ummm… atención oficial. Los expertos tuvieron que aceptar la palabra de las propietarias que dicen pagar treinta libras por semana en concepto de alquiler. Los del 17a y del 17e, que no son más que meras pensiones, también pagan treinta libras por semana. Eso suma un total de ciento veinte libras por semana. Un buen abogado podría argumentar que el dinero se gasta en el mantenimiento, gastos e impuestos, porque los cuatro edificios están en excelentes condiciones… cosa que, por lo que tengo entendido, no sucede con la casa de la señora Delvecchio Schwartz. Los muchachos del fisco están alerta, pero a menos que aparezcan pruebas concretas, lo único que pueden hacer es cobrar impuestos sobre los intereses y los alquileres.

»Si el fisco decidiera demandarla, un buen equipo de abogados podría mantener el caso estancado en los tribunales durante años. Desde luego, la pondré en contacto con un despacho de contables y asesores financieros que la pueden aconsejar sobre qué hacer con el patrimonio de Flo. En cuentas de ahorro no gana más que unos míseros centavos. ¡Brrrrr! Birdwhistle, Entwhistle, O’Halloran y Goldberg son los mejores.

¡Así que eso era lo que quería saber Madama Fuga! Estaba tratando de averiguar cuánto sabía yo. No se preocupe, está perfectamente a salvo conmigo. No podemos privar a todos esos industriales, políticos, banqueros y jueces de la oportunidad de evacuar sus aguas inmundas en un sitio inmaculado, ¿verdad? Ummm, ¿treinta libras por semana? ¡Ni en sueños! Serán por lo menos trescientas. Pero ¡tened cuidado! Voy a defender muy bien los intereses de Flo, queridas madamas. Por algo me llamo Harriet Purcell.

Las perspectivas de un futuro así me exaltaron de tal manera, que me incliné sobre el escritorio y besé al señor Hush en la boca, saludo al que respondió con un interesante entusiasmo.

—¡Es usted un encanto, señor!

Soltó una risita nerviosa.

—Debo confesar que siempre lo creí, pero es bueno que alguien me lo confirme. Será mejor que deje que yo me encargue de que liberen a Flo. Entretanto, me aseguraré de que tenga dinero suficiente para vivir hasta que el testamento sea autenticado. Flo estará con usted mucho antes de que eso suceda.

Tomé un taxi hasta el Queens, pero no fui directamente al despacho de la Hermana Agatha. Me dirigí al Pabellón de Psiquiatría y me topé con John Prendergast, que iba camino a una conferencia.

—¡John, John! ¡La señora Delvecchio Schwartz dejó un testamento en el que me nombra tutora de Flo! —exclamé—. El Departamento de Protección de Menores me la entregará muy pronto ¡Yuuuupi!

Su cara adoptó la expresión de un oso de peluche.

—Entonces la retendremos aquí para ti. —Me levantó como si fuera una pluma y me hizo dar vueltas y vueltas—. Como no me interesan las enfermeras —dijo mientras me conducía a la habitación de Flo—, la historia de mi vida ha sido siempre la misma: cada vez que una mujer me gusta, le pertenece a algún paciente y, por lo tanto, está fuera de mi alcance. Tú estás a punto de salir de esa categoría, pero supongo que no tendrás una noche libre para ir a cenar con un psiquiatra menos chiflado de lo habitual, ¿verdad?

—Tienes mi número de teléfono —respondí mirándolo con nuevos ojos. Ummmm, mis horizontes se están expandiendo. Un delantero de rugby. Variedad, como había dicho ella. «Búscatelos a todos diferentes, princesa; y tienes que poseer a alguno virgen antes de morir.» De todos modos, dudo mucho que John Prendergast lo sea.

Flo me recibió con los brazos abiertos como de costumbre, pero yo la saludé con millones de abrazos y besos. Y algunas lágrimas.

—Mi querida Flo, pronto vas a volver a casa conmigo —le susurré al oído que tenía más cerca de la boca.

Su pequeño rostro se iluminó con la sonrisa más grande del mundo. Me rodeó con ambos brazos y me estrechó con fervor.

—No tiene un pelo de tonta, nuestra Flo —dijo John Prendergast sin asombro.

—¡Autista, mi abuela! —gruñí—. Flo es única. Creo que Dios está harto del desastre que hemos hecho con todo, así que está inventando un modelo nuevo. La facultad de hablar es la que nos mete en tantos líos. Si pudiéramos leer los pensamientos ajenos, la mentira y la hipocresía desaparecerían por completo. Tendríamos que mostrarnos como realmente somos.

