Lunes, 2 de enero de 1961

La pesadilla la tuve hoy, a las cinco de la madrugada. Me desperté disgustada y me senté muy tiesa en la cama tratando de recuperar el aliento. Todavía me parecía ver aquel vasto lago de sangre roja que crecía y crecía hasta que tenía que ponerme de puntillas, sin poder evitar que su hediondez me invadiera; y a Harold, que me observaba desternillándose de risa.

El sol ya estaba a punto de salir, y la luz se filtraba por entre las cortinas del dormitorio. Me levanté de la cama, di de comer a Marceline, preparé café y me senté a la mesa para recordarme una y otra vez que la señora Delvecchio Schwartz había muerto. Las personas como ella están tan llenas de vida que, cuando mueren, a una le cuesta creerlo: simplemente siente que es imposible, que debe de haber sido un error. No sé por qué ocurrió, no sé por qué ella permitió que ocurriera. ¡Porque ella permitió que ocurriera! Lo había visto en la Bola de Cristal aquella última vez, y no intentó evitarlo. Sin embargo, se la veía muy feliz durante la fiesta. Tal vez le hubiera rondado la idea y hubiera preferido la celeridad del cuchillo de Harold en su carne.

Pero no pude sentir pena, ni llorar, ni lamentarme; tenía demasiadas cosas que hacer. ¿Dónde estaba Flo? ¿Cómo habría pasado la noche? La primera noche que había pasado fuera de La Casa en toda su vida.

La tarea número uno era telefonear al Servicio de Radiología del Queens y comunicar a quienquiera que estuviese en la lista de guardias a esa hora que yo no iría a trabajar. No di ningún motivo; me limité a disculparme y colgué. Esta vez no tuve que hacerlo por Pappy, que no trabajaba en el Roy al Queens desde Nochebuena. Stockton se avecinaba.

Me vestí y fui a ver si Pappy estaba despierta. Abrí la puerta y comprobé que dormía profundamente, así que volví a cerrar y me encaminé hacia el piso de arriba; no hacia el cuarto del frente, al que todavía no me atrevía a entrar. Exploré las otras habitaciones que había usado la señora Delvecchio Schwartz, tres en total. Un sombrío dormitorio para ella, con las paredes casi tan abarrotadas de libros como las de Pappy. Pero ¡menudos libros! ¿Habría revelado alguna vez este tesoro a Harold, o acaso pensaba que él no lo habría comprendido?

—Ahora entiendo cómo lo hiciste, vieja bruja-dije, sonriendo. Álbumes de recortes de periódicos con datos sobre la vida de políticos y hombres de negocios, sobre los escándalos en que se habían visto involucrados, sus tragedias, sus flaquezas; algunos databan de treinta años atrás. Los Quién es quién de todos los países de habla inglesa. Anuarios. Expedientes judiciales. Las transcripciones de las sesiones de los Parlamentos, federal y estatal, publicadas por Hansard. Tenía a mano todo lo que creía que le podía ser útil, desde biografías de personajes australianos hasta listados de sociedades, asociaciones e instituciones. Una mina de oro para una adivina.

Fuera del dormitorio había un rincón para Flo, amueblado con una vieja cuna de hierro desarmada hasta dejar el colchón al descubierto y una cajonera: no había una sola imagen de un cachorro, un gatito o un hada, y aparte de los garabatos en las paredes no había el menor indicio de que alguna vez ese sitio estuviera habitado. Parecía más la cuna de un niño muerto en una institución que la habitación de un niño vivo. Temblé de miedo. ¿Por qué había desarmado la cuna de Flo sino sabía que Flo se iría de allí? ¿Acaso era un presagio de que, al no poder seguir viviendo en La Casa, Flo moriría?

Su cocina era un cuchitril en el que resultaba imposible preparar una buena comida. Y todos sus primitivos utensilios estaban deteriorados, abollados, rajados, desportillados.

¿Qué era lo que la había impulsado a no ocuparse de tener lo necesario para llevar una vida cómoda? ¿Qué mujer no se preocupa por su nido?

Decidí bajar, con la sensación de que el misterio se tornaba cada vez más insondable, de que la muerte de la señora Delvecchio Schwartz no era más que la puerta de entrada a un laberinto que se bifurcaba incesantemente.

Pappy ya se había levantado, así que le dije que viniera a mi piso a tomar un café y desayunar. Sí, desayunar. Quedaba mucho por hacer, y teníamos que estar fuertes y sanas.

