Domingo, 25 de septiembre de 1960

Ni Harold ni yo vimos a la señora Delvecchio Schwartz el domingo pasado, porque tuvo que atender a su clienta más importante: la señora de Desmond no sé qué, siempre olvido su nombre. Tal vez lo haya hecho expresamente, debido a la crisis de Pappy. Por cierto, Pappy todavía no ha vuelto a Urgencias. Es algo que me preocupa enormemente, pero estoy segura de que si algo va mal, el sanatorio sabe cómo comunicarse con nosotros. Duncan ya se habrá ocupado de ello. Quizá su estado general de salud estaba tan mermado que han preferido esperar algunos días antes de actuar, y luego la han retenido unos días más después de hacer lo que correspondía.

Al menos eso es lo que le comuniqué hoy a la señora Delvecchio Schwartz, y ella es lo suficientemente sensata para aceptar mi teoría.

Por supuesto, ya sabía que yo había roto con Duncan, a pesar de que lo hice muy discretamente, pues en aquel momento no había ni un alma por allí y el domingo pasado no la vi. No dije nada a nadie sobre Duncan, pero ella lo sabía. Estaba todo en las cartas. Todo está en las cartas, siempre. ¿Acaso es su tumor lo que la hace ser vidente? Dicen que hay partes del cerebro que no utilizamos, y poderes que no sabemos que tenemos. ¿O es que hay gente que realmente tiene poderes que los demás no tienen? ¿Hay gente que puede hacer que las cosas salgan como ellos quieren? ¿O adivinar lo que va a suceder? Ojalá yo lo supiera, pero no lo sé. Lo único que sé es que, o bien la señora Delvecchio Schwartz tiene el mejor sistema de espionaje del mundo, o bien realmente puede ver lo que está pasando echando las cartas sobre la mesa.

Tuve que contarle hasta el menor detalle de la boda, desde las seis copas de cristal para el vino que yo había regalado a la feliz pareja hasta cómo la Hermana Agatha había disfrutado horas y horas bailando. ¿Quién habría podido imaginarlo?

Flo parecía agotada, pero su madre dice que este fin de semana no atendió a ninguna clienta. Cuando entré, Flo me miró fijamente como si supiera exactamente lo que me ocurría, aunque yo he tratado de ocultárselo a todo el mundo. Ni siquiera en este cuaderno he dado rienda suelta a mis emociones. Asunto mío y de nadie más, ni siquiera mencioné lo intrigada que estaba por saber quién había quitado el pelo de mi armario al sacar la plastilina para husmear allí dentro. Alguien había echado un vistazo a mis viejos libros, que no estaban como yo los había dejado, bien derechos. Los encontré tirados en el suelo, pero sé que no pudieron haberse caído solos. Alguien se ha metido en mis asuntos, al menos hasta la fecha de hoy, justo cuando acabo de comenzar un nuevo cuaderno. Eso me ha dejado mal sabor de boca, aun a pesar de que me imagino quién ha sido. Harold. Así que fui más lejos: corrí todas las cortinas, me subí a la cama y guardé los libros en el compartimento secreto que hay en el techo de la habitación. Haría falta una escalera para llegar hasta allí. Me gustaría hablar con alguien acerca de Harold. Ahora que Duncan ya no aparece por aquí, ¿se propone comenzar otra vez esa pequeña y horrible guerra que me había declarado?

Sin embargo Flo sabe, o percibe, o siente algo de lo que me pasa, lo juro. Está en sus ojos, mi pequeño ángel. Se acercó a mí apenas me senté y se subió de un brinco a mi regazo; me llenó la cara de besos, se acurrucó y empezó a juguetear tamborileando con los dedos. Luego, estiró la mano hacia mi vaso de brandy.

—No bebas del mío, cariño —le dije—. Si quieres un poco, pídeselo a tu madre.

—Oh, déjala beber un poco —rezongó la señora Delvecchio Schwartz—. Por fin he logrado destetarla, así que se merece una recompensa.

—¿Por qué lo hizo? —pregunté asombrada.

—Lo vi en las cartas, princesa. —Me tomó la mano derecha y la puso con la palma hacia arriba para estudiarla. Luego la cerró formando un puño y chasqueó la lengua—. Todo te irá bien, Harriet Purcell. Nada de esto te afectará. Le dijiste que se quedara con su esposa, ¿no es así?