El siguiente paso era ir a ver a la Hermana Agatha que, a juzgar por la expresión que tenía cuando irrumpí en su despacho, estaba preparada para dar guerra. Sin embargo, no di a esa vieja avinagrada la menor oportunidad de abrir la boca.

—¡Renuncio, Hermana Toppingham, renuncio! —anuncié—. Hoy es miércoles y no me quedaré. Trabajaré mañana y el viernes, y después me marcho.

Tragó saliva, saliva y más saliva.

—Necesito dos semanas de preaviso, señorita Purcell.

—Mala suerte, tesoro, porque no te las daré. El viernes por la tarde me largo.

Más saliva, saliva y más saliva.

—¡Es usted una impertinente!

—La impertinencia —expliqué— aumenta exponencial y sincrónicamente con la independencia económica. —Le lance un beso y me marché—: ¡Hasta la vista, Hermana Agatha!

Después, tomé otro taxi y me dirigí a Bronte a dar la gran noticia a mi preocupada familia. Había elegido cuidadosamente el horario. Papá y mis hermanos estarían en el trabajo. Sólo mamá y la abuela iban a estar en casa. Lástima que la abuela no sea la mamá de papá, porque en ese caso nos enteraríamos de la verdad. Los padres de papá pasaron a mejor vida (ya me estoy contagiando) antes de que yo naciera. Al entrar por la puerta de atrás, observé que el sector de hierba destinado a la bacinilla estaba ponzoñosamente verde y exuberante. Willie estaba tomando el sol.

—¡Holaaa! ¡Estáis viendo a una persona con tanta pasta que no necesita trabajar! —anuncié a medida que avanzaba.

Mamá y la abuela estaban sentadas a la mesa almorzando: pan, mantequilla, un frasco de mermelada de albaricoque IXL y la tetera. ¡Ambas estaban tan apesadumbradas…! Supongo que estarían discutiendo por enésima vez los sucesos del 17c de la calle Victoria. Amoríos con cirujanos ortopedas casados, asesinato, suicidio, niños desaparecidos, una hija que se había vuelto loca… Sin duda, no es el ideal de ningún padre o abuelo.

Cuando proclamé la noticia a los cuatro vientos, las dos se irguieron a toda prisa.

—¿Quieres un té, querida? —preguntó mamá.

—Gracias, pero no —respondí, me dirigí al armario de los platos y extraje la botella de Willie de detrás de la de tomate de Worcestershire, procedente de agricultura ecológica, y de la Esencia de Café y Chicoria—. Beberé un sorbo de esto. El brandy —continué diciendo mientras vertía un poco en una copa de cristal— es bueno para el alma. Preguntadle a Willie. ¿Sabes una cosa, mamá? Deberías conservar los envases del queso Kraft para untar y usarlos como vasos. Son irrompibles y además no son tan feos, con esos dibujos que tienen pintados que parecen tulipanes. —Me senté y levanté la delicada copa—. ¡Arriba, abajo, al centro y adentro!

—¡Harriet! —chilló la abuela.

Mamá es más sagaz. Se relajó.

—Se ha solucionado todo —dijo.

—Así es —le respondí y les conté todo lo que había sucedido.

—¡Harriet Purcell! —suspiró mamá al final de la frase—. ¿Será hermana de Roger? Eso explicaría muchas cosas.

—Si es así, ni papá, ni la tía Ida, ni la tía Joan saben nada —dije—, pero sed libres de hacer vuestras indagaciones. Tal vez alguno de ellos recuerde algún comentario incomprensible que sus padres hubieran hecho siglos atrás. O alguna misteriosa ausencia ocasional de algún integrante de la familia que fuera a visitar cierto lugar del que sólo se hablaba en secreto. Preguntad a la tía Ida, tiene una memoria de elefante y es bastante chismosa, la típica solterona.

—¿No te arrepentirás de dejar la radiología? —preguntó mamá.

Pobre mamá, le hubiera encantado tener un trabajo aparte de las tareas domésticas, pero en esos tiempos no se estilaba. Tengo entendido que una vez, hacia 1920, se inscribió en el R. P. A. para estudiar enfermería, pero la abuela le quitó las ganas enseguida. Mamá es mucho más joven que papá. ¿Será por eso que me gustan los hombres mayores que yo?

Sin duda Pappy diría que es así, pero ella es capaz de encontrar algo freudiano hasta en un agujero relleno de crema encima de una deliciosa torta.

