Jueves, 1 de diciembre de 1960

No puedo creer que 1960 esté a punto de terminar. El año pasado por estas fechas todavía estaba en el Hospital Ryde; acababa de aprobar mis exámenes, todavía no me había enterado de que tenían un puesto vacante en el Royal Queens y ni siquiera imaginaba que llegaría a trabajar allí. No conocía a Pappy, ni a la señora Delvecchio Schwartz, ni La Casa. No sabía que existiera mi pequeño ángel. Dicen que la ignorancia es una bendición, pero yo no lo creo. La ignorancia es una trampa que nos conduce a tomar decisiones equivocadas. Pese a Harold y Duncan, me alegra el hecho de que cuando me liberé de mi crisálida me convertí no en una frágil mariposa, sino en una enorme y elegante polilla Bogong.

Cuando la jornada es más o menos decente, llego a casa a las cuatro o las cuatro y media de la tarde. Como hoy fue un día regular, salí poco después de las cinco y regresé caminando con Pappy, que acaba de terminar sus exámenes. Ella cree que aprobó por los pelos, con una calificación más bien baja, pero yo estoy segura de que le fue muy bien. Siempre faltan enfermeras, debido a la estricta disciplina que les imponen, al trabajo exigente que deben cumplir y a la obligación de vivir en una residencia de enfermeras. Esto último es lo que más me preocupa; después de todo, como auxiliar de enfermería ha estado sometida a una disciplina aún más exigente, porque las auxiliares son las que ocupan el escalón más bajo. Pero ¿cómo se las arreglará Pappy para vivir en una habitación minúscula si el hospital en el que está tiene una residencia grande, o para compartir una habitación minúscula si le toca un hospital menos dotado?

—¿Conservarás tu habitación en La Casa? —le dije mientras caminábamos.

—No, no podría pagarla —dijo—, y a decir verdad, querida Harriet, no sé si quiero quedarme.

Oh, ¿qué está pasando? Primero Toby dice que se marcha, ¡y ahora Pappy! Me dejarán sola con Jim, Bob, Klaus y Harold. Y otros dos inquilinos nuevos, uno de los cuales ocupará el apartamento de al lado. Sin esas estanterías colmadas de libros del suelo al techo que ella tiene, oiré todo lo que ocurre cuando trate de dormir: la puerta ciega de paneles Victorianos que separa nuestros apartamentos tiene el grosor de un contrachapado. Suena muy egoísta, y supongo que lo es, pero ninguna Pappy estaría dispuesta a admitirlo. ¡Qué se pudra el profesor Ezra Marsupial! Cuando ella mató a su hijo, mató algo en sí misma que nada tiene que ver con lo que es un feto.

—Creo que deberías esforzarte por mantener un refugio disponible en La Casa —dije, mientras cruzábamos la calle Oxford—. En primer lugar, nunca podrás llevarte ni la quinta parte de los libros que tienes, y además eres demasiado mayor para esa vida comunitaria bulliciosa y frívola de la residencia. Pappy, ¡vivirás con auténticas crías!

Ay, ¡qué lapsus más inoportuno! Ella lo pasó por alto.

—A lo mejor puedo alquilar algo que esté a medio camino entre una choza y una casita en Stockton —dijo—. Guardaré mis libros allí y me iré a vivir a otro sitio.

Lo único que oí fue «Stockton».

—¿Stockton? —pregunté, casi sin aliento.

—Sí, solicité un puesto en el Servicio de Enfermería Psiquiátrica de Stockton —dijo.

—Por Dios, Pappy, ¡no puedes hacer eso! —grité, deteniéndome frente al Hospital Vinnie—. La enfermería en los servicios de psiquiatría es horrible. Todo el mundo sabe que las enfermeras y los médicos están más chiflados que los pacientes, ¡pero Stockton es el peor de los vertederos! Ahí fuera en las dunas, al otro lado del estuario del Hunter, y con todas esas diosas Ament, con dementes y pesadillas de la biología… ¡ese sitio te matará!

—Yo espero que me cure —dijo ella.

Sí, claro. Eso es exactamente lo que haría una Pappy. Para las mujeres católicas es muy fácil; pueden renunciar al mundo, tomar el hábito y recluirse en un convento. Pero las que no son católicas, ¿qué pueden hacer? Respuesta: ponerse la cofia e ir a trabajar como enfermera psiquiátrica en Stockton, Newcastle, a ciento cincuenta kilómetros para luego tomar el ferry a ninguna parte. Está expiando sus pecados de la única manera que conoce.

