Sábado, 6 de febrero de 1960

Golpéate la cabeza contra una pared de ladrillos, Harriet Purcell, hasta que el cerebro que llevas dentro empiece a pensar. ¡Qué tonta eres! ¡Qué estúpida!

Esta mañana Pappy y yo fuimos de compras, armadas con nuestras bolsas de malla y nuestros monederos. Los sábados por la mañana es casi imposible moverse entre la cantidad de gente que hay en Darlinghurst Road, aunque en Cross nadie pasa desapercibido. Una mujer de extraordinaria belleza avanzaba majestuosamente con un caniche teñido de color salmón atado a una correa de falsos diamantes, toda ella ataviada con seda y cabritilla en tono salmón. Llevaba el pelo teñido del mismo color que el del perro.

—¡Uf! —suspiré mientras la observaba.

—Está bueno el tío, ¿eh? —preguntó Pappy con una sonrisa maliciosa.

—¿El tío?

—Más conocido como Lady Richard. Un travestido.

—¡Un invertido, querrás decir! —exclamé perpleja.

—No, le ha dado tan fuerte por la moda que se ha vuelto asexual. De todas formas, muchos travestidos son heterosexuales. Simplemente les gusta la ropa de mujer.

Y así fue como empezó la conversación. Aunque no me había cruzado mucho con Pappy en La Casa, nos veíamos a menudo durante la semana, así que creía conocerla. Pero en verdad no la conozco en lo más mínimo.

Me dijo que ya era hora de que tuviese mi primera experiencia, y me mostré totalmente de acuerdo. Pero Norm, el agente de la brigada antivicio, besaba pésimamente (me ahogó en un mar de baba). Después de tomarnos unas cervezas nos despedimos en los mejores términos, pero ambos sabíamos que no iba a suceder nada más. Y, aunque tampoco podía decírselo a Pappy de manera directa, Toby Evans ya estaba pillado. Es una lástima. Me atrae mucho, además tiene todo el aspecto de tener experiencia en la cama. Eso era precisamente lo que me decía Pappy mientras caminábamos, que mi Primera Vez no podía ser con un insensible, un ignorante, un estúpido o un egoísta.

—Debe tener experiencia, ser tierno y considerado —dijo.

Yo me eché a reír.

—¡Habla la experta! —exclamé entre carcajadas.

Pues resulta que sí es una experta.

—Harriet —respondió un tanto exasperada—, ¿acaso no te has preguntado por qué no me ves casi nunca los fines de semana?

Le contesté que sí, pero que suponía que era porque estaba muy ocupada estudiando.

—¡Ay, Harriet, qué inocente eres! —exclamó—. Los fines de semana me los paso acostándome con hombres.

—¿Hombres? —pregunté pasmada.

—Sí, hombres.

—¿En plural?

—En plural.

¿Qué más se puede decir después de eso? Estaba tratando de encontrar una respuesta cuando entramos en la calle Victoria.

—¿Porque?

—Porque busco algo.

—¿El amante perfecto?

Sacudió la cabeza con tanta vehemencia como si prefiriera sacudirme a mí en su lugar.

—¡No, no, no! No tiene nada que ver con el sexo. Se trata de algo espiritual. Supongo que estoy buscando mi alma gemela.

Estuve a punto de decirle que la podía encontrar en la buhardilla salpicando pintura sobre un lienzo, pero me mordí la lengua y no lo hice. Cuando llegamos, había un muchacho joven sentado en la escalera. Pappy esbozó una pequeña sonrisa de disculpa mientras él se ponía de pie, así que me apresuré a entrar antes que ellos y me dirigí a mi apartamento rosa, donde me desplomé en una silla para recuperar el aliento. ¡Así que eso era lo que había querido decir Norm, el agente de la brigada antivicio, cuando dijo que Pappy no cobraba! Sin duda se había acostado con él también.

