Cuando entré, la Bola de Cristal estaba descubierta sobre la mesa de la sala. El verano ha acabado y empieza a notarse el fresco. Supongo que por eso la señora Delvecchio Schwartz ya no se sienta en el balcón. Además, hoy llueve.
Flo corrió a abrazarme, con el rostro encendido y, cuando me senté, se subió a mi regazo. ¿Por qué tengo la sensación de que es carne de mi carne? A medida que pasa el tiempo, la quiero cada vez más. Mi pequeño ángel.
—La Bola de Cristal debe de ser muy valiosa si tiene mil años —dije a la señora Delvecchio Schwartz, que había puesto la mesa y preparado nuestro menú habitual.
—Podría comprar el Hotel Australia si la vendiera, pero nadie vende una Bola de Cristal, princesa. Sobre todo si funciona.
—¿Cómo la consiguió?
—Me la legó su última dueña en su testamento. Las bolas pasan de unos videntes a otros. Cuando yo me muera, también se la legaré a otro.
De pronto, Flo se estremeció, bajó a toda prisa de mi regazo y se metió debajo del sofá.
No había pasado ni medio minuto cuando Harold se deslizó sigilosamente a través de la puerta entreabierta. ¿Cómo sabía Flo de su venida? No tengo ningún problema auditivo, pero no oí el menor rumor de pasos.
La señora Delvecchio Schwartz lo fulminó con la mirada.
—¿Qué diablos haces aquí? —gruñó—. No son las cuatro, sino la una. No eres bienvenido, Harold, así que ¡fuera!
Me miraba fijamente, con expresión de odio, pero enseguida desvió la mirada hacia ella, sin ceder terreno.
—¡Es una vergüenza, Delvecchio!
¿Delvecchio? ¿Acaso era ése su nombre de pila?
Dejó con un golpazo la botella de brandy y lo miró. Lamentablemente, yo estaba sentada en el ángulo equivocado para ver exactamente qué clase de mirada le lanzaba.
—¿Una vergüenza? —preguntó ella.
—¡Esas dos depravadas del piso de arriba nos han robado el dinero del medidor de gas del cuarto de baño!
—¿Tienes pruebas? —preguntó.
—¿Pruebas? ¡No necesito pruebas! ¿Qué otra persona de esta casa haría algo así? ¡Fuiste tú quién me pidió que recolectara el dinero de los medidores de gas todos los domingos! —Hizo una mueca—. Eres demasiado alta para llegar hasta allí abajo, me dijiste, ¡pero soy yo quien padece el mal del pato!
La señora Delvecchio emitió un sonido de alborozo y me miró.
—¿Sabes qué es el mal del pato, princesa?
—No —respondí, deseando que se estuviera mofando de Harold.
—Pues tener el culo demasiado cerca del suelo. —Se puso de pie con mucho esfuerzo—. Vamos, Harold, echemos un vistazo.
Sabía que era inútil tratar de convencer a Flo de que saliese de su escondite. Existía la posibilidad de que Harold volviese y, sin duda, ella lo sabía. Percepción extrasensorial. Leí en alguna parte que la están investigando. ¡Maldito Harold! No era más que una treta para echar a perder mi encuentro con la señora Delvecchio Schwartz. ¿Jim y Bob robando monedas del medidor de gas? Ridículo.
Muchas cosas me indicaban que ese viejo reprimido y lleno de odio era un torbellino de emociones negativas. De pronto, recordé una clase impartida por un psiquiatra. Nos habló de los «niños mimados», hombres solteros que se aferraban a sus madres hasta que éstas fallecían, momento en el cual, condenados por su propia ineptitud, caían en las garras de otra mujer dominante. ¿Acaso Harold era un niño mimado? Se ajustaba al modelo. Lo único que esa teoría no explicaba era el odio hacia mí. Por lo general, se trataba de personas bastante inofensivas, y si alguno se ponía violento, solía dirigir la violencia hacia sí mismo; aunque en ocasiones la emprendía con la mujer dominante. Eso según el tipo que nos dio la clase. Lo que había sucedido horas antes indicaba que el odio de Harold no estaba dirigido sólo a mí. Esta vez sus objetivos eran Jim y Bob. Y Jim era otra reina de espadas.
