Ha caído la tarde, y 1961 tiene casi un día. Ya hace un año que escribo este diario, y aunque estoy tan agotada que casi no me puedo mover, debo registrar todo lo ocurrido hoy antes de que las emociones que sentí se desvanezcan. He descubierto que mi cuaderno es una suerte de catarsis, porque cuando uno escribe no da vueltas y vueltas como cuando piensa en todo lo que le ha sucedido.
La fiesta de la noche de Fin de Año fue como una especie de bomba de hidrógeno; una juerga de aquéllas, como la describió la señora Delvecchio Schwartz, con la cara roja como un tomate mientras tomaba del hombro a Merv. No estaba ebria, la verdad es que no lo estaba. Un poco cansada a esas alturas de la velada, eso es todo. Y terriblemente feliz, recuerdo haber pensado.
Todo el Cross hizo acto de presencia: hubo quienes estuvieron apenas unos minutos; mientras que otros, al menos cuando yo me retiré a las tres de la mañana ayudada por Toby, parecían dispuestos a quedarse a perpetuidad. Mis recuerdos son un poco vagos; veo apenas fragmentos, como la llegada de Lady Richard tocada con una peluca rubia, tacones de doce centímetros y un vestido rojo en forma de tubo, con lentejuelas y tajos a los costados que le llegaban casi hasta las caderas para dejar al descubierto una piel suave y sin vello por encima de unas vaporosas medias negras de seda. Era evidente que su sostén no llevaba ningún relleno, y no se veía indicio alguno de un bulto allí donde un hombre debería tenerlo. Pappy me contó al oído que, según se rumoreaba, había ido a Escandinavia para que «le hicieran el trabajo». «De ser así —dije yo también en voz baja—, su tracto urinario debe de ser un verdadero desastre.» El pobre Norm sólo pudo quedarse el tiempo suficiente para darme un beso baboso, pero Merv aprovechó su jerarquía para quedarse más tiempo y flirtear escandalosamente con la señora Delvecchio Schwartz. Eso no hizo ninguna gracia a Lerner Chusovich. Y por lo visto a Klaus tampoco, que no dejaba de mirar a su casera con inocultable lujuria. Jim me dio un beso de experta: yo estaba lo suficientemente mareada como para disfrutarlo; pero Bob se puso furiosa, así que me saqué de encima a Jim y me concentré en Toby. Nuestro pequeño altercado quedó en el olvido, y sus besos, recuerdo, estuvieron a la altura de los de Duncan, aunque no lo besé haciendo cuenta de que era Duncan. Decididamente, Toby es Toby.
Me desmayé sobre la cama con todas mis galas, y a las ocho de la mañana me despertó Marceline, cuyo estómago regula cotidianamente su rechoncha vida. Toby debe de haber cerrado las cortinas, una bendición. Me preparé un poco de café como pude, tomé una buena dosis de Dexsal para el mareo, e hice callar a Marceline con un tazón rebosante de leche y un plato de sardinas que apestaban tanto que tuve que acercarme al fregadero por las arcadas que me provocaron. No llegue a vomitar, pero volví al dormitorio hasta que Marceline dio cuenta de las sardinas.
Flo dormía en mi cama hecha un ovillo, en la penumbra. ¡Angelito, mi pequeño ángel! No la había visto ni sentido. Las cosas debían de haberse desmadrado bastante allá arriba para que viniera en mi busca. O tal vez Harold estuviese en la cama de su madre. Oh, sí, había estado en la fiesta bebiendo brandy apartado de todos, observando cómo la señora Delvecchio Schwartz coqueteaba con Merv, refunfuñando y fulminándome con la mirada, sobre todo cuando besé a Jim. Pude leer sus labios: «Puta.»
En cuanto noté que se me habían pasado las náuseas regresé a la sala, abrí la puerta para dejar entrar un poco de aire puro y respiré hondo. El mundo entero estaba sumido en el más absoluto silencio. No había ropa que ondeara en los tendederos, no llegaba ruido de discusiones ni frivolidades desde los ventanales del 17d, y en La Casa reinaba un silencio sepulcral. Supuse que oiría a la señora Delvecchio Schwartz mugiendo en busca de su angelito, pero no. «Aquella hora de la mañana del día de Año Nuevo debe de ser el momento más apacible que experimenta el Cross», pensé. Todos los habitantes del Cross están fuera de combate.
