Domingo, 24 de enero de 1960

Hoy conocí a varios de los inquilinos de La Casa. A los dos primeros cuando decidí ir a ver el patio trasero después de haberme dado un baño de inmersión (no hay ducha). Una de las cosas que me intrigó de la calle Victoria es que, del lado izquierdo, no había calles o pasajes, que nuestra pequeña callejuela era un callejón sin salida, que no había casas con numeración inferior a 17. El empedrado del pasaje que había al lado de mi apartamento continuaba hasta el patio trasero, donde se entrecruzaban unos cordeles para tender la ropa, algunos de los cuales estaban ocupados con sábanas, toallas y prendas de vestir que parecían pertenecer a un hombre y a una mujer. Unas delicadas bragas con ribetes de encaje Gorgeous Gussie, calzoncillos, camisetas de hombre, sostenes y blusas de mujer. Me abrí paso por entre la ropa, ya seca, y descubrí por qué no había calles laterales y por qué ocupábamos un callejón sin salida. ¡La calle Victoria estaba ubicada sobre una colina de arenisca de metro ochenta de altura! A mis pies, la hilera de techos de pizarra de las casas adosadas de Woolloomooloo se extendía hasta el Domain, que en esta época del año está cubierto de un hermoso césped verde. Me gusta la forma en que divide a Woolloomooloo de la ciudad, aunque no me había percatado de que así era hasta que no lo vi desde la verja del patio trasero. ¡Todos esos edificios modernos de la ciudad! ¡Cuántos pisos! Sin embargo aún se ve la torre AWA. Hacia la derecha de Woolloomooloo está el puerto, cubierto de copos blancos porque es domingo y todo el mundo ha salido a navegar. ¡Menuda vista! Aunque estoy muy contenta con mi apartamento, no puedo evitar sentir cierta envidia de los habitantes del 17c que viven en el piso de arriba y tienen esta vista. Por unas pocas libras a la semana, el cielo.

Cuando volví a pasar por entre las sábanas para volver a mi pintura, vi a un muchacho que se acercaba por el pasaje a grandes zancadas y con una cesta vacía.

—Hola, tú debes de ser la famosa Harriet Purcell —dijo cuando estuvo cerca de mí, y me tendió una mano elegante, larga y delgada.

Yo estaba demasiado ocupada observándolo para aceptarla con la rapidez que hubiera correspondido.

—Me llamo Jim Cartwright —dijo «él».

¡Uaaah! ¡Una lesbiana! Mirándolo de cerca era evidente que Jim no era un hombre, ni siquiera un hombre afeminado. Aunque llevaba pantalones de varón —con cremallera en el frente en lugar de la abertura al costado— y una camisa color crema con los puños apenas doblados. Tenía un moderno corte de pelo masculino, ni el menor rastro de maquillaje, una nariz grande, y unos ojos grises muy delicados.

Estreche su mano y le dije que estaba encantada. Ella me soltó la mano riéndose en silencio de mí, tomó una petaca y unos papeles del bolsillo de la camisa y armó un cigarrillo a una sola mano con una destreza digna de Gary Cooper.

—Bob y yo vivimos en el segundo piso, justo encima de la señora Delvecchio Schwartz. ¡Una maravilla! Tenemos vista hacia este lado y hacia el frente.

Gracias a Jim obtuve más información acerca de La Casa como, por ejemplo, quién vive dónde. La señora Delvecchio Schwartz ocupa todo el primer piso, excepto la habitación del fondo que está justo encima de la sala de mi apartamento, alquilada por un anciano profesor llamado Harold Warner. Aunque cuando Jim me habló de él hizo una mueca que daba a entender que lo detestaba. Encima de Harold vive un «nuevo australiano» nacido en Baviera, un tal Klaus Muller que graba joyas para ganarse la vida y cocina y toca el violín como pasatiempo. Todos los fines de semana queda con sus amigos en las cercanías de Bowral, donde organizan unas barbacoas apocalípticas con cerdos, terneras y corderos enteros en el asador. Jim y Bob ocupan la mayor parte de ese piso, mientras que la buhardilla es propiedad de Toby Evans.

Jim esbozó una sonrisa burlona cuando pronunció su nombre.

