Es bastante novedoso que un hospital general cuente con una sección de psiquiatría. Sólo los grandes hospitales universitarios tienen una y los enfermos no son esos pobres y lúgubres epilépticos crónicos, sifilíticos tardíos, seniles, ni esa clase de dementes que se encuentran en sitios como Callan Park y Gladesville. Son todos pacientes cuyos síntomas no se basan de manera tan categórica en daños cerebrales orgánicos. Por lo general, se trata de esquizofrénicos maníaco-depresivos. De todos modos, no estoy muy al tanto de las enfermedades psiquiátricas. Cuando hacía controles rutinarios de tórax, alguna que otra vez atendía a una muchacha con anorexia nerviosa, pero eso es todo.
El pabellón psiquiátrico es un edificio nuevo, el único sin cristalera con marcos de aluminio. Es una estructura muy solida de ladrillo rojo, sin muchas ventanas; y las pocas que tiene están enrejadas. Tiene una enorme y acerada puerta doble de servicio en la parte trasera; aparte de eso, sólo posee una entrada, otro portón de acero con un vidrio de una pulgada de ancho reforzado con una estructura también acerada. Cuando me dirigí hacia allí, poco después de las cuatro, vi que tenía dos cerrojos separados con la parte interna hacia fuera. De modo que no tuve problemas para entrar, lo único que tuve que hacer fue girar ambos picaportes a la vez. No obstante, apenas la puerta se hubo cerrado detrás de mí, comprendí que para salir de allí necesitaría dos llaves diferentes. Se podría decir que era una especie de cárcel.
Hay aire acondicionado y está todo decorado con muy buen gusto. ¿Cómo diablos se las habrán ingeniado para convencer a la Enfermera jefe de que les permitiera dar rienda suelta a todos esos colores y telas brillantes? La respuesta es simple. Todo el mundo, incluida ella, retrocede ante la locura. Ni siquiera todas nuestras defensas bastan para hacer frente a quienes sufren trastornos mentales, simplemente porque no se puede entrar en razón con ellos. Es un pensamiento escalofriante. Los cuatro pisos están claramente separados: en la planta baja se encuentran las oficinas y los laboratorios; en el primer piso, los pacientes varones; en el segundo, las mujeres, y, en el de más arriba, los niños. La recepcionista llamó al doctor John Prendergast y me indicó que tomara el ascensor hasta el tercer piso, donde me estaba esperando.
El hombre parecía un oso de peluche gigante. Tenía el pelo castaño rizado, los ojos grises y la complexión de un jugador de rugby. Me condujo hasta su oficina, me invitó a tomar asiento y se atrincheró en su escritorio, posición que siempre deja al visitante en desventaja. Ya desde el mero intercambio de las cortesías de rigor, pude observar que era un astuto cretino. Tenía una falsa expresión, entre dulce y atontada. «Pues a mí no me engañas —pensé—. No sólo no estoy loca, sino que además soy lista. No obtendrás de mí ninguna munición que pueda explotarme en la cara.»
—Con respecto a Florence… Usted la llama Flo, ¿verdad? —preguntó.
—Flo es el nombre que le dio su madre. Que yo sepa ése es su nombre de pila. Florence es el nombre que le pusieron las presumidas del Departamento de Protección de Menores.
—No le cae bien la gente del Departamento de Protección de Menores —afirmó, no preguntó.
—No hay ninguna razón para que así sea, señor.
—Los informes dicen que la niña estaba abandonada. ¿También abusaban de ella?
—¡Flo no estaba abandonada y nadie abusaba de ella! —respondí bruscamente—. Era el angelito de su madre y la destinataria de su inmenso amor. La señora Delvecchio Schwartz puede no haber sido una madre ortodoxa, pero era extremadamente amorosa. Aparte, Flo no es una niña como las demás.
Tras ese arrebato, me obligué a tranquilizarme, controlarme y estar alerta. Expliqué a Prendergast el tipo de vida que llevaba Flo y la falta de interés que mostraba por las comodidades materiales. Le hablé acerca del tumor cerebral que tenía su madre y de su extraña apariencia física, acerca de cómo había nacido Flo en el lavabo durante lo que parecía un dolor de estómago, y del doctor que le había recetado a su madre la hormona responsable de su llegada.
—¿Por qué internaron a Flo en el Queens? —pregunté.