De todas formas, tenía que llevar a Flo al piso de arriba por si su madre se despertaba y se preocupaba al no verla. De modo que volví al dormitorio, me senté en el borde de la cama y tomé a Flo en mis brazos, apoyé una mejilla en su pelo suelto, le hice unos arrumacos y la besé. Así era como mamá me había despertado siempre de niña, y todavía recuerdo lo hermoso que era salir del sueño envuelta en besos y abrazos.
Flo había mojado la cama. ¡Ay, angelito, no! ¿Cómo voy a hacer para colgar mi colchón de capoc en el tendedero? Ésa fue mi primera reacción. Pero Flo no olía a orina, y al tacto aquello no parecía orina, que cuando se seca no se queda acartonada como el pichi de Flo. A pesar de mis besos y arrumacos no se había despertado. Ni ella ni su madre se habían emperifollado para la fiesta, y al mirar aquella tela de color marrón apagado, no pude distinguir de qué estaba empapada. En cambio sí reconocí ese olor inconfundible. ¡Oh, Dios! ¡Rápido! ¡Corre las cortinas!
Sangre. Flo estaba empapada en sangre. Se me puso la piel de gallina, pero mantuve la calma. Me incliné sobre ella lenta y cuidadosamente, le levanté el pichi, y le bajé los gastados bombachos para examinarle el pubis. «¡Por favor, Dios, no! ¡Eso no, eso no!», dije una y otra vez mientras las manos me temblaban igual que el resto del cuerpo. No, nada. No era su propia sangre la que cubría a Flo desde las plantas de los pies hasta las manos. Sus manos estaban llenas de sangre, llenas. En ese momento despertó, me dedicó una sonrisa soñolienta, y me echó los brazos al cuello. La levanté de la cama y la llevé a la sala, donde Marceline, después de haber vaciado su plato, se estaba acicalando.
—Cielo, juega con Marceline —dije, sintiendo que me invadía un espantoso aturdimiento, y puse a Flo junto a la gata—. Tengo que salir un momento, angelito, así que necesito que te quedes aquí y te ocupes de la pobre Marceline. Asegúrate de que se porte bien.
Subí la escalera de cinco en cinco peldaños, atravesé el vestíbulo de un salto y me metí en la habitación a la carrera; pero apenas entré me quedé paralizada. La sangre era un lago que cubría el suelo bajo la mesa y en torno a ella, gelatinoso donde el linóleo se combaba y una delgada capa donde se hinchaba. Alguien había estado limpiando; los despojos de la fiesta estaban amontonados en un rincón, pero en la mesa aún quedaban una pila de platos vacíos y los huesos de aquel pavo incomible. Mis ojos recorrieron minuciosamente el lugar, no quería que se me escapara nada. La sangre no había salpicado las paredes, pero en un rincón vi un pegote de sangre en una pared, la que Flo solía usar para hacer sus garabatos. Estaba embadurnada en grandes volutas de sangre marronosa, y aquí y allá se veía la huella de una mano pequeña. Pequeñas huellas de sangre cruzaban el deteriorado linóleo entre el borde del lago de sangre y esa parte de la pared; huellas que iban de la pared al lago y del lago a la pared. Los lápices de colores no podían expresar sus sentimientos. Flo había pintado con los dedos empapados en sangre.
La señora Delvecchio Schwartz yacía boca abajo junto a la mesa, muerta. No lejos de ella estaba Harold Warner, con el cuerpo arqueado sobre las caderas y las manos aferradas al mango del cuchillo de trinchar el pavo que tenía clavado en el vientre; tenía la cabeza caída hacia delante y el mentón sobre el pecho, como si estuviera contemplando su propia ruina.
Abrí la boca y aullé. No lloré, no grité, no chillé: emití unos ruidos salvajes de horror y desesperación con todas mis fuerzas sin poder parar.
