Martes, 4 de abril de 1961

Esta mañana la secretaria del señor Hush me llamó por teléfono al trabajo y me preguntó si podía acudir a su despacho a las dos de la tarde. Mi instinto me indicó que no había sido una petición, sino más bien una citación. Eso significaba que tendría que ir a ver a la Hermana Agatha e informarla de que necesitaba salir más temprano. No era un día particularmente ajetreado en el Servicio de Radiología de Urgencias; pero, por supuesto, eso no importaba.

—La verdad, señorita Purcell —comenzó a decir la Hermana Agatha en tono malhumorado—, es que, últimamente, eso de dejarlo todo y marcharse se ha convertido en una costumbre bastante desagradable. No está nada bien.

—Exagera, Hermana Toppingham —repliqué con frialdad—. En lo que va de año, sólo he tenido que ausentarme tres veces. El 2 de enero, el 11 de enero y el 13 de enero. A decir verdad, el 13 tuve que asistir a un funeral, por más inapropiada que le parezca la fecha. No pedí que me pagaran ninguno de los tres días que estuve ausente y tampoco estoy pidiendo que se me paguen las dos horas que perderé esta tarde. La señorita Smith y la aprendiza se las pueden arreglar solas, todo está muy tranquilo en Urgencias; y sí, me doy cuenta de que le estoy creando un inconveniente, pero no es más que eso: un inconveniente. El hospital no dejará de rendir al máximo porque yo no esté presente.

Tragó saliva como había hecho la Señora.

—¡Es usted una impertinente, señorita Purcell! —fue la mejor respuesta que pudo articular.

—No, Hermana Toppingham, no soy una impertinente, simplemente estoy haciendo algo imperdonable, que es defenderme a mí misma —dije.

La Hermana Agatha tomó un registro.

—Puede retirarse, adam. Le aseguro que no olvidaré esto.

¡Uhhhhh! Apuesto a que la vieja bruja tampoco lo olvidará. ¡Ah, pero qué bien me sentí cuando el espíritu de las Purcell casi pierde la paciencia!

El humor del señor Hush no era mucho mejor que el de la Hermana Agatha. Tenía la expresión de alguien que acaba de descubrir que el congelador de la carne había dejado de funcionar justo después de cerrar el negocio la víspera de un largo fin de semana.

—Ayer fui al Departamento de Protección de Menores —dijo—. Tenía la intención de presentar la solicitud formal de adopción para Florence Schwartz. Pero me temo que la reacción que tuvieron en su contra fue más categórica de lo que yo esperaba, señorita Purcell. Simplemente me informaron de que usted no es moralmente apta para tener una niña a su cargo.

—¿Moralmente apta?

—Ése es el término. Moralmente apta. En primer lugar, está el problema de las dos casas de mala fama contiguas a la propiedad de su antigua casera, donde usted piensa criar a la niña, que supuestamente sería su heredera. En segundo lugar, una de las funcionarias del Departamento de Protección de Menores entrevistó a la señora Forsythe. Se rumorea que usted y el doctor Forsythe están juntos. Esta funcionaria se enteró por medio de una amiga del Queens. La señora Forsythe la ha desplumado a usted. —Su expresión indicaba que la carne se había echado a perder—. Lo lamento mucho, pero así están las cosas.

—¡La muy zorra! La voy a matar —dije lentamente.

Me miró comprensivamente.

—Estoy de acuerdo en que matarla le haría muy bien a su corazón, Harriet, pero eso no ayudaría lo más mínimo a Flo, ¿no cree? —Sacó los cuchillos y eligió uno bien afilado para provocarme ese inmenso dolor—. En el Departamento de Protección de Menores también me notificaron que pronto darán de alta a Flo del Royal Queens. El diagnóstico es una forma indeterminada de autismo, lo cual significa que la enviarán a una institución adecuada.

—Stockton —dije con voz apagada.

—Lo dudo mucho. En el Departamento de Protección de Menores son conscientes de que Flo cuenta con un grupo de gente que la visita y que esa gente vive en Sydney. Supongo que la enviarán a Gladesville.

