Hoy invité a Toby a almorzar, y de hecho vino. Necesitaba el sábado por la mañana para ir a comprar algunos accesorios especiales para su refugio, así que tuvo que quedarse en Sydney porque Nock Kirby es la única tienda que vende lo que él quiere.
—De todas formas ya perdiste el sábado, así que te puedes quedar a comer conmigo antes de subirte al tren —dije triunfalmente.
El menú fue un pastel hecho con atún y setas aliñado con una salsa fresca de orégano. La cubierta de patatas la mezclé con toneladas de mantequilla y pimienta rosada molida, y luego agregué una guarnición de ensalada preparada con aceite de nuez diluido en agua y vinagre añejo.
—Si sigues cocinando así, tendré que casarme contigo en cuanto me haga famoso —dijo, con la boca llena—. ¡Esto está muy bueno!
—Como no te harás famoso hasta después de tu muerte, estoy a salvo —dije, dedicándole una sonrisa—. Cocinar es divertido, pero sospecho que no me lo parecería si tuviera que hacerlo todos los días como mi madre.
—Apostaría a que ella lo disfruta —dijo, trasladándose a la poltrona, frente a Marceline, que no recibió de él más que una mueca.
—Si es así, es porque le encanta ver a sus hombres bien alimentados —dije, con cierta aspereza—. Su menú es más bien elemental: bistec con patatas fritas, pescado con patatas fritas, pata de cordero asada, cordero guisado, salchichas con mostaza, cuello de cordero estofado, gambas que compra precocinadas en la pescadería; y vuelta a empezar. ¿Por qué no te gusta mi preciosa Marceline?
—No se debe tener animales en casa —dijo Toby.
—¡Eres el típico cavernícola! Si un perro no se comporta como es debido, hay que pegarle un tiro.
—Una inyección de veneno en la oreja izquierda es un método razonable —declaró solemnemente—. No es una tontería, todo termina en un segundo.
—Eres un verdadero solitario —dije, acercando la poltrona en la que estaba echada la gata.
—Aprendes a serlo cuando las cosas nunca te salen como quieres; y cuando digo nunca quiero decir nunca, no algunas veces.
—Ella terminará por aceptarte, Toby, estoy segura —dije, cálidamente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él, desconcertado.
—¡Lo sabes muy bien! —repliqué yo sin dudar.
—No, de veras no sé. Dímelo tú.
—Pappy.
Se quedó boquiabierto.
—¿Pappy?
—Claro, tonto, ¡Pappy!
—¿Por qué iba Pappy a aceptarme? —preguntó, frunciendo el ceño.
—¡Oh, por favor, Toby! Tal vez pienses que logras esconder fácilmente tus sentimientos, pero no hay que ser un genio para darse cuenta de que amas a Pappy.
—Por supuesto que amo a Pappy —dijo—, pero no estoy enamorado de ella. Debes de estar bromeando, Harriet.
—Pero ¡es que tienes que estar enamorado de ella! —dije, confundida.
Los ojos empezaban a enrojecérsele.
—Eso es una estupidez.
—¡Oh, Toby! He visto en tus ojos cómo sufres, a mí no me engañas —estallé yo.
—¿Sabes, señorita Purcell? —dijo él levantándose rápidamente—, tal vez te consideres una mujer de mundo, ¡pero lo cierto es que eres una de esas tantas mujeres ciegas, estúpidas, ilógicas y obsesionadas con sus propios problemas!
Ésas fueron sus últimas palabras antes de coger la puerta e irse indignado, dejándome con Marceline sentada en el regazo.
Algo pasa en La Casa, puedo sentirlo; y Toby no es sino un síntoma más. No logro captar nada de lo que piensa la señora Delvecchio Schwartz acerca de La Casa o de ella misma, y desde que regresó, Harold ha vuelto a ocupar un lugar en su vida. Supongo que ni siquiera sabía lo mucho que ella se había reído de él, por el dolor tan intenso que padecía. Cuando en el Hospital de Sydney le dijeron que debía consultar a un psiquiatra, se sintió tan agraviado que salió de allí por pies y volvió a casa.
¡Oh, Duncan, te echo de menos!