Lunes, 12 de septiembre de 1960

Toby tenía razón, Pappy tiene un aspecto realmente terrible. No la veo más delgada (lo cual es casi imposible, porque simplemente quedaría reducida a piel y huesos), pero ha perdido sustancia. Las comisuras de su hermosa boca están caídas, parpadea nerviosamente y no se calma con nada; ni siquiera conmigo.

—¿Qué sucede, Pappy? —pregunté.

Le entró el pánico.

—Harriet, llego tarde al trabajo y ya he tenido muchos problemas con la Hermana Agatha últimamente. Dice que parezco cansada, que no rindo en el trabajo, y que tiendo a llegar tarde o faltar los lunes. Si no salgo ahora mismo, tendré problemas.

—Pappy, yo me encargo de ir a ver a la Hermana Agatha hoy mismo para decirle lo primero que se me ocurra: que te ha atropellado un autobús, que te han secuestrado para venderte como esclava o que hay un hombre que te acosa desde hace meses y eso está afectando tu trabajo. Arreglaré las cosas con la Hermana Agatha, te doy mi palabra. Pero tú no te vas a mover de esta habitación hasta que no me hayas explicado qué te pasa, ¡y punto! —dije con vehemencia.

De repente, Pappy agachó la cabeza, se cubrió la cara con las manos y lloró con tanta angustia que yo misma me eché a llorar.

Me llevó un buen rato calmarla. Le di un poco de brandy, la acompañé hasta una poltrona y la recosté con los pies levantados, apoyados sobre un pequeño taburete. Hasta ese momento me había sentido un poco intimidada por Pappy, mucho más grande, más intelectual, más experimentada, más afectuosa y generosa que yo. Demasiado afectuosa y generosa, me doy cuenta ahora. De pronto, me sentí de igual a igual con ella, porque poseía montones de algo que a ella le faltaba: sentido común.

—¿Qué pasa? —pregunté con ternura y me senté a su lado sosteniéndole firmemente la mano.

Me miró con los ojos turbios y llenos de lágrimas.

—Oh, Harriet, no sé qué voy a hacer. Estoy embarazada.

Es curioso, ¿no? Cuando una muchacha está feliz, dice que va a tener un bebé. Cuando está aterrorizada, dice que está embarazada. Como si la frase elegida marcara la diferencia emocional y mental entre un hermoso hecho de la vida y una temible enfermedad. Miré su rostro desolado llena de tristeza. Ése podría ser mi destino, si no fuera por la gracia de un hombre considerado.

—¿Ezra ya lo sabe? —pregunté.

No respondió.

—¿Ezra ya lo sabe? —repetí.

Tragó saliva, negó con la cabeza e intentó enjugarse con la mano las nuevas lágrimas.

—Aquí tienes —dije y le alcancé otro pañuelo.

—Lo he intentado todo —susurró con voz apagada—. Me tiré por la escalera, me di un golpe en el estómago con la punta de la mesa. Me lavé con amoníaco y traté de meterme agua y jabón hasta ahí arriba. Compré tartrato de ergotamina a un enfermero de guardia, pero sólo me hizo vomitar. Hasta probé a mezclar hachís con queso, untarlo en una tostada y comerlo; pero también me descompuso. ¡Lo he probado todo, Harriet, todo! Y sigo embarazada. —Su cara se transformó en una máscara de terror—. ¿Qué voy a hacer?

—Cariño, lo primero que tienes que hacer es decírselo a Ezra. También es hijo suyo. ¿No crees que tiene derecho a saberlo?

—¡Estaba tan feliz, Harriet! ¿Qué voy a hacer?

—Díselo a Ezra —insistí.

—¡Estaba tan feliz…! Esto lo va a arruinar todo. Él quiere una pareja sexual emancipada, no más hijos.

—¿De cuánto estás? —pregunté.

—No estoy segura. Creo que casi de veinte semanas.

—¡Dios mío! ¡Estás a mitad de camino!

—¡No me lo he podido quitar con nada! ¡Con nada!

—Está claro que no lo quieres.

Pappy comenzó a tiritar y después se puso a temblar.

—¡Sí, sí; sí que lo quiero! Pero ¿cómo lo voy a tener, eh? Ezra no puede ayudarme, ¡ya tiene siete hijos! Y su esposa se niega a darle el divorcio, aunque sabe de mi existencia. ¿Cómo puedo decírselo?

—Para hacer un bebé se necesitan dos, Pappy. ¡Tienes que decírselo! No importa los hijos que tenga, tiene que responder por éste también. Es su deber. —Le di un poco más de café con un chorro de brandy—. ¿Por qué te lo has guardado durante tanto tiempo? Sabes que no te abandonaremos.