—Sale Flo, bien etiquetada. —Lo miré fijamente—. Señor Hush, no me interesa lo que diga el Departamento de Protección de Menores; quiero que presente la solicitud formal y que cada vez que la rechacen, presente una nueva. Durante años, si es necesario. Cuando Flo sea una mujer adulta quiero que sepa que lo intenté una y otra vez. Si es que sigue viva, cosa que dudo. Ésa es la verdadera tragedia.

Volví a casa caminando y atravesé el Domain; me quité los zapatos y las medias y sentí la hierba áspera y mullida bajo los pies. Ay, ¿por qué habré humillado públicamente a la Señora? ¿Por qué la habré arrastrado fuera de su automóvil delante de las madamas y la habré empujado hacia dentro después de haberle dicho lo que pensaba? ¿Por qué le habré mostrado lo pequeña e insignificante que es? Bueno, ya ha tenido ocasión de vengarse; aunque pienso que hubiera hecho lo mismo si yo no la hubiera atacado. Pero me las va a pagar, ah, sí. A partir de la semana que viene. Dado que me han calificado de no ser moralmente apta, ¿qué importa si invito hombres a mi apartamento? Voy a llamar a Duncan a su casa y lo invitaré a pasar la noche conmigo. Si quiere jugar sucio, señora Forsythe, verá lo sucia que puedo llegar a ser. Cucarachas… Tomaré de la morgue una urna gigante llena de cucarachas y las soltaré en su sofisticado coche inglés. De las grandes, las que vuelan, jo, jo, jo, jo. Haré un piquete frente a la próxima reunión del Comité de Ética con una enorme pancarta que diga: LA SEÑORA FORSYTHE NO ATIENDE A SU MARIDO Y POR ESO ÉL SE VE OBLIGADO A BUSCAR SEXO EN UNA MUCHACHA DE MORAL DUDOSA QUE PODRÍA SER SU HIJA.

Bonitos pensamientos. Me acompañaron hasta Woolloomooloo, donde me volví a calzar los zapatos y dejé de pensar en cosas que le haría a la Señora y que sé que jamás haré porque perjudicarían a Duncan. Sin embargo, lo de las cucarachas es factible; y lo de invitar a Duncan a pasar la noche entre mis brazos, está decidido. Es más, le mandaré la maldición del sudor y el mal aliento. Aftas incurables. Montañas de grasa por más que se mate de hambre. Arrugas. Pies y tobillos tan hinchados que la carne se le salga por los bordes de los zapatos y se le mueva de un lado a otro. Conjuntivitis. Caspa. Gusanos que le pongan huevos en el ano; así tendría que rascarse el trasero en público. ¡Sí! ¡Enferme lentamente, señora Forsythe! ¡Muérase de vanidad frustrada! Que todos los espejos se rompan cuando se vea reflejada en ellos; que toda su ropa de alta costura se convierta en bolsas de arpillera y botas de fontanero. Esas fantasías me acompañaron hasta McElhone Stairs, donde me detuve y grité:

—¡Flo, mi Flo! ¡Angelito mío! ¿Cómo haré para llevarte a casa otra vez?

Todavía estaba gritando cuando llegué a la puerta de casa. A través de la pared gris de mis lágrimas, vi que muchos de los garabatos estaban desapareciendo. Se está alejando de mí. Lo único que puedo hacer es sentarme en el borde de su vida hospitalaria, con el corazón destrozado porque no puedo pasar todo el día y todos los días con ella. Soy joven, pobre y soltera. Tengo que trabajar. Mañana tendré que ir a disculparme con la Hermana Agatha. ¡Maldita sea la señora Forsythe y su lengua viperina! Está arruinando más vidas que la de ese marido suyo débil e ingenuo.

Me desplomé en la cama y lloré desconsoladamente hasta quedarme dormida. Cuando desperté ya era de noche. Las ventanas del 17d irradiaban una indecente luz malva, se escuchaban las risas y las conversaciones habituales y una estridente pelea entre Prudencia y Constancia, que nunca se llevan bien. «Buena suerte, señoras», pensé mientras lidiaba con mi gata, que estaba indignada. Hay muchas formas peores de ganarse la vida. Mucho peores, maldita señora Parásito Forsythe.

