Lunes, 25 de abril de 1960 (el día de ANZAC)

Hace casi dos semanas que no saco el cuaderno de ejercicios de mi morral. Hoy tuvimos que trabajar aunque era fiesta oficial, pero no hubo mucho que hacer, así que salí a mi hora.

Cuando entré en el piso todavía olía a especias: macis, cúrcuma, cardamomo, fenogreco, comino. Qué palabras tan exóticas. Me senté a la mesa, lloré un poco por el silencio y los olores y busqué mi cuaderno.

El viernes después de que Pappy me comentara su teoría acerca del matrimonio feliz y de que yo le dijera a Chris que lo que necesitaba era un buen polvo fue Viernes Santo. Sin embargo, en Cross, el Viernes Santo no es muy diferente de los demás viernes. Un día normal. Toby, Pappy y yo fuimos al Apollyon, un café que está en un sótano. Es demasiado intelectual para mi gusto (parece que todos fueran a jugar al ajedrez), pero a Pappy le encanta y Toby pensaba que podría encontrar a su amigo Martin allí. Rosaleen Norton bajó la escalera con su amigo poeta Gavin Greenless. Era la primera vez que veía a la Bruja del Cross. Mi conclusión es que no asusta demasiado a nadie; se arregla para dar un aspecto satánico —cejas negras y puntiagudas, carmín intenso, ojos y pelo negro y base de maquillaje blanco brillante—, sin embargo yo no siento que de ella emane ningún efluvio diabólico, como diría la señora Delvecchio Schwartz.

Entonces llegó Martin del brazo de un chico despampanante. Hasta los más fervientes ajedrecistas dejaron de jugar para mirarlo. Lo mismo hicieron Rosaleen Norton y Gavin Greenless. Yo estaba absorta y casi me muero de gusto cuando los recién llegados se acercaron a nuestra humilde mesa.

—¿Os molesta que nos sentemos con vosotros? —dijo Martin ceceando.

¿Molestar? No pude hacer correr mi silla para hacerles sitio con la rapidez deseada. Aunque Martin es un insolente y clamoroso miembro de la comunidad homosexual del Cross, no cecea porque sea afeminado, sino porque no tiene dientes. Es una de esas extrañas personas que se niegan rotundamente a consultar al dentista.

—Éste —dijo, haciendo una graciosa seña con la mano en dirección del Adonis sonriente— es Nal. Me está resultando prácticamente imposible seducirlo. Estoy exhausto de tanto intentarlo.

—¿Cómo estáis? —preguntó, con acento de Oxford, el difícil de seducir antes de sentarse frente a mí—. Mi nombre completo es Nal Prarahandra, soy doctor en medicina y vengo a pasar una semana en Sydney para participar en el Congreso de la Organización Mundial de la Salud.

¡Era tan hermoso…! Nunca había pensado en los hombres como criaturas hermosas, pero no encuentro otra palabra más adecuada para describirlo. Tenía las pestañas largas, espesas y enmarañadas como las de Flo; las cejas, sobre sus órbitas perfectamente arqueadas, parecían dibujadas al carboncillo y sus ojos eran negros, transparentes, lánguidos. La nariz tenía un buen caballete y era levemente aguileña; la boca era carnosa, aunque no excesivamente. Un hombre alto, de hombros anchos y cadera estrecha. Adonis. Me quedé observándolo como un pueblerino a su reina.

Se estiró por encima de la mesa, tomó mi mano y la giró para examinar la palma.

—Eres virgen —dijo en voz muy baja. Tuve que leerle los labios.

—Sí —contesté.

Toby tenía a Martin parloteándole al oído, pero no me quitaba ojo y parecía enfadado. Pappy le apoyó una mano sobre el brazo y él la miró. Su enfado se desvaneció y le sonrió. ¡Pobrecito Toby!

—¿Vives en un lugar apropiado? —susurró Nal.

—Sí —respondí.

Cuando se puso de pie, todavía tenía mi mano entre las suyas.

—Entonces, vamos.

Y nos fuimos, sin más. No sentí la más mínima tentación de pegarle, pero sospecho que Toby sí. Me imagino que estaría preocupado al ver que me marchaba con un extraño.

—¿Cómo te llamas? —preguntó cuando salimos a las luces y el estruendo del Cross.

Se lo dije. Mi mano todavía seguía entrelazada entre las suyas.

—¿Cómo rayos te fuiste a juntar con Martin? —inquirí mientras atravesábamos la calle William.

—Éste es mi primer día en Sydney y todos me dijeron que debía ir a Kings Cross. Cuando Martin me abordó, yo estaba contemplando un interesante escaparate y como me resultó divertido, acepte acompañarlo. Sabía que me llevaría hasta alguien que me gustara y no me equivoqué —dijo, esbozando una sonrisa no tan agradable como la del doctor Forsythe. Creo que es porque una belleza tan singular como la suya no está diseñada para sonreír.

—¿Por qué precisamente yo? —pregunté.

—¿Por qué precisamente tú, Harriet? Todavía no estás del todo despierta, pero tienes mucho potencial. Además, eres muy bonita. Me dará mucho gusto enseñarte algo acerca del amor y tú aportarás un placer memorable a mi estancia en Sydney. No nos conoceremos lo suficiente para llegar a sentir amor verdadero así que, cuando nos separemos, lo haremos como buenos amigos.