Oí que la señora Delvecchio Schwartz había regresado. Reía a carcajadas.
—¡Cariño! —exclamó irrumpiendo en la sala. Harold venía tras ella con expresión inmutable—. ¡Esto es increíble!
—¿El qué? —pregunté de inmediato.
—Los muy cabrones robaron las monedas del medidor del cuarto de baño; pero no rompieron el candado, sino que cortaron con una sierra las bisagras de la puerta trasera. ¡Parecía intacta! Lo que más me fastidia es que esos gilipollas se tomaran tantas molestias por unos pocos centavos.
—¡Insisto en que eches a esas mujeres, Delvecchio! —exclamó Harold.
—Escúchame —dijo la señora Delvecchio Schwartz entre dientes—. No fueron Jim y Bob, sino Chikker y Marge, del piso de la planta baja que da al frente. Tienen que haber sido ellos.
—Son personas decentes —replicó Harold fríamente.
—¡A ver si te enteras, gilipollas! ¿No oyes cómo la muele a palos cuando vuelve borracha todos los viernes a la noche? ¡Decentes, y una mierda! —Agitó los hombros—. ¡Mira que tomarse toda esa molestia por unas miserables monedas! Ni siquiera puedo hacer que carguen con la culpa; es más, no quiero hacerlo. Al menos no se dedican a la prostitución y, excepto los viernes por la noche, son buenos inquilinos.
—Si tú lo dices —murmuró Harold, a quien estaba claro que Chikker y Marge le traían sin cuidado—. De todos modos, insisto en que te deshagas de ese par de lesbianas. ¡Hasta se atreven a andar en moto! Son muy desagradables, y tú eres una tonta.
—¡Y tú —respondió la señora Delvecchio Schwartz como quien no quiere la cosa—, tú no podrías organizar una orgía gratuita en el 17d! ¡Vete a tomar por culo! ¡Qué te vayas te digo! Y no te molestes en volver a las cuatro. No estoy de humor.
Hizo caso omiso de la orden de marcharse. Estaba demasiado ocupado mirándome con hostilidad. Y yo, incómoda y consciente de que, en realidad, no tenía por qué oír nada de aquello, no quitaba ojo a la enorme Bola de Cristal y a su reflejo invertido de la habitación.
—¿Estás instruyendo a otra charlatana? —se burló Harold.
La señora Delvecchio Schwartz no respondió. Se limitó a agarrarlo del cuello y de la parte trasera de los pantalones para arrojarlo sin esfuerzo al otro lado de la puerta, puesto que no pesaba nada. Oí el ruido que hizo al aterrizar y casi me pongo en pie de un brinco para ir a ver si se había hecho daño, pero desistí. Un buen golpe quizá lo calmaría un poco.
—¡Vete a tomar por culo! —gritó hacia el vestíbulo, y se sentó radiante de satisfacción. Después, dirigiéndose al sofá, dijo—: Ya puedes salir, Flo, Harold se ha ido.
—¿Por qué le tiene tanto miedo? —pregunté mientras sorbía mi brandy y Flo, subida al regazo de su madre, mamaba de su pecho.
—No lo sé, princesa.
—¿No puede convencerla de que se lo cuente?
—No quiere. Y yo no estoy segura de querer saberlo.
—Él no se habrá… No se habrá metido con ella, ¿no? —pregunté.
—No, Harriet, él no haría una cosa semejante. No soy estúpida, de verdad. Es algo espiritual.
—No sabía que hubiera nadie en La Casa al que le molestaran Jim y Bob.
—A Harold le molestan todos.
—¿Es un niño de mamá?
La visión radiológica entró en acción.
