Esta tarde, cuando subía al cuarto de baño a ducharme, descubrí que no es fruto de mi esperanzada imaginación; es real: desde que estoy con Duncan, Harold ha dejado de acosarme. La luz del pasillo está siempre encendida y no se le ve por ninguna parte. No escucho sus pasos que me persiguen en la escalera, ni me está esperando en la puerta cuando salgo de la casa de la señora Delvecchio Schwartz. A decir verdad, la última vez que lo vi fue cuando me dijo que era una puta. ¿Será eso lo que se necesita para desalentar a este tipo de psicópatas: la llegada de un hombre poderoso?
Estoy dejando de lado mi diario. Éste es el tercer cuaderno, pero no lo estoy llenando tan rápido desde que Duncan entró en mi vida. Nunca había reparado en cuánto tiempo acapara un hombre, aunque sólo sea uno de medio tiempo. Se las ha ingeniado para verme el mayor número posible de veces. Los sábados, soy un partido de golf que se alarga lo suficiente para incluir «un trago con los muchachos» en el club después de los dieciocho hoyos. Los domingos, viene por la mañana y se queda hasta que llega Flo (sí, interfiere un poco en sus planes, pero me niego a anteponer sus necesidades a las de ella). Parte de ese tiempo soy una sesión de actualización de sus registros y, después, una operación de urgencia o alguna reunión.
No puedo creer que su esposa no sospeche nada. Sin embargo, él asegura que no tiene ni idea de lo que sucede. Aparentemente, ella también tiene una agenda bastante apretada. Ella es fanática del bridge y Duncan lo odia; no sabe jugar. Se podría decir que cuando tu media naranja muestra tanta consideración por los propios intereses, es fácil aquietar las sospechas. Pero apuesto que su Cathy no es muy inteligente. ¿O será que es terriblemente egoísta? Ha habido reveladoras confidencias como, por ejemplo, las habitaciones separadas (para que él no la despierte cuando lo llaman a mitad de la noche) y el hecho de que ella lo haya relegado a lo que llama «el baño de los niños». El odia el baño que ella tiene pegado a su propia habitación (con espejos de pared a pared). Al parecer, es una de las damas mejor vestidas de Sydney y, ahora que se acerca a los cuarenta, está pendiente de todo, desde las patas de gallo alrededor de los ojos hasta el menor ensanchamiento de cintura. Es casi tan adicta al tenis como al bridge, porque la mantiene en forma. Y cuando su foto aparece en la página de sociedad de algún dominical, está en el séptimo cielo. Por eso Duncan no puede estar conmigo los sábados a la noche. Ella lo necesita para que la escolte a una u otra reunión de etiqueta, preferiblemente a la que tenga más fotógrafos y periodistas de la sección de sociedad revoloteando por allí.
¡Qué vida más vacía! Pero ésa es sólo mi forma de pensar. Imagino que para ella debe de ser exactamente lo que siempre había soñado. Toneladas de dinero, dos hijos hermosos a los que parece haber criado como si fueran mucho más jóvenes, una casa divina en las afueras de Wahroonga con un terreno que cubre una hectárea, una piscina y ningún vecino a la vista. Tiene un jardinero, una asistenta que friega el suelo, pasa la aspiradora, lava y plancha, una mujer que va a cocinar las noches que Duncan vuelve a cenar, un coche Hillman Minx e infinitas cuentas corrientes en las mejores tiendas y en los dos salones de moda de Sydney. ¿Que cómo sé todas estas cosas? No por Duncan, sino por Chris y la Hermana de Urgencias, que admiran a Cathy Forsythe con toda el alma. Ella tiene lo que todas las mujeres anhelan.
En cuanto a mí, se podría decir que me alegro de llevarme las sobras de Cathy Forsythe. La parte de Duncan que ella desprecia es la que yo más quiero. Hablamos mucho, él y yo; de todo un poco, desde su fascinación por el sarcoma hasta la secretaria particular que tiene en su consultorio de la calle Macquarie, la señorita Augustine. Tiene cincuenta y pico (otra vieja solterona) y lo trata como si fuera el hijo que nunca tuvo. Es un ejemplo de eficiencia, tacto, entusiasmo, etcétera. Incluso ha inventado una nueva especie de archivador que me hizo reír mucho cuando Duncan me lo comentó. ¡Vaya manera de asegurarse la propia indispensabilidad! El pobre no puede encontrar nada sin preguntarle a ella.
Apenas han pasado cinco semanas desde que vino llamando a mi puerta con aquella invitación a cenar en el Chelsea, pero ha cambiado mucho; me gusta pensar que para mejor. Se ríe con más facilidad y esos ojos verdes, turbios y oscuros, no parecen tan tristes como antes. A decir verdad, su mirada mejoró tanto que la Hermana de Urgencias va comentando por allí que siempre supo que el señor Forsythe era buen mozo, aunque nunca en qué medida. Se le ve radiante, simplemente porque alguien lo aprecia como hombre. A diferencia de los donjuanes comunes, no es consciente de lo atractivo que es para las mujeres; por eso cree que haberme cautivado a mí fue un milagro.
En fin… Mientras Cathy Forsythe no se entere de mi existencia, espero que todo siga como está. El único que sufre las consecuencias es mi cuaderno. Es un precio bastante bajo que debo pagar por el amor y la compañía de un hombre muy deseable y tremendamente agradable.