—Ya estoy hasta la coronilla del trabajo remunerado, mamá —dije—. El trabajo en sí es fantástico, pero las personas que están al mando son insufribles. Créeme, no tengo ninguna intención de quedarme de brazos cruzados. Estaré muy ocupada supervisando a inquilinos rebeldes, tratando de hallar la forma de comunicarme con Flo y procurando obtener el mejor rendimiento para su dinero.

—Bueno —suspiró mamá—, no cuesta ver que estás feliz, así que yo también lo estoy por ti. —Carraspeó delicadamente y se sonrojó un poco—. Umm, ¿y el doctor Forsythe?

—¿Qué pasa con él? —pregunté bruscamente.

Le faltó coraje para continuar.

—Umm, nada, supongo.

Al salir, fui hasta el rincón soleado donde estaba la jaula de Willie. Por la costra en las plumas de su pecho, deduje que todavía lo alimentaban con avena y brandy. Pájaro exigente.

—Hola, precioso —susurré.

Abrió un ojo y me miró.

—¡A la mierda! —dijo.

—¡Cuidado, campeón! —respondí.

Me había alejado sólo tres pasos cuando replicó:

—¡Cuídate tú, princesa!

Cuando me di la vuelta atónita, había vuelto a dormitar.

Preparé un banquete en la sala de mi piso: anguila ahumada, ensalada de patatas, coleslaw, jamón en lonchas, crujientes baguettes francesas, mantequilla ni muy dura ni muy blanda, una tonelada de budín de arroz griego y todo el brandy que pudiéramos beber, ya que muchos teníamos que trabajar al día siguiente.

Lerner Chusovich estaba de visita en la de Klaus, así que vino con él y yo llamé a Martin para que trajera a Lady Richard, que llegó toda vestida de lila claro y con una peluca roja. Para consuelo nuestro, Martin por fin se había resignado y se había hecho hacer una dentadura en la Clínica Odontológica de Sydney, donde no cobran nada porque los pacientes son los conejillos de Indias de los estudiantes. La dentadura postiza le ha ayudado mucho en su carrera. Martin es extraordinariamente apuesto, grácil como un sauce llorón y encantador como George Sanders cuando se trata de atender a las mujeres que acuden, ahora en manada, para que él las fotografíe. Más aún, ¡Annigoni! También invité a Joe, la Consejera de la Reina, y a su amiga Bert; y más tarde llegó Joe Dwyer de Piccadilly con dos botellas de Dom Perignon. Estuve pensando en si debía invitar también a las madamas, pero al final decidí que podía dejarlas sufrir unos días más. Castidad Wiggins se invitó a sí misma cuando escuchó los aullidos de alegría desde su ventana, así que le hice prometer que guardaría el secreto.

—Lo primero que haré —anunció a la multitud que se había congregado— serán algunos cambios en La Casa. Pondré un cuarto de baño y un lavabo por piso, pintaré, colocare iluminación decente, cambiaré el linóleo y compraré algunas alfombras, cocinas y neveras nuevas, instalaré un par de lavadoras en el lavadero y un tendedero móvil para colgar la ropa y, además, ¡eliminaré los medidores de gas! Voy a decorarlo todo para que los garabatos de Flo parezcan hechos adrede: un estilo vanguardista, ultramoderno. La señora Delvecchio Schwartz y yo seremos parientes, pero tenemos formas diferentes de hacer las cosas. Mi estilo son el confort, la modernidad y los ambientes acogedores.

—Lo veo difícil —dijo Jim frunciendo el ceño—. El Consejo no es muy partidario de las reformas.

—Como no tengo intenciones de informar al Consejo, me tiene muy sin cuidado lo que piensen. Lo haré todo bajo mano.

—¡Los hermanos Werner! —exclamaron Klaus y Pappy al unísono.

—Puedes hacer lo que quieras, Harriet —explicó Klaus—. Sacan los escombros y los restos en plena noche.

Ahí lo tenéis. Por fin han aparecido Fritz y Otto Werner. ¡El querido señor Hush estará muy complacido!

—¿Y los pisos vacíos? —preguntó Bob.

—Esperaremos hasta que los hayan reparado y después elegiré a los nuevos inquilinos —respondí alzando mi copa espumeante—. Brindo por Flo, por la señora Delvecchio Schwartz y por La Casa.

Cuando el bullicio se apaciguó y la gente empezó a formar grupos, Toby vino a sentarse conmigo en un rincón del suelo.

—Me sorprende que no hayas invitado a Norm y Merv —dijo.