—Presunto trastorno mental.
—¡Usted no creerá que eso es verdad! —le dije, casi sin aliento.
—No quiero emitir ningún juicio, señorita Purcell. Creo que pasarán varias semanas antes de que tengamos la menor idea de cuál es el problema de Flo, cuánto de lo que le sucede es fruto de lo que presenció y cuánto viene de atrás. ¿Habla?
—Nadie la ha oído jamás, señor. Sin embargo, su madre insistía en que sí lo hacía. Yo descubrí que los centros de lectura de su cerebro están seriamente dañados o simplemente no existen.
—¿Qué tipo de niña es? —preguntó con curiosidad.
—Es hipersensible a las emociones ajenas, extremadamente inteligente, muy dulce y afectuosa. Tenía tanto miedo al asesino de su madre que se escondía debajo del sofá antes de que éste llegara a aparecer. Sin embargo, nadie, además de mí, lo consideraba peligroso.
Y así seguimos y seguimos como jugando a las escondidas. Él sabía que yo no se lo decía todo y yo sabía que él estaba tratando de atraparme. Un verdadero callejón sin salida.
—Los informes de la policía y del Departamento de Protección de Menores dicen que Flo estaba presente cuando su madre fue asesinada. Cuando ambas personas estaban muertas, permaneció en el lugar sin intentar pedir ayuda. Y con la sangre pintó las paredes —dijo frunciendo el ceño y acomodándose en la silla, mientras me miraba fijamente—. Parece que no le sorprende lo más mínimo que Flo pintarrajeara la habitación. ¿Porqué?
Lo miré sin comprender.
—Porque Flo siempre hacía garabatos —respondí.
—¿Garabatos?
Bueno, bueno. Sin duda, al haber encontrado la casa y la niña en semejante estado de abandono, los del Departamento de Protección de Menores no repararon en los garabatos. Habían pasado por alto su significado.
—Flo garabateaba las paredes de la casa de su madre por todas partes —respondí—. Ella le permitía hacerlo, así que ésa era su actividad favorita y casi la única. Por eso no me llamó la atención lo que hizo con la sangre.
Resopló y se puso en pie.
—¿Quiere ver a Flo?
—¡Por supuesto!
Mientras atravesábamos el pasillo se lamentaba de las cerraduras en las puertas que comunicaban con el mundo exterior y los barrotes en las ventanas. Las nuevas drogas estaban cambiando tanto el comportamiento de los pacientes que esa clase de medidas de seguridad ya no era necesaria.
—Pero —dijo con un suspiro— las cosas cambian muy lentamente en los hospitales generales. El R. P. A. ya ha suprimido las cerraduras, así que dentro de poco el Queens también lo hará.
Flo estaba en una pequeña habitación privada, atendida por una enfermera con una insignia que certificaba su formación, tanto en el ámbito general como en el psiquiátrico. Mi pequeño ángel estaba sentada inmóvil en su cama. Se veía tan delgada y pequeña con su diminuto camisón de hospital que me entraron ganas de llorar. Mis ojos horrorizados se posaron en el chaleco de fuerza abrochado en los hombros y en la espalda con correas de cuero. Desde el chaleco salían gruesas sogas atadas a los costados de la cama que le permitían sentarse o acostarse sin problemas, pero no ponerse de pie.
Quedé atónita.
—¿Una camisa de fuerza para Flo?
Prendergast me ignoró, se acercó a la cama y bajó la baranda lateral.
—Hola, Flo. —Le sonrió—. Tengo una visita muy especial para ti.
Sus enormes ojos tristes me miraron intrigados, pero de pronto su boca de cereza se abrió en una enorme sonrisa y Flo extendió los brazos hacia donde estaba yo. Me desplomé sobre el colchón, la estreché entre mis brazos y besé cada centímetro de su diminuta cara. ¡Angelito, mi pequeño ángel! Ella también me besó, me acarició, se acurrucó contra mí y me miró a los ojos. ¡Chúpate esa, estúpido doctor John Prendergast! Cualquiera que estuviera viendo lo que pasaba habría notado la alegría inconfundible que Flo sentía al verme.
Durante un buen rato lo único que ocupó mi mente fue la alegría de estar abrazándola. Pero después, cuando la observé con más detenimiento, vi los moretones. Los brazos y las piernas de Flo estaban llenos de manchas moradas.