Es hora de que establezcas tus prioridades, Harriet Purcell. Todo lo que te han inculcado desde niña pende de un hilo. Pappy no entra en la categoría de «muchacha decente» y, sin embargo, es la mejor de las que conozco. Pero las muchachas decentes no andan por ahí haciendo favores sexuales a troche y moche. Sólo las prostitutas lo hacen. ¿Pappy una prostituta? ¡Eso sí que no! Soy el único miembro del grupo Bronte-Bondi-Waverley que todavía no ha tenido relaciones ni una vez, pero Merle, por ejemplo, no se considera una prostituta a pesar de lo que hace. ¡Los cambios emocionales que tuve que presenciar cada vez que Merle se enamoraba! El entusiasmo, la furia, las dudas, la desilusión final. Y una vez, aquellos terribles días en los que se le había atrasado la regla; cuando por fin le vino, yo también sentí un gran alivio. Si hay algo que nos mantiene en el buen camino es el miedo al embarazo. Las personas que abortan utilizan agujas de tejer, pero a cambio su reputación queda arruinada. Lo que suele ocurrir es que la interesada desaparece repentinamente durante cuatro meses, o se organiza una boda relámpago y el bebé resulta ser «prematuro». Sin embargo, por más que la muchacha en cuestión decida irse a un hogar de acogida durante cuatro meses y después dar al bebé en adopción o casarse con el padre, los chismes la perseguirán el resto de su vida. «Se casó de penalti» o «Bueno, ya sabemos lo que pasó, ¿no? Va de aquí para allá con cara larga, el tío desaparece, le crece la barriga y, de pronto, se va un par de meses a visitar a la abuela que vive en el oeste de Australia. ¿A quién cree que engaña, eh?».

Creo que nunca tuve nada que ver con ese tipo de comentarios maliciosos, pero forman parte de la vida de cualquier muchacha. Y en cambio, ahí está Pappy, a quien tanto aprecio, jugando con fuego en todos los sentidos; arriesgándose a quedar embarazada, a contagiarse algo o, incluso, a ser maltratada. ¡Recurrir al sexo para encontrar el alma gemela! ¿Cómo es posible conocer el alma de un hombre a través del sexo? El problema es que no tengo ninguna respuesta. Lo que sí sé es que no puedo pensar nada malo de Pappy. ¡Oh, pobre Toby! ¿Cómo se sentirá? ¿Se habrá acostado con él? ¿O será el único que no le interesa? Ya, no sé por qué se me ocurre eso, pero es lo que pienso.

No lograba tranquilizarme así que decidí salir a caminar y perderme entre la multitud de gente fascinante que circula por el Cross. Pero al llegar al vestíbulo, me encontré con la señora Delvecchio Schwartz, que estaba barriendo. Con poco éxito. Pasaba la escoba con tanta fuerza y velocidad que el polvo tan sólo se elevaba en una nube para después volver a incrustarse en el suelo. Estuve a punto de preguntarle si alguna vez se le había ocurrido echar hojas de té húmedas antes de barrer, pero no estaba de humor.

—¡Cariño! —exclamó alegremente—. Sube a beber un trago de brandy.

—Desde que me mudé no le he visto el pelo —dije mientras la seguía escaleras arriba.

—Nunca importuno a la gente cuando la veo ocupada, princesa —respondió desplomándose en su sillón del balcón y sirviendo brandy en dos vasos improvisados con envases de queso Kraft. Flo, que había estado colgándose de su falda, trepó a mi regazo y se quedó mirándome sonriente con esos trágicos ojos color ámbar.

Bebí un sorbo del repulsivo brebaje, pero no logré que me agradara.

—Nunca oigo a Flo —dije—. ¿Habla?

—Todo el tiempo, princesa —respondió la señora Delvecchio Schwartz.

Manipulaba un mazo de cartas más grandes de lo habitual. Después, me radiografió con la mirada y las colocó frente a mí.

—¿Qué es lo que te preocupa? —preguntó.

—Pappy dice que se acuesta con un montón de hombres.

—Sí, así es.

—¿Qué le parece? Siempre pensé que las caseras echaban a las mujeres que llevaban hombres a sus moradas y sé que usted lo hace cuando se trata del piso de la planta baja que da a la calle.