Toby fue el primero en llegar, el que se hizo cargo de todo. Supongo que encomendó a alguien que llamara a la policía, porque lo oí tenuemente ladrar órdenes a alguien que estaba en la entrada; pero en ningún momento me dejó sola. Cuando ya no pude aullar más, me llevó fuera de la habitación y cerró la puerta. Pappy, Klaus, Jim y Bob estaban apiñados en el vestíbulo, pero de Chikker y Marge, del piso de la planta baja que da a la calle, no había ni rastro.
—He llamado a la policía, Toby. ¿Qué pasa? —preguntó Pappy.
—La ruina de La Casa —dije como pude. Me castañeteaban los dientes—. El diez de espadas y Harold. Estaba aquí para destruir La Casa. Ése era el trabajo que tenía que hacer, y si ella nunca se enteró por las cartas es porque lo vio en la Bola de Cristal. Lo sé porque yo estaba con ella cuando lo vio. Ella lo sabía. ¡Lo sabía! Pero no hizo nada por evitarlo.
—La señora Delvecchio Schwartz y Harold han muerto —dijo Toby.
Cuando me acompañó hasta el pasaje, todas las ventanas del 17d estaban abiertas de par en par y había gente asomada a ellas.
—La señora Delvecchio Schwartz ha muerto —tuvo que decir varias veces antes de acompañarme hasta mi piso.
Flo estaba en el suelo, hecha un ovillo con Marceline, que no dejaba de ronronear. Toby la miró, me miró a mí, horrorizado, y fue a buscar la botella de brandy.
—¡No! —dije con un grito ahogado—. No quiero volver a ver esa cosa nunca más. Ya estoy bien, Toby, de veras.
Durante toda la mañana hubo un incesante desfile de gente, empezando por la policía. No se trataba de mis amigos de la brigada antivicio. Éstos eran desconocidos, y no llevaban uniforme. Puesto que Toby se había hecho cargo de todo y se había negado a dejarme sola, toda la actividad tuvo lugar en la sala de mi piso. Pero, antes de que llegaran, Pappy se llevó a Flo para darle un baño y cambiarla de ropa. Entretanto, yo fui al lavadero a darme una ducha y me cambié el vestido de fiesta por algo sobrio. Sobrio.
Lo que más preocupaba a la policía eran los garabatos que había hecho Flo con los dedos. Parecían fascinarlos. El crimen, en cambio, no planteaba ninguna duda. Asesinato y suicidio, tan claro como que dos y dos son cuatro. Nos interrogaron a todos tratando de esclarecer el móvil, pero ninguno de nosotros había percibido cambio alguno en la conducta de la señora Delvecchio Schwartz o en la de Harold. Tuve que contarles que Harold me acechaba, ponerlos al corriente de su inestabilidad afectiva y mental, de la retención de orina, de su negativa a consultar a un psiquiatra pese a que en el hospital se lo habían recomendado. Chikker y Marge, del piso de la planta baja que daba a la calle, se habían esfumado; no quedaba rastro de ellas, ni siquiera una huella digital. Sin embargo, los policías no estaban interesados en ellas, eso era evidente, aunque dijeron que las buscarían para interrogarlas. Como estaban justo debajo de la habitación en la que todo había ocurrido podrían haber oído algo.
—Lo que es obvio —dijo el sargento a Toby— es que la niña lo vio todo. Una vez que ella nos cuente su versión, sabremos qué fue lo que pasó.
Yo metí la cuchara.
—Flo no habla —dije—. Es muda.
—¿Quiere decir que es retrasada? —preguntó el sargento, frunciendo el ceño.
—Todo lo contrario, es sumamente inteligente —respondí—. No habla, eso es todo.
—¿Usted piensa lo mismo, señor Evans?
Toby le confirmó que Flo no hablaba.
—Es sobrehumana, o subhumana. No estoy seguro —agregó, el muy capullo.
Apenas terminó esta conversación, reapareció Pappy con Flo, ahora vestida con un pichi limpio de color tabaco y descalza, como siempre. Los dos policías se quedaron mirando a mi pequeño ángel como si fuera un fenómeno, y supe lo que estaban pensando como si estuvieran hablando en voz alta: se ve como cualquier otra niña de cinco años, pero en el fondo es un monstruo.
Sí, Flo tiene cinco años. Hoy es su cumpleaños y tengo su regalo, perfectamente envuelto, en un armario: un bonito vestido color rosa. Todavía está allí.
