Domingo, 28 de febrero de 1960

Mañana puedo proponer el matrimonio a cualquier tío que me guste, porque estamos en año bisiesto; febrero tiene veintinueve días. ¡Vaya suerte!

Hoy conocí a Klaus, que no fue a pasar el fin de semana a Bowral. Es un tipo regordete, de cincuenta y pico, con unos enormes ojos redondos color celeste. Me contó que había sido soldado del ejército alemán durante la guerra, donde trabajaba como oficinista en un depósito cerca de Bremen. Así que fueron los ingleses los que lo confinaron en un campo en Dinamarca. Le dieron a elegir entre Australia, Canadá o Escocia. Él eligió Australia porque era el más lejano de todos. Trabajó dos años como empleado del gobierno y después volvió a hacer lo que siempre había hecho: orfebrería. Cuando le pregunté si estaría dispuesto a enseñarme a cocinar, se le iluminó la cara y dijo que lo haría encantado. Habla tan bien el inglés que su acento parece casi americano. Además, no lleva ningún tatuaje de las SS en los brazos; lo sé porque lo vi en camiseta colgando la ropa. Ahí tienes, David Murchison, tú y tus obtusos prejuicios contra los «nuevos australianos». Klaus y yo acordamos una cita para el miércoles que viene a las nueve de la noche que, según me aseguró, no era demasiado tarde para un europeo. Yo estaba segura de que para esa hora ya estaría de vuelta en casa aun cuando el sector de Urgencias fuera un infierno.

El viernes por la noche pasé por la licorería de Piccadilly a comprar un litro de brandy del barato a Joe Dwyer. Nos estamos haciendo amigos, ahora que el brebaje no me sabe tan mal. Esta tarde subí a llevárselo a la señora Delvecchio Schwartz, que nos recibió, a la botella y a mí, con gran entusiasmo. Me fascina esa mujer y quiero saber mucho más de ella.

Mientras Flo agarraba todos sus lápices de colores y se ponía a dibujar garabatos sin sentido en una parte de la pared recién pintada del interior de la casa, nosotras nos sentamos en el balcón a tomar el aire, húmedo y salado, con nuestros vasos de queso Kraft, un plato de anguila ahumada, una rebanada de pan, medio kilo de mantequilla y todo el tiempo del mundo (o, al menos, eso parecía). En ningún momento me dio la impresión de que estuviese esperando a otra visita, ni trató de apresurar mi partida. Sin embargo, observé que no le quitaba ojo a Flo, sentada desde donde podía observar cómo garabateaba, y asentir y gruñir cada vez que la pequeña duendecilla se volvía hacia ella con su mirada inquisidora.

Yo parloteaba acerca de mi persistente virginidad, de David, de la desilusión que me había llevado con el beso baboso de Norm. Ella me escuchaba como si lo que dijera fuera importante y me aseguró que la ruptura de mi himen estaba al llegar porque lo había visto en las cartas.

—Otro rey de pentáculos, otro médico —dijo, mientras se preparaba un bocadillo de anguila, pan y mantequilla—. Está al lado de tu reina de espadas.

—¿Reina de espadas?

—Sí. Reina de espadas. Salvo Bob, todos somos reinas de espadas en La Casa, princesa. ¡Fuertes! —Continuó hablando del rey de pentáculos—. Un barco que pasa en la noche. Eso es muy bueno, princesa. No te vas a enamorar de él. Es horrible hacerlo la primera vez con alguien del que crees estar enamorada. —En su cara se dibujó una expresión en la que se mezclaban la maldad, el regocijo y la suficiencia—. La mayoría de los hombres —agregó despreocupadamente— no son muy buenos en eso, ¿sabes? Oh, sí, alardean mucho, pero eso es lo único que saben hacer, créeme. Verás, los hombres son distintos de nosotras en muchas cosas, y no solamente porque tienen pito, jo, jo, jo. Necesitan correrse. Tienen que vaciar la vieja pistola de carne, si no se vuelven locos. Eso es lo que mueve a los pobres idiotas como ratas a la alcantarilla. —Suspiró—. Sí, como ratas a la alcantarilla. En cambio, para nosotras no es una necesidad, así que es todo un poco… no sé… menos importante. —Resopló, exasperada—. No, «importante» no es la palabra exacta.