—Lo entiendo perfectamente —dije, y eché nuevamente a caminar.

La señora Delvecchio Schwartz estaba vigilando la entrada principal cuando llegamos y nos saludó de manera muy singular.

—¡Oh, precisamente os necesito a las dos! —exclamó. Parecía inquieta y preocupada, aunque enseguida tuvo que ahogar una risotada.

Su risa me calmó al momento: eso significaba que Flo estaba bien. Si le hubiese ocurrido algo no se hubiese reído.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—Harold —dijo la señora Delvecchio Schwartz—. ¿Podrías echarle un vistazo a Harold, Harriet?

Lo último que habría querido era acercarme a Harold, pero la petición tenía que ver decididamente con su salud. Y en temas médicos, a ojos de nuestra casera, yo tengo más conocimientos que Pappy.

—Por supuesto. ¿Cuál es el problema? —pregunté mientras subíamos.

Ella se tapó la boca para sofocar otra carcajada, luego agitó una mano y soltó un estruendoso bramido de regocijo.

—Sé que no es gracioso, princesa, pero ¡caray!, ¡sí que tiene gracia! —dijo apenas pudo recomponerse—. ¡La cosa más graciosa que he visto en mucho tiempo! ¡Oh, caray, no puedo evitarlo! ¡Es muy, muy, muy gracioso! —Y volvió a reír con ganas.

—¡Basta, vieja bruja! —dije bruscamente—. ¿Qué es lo que le pasa a Harold?

—¡No puede mear! —dijo ella casi gritando y sin parar de reír.

—¿Cómo?

—¡Que no puede mear! ¡No puede mear! ¡Oh, caray, es tan gracioso…!

Su regocijo era tan contagioso que tuve que esforzarme para no echarme a reír yo también, pero me las arreglé como pude.

—Pobre Harold. ¿Desde cuándo está así?

—No lo sé, princesa —dijo, enjugándose las lágrimas con la falda de su vestido y dejando a la vista un asombroso par de bombachos rosados que le llegaban casi hasta las rodillas—. Lo único que sé es que últimamente se ha estado encerrando en el retrete durante horas. Pensaba que estaba estreñido; Harold lo retiene todo, ya sabes. De todas formas, Jim y Bob se han quejado, Klaus se ha quejado, y Toby se limita a trotar hacia el retrete del lavadero. Le dije que tomara sales de Epsom, cascara sagrada o cualquier otra cosa; pero se puso de muy mal humor. ¡Y lleva días así! Hoy se le olvidó cerrar la puerta del retrete, así que aproveché para entrar y preguntarle qué le pasaba. —Estuvo a punto de echarse a reír otra vez, pero se contuvo heroicamente—. Y allí estaba, de pie frente al retrete, sacudiendo su miserable chisme y gritando como si lo estuvieran degollando. Le llevó años contar lo que le pasaba, ya sabes cómo es él, una vieja solterona. ¡No-puede-mear! —Y volvió a estremecerse de risa.

Ya había tenido suficiente.

—Muy bien, puede quedarse ahí desternillándose de risa si quiere. Yo voy a ver a Harold —dije, y me dirigí a su habitación.

Nunca había entrado allí, por supuesto. Como su ocupante, era un lugar pulcro, ordenado, y su arreglo mostraba una falta absoluta de imaginación. Había una fotografía, enmarcada en un portarretratos de plata, de una mujer anciana y altiva cuyos ojos rezumaban resentimiento sobre la repisa de la chimenea; a cada lado del portarretratos había un jarrón, pequeño y a juego, con un ramillete de flores. ¡Y muchos, muchos libros! Beau Geste, La pimpinela escarlata, El prisionero de Zenda, The Dam Busters, El caballo de madera, El conde de Montecristo, Tap Roots, These Old Shades, The Foxes of Harrow. Todas las novelas de Hornblower, el guardiamarina inspirado en Nelson. Una extraordinaria colección de historias de aventuras, caballeros en armaduras resplandecientes y la clase de relatos románticos que yo había leído de niña.

Le sonreí y lo saludé con un suave «Hola». El pobre estaba sentado, encorvado, al borde de su estrecha cama; cuando le hablé, me miró: sus ojos reflejaban los atroces dolores que sentía. Luego, cuando me reconoció, el dolor se desvaneció para ser reemplazado por la furia.