—¡La golpearon! —exclamé—. ¿Quién fue? ¿Quién se atrevió? ¡Los del Departamento de Protección de Menores me van a oír!
—Tranquilícese, Harriet, tranquilícese —dijo Prendergast—. Flo se autolesionó, aquí y en el hogar de niños; por eso tuvimos que inmovilizarla. No me va a creer, pero esta criaturita destrozó el chaleco de algodón, no una sino decenas de veces. No nos quedó más remedio que recurrir al cuero y las sogas.
—¿Por qué? —pregunté todavía incrédula.
—Creemos que trataba de escapar. En cuanto se ve libre, huye. Se arroja literalmente contra el objeto más cercano. Yo la he visto con mis propios ojos golpeándose contra la pared una y otra vez. No le importa si se lastima. En el hogar de niños se lanzó contra un ventanal del primer piso. Por eso la enviaron aquí. No sabemos cómo no se mató ni se rompió ningún hueso, pero está muy magullada. —Le levantó ligeramente el camisón corto con sus enormes y proporcionadas manos para mostrarme unas limpias suturas en la pared interna de ambos muslos—. O la inmovilizábamos de esta manera o la sedábamos por completo, y aquí no nos gusta utilizar sedantes. Es más conveniente para el personal, pero disimula los síntomas y retrasa los diagnósticos.
—¿Y el pubis? —susurré.
—Lamentablemente también hubo que darle puntos. Llamamos a los cirujanos plásticos para consultárselo, pero creen que así quedará bien. Quienquiera que la haya suturado en el servicio de guardia del R. P. A. hizo un trabajo brillante.
—¿Conque el servicio de guardia del R. P. A.? Entonces Flo estuvo en Yasmar —dije.
—Yo no he dicho eso, ni lo diré.
—¿Por qué no la internaron en la sala psiquiátrica del R .P. A.?
—No había camas —respondió simplemente—. Además, nosotros tenemos la mejor unidad de pediatría.
—En cualquier caso —dije con tono triunfal—, todo esto demuestra una cosa: es la forma que tiene Flo de conseguir lo que quiere, y es obvio que me quiere a mí. Estaba dispuesta a correr el riesgo de morir con tal de encontrarme. Eso es muy significativo.
Me observó con aire especulativo.
—Sí, es evidente que quiere estar con usted. Ummm, ¿podría convencerla de que suavice su comportamiento? —preguntó.
Fruncí los labios.
—¡Ni soñarlo, campeón!
—¿Por qué, por el amor de Dios? —inquinó.
—Porque no me da la gana. ¿Por qué habría de ayudarlos a tranquilizarla hasta que sea lo suficientemente dócil para volver a Yasmar? Flo es mía. Si su madre pudiera hablar, eso es lo que diría. Por esta razón solicito la custodia —respondí.
—Usted es joven y soltera, señorita Purcell. Jamás se la concederán.
—Eso es lo que dicen todos, pero me importa un comino. Me la darán. —Sonreí a Flo—. ¿No es cierto, angelito?
Flo cerró los ojos, se metió el pulgar en la boca y empezó a entonar su melodía.
Me permitieron quedarme con ella media hora. En todo ese tiempo Prendergast no me dejó en paz. Intentaba descubrir, de todas las formas posibles, qué le ocultaba. Ese astuto hijo de perra sabe que hay mucho más de lo que jamás llegare a admitir. ¡Sigue buscando, campeón, sigue buscando! Nunca me doblegarás. Como la madre de Flo había dicho, soy como un enorme y viejo eucalipto.
Cuando la secretaria emergió de su cuchitril para abrirme la puerta, me entregó un sobre cerrado.
—El doctor Forsythe me pidió que le diera esto —dijo con absoluta falta de curiosidad, como si estuviera bajo el efecto de un poderoso sedante. Bueno, tal vez lo estuviera.
En la nota me preguntaba si podíamos quedar en el café que había bajo la estación de tren en Circular Quay, a las seis en punto. Dentro de una hora. Decidí ir caminando, soñando despierta y envuelta en una agradable bruma. No, todavía no tengo a Flo, pero por lo menos sé dónde está. Después de esto, el Departamento de Protección de Menores sabrá que tiene que enfrentarse a mí, jo, jo, jo, jo. ¡La pequeña Florence Schwartz me quiere a mí! Aunque la devuelvan a una casa de acogida, no podrán mantenerme alejada de ella. El doctor Prendergast será un estúpido entrometido, pero en su informe tendrá que decir que, sin lugar a dudas, Florence Schwartz es emocionalmente dependiente de una solterona de veintidós años que tiene que trabajar para ganarse la vida. ¡A ver cómo se las arreglan esas viejas brujas con eso! Fantástico.