—¿Compulsivo? —sugerí.

—¡Bingo, princesa! Compulsivo. De manera que si tu primera vez es con alguien que te parece un pipiolo, sin duda te desilusionarás. Búscate un tipo con mucha experiencia al que le guste tanto complacer a las mujeres como aliviar su carga. Además, ese tipo está ahí, en tus cartas, te lo aseguro.

Por fin me decidí a hablarle de la desilusión que se había llevado mi familia, pese a que ella tenía bastante que ver en aquello (es capaz de soportar estoicamente las críticas), y del barco con los banderines rotos.

Mientras hablábamos, ella acariciaba las cartas como si fueran sus amigas. De vez en cuando daba la vuelta a una de ellas y la deslizaba nuevamente en la baraja; parecía un tanto ausente. Entonces me preguntó si yo estaba a bordo del barco o en la orilla. Le respondí que en la orilla, definitivamente en la orilla.

—Bien, bien —observó complacida—. No eres tú la que está perdida, princesa. Y jamás lo estarás. Tienes los pies bien plantados en la tierra, como un viejo eucalipto. Ni un hacha podría derribarte. Tú no eres de las que se dejan llevar por la corriente, como le sucede a nuestra Pappy. Ella es como una brizna de hierba a merced del viento. En cambio tú traes luz a La Casa, Harriet Purcell, traes luz. Hacía tiempo que te estaba esperando. —Bebió el último sorbo de brandy y se sirvió otro. Después barajó las cartas y comenzó a colocarlas frente a mí.

—¿Todavía sigo ahí? —pregunté con egoísmo.

—Grande como la vida y doblemente hermosa, princesa.

—¿Me enamoraré alguna vez?

—Sí, sí; pero no todavía, no te apresures. Sin embargo, veo millones de hombres. ¡Ah, aquí está el otro médico! ¿Ves? Es éste, el rey de pentáculos que siempre me sale para ti. Jo, jo, jo…

Espera, todo llegará. Me preguntaba qué querría decir con eso del rey de pentáculos, pero ahora lo sé.

—Éste es un tipo muy refinado, más melindroso que Harold. Tiene un montón de títulos y no está en la flor de la juventud, como se suele decir.

El corazón se me aceleró al pensar que podía ser el señor Duncan Forsythe, el ortopeda. No, seguro que no. ¿Un jefe de servicio con una insignificante técnica en radiología? Ni en sueños. Sin embargo, la escuché con la misma atención que Chris Hamilton hubiera prestado a un ministro que supervisara sus votos matrimoniales.

—Veo una esposa y dos hijos adolescentes. Montones de dinero en la familia. No necesita trabajar, pero trabaja de sol a sol porque es lo único que lo mantiene a flote. La mujer es una arpía, así que lo único que él recibe cuando llega a casa es un plato de comida caliente. No acostumbra a flirtear, pero está totalmente prendado de ti el pobre infeliz.

No importa lo que dijeran las cartas, era mentira. Sólo había visto al señor Forsythe una vez. La señora Delvecchio Schwartz me dedicó una sonrisa picara sin dejar de barajar.

—Eso es todo lo tuyo. Ahora echémosle un vistazo al resto. ¡Ah! ¡También veo un hombre para Pappy! Éste tampoco es joven y tiene tantos títulos como el tuyo. ¡Dios mío! Pero ¿qué es esto? ¡Mierda!

Se detuvo, frunció el ceño y analizó las cartas. Sacó otra, gruñó y meneó la cabeza, con lo que me pareció un aire de tristeza. Pero no me dio ninguna información.

—Toby está atrapado en una red que él no tejió —dijo cuando volvió a la baraja—, pero se va a librar de ella dentro de un tiempo. Es buen tío, Toby. —Al ver la siguiente carta emitió un fuerte resoplido—. ¡Ésa soy yo, la reina de espadas! Bien plantada. Sí, sí. Los sigo mandando a todos al infierno.

Yo me estaba empezando a aburrir. Probablemente, porque casi nunca me decía qué significaba cada carta, ni cómo cuadraba cada una en el panorama general. Pero, cuatro o cinco cartas después de la reina de espadas, sacó una en la que una figura yacía postrada con diez espadas clavadas en la espalda. Era imposible determinar el sexo. Apenas la vio, se sobresaltó, se estremeció, y bebió un trago de brandy.