Jim y Bob pasaron un momento a saludarnos, de camino a su trabajo, y dijeron que podían quedarse en casa si las necesitábamos; las tuve que mandar a paseo. Cuando llegó Toby, pensaba decirle lo mismo pero no atendió a razones: entró muy decidido y se preparó para el combate.

—Hoy me vas a necesitar —dijo, con cierta rigidez, la cara muy pálida, la barbilla levantada, los ojos claros y luminosos.

Como única respuesta, me levanté y lo abracé. Él me apretó contra su cuerpo con fuerza.

—Lamento mucho lo de ayer, pero alguien tenía que hacerlo —dijo.

—Sí, lo sé. Siéntate, tenemos mucho trabajo que hacer.

—Como recuperar su cadáver para el sepelio, buscar un testamento, descubrir dónde tienen a Flo; eso para empezar —dijo.

Pero, al final, entre los tres nos ocupamos de hacer primero lo más urgente. Fuimos al piso de arriba y limpiamos la habitación que daba a la calle.

Toby se ocupó de la policía y descubrió que el cadáver de la señora Delvecchio Schwartz no nos sería entregado hasta que el juez de instrucción no lo hubiese autorizado: hasta dentro de entre una y tres semanas. Luego se fue a buscar a Martin, Lady Richard, o cualquier otra persona que supiese algo acerca de pompas fúnebres, sepelios y todo eso. Qué poco sabemos de esas cosas hasta que nos tocan de cerca; y lo cierto era que a ninguno de nosotros nos había pasado algo así. El padre de Toby murió en el monte, Pappy dijo que el señor Schwartz había muerto cuando ella estaba en Singapur, y mi familia no había perdido a nadie desde antes de mi nacimiento.

Yo me encargué de telefonear a Protección de Menores, y cuando les expliqué que no era un familiar cercano, y ni siquiera un pariente lejano de la niña, se negaron a darme la menor información acerca de Flo; sólo supe que estaba a buen recaudo en un lugar que no mencionaron.

—¡Espero que no esté en Yasmar! —dijo Pappy cuando colgué.

Me senté, agotada.

—Dios mío, ¡ni se me había ocurrido pensar en Yasmar!

—Flo tiene cinco años, Harriet; podrían internarla en Yasmar.

Era la institución a la que se enviaba a las niñas sin hogar o con problemas hasta que se decidiera su futuro. Actualmente se la critica acerbamente porque no muestra el menor empeño en separar a las desventuradas víctimas de circunstancias como las que habían afectado a Flo de las niñas extremadamente rebeldes, salvajes y a veces violentas que eran enviadas allí por distintos motivos, desde prostitución hasta asesinato.

Así que llamé a Joe, la Consejera de la Reina, y empecé a preguntarle sobre testamentos y sobre lo que pasaría si no hubiera testamento.

—Si no encuentras un testamento en la casa, ni el nombre de algún abogado que pudiera tenerlo, entrará en escena el Síndico Público. Éste publicará un edicto en los periódicos en el que emplazará a presentarse a quien tenga un testamento, y mientras tanto se hará cargo de administrar la propiedad. Además del testamento, busca escrituras y títulos de propiedad, Harriet, y veré qué puedo hacer —dijo Joe con su voz nítida y clara, una voz que imaginé cómo debía de repicar en el ámbito de un tribunal.

—Espera un momento —me apresuré a decir antes de que colgara—. Averigua el nombre de un bufete de abogados que se especialice en casos de adopción. Tengo el presentimiento de que nosotros no vamos a encontrar un testamento y el Síndico Público tampoco. Así que pediré que me autoricen a adoptar a Flo.

Permaneció un buen rato en silencio y luego suspiró.

—¿Estás segura de que es eso lo que quieres hacer? —preguntó.

—Absolutamente segura —dije.

Así que me prometió buscar un nombre y colgó.

Después empezamos a buscar un testamento. Klaus apareció de la nada y nos ayudó a abrir y sacudir los libros uno por uno, a hojear los álbumes página por página, a tantear los recortes para asegurarnos de que no hubiera algún papel doblado debajo. Nada, nada de nada. Lo que sí encontramos fue el título de propiedad del 17 de la calle Victoria, que resultó muy enigmático. Allí no se mencionaba el 17c, sólo decía 17.

—¿Eso significa que es dueña de las cinco casas? —chilló Pappy.