—Sí. Se estaba poniendo cada vez más posesivo, hasta que finalmente me dijo que le iba a pedir el divorcio a su esposa para poder casarse conmigo y que así viviríamos como Dios manda. Pero era algo intolerable. —Suspiré—. Intenté romper lo más amablemente posible.

—Los hombres tan orgullosos de sí mismos no creen que haya una forma amable de dejar a alguien cuando es la mujer la que lo hace. Es un buen partido, un caballero y un profesional de prestigio, como se suele decir. Estaríais bien si la relación fuera ocasional, pero ¿permanente? Nada de eso aparece en las cartas. Toda esa agua y todo ese fuego, tarde o temprano la vuestra sería la unión de un volcán con el mar.

—¿Usted hizo su horóscopo? —pregunté, sorprendida.

—Sí. Decididamente Leo, Aries, Sagitario. Por fuera parece, y actúa, como un Virgo con un toque de Libra y Sagitario, pero por dentro arde todo el tiempo a fuego lento. Hay un indicio de desgracia entre Venus y Saturno, y aunque él no tiene la típica veta egoísta de esa combinación, es algo que lo desequilibra terriblemente.

—¿Cómo averiguó su fecha de nacimiento? ¡Yo no la sabía!

—Lo busqué en el Quién es quién de Australia —dijo ella con aire de suficiencia.

—¿Fue a una biblioteca sólo para eso?

—¡No, princesa! Tengo mi propia biblioteca.

Si la tiene, no está en esa habitación. Su actitud me ayudó mucho: esto pasará, el mar está lleno de peces, mi reina de espadas está bien posicionada, yo soy indestructible. Pero Flo me ayudó más todavía. No se movió de mi regazo hasta que llegó Harold. En ese momento corrió a esconderse bajo el sofá.

Ese tipo da miedo. Enfermo y descuidado, parece que se fuera desmoronando poco a poco, y su autoestima está por los suelos. Solía presentarse impecablemente vestido: un hombre menudo, remilgado y quisquilloso enfundado en un antiguo traje de tres piezas y un reloj de oro con leontina que le cruzaba el chaleco. Ahora me recuerda a una casa en ruinas. Lleva el cuello de la camisa raído, el pantalón arrugado, y el quebradizo pelo cano lleno de caspa. ¡Oh, señora Delvecchio Schwartz, trate de ser amable con él!

Pero es algo que no sale de ella. Le molesta y quiere deshacerse de él. Sin embargo, las cartas dicen que todavía le queda algo que hacer por La Casa, y ella nunca se opone a lo que dicen las cartas. Así que lo picotea como un cuervo a un cadáver, dándole primero las más suaves y delicadas mordidas.

—Llegas temprano —gruñó ella.

Harold ha perdido hasta el brillo de su voz, ese tono gentil y puntilloso de vocales nasales y aduladoras típicas del acento australiano.

—Según mi reloj son las cuatro en punto —dijo, mirándome a mí. Odio, odio, odio.

—¡A la mierda la hora! —rugió ella—. Te has adelantado, ¡así que lárgate!

¡Harold le plantó cara!

—¡Cállate! —gritó estentóreamente—. ¡Cállate, cállate!

Oh, Flo, no deberías estar escuchando esto, ¡pero ahí la tienes, bajo el sofá! Me hundí en la silla y recité una plegaria en silencio para que las cartas liberasen a la madre de Flo de esta repugnante esclavitud a la que se había sometido por su voluntad.

La señora Delvecchio Schwartz se le rió en la cara.

—Maldita sea, Harold, ¡tú no asustas ni a los niños de tu escuela! —dijo ella con desprecio—. No me impresionas lo más mínimo con tus gritos. Ni con la salchicha que llevas dentro del pantalón, campeón. —Me guiñó un ojo ampulosamente y se aseguró de que él la viera—. La verdad, princesa, es que si fuera dos centímetros más corta sería un agujero.

—¡Cállate, cállate! —volvió a gritar él. De pronto se volvió hacia mí, con el odio ardiendo en sus ojos como un fuego que hubiese sido rociado con gasolina—. ¡Todo es culpa tuya, Harriet Purcell! ¡Tuya y de nadie más! ¡Aquí las cosas han cambiado mucho desde que tú llegaste!

