Miércoles, 28 de diciembre de 1960

Esta tarde, cuando volvía de Urgencias, la señora Delvecchio Schwartz me abordó y me invitó a su piso a beber un trago de brandy en uno de sus envases de queso Kraft. Eso no me gustó nada.

—¿Por qué sigue usando esto? —pregunté—. ¡Le regalé siete vasos de vidrio preciosos por Navidad!

Últimamente, su visión radiológica no es tan penetrante; más bien tiene una mirada distante, así que mi pregunta no encendió la luz de su faro interno.

—¡Oh, no me atrevo a usarlos! —exclamó—. Los reservo para una mejor ocasión, princesa.

—¿Reservarlos para una mejor ocasión? ¡No se los regalé para que los tenga guardados! —dije, consternada.

—Si los usara, se me podría romper alguno.

—¡Eso no tiene importancia, señora Delvecchio Schwartz! Si se le rompe alguno, yo se lo repondré.

—No se puede reponer lo que se ha roto —dijo ella—. El aura está en los originales, princesa. Son siete, y ésa fue una buena idea, que fueran siete y no seis. Además, los envolviste con tanto esmero…

—Si tuviera que reponer uno también lo envolvería con esmero —dije.

—No es lo mismo. Nooo, los reservo para una mejor ocasión.

Me rendí y decidí contarle mi curiosa conversación con Toby.

—¡Juraría que estaba enamorado de Pappy!

—Noo, nunca lo estuvo. Ella lo trajo hace unos cinco años para echarse un polvo rápido, y luego se dio cuenta de que yo lo estaba buscando: lo vi en las cartas. El rey de espadas. Necesitábamos un rey de espadas en La Casa, princesa, pero son mucho más difíciles de encontrar que las reinas. Los hombres son endebles, no suelen ser tan fuertes como las mujeres. En cambio, Toby es fuerte. Un buen tipo, Toby —dijo con convicción.

—¡Eso ya lo sé! —repliqué bruscamente.

—Sí, princesa. Pero tal vez no tanto como crees.

—¿No tanto como creo? —pregunté.

Entonces ella cambió rápidamente de tema y me contó que todas las noches de Fin de Año organiza una fiesta. Una juerga de aquéllas, dijo textualmente. Se ha convertido en una tradición, y cualquiera que se precie de vivir en el Cross se presentará en algún momento a compartir el festejo aunque sólo sea un rato. Norm, Merv, Madama Fuga, Madama Tocata, Castidad Wiggins y algunas de las muchachas «fijas» encuentran tiempo para asistir a la fiesta de Fin de Año de la señora Delvecchio Schwartz. Le dije que allí estaría, pero que como tengo que trabajar el día de Año Nuevo, no podría relajarme y disfrutar de la reunión como los demás.

—No tendrás que trabajar el día de Año Nuevo —dijo ella—. Te lo aseguro.

—Lo dicen las cartas —dije yo con resignación.

—¡Lo has captado, princesa!

Lo que ocurría era que necesitaba ayuda culinaria, por supuesto. A los hombres se les pide que traigan las bebidas; a las mujeres de La Casa (más Klaus), que aporten la comida. La señora Delvecchio Schwartz, por su parte, cocinará un pavo al horno: «estará seco y pastoso», pensé, y no pude evitar sentir un escalofrío. Klaus se ocupará de asar el cochinillo, Jim y Bob prepararán ensaladas, minúsculas sobrasadas y pequeñas salchichas, Pappy tendrá que contribuir con rollitos de primavera y gambas al ajillo, y a mí me corresponderán los postres, que tendrán que comerse sin necesidad de usar cubiertos. Palos de nata, pasteles, tartas, lamingtons y cosas así es lo que me encargó.

—Será mejor que agregues algunas de esas deliciosas galletas Anzac que sueles hacer —agregó la vieja bruja—. No me gustan las natillas, pero me encanta remojar una de esas crujientes galletas en una taza de té.

No pude evitar reírme.

—¡Venga ya, mentirosa! ¿Alguna vez ha bebido una sola taza de té?

—Dos tazas cada Fin de Año —dijo con solemnidad.

—¿Cómo está Harold? —pregunté.

—Harold es Harold —dijo, haciendo una mueca—. Por suerte, el trabajo que tiene que hacer por el bien de La Casa está al llegar, o eso dicen las cartas. En cuanto lo haga, se marchará.

—No hace falta que le diga que estamos a punto de perder a Pappy y también a Toby —dije con un suspiro—. La Casa se está desmoronando.

Sus ojos se encendieron como un reflector.

—¡Jamás digas eso, Harriet Purcell! —dijo seriamente—. La Casa es eterna.

En ese momento entró Flo, bostezando y restregándose los ojos. En cuanto me vio, se acomodó sobre mi regazo de un brinco.

—Nunca la había visto así, soñolienta —dije.

—Dormir, duerme.

—Tampoco la he oído hablar. Nunca.

—Pues habla.

En fin, bajé con Flo de la mano para pasar una tarde sólo soportable, porque la señora Delvecchio Schwartz había accedido a que mi ángel se quedara conmigo. Cuando volvimos, poco antes de las nueve de la noche (Flo no vive de acuerdo con los horarios típicos de los niños, pues al parecer se queda despierta hasta que su madre se va a la cama: ¿qué diría mi propia madre de algo así?), la señora Delvecchio Schwartz estaba sentada en su habitación totalmente a oscuras, y no en el balcón, como suele hacerlo en verano. La Bola de Cristal estaba sobre la mesa, ante ella, y parecía absorber hasta la menor partícula de luz proveniente de la farola que hay en la calle, de la bombilla del vestíbulo y de algún que otro faro de los Rolls Royce con chófer que dejaban a un cliente en el 17b o el 17d. En el preciso instante en que vio a su madre, se detuvo, se quedó completamente inmóvil y me apretó la mano como ordenándome, sin palabras, que la imitara. De modo que nos quedamos en la penumbra durante una media hora mientras la enorme silueta seguía allí, sentada, inerte, con su enigmático rostro a no más de treinta centímetros de la Bola de Cristal.

Finalmente, con un suspiro, la señora Delvecchio Schwartz se reclinó en su silla y, agobiada, se enjugó la cara con la mano. Conduje suavemente a Flo hasta la mesa.

—Gracias por ocuparte de ella, princesa. Necesitaba concentrarme.

—¿Le enciendo la luz?

—Gracias. Luego vuelve, será sólo un minuto.

Cuando volví, Flo estaba sentada en su regazo, mirando con tristeza el vestido abotonado.

—Es una lástima que la haya destetado —dije, casi sin darme cuenta.

—Tenía que hacerlo —respondió ella secamente. Después adelantó sus manos para tomar las mías y ponerlas sobre la Bola de Cristal, mientras Flo las miraba absorta y luego desviaba la vista hacia mí… ¿sorprendida, quizá? No lo sé. Pero me quedé allí, con las manos apoyadas en la Bola, esperando a que algo sucediera. Pero no pasó nada. La superficie del cristal es fría y lustrosa, eso es todo.

—Recuerda… —dijo la señora Delvecchio Schwartz—, recuerda que el destino de La Casa está en la Bola de Cristal. —Quitó mis manos de allí y las juntó por las palmas haciendo coincidir los dedos uno a uno, tal como aparecen las manos de los ángeles en las pinturas religiosas—: Está en la Bola de Cristal.