—No es correcto hacer que una buena mujer se sienta malvada sólo porque le guste echar un polvo —respondió dando un gran sorbo—. El sexo es una cosa normal y natural como cagar o mear. ¿Qué tengo que pensar de Pappy? El sexo es su forma de viajar. —Me lanzó otra mirada radiológica—. No es tu caso, ¿verdad?

Me sentí avergonzada y confusa.

—Al menos no llego tan lejos —dije, y bebí otro poco. El licor sabía cada vez mejor.

—Tú y Pappy representáis los dos extremos de la vida de una mujer —continuó la señora Delvecchio Schwartz—. Para ella la falta de contacto significa falta de amor. Es una reina de espadas Libra, combinación no muy fuerte. Su regente Marte lo es más, aunque en muy pocos aspectos; al igual que el segundo regente, Júpiter. En su caso, la Luna está en ascendente Géminis y en cuadratura con Saturno. Creo que lo recuerdo bien.

—¿Y yo qué soy? —pregunté.

—No lo sabré hasta que no me digas cuándo naciste, princesa.

—Once de noviembre de 1938 —respondí.

—¡Ah! ¡Lo sabía! ¡Escorpio! ¡Muy fuerte! ¿Dónde?

—En el Hospital Vinnie.

—¡Al lado del Cross! ¿A qué hora?

—A las once y un minuto de la mañana —contesté tras devanarme los sesos.

—Once, once, once… ¡Caray, cariño! —Resopló e hizo crujir la silla, luego se reclinó y cerró los ojos—. Mmm, veamos… Tienes ascendente en Acuario, ¡bien, bien! —Unos segundos más tarde estaba hincada frente a un pequeño armario del que extrajo un libro tan gastado que se caía a pedazos, unas cuantas hojas de papel y un pequeño transportador de plástico barato. Tomó una de las hojas y un lápiz y me los arrojó—. Escribe todo lo que te diga —ordenó, y miró a Flo—. Dame uno de tus lápices de colores, angelito.

Flo se deslizó de mi regazo, corrió a la sala y regresó con un puñado de colores: azul, verde, rojo, púrpura y marrón.

—Lo hago todo de memoria… Después de tantos años, no podía ser de otra manera —explicó la señora Delvecchio Schwartz, mientras consultaba su raído libro y hacía misteriosas anotaciones en un papel en el que previamente había dibujado una especie de pastel dividido en doce porciones iguales—. Sí, sí, muy interesante. ¡Escribe, Harriet, escribe! Tres oposiciones, todas poderosas… Sol a Urano, Marte a Saturno, Urano al Cénit. Buena parte de la tensión queda eliminada por los cuadrantes. Qué suerte, ¿no?

Aunque hablaba a un ritmo normal, yo tenía que hacer garabatos como los de Flo para lograr tomar nota de todo.

—Júpiter está en la primera casa en Acuario, tu ascendente… ¡Muy potente! Tendrás una vida afortunada, Harriet Purcell. El Sol está en la décima casa, lo cual significa que seguirás con tu carrera el resto de la vida.

¡Aquello me hizo reaccionar! Puse cara de pocos amigos.

—¡Eso sí que no! —exclamé—. ¡Ni loca voy a sacar radiografías hasta que me retire! No pienso llevar un delantal de plomo sobre los hombros y hacerme análisis de sangre una vez al mes durante cuarenta años. ¡Y una mierda!

—Hay profesiones y profesiones —dijo ella esbozando una sonrisa de suficiencia—. Venus también está en la décima casa y tu Luna está en Cáncer. Saturno se encuentra en la cúspide de la segunda y la tercera casas. Eso quiere decir que siempre cuidarás de los que no pueden cuidar de sí mismos. —Suspiró—. Oh, hay un montón de cosas, pero ninguna vale la pena en comparación con tu perfecto quincunce entre la Luna y Mercurio.

—¿Quincunce? —Sonaba completamente obsceno.