Creo que Pappy y yo no somos muy parecidas, porque en mi caso no siento la necesidad de escribir todos los detalles morbosos. Sólo diré que me hizo el amor por primera vez en la bañera de la lavandería (¡gracias a Dios había tenido tiempo de pintarla con esmalte carmesí para bicicletas!). Y que fue maravilloso, tierno, considerado y todas esas cualidades que, según dicen, debería tener el primer amor. Le fascinaron mis pechos y a mí me encantaron las atenciones que tuvo para con ellos, pero supongo que lo mejor de todo fue su sensualidad. Me hizo sentir que realmente estaba gozando con lo que hacíamos, aunque todas sus acciones iban dirigidas a mí y a mis sensaciones. Como yo no era completamente ajena a los distintos aspectos del acto sexual, especialmente después de haber vivido casi cuatro meses en La Casa, me atrevería a decir que pude apreciarlos, hombre y acto, mucho más que las vírgenes de antaño. ¡Para ellas debe de haber sido una experiencia de lo más traumática!

Esa noche se mudó a mi departamento y se quedó conmigo toda la semana, con el consentimiento de la señora Delvecchio Schwartz. Supongo que debe de ser la casera con la mente más abierta de Sydney. Cuando Flo bajó a casa, el domingo por la tarde, su mudez lo fascinó. Le dije que su madre aseguraba que hablaba con ella, cosa que él dudó mucho.

—Se comunicarán a otro nivel —dijo cuando conoció a la señora Delvecchio Schwartz, que vino a buscarla después de atender a Harold durante las habituales dos horas—. La madre es una mujer extraordinaria. Muy poderosa y con un alma muy antigua. Los pensamientos son como aves que pueden volar a través de objetos sólidos. Creo que Flo y su madre hablan sin palabras.

Hablar sin palabras. Bueno, Nal, que es psiquiatra, y yo, hicimos bastante de eso entre nosotros. Pese a su extraño modo de ver las cosas, me enamoró y pienso que yo le gusté a él, más allá del sexo. También hablamos bastante con palabras.

Me enseñó a preparar dos platos hindúes, una korma y un curry vegetal, y se tomó la molestia de explicarme que el auténtico curry no se hace con nuestro «curry en polvo», porque cada plato requiere una selección diferente de hierbas y especias. El domingo por la mañana fuimos al mercado de Paddy y compramos macis, cúrcuma, cardamomo, comino, fenogreco y ajo. Creo que la comida india no se puede comparar con el solomillo Stroganoff o la ternera Piccata de Klaus, pero supongo que lleva un tiempo acostumbrar las papilas a los sabores extranjeros.

El único tema en el que no estuvimos de acuerdo fue Pappy. ¿No es extraño? Todo lo que dijo fue que era una típica mestiza. Al parecer, los hindúes tienen tantos prejuicios como los viejos australianos. Él, por supuesto, pertenece a una casta bastante alta. Su padre es una especie de maharajá. Me contó que su matrimonio ya lo habían concertado sus padres, pero que, por el momento, la novia era demasiado joven para casarse. Yo ya conocía la respuesta a la pregunta que ni siquiera me molesté en hacerle: si una vez casado seguiría buscando mujeres como yo cada vez que estuviera fuera de su país. En fin, ellos tienen sus costumbres y nosotros las nuestras. Seguramente su esposa no malpensará de él; así que ¿por qué habría de hacerlo yo?

Todas las noches esperaba sentado en uno de esos horrendos sillones plásticos de la sala de Urgencias, leyendo el Mirror hasta que yo salía y cerraba la puerta. Entonces él se ofrecía a llevarme el morral y nos íbamos juntos a casa, dejando a nuestro paso un tendal de deliciosas habladurías. La Hermana de Urgencias trabaja en el turno de la mañana, como Chris, pero estoy segura de que la Hermana Herbert, que está a cargo del turno de la noche, las habrá puesto al corriente de lo nuestro. Chris me dedicó algunas miradas extrañas, pero nuestra relación ha mejorado muchísimo después de mi arrebato. Además, está empezando a salir con Demetrios. Seguramente tendrán unos hijos preciosos, de sangre anglosajona sazonada con un toque de exotismo; siempre y cuando ella no se eche atrás. La Hermana de Urgencias los mira con desdén y a ella la envenena sutilmente con sus comentarios. Al fin y al cabo, si Chris se casa tendrá que buscarse otra compañera de departamento, ¿no?

Nal regresó a Nueva Delhi el sábado pasado, al amanecer. No soportaba la idea de pasar el fin de semana sola en La Casa, así que me refugié en el sillón de la sala de Bronte hasta esta mañana. Mamá me miró con severidad, pero no dijo una palabra. Y yo tampoco.

Cilantro. Me olvidaba del cilantro. Desde detrás de la mampara me llegó una ráfaga de cilantro. Nal tenía razón. No nos conocimos lo suficiente para desarrollar una gran pasión y nos despedimos como buenos amigos, mi primer rey de pentáculos y yo.