Después, fuimos al grano: los interrogatorios de rigor. Hicieron preguntas del tipo «¿la niña tiene algún familiar?». Tuvimos que contestar que no, aunque no era lo que pensábamos. Hasta Pappy, que lleva más tiempo que nadie viviendo en La Casa, tuvo que decir que nunca había aparecido ningún pariente suyo, al menos que ella supiera. Además, la señora Delvecchio Schwartz jamás había mencionado a ningún pariente.
Finalmente, el sargento cerró su libreta y se puso en pie, agradeciéndole a Toby el brandy: «muchas gracias, amigo; nos ha venido muy bien». Se notaba que se sentían cómodos por haber podido hablar con un hombre y no haber tenido que tratar con algunas mujeres socialmente extrañas para ellos. Porque había un componente social en la situación: es un trabajo sucio, pero con un buen tipo resulta más llevadero.
Cuando llegamos a la puerta, el sargento se volvió hacia mí:
—Le agradecería que se ocupe de la niña durante más o menos una hora, señorita Purcell. Es el tiempo que tardará en llegar la gente de Protección de Menores.
Sentí que los ojos se me salían de las órbitas.
—No es necesario llamar a los de Protección de Menores —dije—. Yo cuidaré de Flo de ahora en adelante.
—Lo siento mucho, señorita Purcell —dijo él—, pero no puede ser. Puesto que no hay familiares conocidos, a partir de ahora la pequeña Florence, ¿Florence?, queda bajo la responsabilidad del Departamento de Protección de Menores. Si pudiéramos encontrar a algún pariente suyo, podría quedarse con esa persona si es que acepta ocuparse de ella; y en casos como éste esa persona casi siempre dice que sí. Pero si no encontramos a nadie de su familia, Florence Schwartz queda automáticamente bajo la tutela del Estado de Nueva Gales del Sur. —Se puso el abrigo, se encasquetó el sombrero y se marchó, seguido por su asistente.
—¡Toby! —dije, casi sin aliento.
—Pappy, lleva a Flo y a Marceline al dormitorio —dijo Toby, y esperó hasta que ella obedeció sus órdenes.
Luego me tomó de las manos, hizo que me sentara en un sillón y que me apoyara en su brazo exactamente del mismo modo en que solía hacerlo Duncan. Solía. Tiempo pasado, Harriet, tiempo pasado.
—No habla en serio —dije.
Nunca había visto a Toby tan severo, tan despiadado, tan frío.
—Sí, Harriet, lo ha dicho en serio. Lo que quiso decir es que probablemente Flo no tenga familiares ni parientes; que su madre murió en lo que él supone fue una trifulca con su chalado amante, quien además no era el padre de Flo, estando los dos borrachos; que él, personalmente, considera a Flo una niña terriblemente abandonada en un hogar muy malo para su educación. Por otro lado, cree que Flo no está bien de la cabeza; y que en cuanto llegue a su oficina deberá informar de todo esto al Departamento de Protección de Menores y recomendar que de ahora en adelante el Estado se haga cargo de la tutela de Flo.
—¡No puede hacer eso! ¡No puede! —grité—. ¡Flo no sobreviviría fuera de La Casa! ¡Si se la llevan, morirá!
—Has olvidado el factor más importante, Harriet. Flo estaba en la habitación cuando todo esto ocurrió, y usó la sangre para garabatear la pared. Eso es algo grave, podrían acusarla por eso —dijo Toby con aspereza.
¿Es posible que mi querido amigo hable así? ¿No hay nadie más que yo dispuesto a romper una lanza por defenderla?
—¡Toby, Flo apenas tiene cinco años! —dije—. ¿Qué habríamos hecho tú o yo a esa edad si nos hubiera ocurrido algo semejante? ¡Sé razonable! ¡Ninguna estadística puede explicar una situación así! Toda su vida se le ha permitido garabatear las paredes de la casa de su madre. ¿Quién sabe por qué usó la sangre? Pudo haber pensado que con eso haría revivir a su madre. ¡No pueden quitarme a Flo! ¡No pueden!
