Me recogió en el semáforo de la calle Cleveland cuando volvía caminando a casa en la oscuridad, pero aunque me dedicaba esa enternecedora sonrisa y su mirada resplandecía, advertí al momento que no estaba pensando en el sexo. Eso me hizo sentir un poco mejor acerca de nuestra relación; quería decir que para él yo era más que un apetecible cuerpo femenino.
—No tengo mucho tiempo —dijo mientras conducía—, pero hoy me he dado cuenta de que no me he esforzado nada por cuidar de ti, Harriet. ¡Qué cosa más extraña!
—¿Cuidar de mí?
—Sí, cuidar de ti. O tal vez debería preguntarte cómo te cuidas tú.
Cayó el penique. Se encendió la bombilla.
—¡Ah! —dije—. ¡Eso! Pues ni se me ha pasado por la cabeza. Mi carrera como amante acaba de empezar, ¿sabes? Pero, por el momento, creo que estoy a salvo. Mañana me tiene que venir la regla, y en eso soy como un reloj.
Percibí un suspiro de alivio, pero en cuanto se sintió más tranquilo al respecto guardó silencio hasta que llegamos a mi piso. Una vez dentro, alzó a Marceline y la acarició. Después, apoyó su pequeño maletín negro sobre la mesa. Hasta ese momento, no me había percatado de que lo llevaba; así es como me tiene.
Extrajo un estetoscopio y un esfigmomanómetro y me auscultó el corazón y los pulmones. Me tomó la presión, me examinó las piernas en busca de varices, deslizó hacia abajo el párpado inferior de ambos ojos e inspeccionó cuidadosamente las puntas de los dedos y el color de los lóbulos de las orejas. Después sacó el recetario del maletín y garabateó algo en él, arrancó la primera hoja y me la entregó.
—Éste es el mejor anticonceptivo oral de última generación, mi querida Harriet —dijo mientras lo volvía a guardar todo en el maletín—. Empieza a tomarlo apenas finalice tu próximo período.
—¿La Píldora? —exclamé.
—Así es como lo llaman. No creo que tengas ningún problema. Estás en óptimas condiciones de salud. Pero si llegaras a sentir algún dolor en las piernas, falta de oxígeno, mareos, náuseas, dolores de cabeza o hinchazón en los tobillos, interrumpe la toma de inmediato y házmelo saber ese mismo día —ordenó.
Miré los incomprensibles garabatos de la receta y después a él.
—¿Cómo es que un ortopeda conoce la Píldora? —pregunté con una sonrisa socarrona.
Se echó a reír.
—Todos los médicos, desde los psiquiatras hasta los gerontólogos la conocen, Harriet. Como la mayoría de los especialistas nos enfrentamos a alguna de las consecuencias de los embarazos no deseados, nos sentimos aliviados frente a esta pequeña maravilla. —Me tomó de la barbilla y me miró seriamente—. No quiero causarte más problemas de los necesarios, mi tesoro. Y si lo único que puedo hacer es recetarte el método anticonceptivo más efectivo que existe hasta el momento, al menos habré hecho algo.
Me besó, me dijo que nos veríamos el sábado próximo a mediodía y se marchó.
¡Qué suerte tengo! Hay mujeres solteras que recorren toda Sydney en busca de un médico reconocido que les prescriba La Píldora. Está ahí para ayudarnos, pero sólo si estamos casadas. Sin embargo, mi hombre quiere cuidarme como corresponde. En algunos aspectos, sí lo quiero.