Viernes, 29 de abril de 1960

Me gusta Joe Dwyer, el muchacho que trabaja en la licorería de Piccadilly. Esta noche pasé por allí a comprar un litro de brandy para mi sesión del domingo por la tarde con la señora Delvecchio Schwartz. Me envolvió la botella en una bolsa de papel de estraza y me la entregó con una sonrisa.

—Para la tigresa adivina del piso de arriba —dijo.

Comenté que, por su afirmación, parecía conocerla muy bien y él se echó a reír.

—Oh, es uno de los grandes personajes del Cross —respondió—. Se podría decir que la conozco desde hace siglos.

Algo en su voz me sugirió que la conocía en el sentido bíblico de la palabra y entonces me asaltó la duda de cuántos de los hombres, mayores y no tan mayores, que conocía la señora Delvecchio Schwartz habían sido amantes suyos. Siempre que veo al tímido y sombrío Lerner Chusovich, que nos prepara las anguilas ahumadas y, de vez en cuando, come con Klaus, lo escucho hablar de nuestra casera con tierna añoranza. Las razones por las que ella elige a sus hombres no tienen nada que ver con las que aduciría cualquier otra persona. Ella tiene sus propias normas.

Como en el piso de arriba el lavabo y el cuarto de baño están en piezas diferentes, suelo usar este último porque prefiero una ducha a un baño de inmersión. Debido a mi extraño horario de trabajo, cada vez que necesito darme una ducha, el resto de los habitantes de La Casa están fuera o inmersos en sus actividades vespertinas, así que no molesto a nadie. A decir verdad, un solo cuarto de baño no es suficiente para una casa de cuatro pisos. Nadie baja al lavadero.

¡Al grano, Harriet! Harold. El cuarto de baño y el lavabo de arriba están ubicados entre el dominio de Harold, que está justo encima de mi sala, y la habitación y la cocina de la señora Delvecchio Schwartz, que jamás he visto porque siempre están cerradas. Parece saber exactamente cuándo llego, aunque juro que camino sin hacer el menor ruido y, además, nunca salgo a la misma hora, gracias a las irregularidades del Servicio de Radiología de Urgencias. Cada día me lo encuentro allí, en la entrada, que siempre está sumida en la oscuridad (la bombilla parece fundirse todos los días, aunque cuando se lo comenté a la señora Delvecchio Schwartz me miró sorprendida y me respondió que a ella le funcionaba). ¿Significa eso que Harold las saca del portalámparas cuando sus antenas le indican que estoy al caer? Se puede ver porque la luz del cuarto de baño está siempre encendida y la puerta queda entreabierta; pero el pasillo está lleno de recovecos muy oscuros y cada vez que subo la escalera me lo encuentro parado en alguno de ellos. Nunca dice nada, simplemente se queda allí, camuflado en la pared, y me mira con sus ojos llenos de odio. Debo confesar que yo ando con pies de plomo, lista para esquivarlo si se me echa encima con un cuchillo o con un trozo de cuerda para tender la ropa.

¿Por qué no me conformo con darme un baño en el piso de abajo? Será porque tengo una fuerte veta testaruda, o tal vez sería más correcto decir que porque temo más a la cobardía que al propio Harold. Si me doy por vencida y me quedo sin ducha, le estoy diciendo a Harold que le tengo demasiado miedo como para invadir su territorio, y eso le da cierta ventaja sobre mí. Deja mi poder en sus manos. Eso sí que no, no puedo permitirlo. De manera que subo a ducharme y hago como si Harold no estuviera agazapado en la oscuridad y como si yo no fuera el único blanco de su maldad.