—¡Joder! —murmuró—. Otra vez el maldito diez de espadas junto a Harold.

Yo estaba tan ocupada derritiéndome de placer que apenas escuchaba lo que decía. ¡Había usado la Gran Palabra tabú y ni se inmutó! Pero como no podía hacer ningún comentario al respecto, le pregunté el significado del diez de espadas.

—Si tú eres la reina de espadas, princesa, ésa es la carta de la muerte. En cambio, si eres la reina de otro palo (bastos, pentáculos o copas), probablemente sólo signifique la ruina. Y Harold está al lado de esa carta. Siempre al lado.

La piel que rodeaba mi boca se me adormeció y la miré aterrorizada.

—¿Estás viendo tu propia muerte? —pregunté.

Ella soltó una risotada.

—¡No, no! Para nada, princesa. ¡Nunca puedes ver tu propia muerte y ese tipo de cosas! Las cartas son mudas como una momia dentro de su tumba cuando se trata del futuro del que las echa. Lo que me desconcierta es que no sé por qué Harold y el diez de espadas están juntos. Siempre han aparecido así los dos desde la víspera de Año Nuevo.

Harold aparecía invertido. «El rey de bastos invertido», había dicho la señora Delvecchio Schwartz. Supongo que cuando una carta aparece así tiene el significado opuesto a las que salen del derecho. Pero ¿por qué era tan importante este Harold? No estaba dispuesta a preguntárselo.

Flo dejó los lápices de colores y vino hacia donde estábamos nosotras. Cuando pasó junto a mí me rozó el brazo con su mejilla aterciopelada y, en lugar de trepar al regazo de su madre para que le diera el pecho, tomó el vaso de brandy y bebió un sorbo. Yo me quedé pasmada.

—Oh, deja que lo beba —intervino la señora Delvecchio Schwartz que me leyó el pensamiento como quien lee un libro—. Es domingo y sabe lo que le espera.

—Pero se puede volver alcohólica —exclamé.

Mi afirmación desencadenó una sonora pedorreta.

—¿Quién? ¿Flo? ¡Noooo! —respondió con una sorprendente falta de preocupación—. Ni las cartas ni su horóscopo dicen nada de eso, princesa. El brandy no es una simple bebida alcohólica, es medicina para el alma. —Me lanzó una mirada lasciva—. Además, les mantiene el miembro firme a los hombres. Si toman cualquier otra bebida fuerte, o cerveza, se les vuelve flácido como un calcetín mojado colgado en el tendedero.

Lo que vino después sucedió tan rápido que casi ni lo vi. Flo se estremeció y saltó, lanzó por los aires el vaso medio vacío de brandy y salió disparada como si el mismísimo diablo viniera tras ella; luego entró en la sala y se metió debajo del sofá.

—Ay, mierda, ahí viene Harold. —La señora Delvecchio Schwartz suspiró, se levantó y fue a buscar el vaso, que estaba intacto. Yo, todavía estupefacta por el arranque de Flo, la seguí desde el balcón hasta la sala.

Harold entró en la sala. Era delicado, como un viejo y acartonado bailarín de ballet. Cada paso que daba estaba calculado, como si le hubiera sido marcado en una coreografía, Era un hombrecillo encorvado y descolorido que estaba a las puertas de los sesenta, y nos observaba malignamente por encima de las gafas apoyadas sobre su delgada y puntiaguda nariz. Sin embargo, el foco de aquella terrible mirada era yo, no la señora Delvecchio Schwartz. No sé muy bien cómo describir eso que jamás había visto antes, ni siquiera en pacientes dementes con tendencias homicidas. ¡Me miraba con mucho odio, mucho veneno! De pronto, recordé que la señora Delvecchio Schwartz había dicho que yo también era una reina de espadas. Y se me ocurrió que tal vez era mi muerte la que veía en las cartas. O la de Pappy. O la de Jim.

Ella no pareció percatarse de que algo iba mal.

—Éste es Harold Warner, Harriet —anunció con voz grave—. Mi querido.