—Seguramente no —dijo Klaus, con la vista fija en el título—. No es una mujer rica.

Debajo de la escalera, tras el tambor de jabón de eucalipto que habíamos usado para fregar la habitación con vistas a la calle, había una gran caja de madera; pero no le habíamos prestado atención, porque dimos por sentado que era una caja de herramientas. No obstante, la desesperación impulsó a Toby a regresar allí a buscarla. La llevó hasta la minúscula encimera de la cocina de la señora Delvecchio Schwartz y la abrió como si de ella pudiera salir desde un vampiro hasta un payaso de papel en forma de acordeón.

Lo que había en la caja era un viejo tapete azul sin usar, un enorme trozo de cristal de alguna piedra color malva claro y transparente, siete vasos de vidrio todavía envueltos en cilindros de cartón, un molde en mármol blanco de una mano y un antebrazo de bebé, y varias docenas de pequeñas libretas de ahorro.

Toby metió una mano en la caja y sacó un puñado de libretas bancarias, las hojeó rápidamente una por una y luego las estudió con expresión de creciente incredulidad.

—¡Jesús! —exclamó—. Cada una de estas libretas registra depósitos de unas mil libras, la cantidad máxima que uno puede tener en una cuenta de ahorro sin arriesgarse a que nadie le haga preguntas.

En total, contamos más de cien de aquellas libretas, así que no nos pusimos a abrirlas para ver su contenido. ¿Para qué? El resultado habría sido obvio. Había empleado un método simple pero trabajoso. Nunca había usado dos veces el mismo banco, lo que significaba que tenía cuentas en cada una de las sucursales de cada uno de los bancos de Sydney. En el transcurso de los últimos veinte años había tenido que ir a bancos cada vez más lejanos, de modo que llegó a depositar mil libras en sitios como Newcastle, Wollongong y Bathurst. ¿Y qué hacía con Flo cuando viajaba un día entero?

—Bien, sin duda a Flo no le va a faltar de nada —dijo Toby mientras guardaba cuidadosamente las libretas en una caja de cartón vacía que envolvió con papel de estraza y ató con un cordel. Su madre había guardado kilómetros de cordel y de papel de estraza perfectamente alisado y convenientemente plegado.

—A lo mejor Flo no llega a ver nunca un centavo de todo ese dinero ni a ser dueña de La Casa —dije sombríamente—. El gobierno podría terminar quedándose con todo. No hemos encontrado la partida de nacimiento de Flo.

Reanudamos la búsqueda redoblando nuestras energías, pero no encontramos nada. Ni el testamento, ni la partida de nacimiento, ni el nombre de ningún abogado. Tampoco encontramos el acta de matrimonio. Cuando le preguntamos a Pappy, ni siquiera pudo asegurar que Flo fuera realmente hija de la señora Delvecchio Schwartz, pues había pasado dos años en Singapur tratando de encontrar a la familia de su padre. Por otro lado, Pappy había traído a Toby a La Casa cuando regresó de ese viaje, así que él tampoco sabía nada. Fuera cual fuera el rumbo que tomáramos, siempre acabábamos topándonos con un muro infranqueable. Era como si la señora Delvecchio Schwartz hubiera llegado al mundo siendo ya adulta, como si nunca se hubiera casado o hubiera tenido una hija. Nadie imaginaría que pudieran suceder cosas así en estos tiempos, pero lo cierto es que suceden. Y ella era una prueba irrefutable. ¿Cuántas personas existían sin que el gobierno supiera nunca que existen? Tampoco encontramos comprobantes de pagos de impuestos, sólo un pequeño libro de contabilidad en el que constaban las rentas del 17c. No había recibos de pago del servicio de agua corriente, electricidad, gas o comprobantes de pago en concepto de reparaciones.

—Lo pagaba todo en efectivo —comentó Klaus, desanimado.

Lo último que revisamos, y para eso tuvimos que pasar por la habitación con vistas a la calle, fue el pequeño armario que estaba en el balcón, donde ella guardaba la Bola de Cristal, los naipes de tarot y las cartas astrales. Eso era todo lo que había allí, nada más. Hojeamos las cartas astrales, inspeccionamos cada horóscopo, dándole la vuelta y mirándolo al trasluz, y hasta desarmamos el mazo de tarot para mirar los naipes uno por uno. No había ninguna partida de nacimiento, ningún testamento, nada.