—¿Conque ahora eres adivina? Sí, a decir verdad, sí. Ella era lo que yo llamo una inválida profesional: se quedaba acostada en la cama mientras Harold la atendía día y noche. Cuando ella murió, andaba como pollo sin cabeza. No sabía qué hacer. Lo que es peor, ella dejó todo lo que tenía a un primo de su país natal al que no veía desde que eran niños. El primo vendió la casa y Harold no tuvo dónde caerse muerto. Cada centavo que ganaba se lo había gastado en esa vieja egoísta. Así que, cuando vino a preguntarme si tenía alguna habitación para alquilar, me dio lástima. Años atrás había tenido como inquilino a uno de los tipos que enseñan en esa elegante escuela privada donde él trabaja; así fue como Harold se enteró de la existencia de La Casa. Eché las cartas y vi que aquí tenía una tarea importante que desempeñar, por eso lo acepté. Después —dijo con una mirada lasciva—, me enteré de que no sólo parecía una vieja solterona por su forma de ser. Sí, ¡era virgen! Créeme, princesa, tienes que acostarte con un virgen antes de morir.
Yo me moría por decirle que pensaba que Harold era un hombre muy enfermo pero, últimamente, la lengua tiende a meterme en problemas, así que me la mordí y no dije ni una palabra, ni siquiera acerca de cómo me acosaba y cómo me miraba. En cambio dije:
—Está harta de él.
—Estoy hasta la coronilla, princesa.
—Entonces, ¿por qué no se deshace de él?
—No puedo. Las cartas dicen que todavía tiene un trabajo importante que hacer en La Casa y no puedo desobedecerlas. —Llenó el vaso hasta el borde, dio un mordisco al pan con anguila y, mascullando, dijo—: ¿Así que el rey de pentáculos regresó a la Tierra del Curry?
—Hace ocho días. La semana pasada estuve en Bronte.
—¡Guapísimo, el muchacho! Me recuerda al señor Delvecchio, sólo que él era italiano y no tenía ese toque moreno que tenía el tuyo. ¡Pero era orgulloso y apuesto! El rey del mundo, así era el señor Delvecchio. —Suspiró tratando de contener el llanto—. Yo me tendía en la cama y veía cómo se pavoneaba. —Con uno de sus pálidos ojos se burlaba de mí mientras cerraba especulativamente el otro—. ¿Tu primer rey de pentáculos era un hombre de pelo en pecho?
—No. Más bien era como una escultura de marfil.
—Lástima. El señor Delvecchio estaba cubierto de vello. Solía peinarle el pecho y «ya sabes dónde» —rió con ganas—, ¡se le enredaba y se le hacían nudos, princesa, nudos! Una jungla. ¡Me encantaba husmear por esa zona! Lo peinaba con la lengua.
De alguna manera logré mantener la cara seria.
—¿Hace cuánto fue eso?
—¡Oh, es como si hubieran pasado cien años! Unos treinta, en realidad. Pero ¡ahhhhh, lo recuerdo como si hubiera sido ayer! Una siempre se acuerda de hombres así. Ya verás cuando empieces a sumar. Sí, como si hubiera sido ayer. Eso es lo que te mantiene joven.
—¿No tuvieron hijos? —pregunté.
—No. ¿No es extraño? Un hermoso hombre de pelo en pecho como él y ningún hijo. Supongo que fue por mí. Flo llegó con las hormonas.
—¿Qué sucedió con el señor Delvecchio?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Un día agarró y se marchó. Ni siquiera se llevó una maleta. Lo esperé unos días, pero como no volvía eché las cartas y ellas me dijeron que se había ido para siempre. La torre. Los amantes al revés. El ahorcado. El nueve de espadas. El cuatro de bastos invertido. Significa la ruina de la casa, ¿sabes? Pero la reina de espadas (o sea, yo) estaba bien ubicada, así que me quedé tranquila. Una vez lo vi en la Bola de Cristal, bastante tiempo después. Se le veía bien y contento, rodeado de niños. La primera vez que estuvimos juntos me regaló un tapete azul en forma de conejito para el hijo que nunca tuvimos. En fin…
La historia me conmovió profundamente, aunque en su relato no había ni un atisbo de tristeza o autocompasión.