Al entrar en las profundidades algo sucias y oscuras de la estación de tren de Circular Quay, me di cuenta de que todo esto había sucedido el mismo día o en los días sucesivos al momento en que había consultado la Bola de Cristal. ¿Acaso adivinar era eso? ¿Podía ser que el adivino no viera las cosas realmente, sino que al concentrar toda esa energía mental en un objeto de moléculas dispuestas de manera tan exquisita tuviera el poder de cambiar los hechos? ¡Menuda idea!
Así que para cuando entré en el desierto café, mi mente no estaba concentrada en Duncan. Es más, por un instante me pregunté qué estaba haciendo allí. Después lo vi aparecer de detrás de la máquina Gaggia, me sonrió y corrió la silla para que me sentara. Apenas me senté, me tomó la mano y la besó. Me miró con los ojos tan llenos de amor que me cautivó. Siempre hace lo mismo. Ay, ¿por qué será tan víctima de las convenciones?
—Es una pena —comenté todavía animada por lo de Flo y la Bola de Cristal— que el hombre no se pueda dividir en dos mitades. La mitad de ti que tu mujer quiere a mí no me interesa para nada, y en cambio ella no tiene interés en la mitad que yo quiero. Pero ya he visto que ése es el problema que tenemos las mujeres cuando se trata de hombres: lo único que nos interesa es la mitad de lo que tiene un hombre.
No se ofendió ni lo más mínimo; es más, sonrió de buena gana.
—Es maravilloso verte bien otra vez, mi amor —dijo con ternura—. Si lo único que quieres es un octavo de mí, empieza a descuartizarme ya mismo.
Me aferré a su mano.
—Sabes que no puedo. Tengo que portarme bien para obtener la custodia de Flo.
Entonces, ambos nos percatamos de que la camarera esperaba pacientemente de pie para tomar nuestro pedido, mientras escuchaba embelesada.
—Le ruego nos disculpe, querida —dijo él, y pidió dos capuchinos. La muchacha se retiró arrastrando los pies. Llevaba dibujada en la cara una expresión como la que debe de tener alguien a quien el Papa acaba de conceder una audiencia privada. Los buenos modales de Duncan tienen un efecto extraordinario en las mujeres. Eso demuestra que no estamos acostumbradas a que nos traten como delicadas flores.
Le conté todo lo que había sucedido con Flo y con el doctor John Prendergast y él me escuchó como si realmente le interesara el asunto. Sé que no le debe de importar, pero también sé que me aprecia mucho y supongo que tal vez sólo por esa razón le puede interesar.
—A juzgar por tu aspecto —dijo cuando finalicé mi relato—, parece que acabes de caminar sobre ascuas. —Me examinó la palma de la mano como si buscara la respuesta a algún acertijo—. Me pregunto por qué me habré enamorado de ti nada más verte. Bastó una milésima de segundo en una rampa. ¿Será porque perteneces al mundo de Kings Cross? Una habitante de una espantosa casa vieja plagada de cucarachas, a quien le gusta caminar más que ir en automóvil, que bebe brandy barato, devota de lo estrambótico, del oropel y de lo francamente indeseable…
—Tienes la lengua llena de miel, campeón —dije con una sonrisa de oreja a oreja.
—Para nada —dijo instantáneamente, y me mordió la mano—. Deja que te acompañe a casa y pronto lo estará.
Llegaron los capuchinos. Duncan sonrió a la camarera y le dio las gracias (¡dos audiencias con el Papa!).
—¿Por qué me pediste que viniera? —pregunté.
—Para verte a solas —respondió—. El señor Toby Evans parece haberse apoderado de mi territorio.
—En absoluto, él tiene su propio territorio —dije lamiendo la espuma de la cuchara. La alegría me inundó nuevamente—. ¡Oh, Duncan, cuánto me alegro de haber encontrado a mi ángel!
—¿Cómo estás de dinero? —preguntó.
—Bien —dije.