—Norm y Merv pertenecen a la categoría de Tocata y Fuga, Toby. Se lo diré cuando esté preparada. —Vacié el vaso (las burbujas no tienen ni punto de comparación con el brandy) y lo posó en el suelo—. ¿Me perdonarás por quedarme con Flo? —pregunté.

Se puso rojo de amor, acariciándome con la mirada.

—¿Cómo iba a no hacerlo? Parece sangre de tu sangre, y eso lo puedo entender. Además, no vas a sufrir por culpa suya. Al final, la vieja se reivindicó. ¡Qué lugar para esconder un testamento!

Me acurruqué contra él, apoyé la mano sobre su antebrazo y noté que tenía los músculos bien marcados.

—Te hubiera gustado escucharme decirle al señor Hush que lo encontré debajo de su adorno preferido.

—Debo admitir, Harriet, que a pesar de lo bravucona y escandalosa que eres, cuando te lo propones sabes ser muy prudente.

—Lo que la señora Delvecchio Schwartz hacía para ganarse la vida no es asunto de nadie, excepto de quienes vivimos en La Casa.

—Ya funciona la fosa séptica —dijo apartándome el pelo de la frente—. ¿Quieres venir este fin de semana a Wentworth Falls y echarle un vistazo?

—Claro, campeón, claro. Jo, jo, jo, jo.

Pappy me ayudó a ordenarlo todo cuando se lo pedí. Echamos a Toby, que se fue protestando.

—¿Cuánto sabías tú de todo esto? —pregunté.

Sus ojos almendrados se alargaron, y su boca de cereza se arqueó esbozando una débil sonrisa.

—Algunas cosas, tal vez, pero bajo ningún concepto todo. Siempre había que hacer deducciones. La mayoría de las veces de lo que callaba más que de lo que decía. Lo que sí sé es que desde el momento en que le dije que había conocido a una Harriet Purcell en el Queens no me dejó tranquila hasta que no te traje a La Casa. Así que comprendí que tu nombre tendría algún significado importante para ella, pero no tenía la menor idea de cuál podía ser. El que captó el mensaje enseguida fue Harold. Sabía que te apreciaba más que a todos los habitantes de la casa juntos, aunque dudo mucho que le haya dicho algo. Sin embargo, él la amaba (pobre hombrecillo) y después de casi cuarenta años de tener a su madre sólo para él, no podía soportar compartir a la mujer que había ocupado su lugar. Sabía que ella te amaba incluso antes de verte en carne y hueso, y le carcomía por dentro veros a las dos juntas. Creo que hacías bien en temerlo. Pienso que, durante mucho tiempo, planeaba matarte a ti, no a ella. Aunque estoy segura de que no había ideado nada de lo que sucedió. Jamás sabremos qué ocurrió entre ellos aquella noche, pero estoy segura de que ella le lanzó el más terrible de los insultos. El cuchillo estaba allí, él lo tomó y lo usó. Tampoco creo que fuera su intención hacerlo.

—¿Lo había visto en las cartas o en la Bola de Cristal, Pappy?

—Tú lo sabes mejor que yo, Harriet. Lo que sí sé es que no era una charlatana, aunque puede que hubiera empezado de esa manera. Veía cosas, en las cartas cuando tenían que ver con La Casa y por medio de Flo cuando se trataba de sus clientas. Esas mujeres ponían las manos en el fuego por ella y no le consultaban por temas íntimos. Venían a verla para decirles a sus maridos qué iba a suceder con la bolsa de valores, con el dinero, o de qué forma los actos de gobierno iban a afectar el comercio. Le pagaban una fortuna, lo cual significa que lo que les decía debía de ser absolutamente preciso. Encontramos varios cuadernos llenos de recortes sobre aquellos hombres, y ningún libro sobre economía o tendencias de los mercados.

—Lo que realmente me desconcierta es que se haya rendido tan dócilmente.

—Creía ciegamente en el destino, Harriet. Si le había llegado la hora de pasar a mejor vida, la iba a aceptar serenamente y con naturalidad. Es más, todo empezó poco antes de Año Nuevo en 1960, que fue cuando aparecieron por primera vez Harold y el diez de espadas. Por aquel entonces, todavía no había escuchado tu nombre, pero apareciste en las cartas junto con los otros dos. Eras su salvación, el diez de espadas de Escorpio con un Marte muy poderoso. Lo único que me dijo fue que tú ibas a proteger La Casa.

Así que ahí tienes la Teoría de Papele Sutama. Me siento bastante a gusto con ella.