—¡Se lo has contado! —chilló, dirigiéndose a la señora Delvecchio Schwartz, que estaba de pie en el umbral—. ¿Cómo te atreviste a decírselo a ella?

—Harold, trabajo en un hospital, por eso la señora Delvecchio Schwartz me lo contó. He venido para ayudarte, así que, ¡venga, no digas tonterías, por favor! No puedes orinar, ¿no es así?

Su rostro estaba crispado, se abrazaba el vientre como para protegerlo, su espalda estaba curvada como un arco, temblaba un poco y se balanceaba hacia delante y hacia atrás. Luego asintió con la cabeza.

—¿Cuánto tiempo llevas así? —pregunté.

—Tres semanas —murmuró.

—¡Tres semanas! ¡Oh, Harold! ¿Por qué no se lo has contado a nadie? ¿Por qué no fuiste al médico?

Se echó a llorar como respuesta, quebrada ya su resistencia: las lágrimas se deslizaban una a una desde la base de sus gafas, como cuando se exprime un limón seco para sacarle un poco más de zumo. Me volví hacia Pappy.

—Tendremos que llevarlo a Urgencias del Hospital Vinnie ya mismo —le dije.

A pesar del dolor, se echó hacia atrás y se irguió como una cobra.

—No iré al St. Vincent, ¡es un hospital católico! —dijo entre dientes.

—Entonces lo llevaremos al Hospital de Sydney —mascullé—. En cuanto te apliquen la cánula, te sentirás tan aliviado que te preguntarás por qué no pediste ayuda mucho antes.

El mero hecho de imaginar a Harold con la cánula hizo que la señora Delvecchio Schwartz comenzara otra vez a aullar de risa. Me volví hacia ella.

—¿Quiere salir ya mismo de aquí? —le ladré—. ¡Haga algo útil! Traiga algunas toallas viejas, por si descarga, y luego consiga un taxi. ¡Muévase de una vez!

Alentándolo a ponerse en pie, pero cargando su peso entre las dos, Pappy y yo logramos que Harold se enderezara un poco. El dolor no le permitía erguirse, y tampoco quería apartar las manos del bajo vientre. Cuando llegamos a la planta baja, el taxi estaba esperando.

El médico residente y la Hermana de Urgencias del Hospital de Sydney se quedaron mirando fijamente a Harold cuando les contamos los detalles.

—¡Tres semanas! —exclamó el médico sin el menor tacto, pero enseguida se contuvo al advertir las miradas furiosas que le dirigimos la Hermana de Urgencias, Pappy y yo.

Nos quedamos mirando cómo acostaban a Harold en una camilla y se lo llevaban, y después salimos y tomamos el tranvía de Bellevue Hill.

—Lo tendrán de aquí para allá —dijo Pappy mientras subíamos—. No lo veremos por casa hasta que le hayan hecho las citoscopias, le hayan puesto unos cuantos PIVs y Dios sabe qué más.

—Tú tampoco crees que sea orgánico —dije.

—No, se le ve demasiado bien. Tiene buen color, y lo que le provoca los dolores es su vejiga dilatada. Tú sabes cómo se manifiestan los problemas renales, los cálculos o el cáncer pélvico. Debe de tener un desequilibrio electrolítico. No es orgánico.

¡Oh, Pappy, cómo me gustaría que te dedicaras a la enfermería general! Pero no me atreví a verbalizar ese pensamiento.

Así que, por el momento, estoy libre de Harold; aunque también estoy cada vez más preocupada. Mi instinto clínico me dice que este hombre terriblemente reprimido está al borde de la represión definitiva. Ya no le basta con retener las heces; el dolor y la humillación que eso le provoca ya no son suficientes, así que ha pasado a retener la orina. Más allá de la retención de la orina, lo único que le queda por clausurar es su vida misma. ¡Oh, Dios! ¡Maldita sea la señora Delvecchio Schwartz por reírse de él! Si ella no aprende a controlarse, uno de estos días el hombre terminará por matarse. Ruego que se limite a eso y no la tome con Jim, con Pappy o conmigo. Pero ¿cómo podría cualquiera de nosotros razonar con una fuerza de la naturaleza como la señora Delvecchio Schwartz? Ella se rige por sus propias leyes. Asombrosamente sabia, abismalmente estúpida. El caso es que si él se suicida, ella quedará desolada, compungida, inconsolable. ¿Por qué no lo ha visto en las cartas? ¡Si está allí! ¡Está allí! Harold y el diez de espadas. La ruina de La Casa.