Miércoles, 23 de noviembre de 1960

Hoy vi a Duncan. El profesor Sjögren ha venido desde Suecia para dar una conferencia sobre técnicas hipotérmicas en el tratamiento de anomalías cerebrales. En el Queens, todo el que tenía cierta proyección internacional quería ir, pero nuestra sala de conferencias sólo tenía capacidad para quinientas personas, de modo que la pugna por conseguir un asiento fue feroz. El viejo sueco es un eminente neurocirujano, que goza de una reputación mundial por su idea de congelar al paciente para disminuir el ritmo cardíaco y la circulación antes de cortar el aneurisma, realizar una derivación o lo que sea. Como técnica encargada del servicio de Radiología de Urgencias, conseguí un asiento y me vi flanqueada por la Hermana de Urgencias y nada menos que por el señor Duncan Forsythe. ¡Menudo martirio! No pudimos evitar el contacto físico, y todo mi costado derecho ardió durante horas. Me saludó con un seco movimiento de cabeza pero no me sonrió, y luego fijó la vista en la tarima o se dedicó a conversar con el señor Naseby-Morton, que estaba a su derecha.

La Hermana Tesoriero, que lleva el Servicio de Traumatología Infantil, estaba más o menos cerca de la Hermana de Urgencias, con la que mantenía sus habituales discusiones.

—Yo sí que trabajo —decía Marie O’Callaghan—, pero vosotras, las encargadas, estáis de adorno. Os pasáis el día entero adulando a los jefes de servicio y ofreciéndoles sandwiches de tomate para acompañar el té en lugar de la mantequilla de cacahuete que recibe el resto de los pobres mortales.

—¡Sssh! —siseé yo entre dientes—. ¡Estoy sentada junto a ya saben quién!

La Hermana de Urgencias se limitó a esbozar una sonrisa cómplice, pero la Hermana Tesoriero adoptó una expresión de horror y se calló. Su querido señor Forsythe, del Servicio de Traumatología Infantil, podría no estar de acuerdo en comer sandwiches de tomate si se enterara de que el resto de los pobres mortales no recibía más que mantequilla de cacahuete. Era tan amable…

Por un momento me pregunté si debería llevarme la mano a la boca y simular que tenía ganas de vomitar, pero como estábamos justamente en el medio de la larga fila de asientos, me prestarían más atención de la que recibiría si aguantara el mal trago.

No creo haber oído una sola palabra de la conferencia, y en el preciso instante en que terminó me levanté, dispuesta a unirme al éxodo masivo. Él se marcharía con el señor Naseby-Morton por el pasillo opuesto de la sala, gracias a Dios. Pero no ocurrió así. Vino tras de mí, seguido por el jefe de cirugía cardíaca que no quería dejar la conversación. Luego me puso las manos en la cintura, ¡el muy idiota! ¿No se da cuenta de que la mitad de las miradas femeninas estaban puestas en él? Fue una caricia, no un apretón, y todo ocurrió en un segundo, con aquellas grandes y cuidadas manos que podían triturarte los huesos sin problemas y sin embargo recorrieron mi piel con tanta delicadeza que me hizo estremecer. La cabeza me daba vueltas, me tambaleé. Lo cual, ahora que lo pienso, fue lo mejor que pudo haberme ocurrido. Podía dejar sus manos allí, detenerme, incluso hacer que me volviese para mirarme a los ojos.

—¡Gracias, gracias, señor! —dije, casi sin aliento, mientras me liberaba de sus manos y corría hacia la Hermana de Urgencias y la Hermana Tesoriero, que ya se habían alejado bastante de mí.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó la Hermana de Urgencias cuando las alcancé.

—Tropecé —dije—, y el señor Forsythe me agarró.

—¡Eso sí que es tener suerte! ¡Ojalá me hubiera pasado a mí! —suspiró la Hermana Tesoriero.

A quién se le puede ocurrir que eso es tener suerte. El muy cabrón lo hizo adrede para ver cómo reaccionaba, y para colmo tuve que agradecérselo.

La Hermana de Urgencias, que me conoce mucho mejor, se limitó a mirarme pensativa. ¿Es que tengo monos en la cara?