Viernes, 11 de noviembre de 1960 (mi cumpleaños)

Esta mañana, poco después de las seis, escuché sin querer una maravillosa y breve conversación entre la enfermera jefe y el superintendente médico. A saber qué hacía allí el superintendente a esa hora, pero en el vocabulario de la enfermera jefe, por supuesto, la expresión «fuera de servicio» no existe.

—Jamás lo hubiera creído del doctor Bloodworthy[1] —dijo ella fríamente, justo delante de mi puerta.

Me pregunto en qué nueva situación comprometida se había metido el doctor Bloodworthy. Es un patólogo especializado en hematología. ¿No es extraño que la gente con nombres sugestivos se dedique a algo que aluda exactamente a ellos? Como lord Brain[2], el neurólogo.

—Está histérico a más no poder —replicó el superintendente, que no podía dejar de reírse—. Tal vez enseñe a todas esas viejas gallinas cluecas que van al comedor de las hermanas a no meterse en lo que no les importa por una vez en la vida.

—Señor —dijo la enfermera jefe con tanta vehemencia que hizo vibrar todo mi equipo—, si mal no recuerdo, también había muchas viejas gallinas cluecas en el comedor de los médicos. De hecho, creo que el señor Naseby-Morton se las arregló para poner un huevo, con el que luego usted hizo una carrera de cucharas hasta la planta baja.

Se guardó un momento de silencio, y luego el superintendente habló.

—Un día de éstos, enfermera jefe, tendré yo la última palabra. Y cuando eso ocurra, ¡no seré una vieja gallina clueca! ¡Seré el gallo del gallinero! Que tenga un buen día, señora.

¡Oooh! Y a la mierda el cumpleaños. Por la noche fui a Bronte.