Viernes, 22 de julio de 1960

Por fin he visto a Toby. Me preocupaba porque parecía haberse vuelto completamente invisible. Cada vez que subía al piso de Jim, Bob y Klaus, la escalera de madera para ir a su casa estaba levantada y la campanilla desconectada. Jim y Bob no han cambiado para conmigo, aunque siento cierto pesar por su parte a causa de mi obstinación en escoger un hombre. Klaus sigue dándome clases de cocina todos los miércoles por la noche. Ya sé freír, guisar, estofar y cocinar a la parrilla. Sin embargo, se niega a enseñarme a preparar budines.

—El estómago tiene un compartimento separado para los postres —afirmó seriamente—. Si aprendes a cerrarlo ahora, querida Harriet, te será muy útil cuando llegues a mi edad.

De todas formas, a juzgar por su figura, sospecho que él no ha logrado cerrarlo.

Hoy no fui a ver a Jim y Bob ni a Klaus; subí a ver si la escalera de Toby estaba desplegada. ¡Y lo estaba! Además, la campanilla había vuelto a su lugar.

—¡Sube! —exclamó.

Lidiaba con un paisaje enorme y, como no cabía en el caballete, lo había colocado sobre un marco improvisado (pintado de blanco, por supuesto) justo encima. Nunca antes lo había visto pintar algo semejante. Cuando hacía paisajes, siempre se trataba de altos hornos, centrales eléctricas en ruinas o humeantes pilas de escoria. Pero éste era impactante: un valle inmenso cubierto de delicadas sombras, colinas de arenisca que los últimos rayos del sol teñían de rojo, montañas apenas perceptibles en la distancia que se prolongaban hacia el horizonte y un bosque infinito y tranquilo.

—¿Dónde viste eso? —pregunté fascinada.

—Al otro lado de Lithgow. Es un valle que se llama Wolgan. Está aislado de todo. Hasta allí sólo llega una camioneta todo terreno que sube y baja la colina a toda velocidad y acaba en una reliquia de bar. La novedad. Durante la guerra extraían petróleo de esquisto, cuando Australia estaba desesperada por conseguir combustible. Me pasé allí estos últimos fines de semana, haciendo bocetos y acuarelas.

—Es hermoso, Toby, pero ¿por qué el cambio de estilo?

—Adjudican un contrato para pintar los cuadros destinados al vestíbulo de un hotel nuevo en el centro y, según dice Martin, éste es el estilo que buscan los directivos —rezongó—. Por lo general, los diseñadores de interiores que trabajan para los hoteles hacen un chanchullo con el dueño de alguna galería, pero Martin se las ha arreglado para conseguirme una oportunidad. Él no sabe hacer paisajes; cuando no le da por el cubismo, se dedica a los retratos.

—Bueno, en mi opinión, éste tendría que estar colgado en el Louvre —dije sinceramente.

Se sonrojó. Parecía absurdamente halagado. Dejó los pinceles.

—¿Un café?

—Sí, gracias. Pero, en realidad, lo que he venido a preguntarte es si quieres venir a cenar a casa y comprobar mis nuevas habilidades culinarias —dije.

—¿Y molestarte sabiendo que tu novio puede aparecer de un momento a otro? No, gracias, Harriet —respondió tajantemente.

Me enfurecí.

—¡Escúchame, Toby Evans, mi novio no aparece a menos que yo quiera que lo haga! No recuerdo que tuvieras mucho que decir acerca de Nal, excepto por tu actitud intolerante hacia mi frivolidad. Pero, por el modo en que me evitas desde que salgo con Duncan, parece que tenga una aventura con el duque de Edimburgo.

—¡Vamos, Harriet! —dijo desde detrás del biombo—. Tú sabes por qué lo hago. Las malas lenguas de La Casa dicen que no es el tipo de tío que va a visitar a una muchacha que vive en Kings Cross. A menos que sea una profesional como Castidad y Paciencia, por supuesto.

—¡Eres un intolerante, Toby! ¡Jamás tocaría a un hombre que frecuentara a las Madamas Tocata y Fuga!

—El agua sucia es agua sucia.

—¡No seas grosero! Te estás buscando la pregunta. ¿Qué me dices del querido profesor Ezra Marsupial?

—Ezra no aparece por aquí. Pappy va a su casa. Además, ¿quién es ese señorito amigo tuyo?

—¿Quieres decir que La Casa no te informó de ese pequeño detalle? —pregunté sarcásticamente—. Es un ortopeda del Queens.

—¿Un qué? —preguntó mientras se acercaba con el café.

—Un cirujano ortopeda.

—La señora Delvecchio Schwartz lo llamó señor y no doctor.

—Dentro de sus propios hospitales, a los cirujanos los tratan de señor —expliqué—. De todos modos, la casera no fue quien te lo dijo. A ella se lo presenté como el doctor Duncan Forsythe.

Ni se inmutó. Simplemente, alzó las cejas.

—Entonces me lo debe de haber dicho Harold —dijo y se sentó.

—¿Harold?

—¿Qué tiene de extraño? —preguntó sorprendido—. Muchas veces me quedo hablando con él. Solemos llegar a la misma hora. Además, es el chismoso más informado de toda La Casa. Lo sabe todo.

—Ya lo creo —murmuré.

Como la opinión de Toby me importaba, intenté explicarle por qué estaba con Duncan y hacerle ver que, si bien era algo ilícito, no era inmoral. Sin embargo, se mantuvo escéptico. No logré convencerlo. ¡Malditos los hombres y sus hipocresías! Sin duda, lo había envenenado esa víbora de Harold Warner. Es el tipo de persona que aprovecharía cualquier oportunidad para sembrar cizaña entre mis seres queridos y yo. ¡Ay, cómo duele cuando Toby me condena injustamente! Es muy decente y recto en su comportamiento, incapaz de hacer algo sucio. ¿No ve que mi franqueza sobre la relación con Duncan es prueba de que mis intenciones tampoco son turbias? Si por mí fuera, todo el mundo lo sabría. Es Duncan el que quiere mantener lo nuestro en secreto, para no avergonzar a su preciosa Cathy.

Cambié de tema y volvimos al cuadro que estaba en el caballete. Me alegró mucho saber que sus ausencias no eran culpa mía. A decir verdad, el mal trago con Pappy fue lo que lo llevó al otro lado de Lithgow. Luego quedé pasmada cuando me contó que se había comprado un terreno en la peor zona de Wentworth Falls y que había empezado a construir una cabaña.

—¿Quieres decir que te marcharás de La Casa? —pregunté.

—El año que viene no me quedará otra alternativa —respondió—. Cuando los robots empiecen a hacer mi trabajo, volveré a vivir al día si me quedo en la ciudad. En cambio, si voy a vivir a las Montañas Azules, podré cultivar mi propio huerto, tendré árboles frutales y, además, gastaré menos porque los precios allí son más bajos. Si consigo el contrato del hotel, podré construir una casa decente. Tendré mi propio hogar, libre de toda deuda.

Lo único que quería era echarme a llorar, pero logré sonreír y decirle lo mucho que me alegraba por él. ¡Maldita Pappy! Es todo culpa suya.