—¡Lo lamento mucho! —dije.
—No tienes por qué, princesa. Cada cosa tiene su fin, eso es todo. Deberías saberlo después de tu semana con la estatua de marfil.
—Supongo que sí.
—¿Tienes roto el corazón?
—Ni siquiera está mellado.
—¿Lo ves? El mar está repleto de peces, mi pequeña Harriet Purcell. No eres de las que sufren penas de amor, sino de las que las causan. No te pareces en nada a mí, excepto en esto. La vida es demasiado buena y el mar está repleto de peces para las que son como nosotras, pequeña Harriet Purcell. Irrompibles.
El brandy de Willie ya no me parecía repugnante y, a decir verdad, cuanto más lo bebía, más me gustaba. Así que, a esas alturas, ya estaba lo bastante desinhibida para seguir con las preguntas.
—¿El señor Delvecchio y usted se divorciaron?
—No fue necesario.
—¿Quiere decir que no estaban legalmente casados?
—Yo no sabría expresarlo mejor. —La señora Delvecchio Schwartz rellenó las copas.
—Pero con el señor Schwartz sí se casó.
—Sí. Gracioso, ¿verdad? Y bastante antes de Flo. ¿Sabes?, con los años una se va haciendo vieja y llega un momento en el que siente frío sin un marido que le caliente los pies.
—¿Eran parecidos el señor Schwartz y el señor Delvecchio?
—Como la noche y el día, princesa, como la noche y el día. Así es como debe ser. ¡Nunca caigas en los mismos errores! Nunca elijas dos veces la misma clase de hombre. En la variedad está la sal de la vida.
—¿Era apuesto?
—En un sentido poético, sí. Ojos oscuros y pelo muy rubio. Una cara linda, fresca y joven. Flo se parece bastante a su papá.
Me invadió una agradable sensación de embotamiento y, tal vez por eso, de pronto en la imagen borrosa de la señora Delvecchio Schwartz entreví cómo había sido treinta o cuarenta años atrás. Ni bella ni hermosa, pero sí atractiva. Los hombres debían de sentirse como sir Edmund Hillary en la cima del monte Everest al escalar sus alturas.
—Lo quería mucho… —afirmé.
—Sí. Siempre se ama a los que no van a llegar a viejos —dijo con ternura—. El señor Schwartz no llegó a viejo. Era veinticinco años menor que yo. Un agradable caballero judío.
Quedé boquiabierta.
—¿Murió?
—Sí. Una mañana ya no se despertó. Una excelente manera de terminar, princesa. Insuficiencia cardíaca, dijeron los investigadores. Tal vez. Pero las cartas dijeron que, de no haber sido por eso, habría sido por otra cosa. Un autobús o una picadura de abeja. No puedes escapar de la vieja dama de la guadaña cuando te llega la hora.
Aparté mi vaso.
—Si no me marcho ahora, señora Delvecchio Schwartz, empezaré a armarme un lío. —Después se me ocurrió una pregunta más—. Harold la llama Delvecchio, pero ése no es su nombre de pila. Si me permite la pregunta, ¿cuál es su nombre?
—Extraña forma de referirse al nombre, teniendo en cuenta que la mayor parte del mundo no es cristiana —dijo sonriendo socarronamente—. Dejé de usar mi nombre hace años. Mi encanto está en Delvecchio Schwartz.
—¿Y el mío está en Harriet Purcell? —pregunté.
Me pellizcó la mejilla.
—Todavía no lo sé, princesa. —Se estiró—. ¡Ah, qué alivio! ¡Nos libramos del cretino de Harold esta tarde!
Bajé a mi piso, me desplomé en la cama y dormí dos horas. Cuando me desperté, hace un rato, me sentía estupenda. Hoy he aprendido mucho de mi casera. ¿Flo? ¿Hormonas? ¡Rayos! Sabía que me olvidaba de algo.