—No… podía… siquiera hablar del tema, ni siquiera con la señora Delvecchio Schwartz —susurró enjugándose las lágrimas—. Cuando empecé a sospechar, debía de llevar por lo menos dos meses sin tener la regla. Después me puse a hacer cálculos, pero seguramente ya estaba demasiado avanzada para que la ergotina y esas cosas hicieran efecto. Oh, Harriet, ¿qué voy a hacer? —exclamó.

—Antes que nada, llamarás por teléfono a Ezra a la universidad y le dirás que necesitas verlo hoy aquí mismo. En cuanto lo sepa, veremos qué hacer —dije con más optimismo del que sentía.

Ella se negó; así que me dirigí temerariamente al teléfono que Duncan había hecho instalar en mi habitación, llamé a la Hermana Agatha y le dije que Pappy estaba muy enferma, que ninguna de las dos iría a trabajar. Después localicé a Ezra y le ordené que se personara en La Casa dentro de una hora. Si lo hubiera llamado Pappy, podría haberse negado; pero al escuchar una voz extraña y fría como la mía, accedió a venir.

Pappy se quedó dormida mientras yo intentaba leer un libro. Tenía la mente tan ocupada en otras cosas que las palabras no tenían sentido. «La Píldora representa la verdadera emancipación de la mujer», pensé. Por eso ahora que está entre nosotros en todo su esplendor, su uso está tan mal visto y resulta tan difícil de conseguir. Por lo general, está en manos de los hombres. Algunos grupos religiosos han llegado a decir que era diabólica, y esos bastardos hipócritas de los políticos huyen despavoridos. Pero los hombres no van a poder seguir controlando su distribución por mucho tiempo. La Píldora va a poner la pelota del lado de las mujeres. La Píldora es Poder.

De todos modos, sabía que Ezra no era de los que se oponían a la Píldora. Seguramente habrá dado por sentado que, como Pappy trabaja en un hospital, tendría acceso a ella. Pero él no trabaja en el campo de la salud, así que ¿cómo iba a conocer el funcionamiento de los hospitales? De todas formas, debería de haberle preguntado. Tal vez lo haya hecho. Ella me dijo una vez que siempre usaba diafragma. Pero aquellos dos pasaban todos los fines de semana que estaban juntos tratando de intensificar sus sensaciones con hachís y cocaína. Probablemente no hayan sido tan cuidadosos como en una situación normal. ¡Oh, Pappy, tendrías que haberte conformado con el sexo oral!

La dejé dormir media hora. Después, la desperté y le dije que se diera una ducha y se preparara para recibir a Ezra.

—Tengo los ojos hinchados de tanto llorar —protestó.

—La siesta que hiciste ya se ha encargado de eso, ahora tú tienes que ocuparte de Ezra —repliqué, inflexible.

—Siento no habértelo contado antes, Harriet, pero no me salían las palabras. Me quedaba bloqueada. Y todavía sigo diciéndome a mí misma que si no cuento nada de esto a nadie, desaparecerá; que si espero un poco más, dejará de existir. ¿No es extraño? Cabría pensar que cualquier cosa no deseada puede desaparecer del disgusto, menos esto. Esto no.

—Así que ya estás segura de que no quieres seguir adelante con el embarazo —dije, mientras la conducía por el pasillo.

—¡Ojalá pudiera hacerlo! ¡No sabes cuánto desearía poder hacerlo! —exclamó—. Lo quiero porque quiero muchísimo a Ezra y éste es su hijo. Lo quiero porque me gustaría tener un hijo por el que vivir. Pero es absolutamente imposible. ¿Cómo haría para mantenerlo? A las madres solteras no les dan nada, Harriet, y tú lo sabes.

—Tengo entendido que hay una pensión insignificante, pero es demasiado escasa para sobrevivir sin trabajar. ¿Y si lo tienes y lo das en adopción?

—¡No, no, no! ¡Prefiero matarlo cuando todavía es un embrión antes que dárselo a otra! ¿Qué crezca pensando que su madre biológica no lo quiso? ¿Pasar por todo eso como un panadero muerto de hambre que hace pan para que coman los demás? No. El aborto es la única solución. —Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas—. ¡Oh, Harriet, estoy desesperada! Jamás volveré a ser la misma. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?

—Ezra te ayudará —dije con una segundad que no tenía.

—No tiene dinero para ayudarme —replicó.

—¡Tonterías! Tiene una casa lo bastante grande para una esposa y siete hijos, un piso en Glebe y los ingresos suficientes para comprar drogas ilegales —afirmé—. Ahora prepárate, Pappy. Ezra llegará en veinticinco minutos.

No se quedó mucho tiempo. Oí un portazo y esperé a que viniera Pappy. Al ver que pasados diez minutos no aparecía, fui a buscarla.

—¡Se ha ido! —dijo atónita.

—¿Para siempre?

—Oh, sí, ya lo creo. No puede ayudarme, Harriet, no tiene dinero.