—Dejémoslo todo en su sitio —dije yo, con un suspiro.

Pero Pappy me detuvo bruscamente tomándome del brazo.

—¡No, Harriet, no! ¡No hagas eso! Llévatelo y escóndelo en tu piso.

La miré como si se hubiera vuelto loca.

—¡No puedo hacer eso! —dije—. Estas cosas eran suyas, son parte de sus pertenencias personales. La Bola de Cristal es inmensamente valiosa. Me dijo que si la vendiera podría comprar el Hotel Australia.

Toby comprendió lo que yo no.

—Pappy tiene razón, llévate todo esto.

Me volví a negar, y él gruñó, enfadado por mi estupidez.

—¡No seas tonta, Harriet! ¡Piensa un poco! Lo más probable es que los primeros que inspeccionen estas habitaciones sean los de Protección de Menores… ¿Qué crees que dirán cuando encuentren estas cosas? Sobre todo habiendo tantas libretas de ahorros. Si quieres adoptar a Flo, su vida, ¡y la vida de su madre!, debe parecer lo más común y rutinaria posible. No podemos evitar que vean a su madre como una excéntrica, pero por el amor de Dios, Harriet, ¡no les des argumentos como éste!

Guardamos toda la parafernalia ocultista en otra caja de cartón y bajamos la escalera al galope hasta llegar a mi piso, aterrados con sólo pensar que el timbre podría sonar de un momento a otro.

Pero no sonó hasta las cinco en punto, lo cual nos pareció una hora intempestiva para que se presentaran los de Protección de Menores. Dejé a Klaus atareado en mi cocina preparándonos la comida y salí a abrir: ayer habíamos cerrado con llave el portal y desde entonces lo manteníamos así.

El que esperaba en la galería era Duncan Forsythe.

—No entraré —dijo—. Mi esposa me está esperando en el coche.

Se veía aún peor que en el casamiento de Chris Hamilton: delgado y encorvado, como derrotado. El matiz rojo había desaparecido prácticamente de su pelo; y los abundantes mechones de canas se alternaban con otros más bien grisáceos, lo cual resultaba muy llamativo. Sus ojos trasuntaban un enorme cansancio, pero me miró con tanto amor que el corazón se me encogió.

Vi que a sus espaldas había un Jaguar esperándolo en nuestro callejón sin salida, con el morro apuntando al bordillo de la acera para que la «señora» pudiera observar todo cuanto ocurría en la galería del 17c. No quería correr ningún riesgo, la «señora».

—Tu esposa recibió una carta escrita en papel del caro con una elegante caligrafía —dije—. Decía que estabas atrapado en las garras de una prostituta, una vulgar mujerzuela indigna de vivir en este mundo, y que tampoco será bienvenida en el otro. Las fechas que mencionaba eran incorrectas, y daba a entender que todavía seguíamos viéndonos.

—Sí, eso es —dijo él, sin sorprenderse—. Llegó con el correo de esta mañana.

—Tu casa está bastante lejos —dije yo—. La que recibió mi padre llegó a Bronte el día de Fin de Año.

Aquello sí que lo afectó: respiró profundamente.

—¡Oh, Harriet, querida! ¡Lo siento tanto…!

¡Ay, cuántas cosas han pasado! Me parecía estar mirándolo a través de una telaraña tejida con hilos de dolor y preocupación que no había sentido hasta que lo vi allí; y sin embargo ninguno de esos hilos era de un dolor que le perteneciera a él, en tanto que los de la preocupación corrían por su cuenta. Me sentía en otro mundo y, al mirarlo, me pregunté si alguna vez podría regresar a lo que había sido nuestro mundo. Antes del asesinato. Antes de que se llevaran a mi pequeño ángel.

Así que le hablé con serenidad.

—Pues bien, Duncan, si te sirve de consuelo, no habrá más cartas como ésas. Fue Harold quien las escribió, y Harold ha muerto. Lo que todavía no sé es si la Hermana Agatha también ha recibido una.

—Me temo que sí. Me telefoneó esta mañana.

Me encogí de hombros.

—Eso sí que son malas noticias. ¿Qué puede hacer? ¿Despedirme? No, en estos tiempos no puede hacer algo así. Lo peor que podría hacer sería trasladarme a la sección de tórax, pero no creo que sea tan estúpida. Trabajo demasiado bien para que me desperdicie en la rutina de los tórax.