Bueno, entonces tendrá que ser un secuestro. Huiremos hacia el norte donde los hombres son hombres y las mujeres escasean. Es terrible, ni siquiera puedo contar a mis padres lo que estoy planeando, y tampoco ponerme en contacto con ellos cuando encuentre un lugar donde vivir. Flo y yo tendremos que desaparecer del mapa. Si le cuentas un secreto a alguien, deja de serlo. Tendré que vaciar mi cuenta bancaria y esconder el efectivo en una bolsa debajo del delantal de Flo. Ropa vieja. Tenemos que aparentar que somos muy pobres. La de Flo es perfecta, pero yo tendré que hurgar entre la ropa usada del Ejército de Salvación o del St. Vincent de Or… Es broma, jo, jo, jo, jo. Sí, puedo hacerlo. ¿Por qué? Pues porque soy lo bastante inteligente para coordinar todos los hilos de esta red de mentiras. «Mi esposo me abandonó», ésa es una historia común y creíble. Australia está repleta de esposas abandonadas. Compraré un anillo de bodas. Mi pobrecilla hija extraña tanto a su padre que se niega a hablar. No, eso no suena bien. ¿Por qué iba a echar de menos al bastardo que hizo daño a su madre? No habla porque una parte de su cerebro quedó afectada cuando su padre, borracho, la golpeó. Sí, eso suena más convincente. ¡Marceline! El pobre viejo me confió a su pequeño ángel, ¿y cómo iba a defraudarlo? Tendré que hacerlo, a los gatos no les gusta viajar. ¿O sí? Si tiene su saco de lienzo, tal vez se atreva. Haré un viaje de prueba hasta las Montañas Azules. Si sale bien, me iré con mis dos angelitos al interior del país.

Esto lo escribí más tarde, mucho más tarde. Debía de ser cerca de medianoche cuando dejé de caminar de un lado a otro confabulando, planeando y organizando los pasos a seguir. No había comido nada, pero tampoco tenía hambre. No tenía ganas de beber té, ni café; ni siquiera me apetecía un trago del viejo brandy barato. En realidad, me sentía como algo que Marceline hubiera vomitado. Aunque al menos no tengo que preocuparme más por Harold y mis diarios; los viejos vuelven a estar en el aparador del Tilsiter.

Cuando me acerqué a la mesa, me llamó la atención la Bola de Cristal… Bueno, en realidad, es el objeto más llamativo de toda la habitación. Inmóvil en su sitio habitual, con su brillo rosado. ¡Menudo fraude! Derrochando drama. No sabía si consultarla antes de irme a la cama o después de que la vieja me despertara con su galope y su risotada como cada noche. Tal vez si lo hacía, la Bola de Cristal me diría algo sobre mí. ¡No! ¡A la mierda! Me desplomé en una silla y juré que nunca más me humillaría ante un trozo de dióxido de silicio. Simple arena fundida.

Así que me quedé allí sentada pensando lo mal que me habían tratado todos hoy. Y lo peor de todo es que se habían comportado terriblemente mal con Flo. Además, todos nos habían tratado mal y con ira, no solamente mal. Es insoportable que le traten así cuando no tienes una cabeza que golpear o un par de cojones que patear. De todos modos, no creo que a esas desagradables mujeres del Departamento de Protección de Menores les falten cojones. Los tienen, y son tan grandes como los de cualquier otra especie de rata.

Miré la Bola de Cristal y un extraño pensamiento cruzó mi mente. ¿Qué sucede con la señora Delvecchio Schwartz? Si es ella la que está arriba todas las noches, eso quiere decir que todavía deambula en un plano terrestre. Entonces, ¿por qué permite que asesinen a su ángel? ¿Por qué ha dejado semejante desaguisado tras de sí? ¡Estoy segura de que lo sabía! Y debe de haber dejado también la solución. Para algunas cosas era muy estúpida, pero también muy astuta. Sólo me dio dos pistas: que el destino de La Casa está en la Bola de Cristal y que depende de ella. ¿Acaso creía tan firmemente en sí misma y en sus poderes que dio por sentado que todo me sería revelado a través de la Bola de Cristal? Colocó mis manos sobre la bola, una especie de bendición. ¡Pero yo no veo nada! Hace un mes que lo intento y nada. Nada de nada.

