Viernes, 13 de enero de 1961

Lo que cuesta enterrar a alguien un viernes 13 me hizo comprender por qué la Hermana Agatha no me creyó. El hombre de la funeraria alzó las manos horrorizado sólo con pensarlo; pero Toby y yo, encargados de organizar el funeral, nos negamos a cambiar de opinión. ¿Qué mejor día del año para enterrar a la señora Delvecchio Schwartz que un viernes 13? Al final, no hubo otro modo de convencer al hombre de la funeraria que aceptar un oficio religioso, algo que no pensábamos que ella hubiera querido. Creo que el hombre consideraba que formábamos una pandilla de satánicos; en fin, todo lo que se dice sobre la gente de Kings Cross… Toby y yo nos miramos y nos encogimos de hombros. Tal vez a la señora Delvecchio Schwartz no le haya hecho ninguna gracia que la enterráramos según el ritual de la Iglesia anglicana. El polvo eres y en polvo te convertirás, etcétera. El hombre nacido de mujer: nuestro pastor no quiso ni oír hablar de «la mujer nacida de mujer». Qué extraño es el mundo en que vivimos, plagado de lo que Pappy llama dogmas.

Nunca se vio día peor para un funeral. Sydney se derretía en medio de una ola de calor; a las nueve la temperatura había sobrepasado los treinta grados, y soplaba un fuerte viento de poniente que parecía proceder de un ventilador gigante instalado en los hornillos del infierno. En las Montañas Azules había incendios forestales, así que el aire estaba sucio, apestaba a humo y caía una persistente lluvia de cenizas. Todo ello petrificó al pastor, convencido de que el diablo estaba preparando una gran recepción para uno de sus más importantes representantes terrenales. El coche fúnebre abandonó el velatorio sin incidentes, seguido por dos grandes Ford negros en los que iban Pappy, Toby, Jim y Bob, Klaus, Lerner Chusovich y Joe Dwyer de la licorería de Piccadilly. Y yo, por supuesto. Flo no apareció, pese a que dimos aviso a Protección de Menores. Las Madamas Fuga y Tocata y sus amigas se unieron al cortejo en un enorme Rolls negro que debieron de haber pedido prestado a algún cliente; cuando llegamos al lugar en el que iba a ser enterrada, Norm y Merv ya estaban esperando. Habían dejado el coche patrulla a unos diez metros, entre un ángel caído y una herrumbrada cruz de hierro. Cuando el Rolls se detuvo, de él descendieron Lady Richard del brazo de Martin, asombrosamente vestida con un shantung liso de color negro y una atrevida y minúscula gorra negra sobre el pelo rojo; una tenue redecilla negra le cubría el rostro. ¡Perfecto! Todos los que la señora habría querido que estuvieran presentes, estaban. Salvo Flo.

La enterramos en Rookwood, seguramente el cementerio más grande y descuidado del mundo, kilómetros cuadrados que se extienden literalmente sin fin en medio de los barrios residenciales al oeste de la ciudad. Plagado de hierbajos y pasto alto, moteado aquí y allá de arbustos achaparrados, unos cuantos pinos australianos, eucaliptos y fibrosos trozos de corteza entre las esparcidas tumbas, cuyas deterioradas lápidas se ladeaban a un lado y a otro sin que hubiera una sola en su originaria posición vertical.

Toby, Klaus, Merv, Norm, Joe y Martin fueron los portadores del féretro. Levantaron con esfuerzo el ataúd entre gruñidos y jadeos hasta cargarlo sobre sus hombros, se tambalearon bajo su peso descomunal —había sido necesario revestirlo con plomo, después de un período tan largo en la morgue— hasta llegar a la tumba, donde lo depositaron entre exclamaciones, «¡Mierda!» y «¡Jesús!» entre otras. El pastor, que hasta ese momento no había visto el ataúd, quedó pasmado mientras el hombre de la funeraria hablaba entre dientes con los enterradores para asegurarse de que habían obedecido sus órdenes y habían cavado lo suficiente para que hubiera espacio.

Las mujeres nos agrupamos a un lado y los hombres al otro, al fin y al cabo era un funeral auténticamente australiano. Jim se quedó con los hombres. Las mujeres temamos un aspecto muy atrevido: yo iba vestida de un rosa escandaloso, Pappy llevaba un cheongsam color esmeralda, Bob un vestido azul de organdí y ojete bordado, Lady Richard su shantung, y las madamas se habían emperifollado con vestidos negros ceñidos, zapatos negros de charol y tacones de aguja y tupidos velos negros al estilo de la Casa de Windsor. Los hombres se las habían arreglado para conseguir una corbata (Martin parecía un vómito de cocido de guisantes y zanahorias), aunque habían tenido la sensatez de no ponerse chaqueta. Todos llevaban brazaletes negros en señal de duelo.

¡Cuánto se habrá regodeado ella con todo esto! En el preciso momento en que el pastor se dirigía a la cabecera de la tumba para dar paso a las exequias, una apestosa y caliente ráfaga de viento recorrió el lugar como un soplo satánico, le levantó la sotana golpeándole la cara y le hizo volar las galas por los aires. Estuvo a punto de caer sobre el ataúd, sobre el cual no había una sola flor, menos aún una triste corona. Habíamos coincidido en que la señora Delvecchio Schwartz no habría agradecido homenajes tradicionales como las ofrendas florales puesto que, al parecer, no había muerto del todo. Para cuando la enterramos, ya estábamos familiarizados con sus incursiones nocturnas en el vestíbulo y sus estallidos de risa. Hasta tal punto que últimamente nos arrancaba una leve sonrisa y volvíamos a conciliar el sueño.

Los seis hombres acomodaron las correas bajo del féretro, lo levantaron lo bastante para que el aterrado director de la funeraria comenzara a deslizarlo en el foso; luego, entre exclamaciones de «¡Mierda!» y «¡Jesús!», lo depositaron en la tumba. Cuando tocó fondo, di un paso adelante y arrojé la caja de madera sobre el ataúd. Habíamos decidido que a ella le gustaría llevarse consigo el tapete azul de los conejitos, el enorme trozo de cristal de roca color malva, el antebrazo con mano tallado en mármol y los siete vasos de cristal. Nadie arrojó siquiera un puñado de la lúgubre tierra de Rookwood. Simplemente nos alejamos caminando lentamente y dejamos que los enterradores terminaran su tarea profundamente sobrecogidos.

—¡Me ha destrozado la espalda! —se lamentó Merv.

—Pesaba más muerta que viva —dijo solemnemente Klaus.

—¡Oh, mierda! ¡Se me ha hecho una carrera en la media! —gimoteó Lady Richard.

—Por lo menos disfruta de un poco de sombra —dijo Toby, señalando un eucalipto.

—Memorable —dijo Joe Dwyer, enjugándose las lágrimas—. Memorable.

Regresamos a casa y organizamos una fiesta en el ático de Toby.

«¿Quién enterrará a Harold?», me pregunto. Me trae sin cuidado.