—Pueden hacerlo, y lo harán —dijo Toby con tristeza, mientras se dirigía a la cocina para poner la tetera al fuego—. Harriet, estoy haciendo el papel de abogado del diablo, eso es todo. Estoy de acuerdo contigo en que Flo no soportará vivir en otro lado que no sea La Casa, pero las autoridades no lo entenderán. Ahora ve y trae a Pappy y Flo. Si no quieres beber brandy, la mejor opción es una taza de té.
Hacia mediodía, dos mujeres del Departamento de Protección de Menores me quitaron a Flo. Bastante amables, por cierto: su trabajo es realmente desagradable. Flo se negó a cooperar, incluso después de haberles sugerido que la llamaran Flo en lugar de Florence. Estoy por apostar a que el nombre que aparece en su partida de nacimiento, si es que la hay, es Flo. Conociendo a la señora Delvecchio Schwartz no podría ser de otra manera. Angelito, angelito. No dejó que ninguna de las dos mujeres la tocaran, ni flaqueó cuando trataron de convencerla, de engatusarla, de persuadirla, de suplicarle. Se limitó a aferrarse a mí con todas sus fuerzas y a esconder su cara en mi regazo. Al final, decidieron sedarla con hidrato de cloral, pero cada vez que lo intentaban ella vomitaba, incluso cuando le apretaron la nariz.
Para entonces Jim y Bob habían bajado a ver qué sucedía, aunque yo habría preferido que no lo hicieran. Una de las mujeres, la que estaba a cargo del procedimiento, las miró de arriba abajo como si fueran escoria humana, otra mancha en el informe de La Casa, que sólo disponía de un cuarto de baño y un lavabo como es debido para los habitantes de sus cuatro plantas. Y ¿por qué Flo iba descalza? ¿No tenía zapatos? Eso pareció preocupar muchísimo a las dos invasoras. Cuando, después del cuarto intento con el hidrato de cloral, Flo abandonó mi protección y comenzó a revolotear por la habitación como un pájaro encerrado que no puede salir de su jaula, estrellándose contra las paredes, la estufa y los muebles, ya no pude contenerme más y estuve a punto de emprenderla a puñetazos con las de Protección de Menores. Pero Toby me lo impidió, y nos obligó a Jim y a mí a quedarnos quietas.
Finalmente, decidieron aplicarle una inyección de paraldehído, que nunca falla. Flo se desplomó, y entonces la alzaron y se la llevaron. Las seguí, pero Toby no me perdía de vista.
—¿Cómo puedo verla? —pregunté, ya en la calle.
—Llame por teléfono a Protección de Menores —fue la respuesta.
La subieron a su coche, y lo último que vi de mi pequeño ángel cuando partieron fue su carita pálida y exánime.
Todos querían quedarse y hacerme compañía, pero yo no quería estar con nadie, y mucho menos con Toby, el que más insistió. Le grité que se fuera, ¡que se fuera!, hasta que se marchó. Pappy apareció después un rato para contarme que Klaus, y Lerner Chusovich y Joe Dwyer de la licorería de Piccadilly, que estaban en la habitación de Klaus, querían saber cómo me encontraba, y si podían hacer algo por mí. «Gracias, estoy muy bien, no necesito nada», le dije. Todavía sentía el olor dulzón y empalagoso del paraldehído.
En torno a las tres de la tarde fui a mi dormitorio a llamar por teléfono a Bronte. Debía contárselo todo a mis padres antes de que se enteraran por los periódicos; aunque supongo que la noticia de un asesinato y un suicidio en Kings Cross la noche de Fin de Año no ocuparía más que un pequeño párrafo en una página interior. Cuando levanté el auricular descubrí que el teléfono también estaba muerto: alguien lo había desconectado. Seguramente Toby, cuando me acompañó hasta la cama anoche. En cuanto lo conecté, empezó a sonar.
—Harriet, ¿dónde has estado? —me preguntó papá—. ¡Estamos desesperados!
—No me he movido de aquí en todo este tiempo —dije—. Alguien había desconectado mi teléfono; aunque, por lo que me dices, ya te habías dado cuenta.
—Ven a casa ya mismo —dijo. Era una orden, no una invitación.
Le dije a Pappy adónde iba, y me subí a un taxi en la calle Victoria. El chófer me miró con cara rara, pero no dijo ni una palabra.