Lancé una mirada feroz al objeto y al etéreo reflejo rosa de mi habitación invertida en el cristal. El destino de La Casa está en la Bola de Cristal. Todo depende de la Bola de Cristal. La tomé e hice algo atroz: la levanté con ambas manos y la saqué de la base. Cuando la apoyé comenzó a rodar. La detuve. No sentí ninguna vibración, ninguna extraña descarga eléctrica. No es más que una pesadísima burbuja de sílice licuado a presión. Evidentemente, la mesa adoptaba una ligera inclinación hacia el lado opuesto al que yo me encontraba, así que coloqué el plato de la mantequilla tras mi Némesis para detenerla y me concentré en la base. El pequeño círculo de almohadilla que está entre el cristal y la madera negra no es de seda, es de terciopelo. Estaba aplastado y pulido por el peso de la bola.

¡Oh, Harriet Purcell, qué estúpida eres! ¿Cómo has podido ser tan ignorante? ¡La respuesta lleva meses ahí! Levanté la base y comencé a tirar de la tela en una parte donde se superponía sobre la madera y formaba una pequeña arruga. La iba quitando poco a poco porque estaba muy bien pegada; sin embargo, el pegamento no seguía por debajo de la bola, sólo sujetaba los bordes. Allí, bajo el terciopelo, había un papel doblado escondido en una cavidad que ella debió de haber tallado con un cincel. Un barato impreso testamentario, de los que se compran en cualquier quiosco de diarios o papelería. Diabólico. Cuánto tiempo le debe de haber llevado preparar este último acertijo, arriesgando todo su mundo, e incluso a su propio angelito. Ni siquiera se cubrió, lo apostó todo al olfato; a mi olfato para resolver un misterio, un rompecabezas. Tampoco jugó limpio cuando me dio las dos pistas. El destino de La Casa no estaba en la Bola de Cristal, estaba debajo. Una pequeña palabra. Si hubiera utilizado la preposición correcta, habría encontrado el testamento en un día, o tal vez menos. Pero no, no podía hacerlo; era demasiado simple, demasiado insulso.

El testamento no era muy extenso. Decía que dejaba todos sus bienes, propiedades y dinero a Flo Schwartz, su única hija, los cuales permanecerían en fideicomiso hasta que ella cumpliera la mayoría de edad con su querida amiga Harriet Purcell, radicada en el mismo domicilio y que por su parte tendría plena libertad para disponer de los ingresos como mejor le pareciera. También decía que consignaba el cuidado y la custodia de Flo Schwartz, su única hija, a la ya citada señorita Harriet Purcell, pues consideraba que la susodicha educaría a Flo de la forma en que ella misma hubiera querido. Estaba firmado Harriet Purcell Delvecchio Schwartz y había dos testigos. Un tal Otto Werner y un tal Fritz Werner, a los cuales no conocía en absoluto. ¿Serían hermanos? ¿Padre e hijo?

¡Harriet Purcell! La señora Delvecchio Schwartz era Harriet Purcell de nacimiento. La generación perdida. Sin embargo, si era de la familia de papá, entonces a él no lo habían informado de su existencia. Es posible que así fuera si ya desde su nacimiento pintaba mal. Los padres del siglo diecinueve eran bastante especiales con los hijos que tenían mal aspecto. Los recluían en sus casas, los escondían como si fueran una desgracia. Es muy probable que fuera un pariente mío cercano. ¿Sería hermana de papá? Él nació en 1882 y ella debió de haber nacido hacia 1905. O tal vez fuera hacia 1902, cuando papá estuvo en Sudáfrica en la guerra de los bóers. Papá tiene unas hermanas mellizas que nacieron después de él, en 1900. «Una vergüenza terrible», dice siempre entre risas. Quizá después de la tía Ida y la tía Joan hubiera otra hija. Una que no parecía estar del todo bien y por eso la escondieron. Apostaría que éste es un misterio que jamás vamos a descifrar, aunque resolvería el enigma de por qué lleva el nombre maldito de mi familia. La señora Delvecchio Schwartz es como una cebolla. Capa sobre capa y en el centro, la niñez de la que jamás habló con nadie de La Casa, ni siquiera con Pappy.

No armé un escándalo, no grité ni me puse a chillar. Han pasado demasiadas cosas para creer que esto sea real. Esperaré hasta que pueda mostrarle el testamento al señor Hush, mañana por la mañana.