—Pero sí lo tuvo para meterte en este lío —repliqué sarcásticamente. ¡Bastardo! Si lo hubiera tenido cerca, le habría clavado un bisturí bien afilado en el escroto. El filósofo más famoso del mundo habría tenido que cambiar de carrera y dedicarse a cantar con los Niños Cantores de Viena.

Entonces comenzó la batalla y yo la perdí. ¿Por qué los sentimientos llevan a las personas a descartar la menor partícula de sentido común? Pappy desea tener el bebé, pero nada de llevar a juicio a su querido Ezra y ni siquiera de ir a pedir ayuda a su esposa. No, no, no. ¡Ezra no debe sufrir! ¡Es necesario preservar su carrera y su posición a toda costa! Insistía en que la única solución era el aborto; decía que el niño estaba condenado porque su padre lo rechazaba y que ella no iba a traer al mundo a un hijo no deseado. Y así una y otra vez. Finalmente me preguntó si le podía prestar dinero para el aborto. Al parecer, había estado ayudando a su querido Ezra a comprar esas costosas drogas ilegales y se había quedado sin blanca.

Más tarde, la dejé sola y subí a ver a la señora Delvecchio Schwartz, porque había que contarle lo sucedido. Esta vez, fui yo la que perdió el control. Lloré sin parar mientras ella andaba de acá para allá con el brandy.

—¡Ni se le ocurra decir que estaba en las cartas! —proferí cuando recuperé el habla—. Si así fuera, tendría que haber hecho algo.

—¡No digas estupideces, princesa! —respondió—. No se puede manejar la vida de los demás por ellos. Si no me preguntan lo que dicen las cartas, no puedo correr tras ellos para decírselo. Las cartas no funcionan así; ni la Bola de Cristal, ni las progresiones.

—Para empezar, está prácticamente de veinte semanas —dije ya más calmada—. Además, por más que hable de hacerse un aborto, yo sé que está desesperada por quedarse con el bebé. ¿No podríamos contribuir todos para ayudarla con el niño?

—De ninguna manera —respondió la mujer que yo creía tan bondadosa, generosa y comprensiva—. ¡Piensa, Harriet Purcell, piensa! Claro que podríamos hacerlo durante un tiempo, pero Toby está a punto de mudarse, Jim y Bob no querrán destinar el dinero que ahorran para sus causas feministas a Pappy y su bebé. ¿Y tú? ¿Qué pasa si, después de todo, decides irte a vivir a uno de esos barrios residenciales y te marchas tú también? ¿Te das cuenta de que seré yo la que se quede aquí para asumir la responsabilidad?

Se puso en pie y caminó alrededor de la mesa. Se paró cerca de mí y me observó desde arriba con sus terribles ojos.

—¿Realmente crees que no sé lo que me pasa? —inquirió—. Tengo un tumor en el cerebro que me ha dejado vivir muchísimo más de lo que todo el mundo pensaba. Y todavía podría llegar a vivir muchísimo más, pero nadie me lo garantiza. Fui a ver al mismísimo Gilbert Phillips y me dijo que tengo un tumor en el cerebro. Jamás se equivoca. Si él dice que tengo un tumor en el cerebro, eso es lo que tengo. No es maligno, pero ahí está. Supongo que crece de tanto en tanto. Un doctor estúpido del Vinnie me dio una hormona nueva hace casi cinco años y, ¡pum!, nació Flo. Así que dejé de tomarla. Lo único que hago es seguir con mi vida; eso es lo que cada uno tiene que hacer. Así que deja que Pappy tome su decisión en paz, ¿entendido, princesa?

Quedé paralizada en la silla mirando a la señora Delvecchio Schwartz como si jamás la hubiera visto en mi vida.

Cuando recuperé el aliento, eché mano al último recurso posible y dije que iba a ayudar a Pappy. Entonces ella preguntó: «Pero ¿qué dirá tu marido cuando te cases?» Y etcétera, etcétera.

—Muy bien —dije dándome por vencida—. Dejaré que Pappy decida. Pero estoy segura de que, si pudiera esperar un poco más y recuperar la cordura, se quedaría con el bebé. Por supuesto que estando casi de veinte semanas, no se lo puede permitir. Sin embargo, ¿quién le va a hacer un aborto con un embarazo tan avanzado?

—Pregúntale a tu doctor Forsythe —replicó.

No puedo seguir escribiendo. Estoy exhausta. ¿Cuántos golpes puede resistir una persona en un día sin volverse loca? Siento como si el mundo entero se derrumbara violentamente bajo mis pies. Es como si viviera en una tierra extraña, perdida y sola. Si yo me siento así, cómo estará la pobre Pappy. ¿Y ese gigante del piso de arriba con el bultito que crece en el interior de su cabeza?