Por su manera de mirarme, parecía que fuera tan diferente de la anterior Harriet Purcell como yo misma lo sentía. Le palmeé un brazo, asegurándome de que la «señora» pudiera verme.

—Duncan, no tenías que haber venido a verme, de verdad. Estoy bien.

—Cathy insistió —dijo él. Se le veía atormentado—. Me pidió que te dijera que pasará por alto nuestra aventura y nos apoyará a los dos negándola ante cualquiera que tenga alguna de esas cartas.

¡Caray, qué desfachatada es esta mujer! Mi indiferencia se desvaneció: sentí que una oleada de cólera me invadía. ¡Cómo se atrevía a tratarlo con condescendencia! ¡Cómo se atrevía a tratarme a mí con condescendencia! ¡Como si su visto bueno bastara para hacer que cualquier cosa se volviera insignificante!

—Un gesto de grandeza por su parte —dije—. Un gesto de extraordinaria grandeza. —¡Gruñe, ruge, aúlla, muestra las garras!

—Le he dado mi palabra de que jamás volveré a hablar contigo.

Eso fue el colmo. Aparté a Duncan de un topetazo y me dirigí hacia el coche a grandes zancadas, agarré la manija de la portezuela del acompañante y la abrí antes de que la «señora» encontrara el seguro. Me metí en el coche, sujeté con la mano la hombrera de su modelo de alta costura francesa y de un tirón la obligué a bajar a la acera. Luego la arrinconé contra la verja del 17c y la miré desde arriba. ¿Por qué los hombres altos siempre se casan con mujeres debiluchas y enclenques? ¡Estaba aterrada! Ni se le había ocurrido que al forzar a Duncan a venir aquí con ella como guardaespaldas se iba a encontrar con Jesse James.

—¡Escúcheme bien! —gruñí, acercando mi cara a la suya—. ¡No se entrometa en mi vida! ¡Cómo se atreve a tratarme con condescendencia! Si hubiera cumplido con su deber y hubiera follado alguna que otra vez con él, él no se habría desviado del buen camino. Lo único que usted quiere es asegurarse un futuro, pero no paga sus deudas. Yo sí, ¡y tengo una deuda con su marido por ser un hombre decente y un amante maravilloso! Él no tiene la culpa de que usted le haya cortado los cojones, así que déjelo en paz, ¿me oye?

No dejaba de engullir, con la cara enrojecida y los ojos a punto de salírsele de las órbitas; y a esas alturas, Madama Tocata, que estaba asomada al balcón del 17b, y Madama Fuga y Castidad desde el del 17a, me alentaban calurosamente.

Duncan se había acercado, pero no para rescatar a su esposa. Se apoyó en la verja, cruzó un pie por encima del otro, cruzó los brazos sobre el pecho y sonrió.

—¡Y no se meta en lo que no le importa, perra estúpida! —grité mientras la arrastraba hasta el coche—. Si quiere llegar a ser algún día lady Forsythe, cierre la boca y cargue conmigo como carga con su Balenciaga, ¡percha esquelética y esmirriada! —Y la metí en el coche de un empujón.

Duncan se desternillaba de risa, mientras la «señora» se acurrucaba en el asiento del acompañante y lloraba sobre su pañuelo de encaje.

—Fuera de combate en el primer asalto —dijo, enjugándose los ojos con su pañuelo—. ¡Dios, cómo te quiero!

—Y yo a ti —dije, acariciándole la cara—. No sé por qué, pero te amo. Tienes mucha fuerza y mucho coraje, Duncan; es necesario tenerlos para lidiar con la vida y la muerte, las mutilaciones y la enfermedad. Pero en tus relaciones personales eres un cobarde. Sé tú mismo, olvídate de lo que piensen los demás. Ahora lleva a la «señora» a casa.

—¿Puedo volver a verte? —preguntó, como si de pronto volviera a ser el mismo de aquella noche en que entramos de la calle Victoria, radiantes por dentro, chisporroteando de vida.

—No, ahora no, y sólo Dios sabe hasta cuándo será así —dije—. Harold mató a la señora Delvecchio Schwartz el día de Año Nuevo y luego se suicidó. Y no quiero meterme en líos porque voy a pedir a Flo en adopción.

Claro que se horrorizó, se escandalizó, y se mostró sinceramente dispuesto a ayudar; pero vi que no comprendía por qué quería adoptar a Flo. No importa. Todavía me quiere, y eso es un enorme consuelo para mí.