—Ése es el aspecto que me interesa —continuó, frotándose las manos con satisfacción—. Tienes que verlo todo en un esquema para entender el sentido del quincunce, pero por el modo en que han progresado tus estrellas desde que naciste estoy segura de que es ése. —Volvió a mirarme con su visión radiológica, después se puso de pie, entró en la casa y abrió la nevera. Regresó con un plato lleno de algo que parecía una serpiente cortada en trozos horizontales—. Ten, come, princesa. Anguila ahumada. Es muy buena para el cerebro. El amigo de Klaus, Lerner Chusovich, las pesca y las hace ahumadas.

La anguila ahumada estaba deliciosa, así que me di un buen atracón.

—Sabe mucho de astrología —dije mientras masticaba.

—¡Más me vale! Soy adivina —respondió.

De pronto recordé a aquella mujer de clase alta del North Shore envuelta en azul y las tantas otras que me había cruzado en el vestíbulo, y muchas cosas empezaron a cobrar sentido.

—¿Todas esas mujeres distinguidas son clientas? —pregunté.

—¡Has dado en el blanco, cariño! —Una vez más me atravesó con sus faroles glaciales—. ¿Crees en el más allá?

—A veces —respondí tras reflexionar—. Cuando trabajas en un hospital es bastante difícil creer que existe una razón y una justicia tras los designios de Dios.

—Esto no tiene nada que ver con Dios. Estoy hablando del más allá.

Respondí que tampoco estaba muy segura de ello.

—Bueno —dijo la señora Delvecchio Schwartz—, pues yo me ocupo del más allá. Hago horóscopos, echo las cartas, consulto la Bola de Cristal… —Lo dijo así, con mayúsculas—. Y me comunico con los muertos.

—¿Cómo?

—¡No tengo la menor idea, princesa! —contestó alegremente—. Ni siquiera supe que podía hacerlo hasta pasados los treinta.

Flo trepó a su regazo en busca de un poco de leche materna, pero ella la hizo bajar afectuosa y firmemente a la vez.

—Ahora no, angelito, Harriet y yo estamos hablando. —Fue hasta el pequeño armario, extrajo un pesado objeto cubierto con un sucio paño de seda rosa y lo puso sobre la mesa. Después, me entregó el mazo de cartas. Les di la vuelta esperando encontrar los típicos corazones, diamantes, tréboles y picas, pero en su lugar había dibujos. En la última había una mujer desnuda rodeada de una corona de flores de colores muy brillantes.

—Ése es el mundo —me explicó formalmente la señora Delvecchio Schwartz.

Debajo había una carta con una mano sosteniendo un cáliz del cual brotaban unos delgados hilos de líquido. Una paloma con un pequeño objeto circular en el pico estaba suspendida boca abajo sobre el cáliz, sobre el que había grabada una especie de W.

—El as de copas —dijo.

Posé el mazo con cuidado.

—¿Qué son?

—Cartas de tarot, princesa. Puedo hacer todo tipo de cosas con ellas. Si quieres puedo adivinarte el futuro. Hazme una pregunta sobre tu porvenir y te la contestaré. Puedo sentarme sola y echar una mano para darme una idea de lo que está sucediendo en La Casa, con las personas que están bajo mi cuidado. Las cartas tienen voz. Hablan.

—Prefiero que las escuche usted antes que yo —dije temblando.

Ella continuó como si yo no la hubiera interrumpido.

—Ésta es la Bola de Cristal —anunció, y quitó rápidamente el sucio paño de seda rosa del objeto que había extraído del armario. Después, se inclinó sobre la mesa para tomar mi mano y la colocó sobre la fría superficie del hermoso objeto. De pronto, Flo, que estaba observando, se sobresaltó y corrió a esconderse detrás del pesado cuerpo de su madre. Después, se asomó y se puso a espiarme con los ojos muy abiertos.

—¿Es de vidrio? —pregunté, fascinada al ver que reflejaba todo lo que había alrededor, aunque invertido: el balcón, a su dueña, un plátano.

—No. Es auténtica, de cristal. Tiene mil años. Esta bola ha visto de todo. No la uso mucho, es como tener una crisis de abstinencia.

—¿Crisis de abstinencia?

¿Cuántas preguntas me quedaban por hacer?