Balbuceé algo amable que él respondió asintiendo con gesto frío y luego apartó su mirada como si no soportara verme un segundo más. Si no fuera porque mido casi metro ochenta, juro que me hubiera escondido con Flo debajo del sofá. ¡Pobrecilla! Era evidente que Harold le causaba la misma impresión que a mí.

«Mi querido.» ¡Por eso todo el mundo quería saber si ya había conocido a Harold!

Ambos se marcharon de la habitación, él delante y ella detrás, guiándolo como un perro pastor a un cordero descarriado. Seguramente iban a la habitación de ella. O quizás al piso de Harold, que estaba justo encima de mi sala. Cuando advertí que no regresarían, me acosté en el suelo, levanté la desgastada funda del sofá y observé un par de enormes ojos que brillaban en la penumbra como balizas de vidrio incrustadas al borde del camino. Tardé un rato en convencer a Flo de que saliera, pero al final se deslizó por el linóleo como un cangrejo hasta llegar a mí y se prendió de mi cuello con ambos brazos. La acomodé distribuyendo el peso sobre la cadera y la miré.

—Bueno, angelito —dije acariciándole el pelo suelto—, ¿qué te parece si bajamos a mi piso y ordenamos tus lápices de colores?

Así que entre las dos los recogimos del suelo. Debían de ser más de cien, y no eran lápices de colores baratos de los que usan los niños en general: eran alemanes, de calidad profesional y de todos los colores. Podría haberse comprado un vestido nuevo cada día durante toda una semana con lo que le deben de haber costado a su madre.

Esa tarde aprendí mucho acerca de Flo. No habla (al menos en mi presencia), pero tiene la mente clara, despierta y es inteligente. Plisamos unos cartones para hacer bandejas con surcos. Le pedí que tomara todos los lápices verdes, y me obedeció. Después, le dije que los ordenara en la bandeja por colores y la observé mientras trataba de decidir si un amarillo verdoso pertenecía a los verdes o no. Separamos los rojos, los rosas, los amarillos, los azules, los marrones, los grises, los violetas y los naranjas y nunca se equivocó. No era difícil darse cuenta de que se estaba divirtiendo de lo lindo, puesto que al rato empezó a tararear una canción con la boca cerrada, una bella melodía que canturreó sin ayuda de la lengua ni los labios. No intentó ni una sola vez garabatear en mis paredes como yo temía. Nos sentamos en dos sillas y comimos ensalada de patatas, coleslaw y lonchas de jamón. Bebimos limonada y después nos acostamos juntas en mi cama y echamos una siesta. Cada vez que me giraba, ella se aferraba a mi pierna y se movía conmigo. Nunca había sido tan feliz como esa tarde que pasé con Flo, conociendo un poco de su mundo. Mientras tanto, su madre, esa increíble masa de contradicciones, se divertía en una cama del piso de arriba con un hombre muy enfermo. ¿Qué habría hecho Flo los otros domingos por la tarde? Era evidente, por lo que había dicho la señora Delvecchio Schwartz, que la cita con Harold era cosa de todas las semanas. El diez, de espadas, la reina del mismo palo, la muerte.

Subí a Flo cuando escuché que la madre llamaba a su angelito. La pequeña corrió sin soltarse de mi mano y saludó a su madre sin emitir signo alguno de resentimiento por haber sido abandonada durante dos horas. Las deje solas. La mente me daba vueltas, el corazón me dolía. Cuando cerré la puerta de su casa, eché un vistazo al oscuro corredor con una sombra de terror que me invadía. Allí, en la oscuridad, estaba Harold agazapado. Me dio la sensación de que había logrado mimetizarse con la pared, con garabatos en la mitad inferior y un turbio color crema en la parte superior. Nuestras miradas se cruzaron y la boca se me secó ¡El odio! Era palpable. No podía bajar más rápido la escalera y eso que sólo me había alcanzado con los ojos.

Ahora, aunque ya debería de estar en la cama desde hace rato, sigo aquí, sentada a la mesa, con la piel de gallina. ¿Qué le he hecho yo a ese horrible hombrecillo para merecer tanto odio? ¿Y quién es la reina de espadas en cuestión, la señora Delvecchio Schwartz, Pappy, Jim o yo?