Mamá y papá estaban sentados a la mesa del comedor, solos. A mamá se le notaba en la cara que había estado llorando durante horas, y papá parecía haber envejecido de repente: se me encogió el corazón, porque vi con total claridad que tiene casi ochenta años, aunque hasta ahora no me lo había parecido.
—Me alegro de no tener que contároslo —dije, y me senté.
Me miraban como si fuera una desconocida; sólo ahora, mientras escribo esto, me doy cuenta de que debía de tener el aspecto de alguien que acaba de salir de un ataúd. El horror produce un efecto así.
—¿No quieres saber cómo nos enteramos? —preguntó papá.
—Sí, ¿cómo os enterasteis? —pregunté diligentemente.
Papá sacó una carta de su sobre, y me la alcanzó. La recibí y la leí. Estaba escrita en un papel sin pautar caro y de bordes bien recortados, con una bella caligrafía totalmente recta. La escritura y el papel de alguien muy refinado.
Señor:
Su hija es una prostituta. Una vulgar mujerzuela indigna de vivir en este mundo, que tampoco será bienvenida en el otro.
Durante los últimos ocho meses ha estado teniendo una sórdida aventura sexual con un hombre casado, un prestigioso médico de su hospital. Ella lo sedujo, la vi hacerlo en la calle Victoria, en plena oscuridad. ¡Cómo lo engatusó! ¡Cómo exhibió sus encantos! ¡Cómo envenenó la vida y los afectos de ese hombre! ¡Cómo lo degradó! ¡Cómo lo rebajó hasta ponerlo a su nivel y cómo se regocijó en ello! Pero un hombre decente no puede satisfacerla. Ella es lesbiana, un apreciado miembro de esa sociedad de sucias desviadas que habitan en su casa. El médico en cuestión es el señor Duncan Forsythe.
Un ciudadano preocupado.
—Harold —dije, y dejé el papel sobre la mesa como si me quemara.
—Supongo que lo que cuenta es cierto —dijo papá. Sonreí, cerrando los ojos.
—Sólo por un tiempo, papá. En realidad, mandé a paseo a Duncan en septiembre, y puedo asegurarte que no soy lesbiana; aunque es cierto que tengo muchas amigas que sí lo son. Son buenas personas. Mucho mejores que el espantoso hombrecillo que escribió esta carta. ¿Cuándo llegó? —pregunté.
—El viernes por la tarde. —Papá frunció el ceño. No es ningún tonto, supo que si yo estaba como estaba hoy no era por un amorío que había terminado definitivamente cuatro meses atrás—. ¿Qué es lo que sucede entonces, si no es esto? —preguntó.
Entonces les conté lo que había pasado hoy. Mamá estaba tan horrorizada que se echó a llorar otra vez, pero papá… Papá estaba desolado. Profundamente conmovido. ¿Qué había sentido por la señora Delvecchio Schwartz en aquel único encuentro para lamentar tanto su muerte? Comenzó a respirar con dificultad, se llevó las manos al corazón, hasta que mamá se levantó y le trajo un buen vaso del brandy de Willie. Eso lo calmó un poco, aunque pasó un largo rato hasta que pude decirle lo que tenía que decirle: que quería adoptar a Flo. Tal vez su reacción ante la noticia de la muerte de mi casera, tan emotiva, me había hecho abrigar la esperanza de que se pondría de mi lado, pero no fue así.
—¿Adoptar a esa monstruosa criatura? —exclamó, alzando cada vez más la voz—. ¡Harriet! ¡No puedes hacer eso! ¡Lo que debes hacer es desentenderte del asunto y marcharte de esa casa! Lo mejor será que vuelvas con tu familia.
No quería discutir, porque ya no me quedaban fuerzas para hacerlo; así que me levanté y me marché dejándolos con la palabra en la boca.
Pobres, ha sido un día realmente difícil también para ellos. Tienen una hija que vivió un amorío con un prestigioso médico casado, aunque eso resultaba insignificante comparado con el asesinato, el suicidio, y la decisión de su hija de adoptar a una niña demente que no habla y pinta las paredes con los dedos empapados en sangre. No me sorprende que me miren como a una desconocida.
Suficiente para un día de Año Nuevo. Y no fue una pesadilla, sino la pura realidad.