Cuando subí para mi sesión con la señora Delvecchio Schwartz, a la una, ya me había encontrado con Toby. No tengo idea de cómo hacen las noticias para correr con tanta rapidez. Toby ya se había enterado. Pero ¿cómo era posible?
—Eres una estúpida —exclamó con los ojos más rojos que marrones—. Más que Pappy, si eso fuera posible.
No me molesté en responder. Lo aparté de mi camino y entré en casa de la señora Delvecchio Schwartz.
—El rey de pentáculos ha llegado —dijo ella mientras me sentaba y tomaba mi copa de brandy.
—Este sitio es increíble —protesté bebiendo moderadamente (mejor no abusar, el señor Forsythe volvería en un par de horas)—. ¿Cómo es que las noticias corren con tanta rapidez?
—Flo —respondió simplemente, a la vez que la hacía brincar sobre su regazo.
La pequeña me dedicó una sonrisa triste, se bajó de la falda de la madre y fue a garabatear la pared.
—¿No te molesta que esté casado? —preguntó la casera ofreciéndome anguila ahumada y pan con manteca.
Lo pensé y después me encogí de hombros.
—En realidad, creo que prefiero que así sea. No sé muy bien lo que quiero, pero sí lo que no quiero.
—¿Y qué es lo que no quieres?
—Vivir en una casa elegante y ser la señora del doctor.
—Pues menos mal —dijo con una sonrisa socarrona—, las cartas no dicen que vayas a vivir en un barrio residencial, Harriet Purcell.
—¿Viviré en Kings Cross? —pregunté.
Pero no me dio detalles, no quería comprometerse.
—Todo depende de lo que pase con eso. —Señaló la Bola de Cristal.
La observé con curiosidad y con más atención que nunca. Aunque no tenía rajaduras ni burbujas, no era perfecta. Apenas unas briznas de vapor tan sutiles como la nebulosa de estrellas que se ve en nuestros cielos sureños. Estaba apoyada sobre una base de ébano que debía de ser cóncava para sostener con tanta firmeza la enorme bola (de al menos unos veinte centímetros de diámetro). Además, me fijé en que sobre los bordes de la base había un trozo de tela doblado. Sí, había tenido que amortiguar el punto de contacto con la madera de ébano para evitar que se rayara. Busqué «cristal de cuarzo» en el Merck de la biblioteca del Queens y encontré que tiene una «suave» dureza. No es apto para joyería, pero sí se puede tallar y lustrar. ¿Por qué habrá dicho «eso»? Se refería a algo, pero ¿a qué?
—Todo depende de lo que pase con la Bola de Cristal —dije.
—Exacto. —Tenía toda la intención de mantener el enigma.
Intenté hacer una pregunta que pareciera ingenua.
—¿Quién habrá sido el primero al que se le ocurrió redondear una roca de cristal y usarla para predecir el futuro?
—No necesariamente tiene que ser el futuro; podría ser el pasado. No lo sé, pero ya existían cuando Merlín era niño —dijo, decidida a mantener su posición.
Me marché un poco más temprano para estar en casa cuando llegara el señor Forsythe. Sin embargo, había cosas que no iban a cambiar porque él existiera. Flo vendría a pasar dos horas conmigo como de costumbre, le gustara a él o no. La señora Delvecchio Schwartz puso reparos, pero la convencí. Cuando llegara Harold, Flo vendría conmigo.
Harold estaba fuera, en la oscuridad. Esperando. Tenía la mirada cargada de odio. Yo lo ignoré y comencé a bajar la escalera.
—¡Puta! —susurró—. ¡Puta!
El señor Forsythe llegó puntualmente. Yo estaba sentada en el suelo con Flo y sus lápices de colores porque se niega a jugar con cualquier otra cosa. Yo había traído algunos de mis viejos juguetes de Bronte, una muñeca con todo su guardarropa, un triciclo minúsculo, cubos con las letras del alfabeto en cada una de sus caras; pero ni siquiera los miró. Siempre con los lápices de colores.
—¡Está abierto! —exclamé.
Así que lo primero que vio el pobre hombre fue a su novia sentada en la alfombra trenzada con una niña de cuatro años, jugando con lápices de colores. Me miró perplejo y yo no pude evitar reírme.
—No, no es mía —dije, me levanté y me acerqué a él.