—Los temblores de la ginebra, la locura del whisky, delírium trémens. Con la Bola de Cristal nunca se sabe lo que va a salir gritando y sacando su rostro desde dentro hacia fuera. No. Lo que más uso son las cartas. Y con mis clientas, a Flo.

Apenas pronunció el nombre de la niña, supe por qué me estaba diciendo todas esas cosas. Por alguna razón que desconozco, la señora Delvecchio Schwartz había decidido que yo debía estar al tanto de esa vida secreta. Así que hice la pregunta crucial:

—¿Flo?

—Sí. Flo. Es médium. Conoce la respuesta a todas las preguntas que hacen las señoras que vienen a verme. Yo no nací con el don. Sencillamente apareció cuando estaba… Oh, Harriet… ¡cuando estaba desesperada por conseguir dinero! Empecé adivinando el futuro porque era una forma fácil de ganarme la vida, ésa es la verdad. Después descubrí que tenía el don. Pero Flo tiene un talento innato. ¡A veces me da cada susto!

Sí, a mí ella también me asusta, aunque no de una manera repulsiva. Todo me pareció creíble. Flo no parece de este mundo, así que no es de extrañar que pueda contactar con otras dimensiones. Quizá sea un talento natural. O tal vez se trate de una histérica. Las hay de todas las edades. Pero saber estas cosas sólo hizo que la quisiera mucho más. Me sirvió para desvelar el misterio de la tristeza que encerraba su mirada. ¡Quién sabe las cosas que verá y sentirá! Un talento innato.

Después de haber bebido un vaso entero de brandy, bajé la escalera tambaleándome, pero no me fui a dormir la mona, porque quería escribir todo esto antes de que se me olvidara.

Y aquí estoy, sentada, bolígrafo en mano, preguntándome por qué no estoy furiosa, por qué no estoy decidida a cantarle las cuarenta a la señora Delvecchio Schwartz por explotar a su pequeña. Cuando quiero tengo una lengua viperina. Pero esto es muy diferente de todo lo que sé o puedo entender, y aunque hace poco tiempo que vivo aquí he madurado mucho. Al menos así es como me siento. Renovada, cambiada. Me cae bien esa monstruosidad de Delvecchio Schwartz, pero a su hija la adoro. Lo que paraliza mi lengua viperina, Horatio, es la percepción de que hay muchas más cosas entre el cielo y la tierra que las que la filosofía de Bronte pudo soñar jamás. Y yo ya no puedo volver a Bronte. Jamás podré.

Flo la médium. Su madre había insinuado que se comunicaba con los difuntos a través de la Bola de Cristal, pero no había especificado que las actividades de médium de Flo tuvieran que ver con los muertos. Flo conoce las respuestas a las preguntas que hacen «mis clientas». Traté de hacerme una imagen mental de aquellas mujeres y debo admitir que ninguna parecía el tipo de persona que va en busca de los fantasmas de sus seres queridos. Eran todas diferentes, cierto, pero ninguna tenía ese aire de desconsuelo y dolor. Sin duda, cualquiera que fuese la razón que las había impulsado a buscar la ayuda de la señora Delvecchio Schwartz debía de estar relacionada con este mundo y no con el más allá. Sin embargo, Flo no era de este mundo.

Tal vez al principio, cuando esto era sólo un tinglado para ganar el dinero que tanto necesitaba, la señora Delvecchio Schwartz apreciaba esos ingresos. Me imagino que con eso compró La Casa. Pero ¿ahora? ¿En ese sitio tan desierto, desolado y desagradable? A la señora Delvecchio Schwartz le importaban un rábano las comodidades, y a Flo también. Vivan donde vivan, no lo harán nunca rodeadas de hermosos vestidos y mullidos sillones. Incluso puedo llegar a comprender por qué le sigue dando el pecho a Flo. Es un vínculo maternal que la criatura necesita conservar. ¡Oh, Flo! Angelito. Tu madre es todo tu mundo, tu principio y tu fin. Tu ancla y tu refugio. Me siento honrada de que me hayas tomado cariño, angelito. Es una bendición para mí.