—Si lo necesitas, ya sabes a quién acudir.
Pero sabe que no puedo aceptar dinero suyo. En cualquier caso, su ofrecimiento es todo un detalle. Lo echo de menos. Nunca me resulta tan evidente como cuando vuelvo a estar con él, aunque sólo sea para beber un capuchino en el Quay.
Cuando me disponía a marcharme, me incliné sobre la mesa y lo besé apasionadamente, con labios y lengua, y él también a mí, rozándome el pecho con una mano. La camarera nos miraba como si fuéramos Heathcliff y Catherine.
—Jamás podré estar lejos de ti —dijo.
—¡Bien! —Me marché y lo dejé pagando la cuenta.
Al llegar, todos me estaban esperando para saber de Fío. Como los que están de prácticas no hacen guardia durante los primeros tres meses, nuestra Pappy también se queda en casa por la noche. Había preparado un montón de comida china que llevamos al altillo de Toby, el ambiente más grande de La Casa y con unas vistas maravillosas. Es extraño. Antes lo sacaba de quicio el mero hecho de pensar que un grupo de gente invadiera su casa por temor a que alguien dejara una marca con el tacón de goma en el piso blanco y a que descascarara la mesa, o algo así. Pero últimamente estaba más relajado, quizá porque nosotros habíamos adoptado unas cuantas reglas propias, como por ejemplo sacarnos los zapatos antes de subir la escalera y no ofrecernos para lavar los platos. La verdad es que, a mi modo de ver, Toby también echa de menos a la señora Delvecchio Schwartz; aunque la escuchemos todas las noches.
Sin duda, ellos saben que, en realidad, no estoy ni tan sólo un poco más cerca de obtener la custodia de Flo que cuando descubrí su paradero. Sin embargo, saber dónde está y que todos podemos ir a visitarla cambia las cosas. Ya lo consulté con el doctor Prendergast; quien, por supuesto, estará presente y tomará nota de cada cosa que se diga y de nuestro aspecto, etcétera. De todos modos, no logrará saber de ellos ni una palabra más de lo que ha averiguado de mí. Los habitantes del Cross estamos acostumbrados a guardar secretos ante quienes detentan el poder. A ninguno nos sorprendió que nuestro ángel se hubiera arrojado por un ventanal y hubiera sobrevivido. Igual que Bob lloró amargamente cuando le describí las heridas: tiene un corazón sensible. Klaus pensó que sería buena idea ir al hospital con el violín y tocar para ella. Yo no le dije que creía que se opondrían. Cuando escucharan ese arco deslizarse sobre las cuerdas, cambiarían de opinión. Supongo que fue culpa de la guerra que Klaus perdiera la oportunidad de dedicarse profesionalmente a la música, pero lo que el mundo se perdió lo ganamos nosotros; además, es un tipo adorable, enamorado de sus periquitos. De hecho, todos son personas muy agradables.
De lo que nunca hablamos cuando estamos juntos es del futuro. El Síndico Público, un poco más osado ahora que han pasado casi dos meses sin que aparezca ningún testamento, envió una persona a inspeccionar La Casa cuando la única que estaba allí era Pappy. ¡Vaya despropósito! Al enterarse de que había dos apartamentos y una habitación desocupados, chasqueó la lengua y preguntó por qué los alquileres eran tan bajos. Así que pensamos que dentro de un par de meses, o tal vez antes, algún extraño vendrá a ocupar el apartamento de la planta baja, la habitación de Harold y el piso de la señora Delvecchio Schwartz. ¿Cómo se le explica al Síndico Público qué significa un apartamento en la planta baja y con vistas a la calle en Kings Cross? Volverá a haber marineros por todas partes. Jim nos contó que había hablado con Joe, la Consejera de la Reina; ella no contempla la posibilidad de que nos suban el alquiler sin que se levante un gran revuelo en la Comisión Reguladora de Alquileres, porque la propietaria ya los había congelado años atrás. Lo que más nos disgusta es la idea de tener inquilinos nuevos que no hayan sido cuidadosamente elegidos; es decir, esto es Kings Cross, aquí los apartamentos no son verdaderos apartamentos y las habitaciones resultan bastante desagradables. ¡Todo es clandestino! Y ahora tenemos al maldito Síndico Público husmeando en nuestros asuntos. En cuanto hayan obtenido el control total, se producirá un revuelo mayúsculo y de seguro gastarán buena parte del dinero que Flo herede en tratar de convertir La Casa en algo que siga al pie de la letra los dictados de la ley, sin importar cuál decidan aplicar. Es posible que prohíban los garabatos en las paredes.