Coloqué las manos a los costados de su cuello y traje su cabeza hacia mí hasta poder apoyar los labios y la nariz sobre el cabello nevado de su sien. Olía muy bien, a jabón del caro, y no embadurnaba con aceite su maravilloso pelo. Lo tomé de la mano y lo conduje hasta Flo, que miró hacia arriba sin un atisbo de temor y le sonrió de inmediato.
—Es Flo, la hija de la casera. La cuido todos los domingos de cuatro a seis, así que me temo que, si no tienes mucho tiempo, lo único que podremos hacer es hablar.
Se puso en cuclillas y, sonriendo, le acarició el pelo.
—¿Cómo estás, Flo?
Los ortopedas siempre son simpáticos con los niños, porque gran parte de sus pacientes lo son. Sin embargo, por más que se esforzó, no logró que Flo hablara.
—Parece muda —dije—, aunque su madre dice que habla. No te lo vas a creer, pero una amiga mía y yo pensamos que se comunica con ella sin palabras, mediante una especie de telepatía.
No se lo creyó…
Bueno, es cirujano. Los cirujanos no tienen demasiada imaginación, al menos en lo que respecta a telepatía y comunicación extrasensorial. Para eso hace falta un psiquiatra, y mejor si viene de alguna parte de Asia.
Harold, por su parte, duró poco hoy. Flo no llevaba más de media hora en casa, cuando la señora Delvecchio Schwartz irrumpió en la habitación por la puerta que todavía estaba abierta.
—¡Oh, estás ahí, angelito! —chilló con una voz artificial, como si la hubiera estado buscando por toda La Casa. Después se detuvo exagerando su sorpresa como una actriz de pacotilla, como si jamás hubiera visto un hombre hasta esa milésima de segundo—. ¡Ohhhh, el rey de pentáculos! —exclamó con voz profunda y cogió a Flo, que la miraba perpleja—. Vamos, angelito, no molestes. Démosles un poco de intimidad, jo, jo, jo.
Le lancé una mirada que le dio a entender que era la peor actuación que había visto en mi vida y dije:
—Señora Delvecchio Schwartz, éste es el doctor Duncan Forsythe. Es uno de mis jefes en Queens. Señor, ella es la madre de Flo y mi casera.
La vieja horrorosa le hizo una reverencia.
—Encantada de conocerlo, señor. —Se colocó a Flo bajo el brazo y se fue profiriendo otro jo, jo, jo.
—¡Dios mío! —dijo el señor Forsythe, mirándome fijamente—. ¿Es la madre biológica de Flo?
—Eso dice ella, y yo la creo.
—Debía de estar menopáusica cuando tuvo a esa criatura.
—Me dijo que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba embarazada.
Ésas fueron las últimas palabras que dijimos durante al menos una hora. ¡Es un hombre tan encantador…! Estamos hechos el uno para el otro.
—Tendrás que dejar de pensar en mí como el señor Forsythe y dejar de llamarme así —fueron las primeras palabras que se escucharon pasada esa hora—. Me llamo Duncan, supongo que ya lo sabes. Me gustaría escuchártelo decir, Harriet.
—Duncan —dije—. Duncan, Duncan, Duncan.
Eso llevó a un nuevo interludio tras el cual calenté el cuello de cordero estofado que había preparado por la mañana y herví unas patatas para acompañarlo. Comió como si se estuviera muriendo de hambre.
—¿No te importa que esté casado? —preguntó mientras rebañaba el plato con un pedazo de pan.
—No, Duncan. Ayer vi que te lo habías pensado muy bien antes de venir. No me molesta lo más mínimo, siempre y cuando no te moleste a ti.
Pero a él sí que le preocupaba estar casado, como procedió a explicarme con mayor detalle del que yo, sinceramente, hubiera querido escuchar. Qué carga tan pesada, la culpa.
La verdad es que él me buscó a mí. Su esposa es una frígida para la cual él es sólo el hombre que la mantiene. Eso es lo que piensan muchas de las mujeres que se casan con médicos; lo sé porque oí decir a Chris y a la Hermana de Urgencias que él se había casado con la compañera de curso de una de ellas. Era la más bella y llena de vida del curso de enfermería, al igual que Duncan era el soltero más atractivo y codiciado del Queens; y a eso se añade que la familia de él es tremendamente adinerada. Ricos de tradición, aclaró maravillada la Hermana de Urgencias. Una tradición de dinero es algo impresionante en un país que nació ayer, aunque no creo que el concepto sea el mismo en Australia que en Inglaterra.
