Duncan y yo hemos desarrollado un sistema mediante el cual puedo avisarlo si necesito verlo con urgencia y viceversa. Así que me recogió en el semáforo de la calle Cleveland poco después de las ocho y mientras me traía a casa en el coche, hablamos de frivolidades. Me gusta eso de él. Es sereno, considerado y siempre sabe cuáles son el momento y el lugar adecuados para hablar seriamente.
Pobre, fue como darle un golpe de lleno en el estómago. Apenas entramos pregunté:
—Duncan, ¿conoces a alguien que esté dispuesto a hacer un aborto a las veinte semanas de embarazo?
—¿Por qué? —preguntó serena pero cautelosamente.
—Es Pappy —respondí.
—¿Debo entender que el profesor malencarado ha puesto pies en polvorosa? —preguntó mientras se dirigía a la alacena donde está el brandy.
Le conté el resto de la historia deprisa y corriendo, incluso la parte acerca de la señora Delvecchio Schwartz y su tumor cerebral.
—Lo lamento mucho por Pappy —dijo y me ofreció una copa llena—. ¿No ha pensado en tenerlo y después darlo en adopción? Es la solución más común.
—Cuando se lo dije se puso hecha una furia.
Bebió un sorbo de su brandy y se encogió de hombros.
—Creo que me estoy acostumbrando a este pis de gato. Hablando de gatos, ¿dónde está la espléndida Marceline?
Por unos instantes se ocupó de hacerle caricias. Es como arcilla en sus manos, la muy puta.
—Si el difunto Gilbert Phillips le diagnosticó un tumor —dijo más tarde—, seguramente eso es lo que tiene la señora Delvecchio Schwartz. Debe de haber encontrado una notoria calcificación en una simple radiografía de cráneo.
Mis dientes castañetearon contra el borde de la copa.
—Oh, Duncan, ¿qué pasará con Flo si ella… si ella muere? Será el fin de La Casa. No puedo ni pensarlo.
Dejó a Marceline en el suelo y se sentó en el apoyabrazos de mi sillón.
—Es algo de lo que preocuparse en el futuro, Harriet. Además, que tenga un tumor no quiere decir que no vaya a vivir hasta los setenta años, o tal vez más. El problema ahora es Pappy, no la señora Delvecchio Schwartz. ¿Ha considerado la posibilidad de quedarse el bebé?
—Creo que le encantaría, pero no se lo puede permitir. Si no puede trabajar, no puede comer ni pagar el alquiler. ¡Maldición, Duncan! ¿Por qué todavía persiste, a fines del siglo veinte, el mito de la Mujer Descarriada? ¿Es que nunca vamos a ser racionales? ¡Dios creó el embarazo, no el matrimonio! El matrimonio fue inventado para ayudar a los hombres a asegurarse de que sus descendientes fueran realmente suyos. ¡Nos convierte a las mujeres en ciudadanas de segunda clase!
—Deja de hablar como el profesor malencarado, Harriet. Seamos realistas —dijo mirándome fijamente.
—Ella quiere abortar y no hay forma de convencerla de lo contrario.
—Y quieres que yo la remita a la persona indicada —agregó con mucha seriedad—. ¿Comprendes que me estás pidiendo que infrinja la ley?
—No seas ridículo, Duncan —resoplé—. No te estoy pidiendo que lo hagas tú, sólo quiero que me sugieras a alguien que esté dispuesto a hacerlo. ¡Un nombre, sólo quiero un nombre! Yo me encargaré del resto.
—Dudo mucho que el Comité de Ética o el Consejo Disciplinario se pongan a ahondar en detalles, Harriet. En cuanto te dé un nombre, yo también seré culpable.
¡Sí, claro que lo es!
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —exclamé—. La otra alternativa sería que lo hiciera alguien en un callejón oscuro con un par de agujas de tejer (si es que se atreven a tocarla con un embarazo tan avanzado). Podría preguntar a alguna de las madamas de al lado, pero supongo que ellas solucionan cualquier error posible con ergotina antes de la sexta semana.
—No te preocupes, querida —dijo y me besó—. Finalmente te tengo donde quería. Desde que estamos juntos has rechazado cada regalo que he querido darte. Ahora, por fin puedo ofrecerte algo que sé que aceptarás. Hay un sanatorio muy bonito y retirado en el campo que está especializado en casos como el de Pappy. Los cirujanos son de primera clase, al igual que los demás doctores y las enfermeras. Llamaré a mi colega desde tu teléfono y haré los arreglos necesarios para que la admitan a primera hora de la mañana. —Se puso en pie—. Pero antes quiero hablar con Pappy, a solas.
—¿Cuánto costará? —pregunté enormemente agradecida—. Tengo mil libras en el banco.
—Los favores entre profesionales no cuestan nada, Harriet.
Estuvo con Pappy durante más de media hora y regresó muy triste.
—¿Puedo usar el teléfono para llamar a mi colega? —preguntó.
Lo seguí hasta el dormitorio, me quité la ropa y me metí en la cama. Él se sorprendió. Creo que no esperaba que le ofreciera consuelo físico en una noche tan terrible como aquélla, pero a mí me gusta saldar mis deudas. «Qué extraño», pensé mientras lo observaba desvestirse. Por lo general, nos despojamos juntos de nuestra ropa, así que nunca tengo la oportunidad de verlo bien. Para sus cuarenta y dos años, está en muy buena forma.
—Tienes un cuerpo decididamente hermoso —dije.
Quedó boquiabierto. Contuvo la respiración y se quedó inmóvil. ¿Acaso las mujeres nunca le hacen ese tipo de cumplidos a los hombres? Obviamente, su esposa no lo hacía y, a esas alturas, yo ya sabía que su experiencia sexual previa al matrimonio consistía en unos pocos encuentros que había tenido estando borracho y que recordaba sólo a medias.