Cuando los demás se fueron, yo me quedé.
Toby no tuvo mucho que decir durante la reunión, así que se quedó sentado en el suelo escuchando y mirando a uno y a otro con las piernas cruzadas. Tiene los ojos más rojos que de costumbre, señal de que algo lo preocupa o lo irrita. Estoy convencida de que parte de ese algo es Flo. Oh, solía ser tan tierno con ella… Sin embargo, ella no tenía el mismo poder sobre él que sobre el resto de nosotros. Toby se resiste. Debe de ser parte de su carácter australiano. ¿Consentir que una mujer tenga poder sobre él? ¡Eso jamás!
—¿Te arrepientes de haber decidido quedarte? —pregunté cuando empezó a lavar los platos.
Me daba la espalda.
—No.
—Entonces ¿qué es lo que te molesta?
—Nada.
Fui hasta uno de los ángulos del fregadero y me apoyé contra el aparador para poder verlo, aunque sólo fuera de perfil.
—Algo pasa. ¿Es Flo?
Se volvió para mirarme.
—Flo no es asunto mío.
—Y ése es el problema. El resto de nosotros sí lo consideramos asunto nuestro. ¿Por qué tú no? Es una niña huérfana.
—Porque te arruinará la vida —dijo con la vista fija en el fregadero.
—Flo jamás haría una cosa así —respondí suavemente.
—No lo entiendes —replicó entre dientes.
—Tienes razón. ¿Por qué no me lo explicas? —pregunte.
—Te atarás a alguien que ni siquiera está en sus cabales. Hay algo raro en Flo y tú eres el tipo de persona capaz de pasarse los próximos veinte años preocupándose por ella, llevándola de un médico a otro y gastando un dinero que no tienes. —Vació el fregadero.
—¿Y qué me dices de las cuentas bancarias? —pregunté.
—Eso era antes. Yo hablo del ahora. No hay testamento, Harriet, y sabiendo cómo son los del gobierno, la niña no verá un centavo del dinero de su madre. Será una carga para ti y tú envejecerás antes de tiempo.
Me senté en una poltrona con el ceño fruncido.
—Así que lo que te preocupa soy yo, no Flo.
—Hay una sola persona en esta casa por la cual lo arriesgaría todo, Harriet, y ésa eres tú. No soporto la idea de que te conviertas en una de esas lúgubres mujeres derrotadas como las que se ven por todo Sydney, que cargan con un montón de hijos mientras el marido se pasa el día en el bar —dijo midiendo sus palabras.
—¡Santo cielo! —susurré casi sin energía—. ¿Quieres decir que estás enamorado de mí? ¿Por eso…?
—Estás más ciega que un maldito murciélago, Harriet —me interrumpió—. Puedo comprender que te hayas enamorado de Forsythe, el gran especialista en huesos, pero lo de Flo no lo entiendo.
—¡Esto es horrible! —exclamé.
—¿Por qué? ¿Porque no me amas? —preguntó—. Ya estoy acostumbrado, sobreviviré.
—No, por la falta de amor con que me estás diciendo todo esto —traté de explicar—. Son cosas que deberías decirme en un tono al que yo pudiera corresponder. En cambio, tú me recriminas un amor que no tiene nada que ver con el de ningún hombre. No puedo explicarte lo de Flo, Toby. La vi y me enamoré, eso es todo.
—Y yo te vi y me enamoré de ti el día que le pegaste un puñetazo a David en la galería —dijo sonriendo—. Igual que, seguramente, el importantísimo especialista en huesos te vio y se enamoró de ti a primera vista.
—Eso dice. Fue en una rampa del Queens. O sea que todos nos vimos y nos enamoramos. Sin embargo, no hemos llegado demasiado lejos, ¿verdad? La única que está preparada para comprometerse realmente soy yo, pero no contigo, ni con Duncan. —Me puse de pie—. Gran misterio, ¿no crees? —Me acerqué hasta él, me besé la punta de los dedos y le toqué la frente—. Tal vez algún día logremos resolverlo, campeón, jo, jo, jo, jo.