Cathy y él habían sido bastante felices durante los primeros años, en que él establecía su consultorio y ella tenía a sus dos hijos. Mark tiene trece años y Geoffrey, once. Los adora, pero casi no los ve entre los kilómetros y kilómetros que recorre en su Jaguar y las interminables horas que pasa en quirófanos, consultorios, guardias y visitas a pacientes externos. Estuve a punto de preguntarle por qué todos los médicos se empeñaban en vivir en North Shore, cuando la mayoría de las veces los hospitales quedaban al otro extremo de Sydney; y en tener sus consultorios en la calle Macquarie, lejos de los hospitales y de los residentes. Los jefes de servicio del Hospital Vinnie, que está bien ubicado, son casi todos católicos o judíos y con muy buen criterio viven en la zona residencial del Este.
Pero no dije nada porque la razón que Duncan me daría no era la que yo esperaba. La respuesta que yo tenía en mente es que a sus esposas les encanta vivir en North Shore; se concentran entre Lindfield y Wahroonga, donde pueden conducir sus pequeños y relucientes coches ingleses, reunirse para echar una partida al bridge o al whist, organizar reuniones de comité y jugar al tenis. Sus hijos van a costosas escuelas privadas en la zona, donde hay montones de árboles, como pequeños bosques. North Shore es un lugar idílico para las esposas ricachonas.
De todas formas, Cathy Forsythe me parece una verdadera zorra, aunque Duncan la defienda a toda costa y se culpe a sí mismo de la infidelidad. Tal vez (inconscientemente) también un poquitín a mí.
—Eres una bruja, morena mía —dijo, tomándome la mano por encima de la mesa—. Me has hechizado.
¿Cómo se hace para responder a una cosa así? Ni siquiera lo intenté.
Se llevó mi mano a los labios y la besó.
—No tienes idea de lo que significa tener tanto éxito como yo —dijo—. Mira, la gente que te ama no logra entender que disfrutes del trabajo por el trabajo en sí. Estás atrapado en una imagen que pertenece a todos menos a ti. Por otro lado, la mayor parte de tu trabajo consiste en hacer felices a los demás y en tratar de no levantar olas adversas en el gran estanque del hospital. Mi tío es el presidente del Consejo de Administración del hospital, lo cual ha supuesto un gran incordio para mí con los años. Me gustaba ser un médico común y corriente; tenía más tiempo para investigar y para ocuparme de mis pacientes. Como jefe de Cirugía Ortopédica, dedico una cantidad desproporcionada de mi tiempo a reuniones (la política dentro de un hospital es igual que en cualquier otro lado).
—Debe de ser insoportable —dije con ternura. Después de todo, me fascinaba que no se hubiera arrastrado ante su tío. Duncan Forsythe es exactamente lo que aparenta: un hombre absolutamente agradable, decente, educado y brillante—. No te preocupes Duncan. Serás bienvenido en el 17c de la calle Victoria siempre que tengas tiempo.
Por supuesto, ésa no era la respuesta que esperaba escuchar. Quería que le dijera que lo amaba con locura, que movería montañas por él, que le lavaría los calcetines y que le haría una felación. Bueno, la verdad es que podría lavarle los calcetines y estoy de acuerdo con la semifelación, si es que ése es el término correcto para decir «no del todo». Sin embargo, no estoy segura de querer darle la llave de mi corazón. Siento mucha lástima por él y me gusta enormemente. Adoro la forma en que hacemos el amor y tenemos un lazo más que nos une: el compañerismo profesional.
Pero ¿amor? Si significa darle la llave de mi corazón, no.
Cuando se marchó, a eso de las nueve de la noche, me quedé una hora pensando en nosotros. Pero, al cabo de ese tiempo, todavía no estaba segura de amarlo ciegamente. Ni loca renunciaría a mi libertad. Como dije a la señora Delvecchio Schwartz, no quiero vivir en una casa elegante y ser la señora del doctor.
Volví a leer lo que había escrito el sábado y descubrí lo rápido que ha cambiado mi actitud. Antes pensaba que aquello tenía que ser amor. Ahora, creo que es cualquier cosa menos amor.
¿Qué me hizo cambiar tanto en tan sólo veinticuatro horas? Debe de haber sido oírlo hablar de su vida y de su esposa. ¡Fue ella la que se las arregló para conseguirle el puesto de jefe de servicio!