Esta tarde vino un pobre viejo con lesiones por aplastamiento en las dos piernas, de la pelvis para abajo. Uno de esos accidentes insólitos que nunca se supone que ocurren. Iba el hombre caminando tranquilamente cuando, de pronto, un bloque de cemento se desprendió de la vieja cornisa de una fábrica. Si se le hubiera caído encima, habría quedado hecho polvo. Pero lo que lo golpeó fue la lámina de hierro que llevaba enganchada, que le aplastó las piernas bastante antes de que el bloque tocara el suelo, rebotara y lo liberara; lo cual permitió que fuera trasladado de inmediato al Queens. Por supuesto, no tenía ninguna esperanza a su edad. Tenía ochenta años.
Yo volvía a mi puesto de la sala de personal femenino, cuando la Hermana Herbert, del turno de noche, me tomó de un brazo y me preguntó si estaba ocupada. Le respondí que no.
—Mira, este lugar es un caos. Dentro de poco llegarán más enfermeras, pero yo necesito a alguien cualificado para ver qué le sucede al pobre anciano de la siete. Está muy angustiado y no se calma. No quiero que se vaya triste de este mundo. Hemos hecho todo lo que hemos podido. Seguramente no pasará de esta noche. No deja de llamar a una tal Marceline. Me duele pensar que no estamos haciendo nada para que sus últimos minutos sean como deberían ser, pero no me puedo permitir enviar a nadie para que hable con él. Insiste en que no tiene familia ni parientes. Está totalmente consciente, aunque en estado de shock. ¿Podrías hablar tú con él?
Se marchó a toda prisa. El lugar era realmente un caos.
El pobre anciano era encantador e iba meticulosamente aseado. Le habían quitado los dientes postizos. Sonrió, dejando las encías al descubierto, y me estrechó la mano. Ni el suero, ni el cabestrillo ni los monitores parecían causarle ninguna impresión. En lo único que pensaba era en Marceline. Su gata.
—No voy a estar en casa para darle de comer —decía—. ¡Marceline! ¿Quién cuidará de mi pequeño ángel?
Aquellas palabras cayeron sobre mí como una tonelada de ladrillos. Su pequeño ángel.
Siempre siento compasión por los ancianos y los olvidados. Hay muchos en la zona céntrica que viven en esas lúgubres casas abandonadas entre el Royal Queens y Kings Cross. ALOJAMIENTO Y COMIDA, SÓLO HOMBRES, dicen los carteles escritos a mano en esos sitios donde hombres como este pobre viejo transcurren a duras penas una vida extinguida hace tiempo en una habitación diminuta. Subsisten gracias a su dignidad y a un exiguo ingreso, o viven borrachos como cubas. Se alimentan en los comedores comunitarios, resignados a su soledad. Y aquí estaba este, muriéndose frente a mí, preocupado porque no tenía quién cuidara de su gata.
Una enfermera de último año llegó unos minutos después que yo y entre las dos intentamos convencerlo de que yo alimentaría a su gata y la cuidaría hasta que él pudiera volver a casa. Cuando logramos que nos creyera, cerró los ojos y murió feliz.
Le pedí prestado a Chris su bolso de lona y algunos imperdibles. Me acerqué a la calle Flinders, encontré la casa y golpeé la puerta. Como nadie respondió, empujé la puerta de entrada y llamé a todas las que había dentro. El casero debía de estar ausente, porque nadie con autoridad cuestionó mi presencia. Un anciano con tembladera y con un aliento a alcohol que me mareaba incluso a mí, me indicó dónde estaba el patio, si es que así podía llamarse. Un miserable rectángulo diminuto lleno de porquería. Y allí, tumbado sobre el esqueleto de una cocina a gas, estaba el angelito del pobre anciano: una escuálida gata color pardo que se incorporó y maulló lastimeramente.
Le tendí mi mano.
—¿Marceline? ¿Eres Marceline?
Bajó de un salto y se enredó entre mis piernas ronroneando sonoramente. Cuando coloqué el bolso de Chris en el suelo y levanté uno de los bordes formando una especie de cueva, la gata caminó con calma y se metió dentro. Y cuando lo apoyé sobre la parte plana y comencé a cerrarlo con los imperdibles, la gata continuó ronroneando. Así que me fui a casa cargando mi paquete sin más preocupaciones que el temor de que la señora Delvecchio Schwartz se negara a que me quedara la gatita Marceline. Nadie tiene mascotas; excepto Klaus, que tiene dos periquitos en una jaula y los deja revolotear por la habitación.
Aunque el animal no se movió ni emitió el menor maullido, ella supo lo que había en el bolso. ¿Que cómo lo hace? Lo ve en las cartas o en la Bola de Cristal.
—Puedes quedártela, princesa —dijo con un gesto que denotaba cierto consentimiento.
No le dije que Marceline era una gatita angelical. Ni que había traído el animal a casa porque tenía un presentimiento.
Abrí la bolsa y allí estaba Marceline, en el fondo, acostada sobre sus patas, dormitando. Tal vez el pobre anciano tenía sus razones para estar tan apegado a la única criatura viviente que había en su mundo. Marceline era especial. La alimenté con un poco de anguila ahumada, que devoró. Cuando señalé la ventana entreabierta, me observó solemnemente y después se dirigió hacia ella contoneándose con la barriga llena, subió de un salto al alféizar y desapareció.
Me pregunto si mañana todavía tendré gata.