Si yo hubiera podido contestarle, ella me habría hecho callar.

—¡Deja en paz a Harriet! —tronó—. ¿Qué te ha hecho Harriet?

—¡Ha hecho que todo cambiara! ¡Todo!

—¡Gilipolleces! —dijo ella burlonamente—. La Casa necesita a Harriet.

Harold comenzó a caminar de un lado al otro de la habitación restregándose las manos, con la cabeza hundida entre los hombros, temblando y estremeciéndose. Dios mío, pensé, ¡está realmente loco!

—¡La casa! ¡La casa, la maldita casa! —gritó—. ¿Sabes qué pienso, Delvecchio? Pienso que tienes un apego malsano a esta… ¡esta hembra! Lo que Harriet quiere, lo consigue. ¡No hay ninguna diferencia entre tú y ese par de guarras de ahí arriba! ¡Oh! ¿Por qué eres tan cruel?

—Vete a la mierda, Harold —dijo ella con una calma inquietante—. Lárgate de una vez. Las cartas podrán decir que debo dejar que te quedes aquí, pero tendrás que irte con tus polvos a otra parte, campeón. De ahora en adelante puedes masturbarte si quieres. ¡Fuera de aquí!

Me dirigió otra feroz mirada, y se marchó.

—Lo lamento, princesa —se disculpó la señora Delvecchio Schwartz, y luego, dirigiéndose al sofá, agregó—: puedes salir, angelito, Harold no volverá a entrar nunca en esta habitación.

—Señora Delvecchio Schwartz, la mente de Harold está gravemente perturbada —dije yo, con toda la autoridad de la que fui capaz—. Si insiste en dejar que se quede en La Casa, por favor, le ruego que lo trate más amablemente. El hombre se está deteriorando cada vez más, ¡y estoy segura de que usted lo ha notado! Me espía, o al menos lo hacía hasta que apareció Duncan. Ahora que Duncan ha dejado de venir, podría volver a espiarme.

Oh, ¿cómo puede ser tan inteligente y sabia, y al mismo tiempo tan obtusa? Su respuesta me hizo una desdeñosa pedorreta.

—No hay motivo para preocuparse por Harold, princesa —dijo—. Las cartas dicen que un pequeño mequetrefe como Harold no representa ningún peligro para ti.

Las cartas, las cartas, ¡las malditas cartas!

En cualquier caso, tuve a Flo para mí sola durante dos horas, y eso me llenó de alegría. Había sido terrible soportar esa escena entre los dos desparejos amantes, pero aun en medio de aquello, mi corazón empezó a helarse de sólo pensar que su ruptura pudiera significar que Flo ya no estuviera conmigo los domingos por la tarde. Y creo que Flo sentía lo mismo mientras seguía escondida bajo el sofá, porque cuando su madre me la entregó, se iluminó tan vivamente que me derretí como solía cuando Duncan me sonreía. Solía. Tiempo pasado, Harriet, tiempo pasado. ¡Oh, cuánto lo echo de menos! Gracias a Dios no tengo que echar de menos también a mi pequeño ángel.

Ella adora al otro ángel, Marceline. ¡Ojalá Flo engordara como engorda Marceline! Mi gata de dos kilos y medio pesa ahora cinco, y sigue engordando. ¡Me encanta verlas rodar juntas por el suelo! Pero ya he decidido que Flo debe empezar a jugar con esos cuadrados de madera que llevan grabadas las letras del abecedario. He tratado de transmitirle mis pensamientos, pero no lo he logrado. De modo que si le enseño a leer y escribir, tal vez podríamos comunicarnos.

Me escuchó atentamente cuando le mostré la A, la B, la C, la T, y algunas otras letras; parecía comprenderme a la perfección cuando construí con los cuadrados las palabras GATO y PERRO. Pero cuando le doy los cuadrados a ella, lo que resulta es algo como CTO o PAG. Ni siquiera puede alcanzarme la A o la B cuando se las pido. No significan nada para ella. El área de la lectura en su cerebro debe de estar anulada o tal vez ni siquiera exista. ¡Oh, Flo!