—Es un artista… ¡Seguro que le gustas!

Arrojó el cigarrillo al cubo de la basura y comenzó a recoger la ropa que estaba colgada, así que la ayudé a doblar las sábanas y a acomodar todo prolijamente en la cesta. Entonces apareció Bob, caminando a toda prisa y refunfuñando. Llevaba zapatos bajos de cabritilla azul y sus piececillos se deslizaban como las patas de un ratón. Una muñequita de porcelana rubia, mucho más joven que Jim y vestida conforme al último grito en la moda femenina de cuatro años atrás: un vestido azul pastel con una amplia falda sostenida por seis enaguas almidonadas, la cintura ceñida y los pechos comprimidos en dos afiladas puntas que, como solían decir mis hermanos, significaban «¡No tocar!».

Bob explicó, nerviosa, que se le hacía tarde para tomar el tren y que no había taxis. Jim se inclinó para besarla. ¡Aquello sí que era un beso! Bocas abiertas, lenguas, gemidos de placer. Funcionó; Bob se tranquilizó. Con la cesta de la ropa apoyada en su inadecuada cadera, Jim la acompañó hasta el pasaje, dieron la vuelta a la esquina y desaparecieron.

Con la mirada clavada en el suelo, me dirigí a mi apartamento pensativa. Sabía que existían las lesbianas, pero nunca había conocido a ninguna, al menos de manera oficial. Seguramente habría unas cuantas entre las enfermeras solteronas de los hospitales, pero no lo demostraban. Era demasiado peligroso. Si tienes fama de serlo, tu carrera se puede arruinar definitivamente. ¡Y sin embargo Jim y Bob no lo ocultaban en absoluto! Eso significaba que, si bien a la señora Delvecchio Schwartz no le agradaba alquilar el apartamento de la planta baja a mujeres de vida alegre, no tenía ningún inconveniente en albergar a un par de lesbianas declaradas. ¡Bien por ella!

—¡Buen día, querida! —exclamó alguien. Me sobresalté y miré hacia el sitio desde donde venía la voz. Era de una mujer y provenía de una de las ventanas de encaje malva del 17d. Las ventanas del 17d me intrigaban bastante, con sus cortinas de encaje malva y sus maceteros de geranios morados debajo. Le daban un efecto bastante agradable y, a la vez, un aire de hotel de dudosa reputación. Asomada a una de las ventanas, una joven desnuda de tupida cabellera teñida con henna se cepillaba enérgicamente el pelo. Sus pechos, grandes y ligeramente caídos, se balanceaban alegremente al ritmo del movimiento del cepillo y, entre los geranios, asomaba el extremo superior de su negro vello pubiano.

—¡Buen día! —respondí.

—Te estás mudando, ¿eh?

—Sí.

—¡Encantada de conocerte, nos vemos! —dijo, y cerró la ventana.

Mis primeras lesbianas y mi primera prostituta profesional. Después de eso, pintar me resultaba poco atractivo, pero seguí hasta que los brazos me quedaron doloridos y todas las paredes y el techo tuvieron su primera mano de pintura. Una parte de mí extrañaba la partida de tenis de todos los domingos con Merle, Jan y Denise. Sin embargo, trabajar con el pincel producía casi el mismo efecto que agitar la raqueta, así que por lo menos hice algo de ejercicio. ¿Habrá canchas de tenis cerca de Cross? Es posible, aunque dudo que muchos habitantes de la zona jueguen al tenis. Los juegos son bastante más serios por estos lares.

Al caer la tarde, alguien llamó a mi puerta. «¡Pappy!», pensé, pero luego me di cuenta de que no era su estilo. Era un golpe autoritario y enérgico. Cuando abrí y vi a David, se me cayó el alma a los pies. No esperaba que viniera, el muy cabrón. Entró antes de que lo invitara y examinó el lugar con cara de asco y desagrado, como un gato podría mirar si de pronto se encontrara en medio de un charco de orina con olor a cerveza. Mis cuatro sillas estaban en buen estado. Eran robustas, de madera, y todavía no había empezado a lijarlas. Así que le acerqué una con el pie y me apoyé sobre el borde de la mesa para poder observarlo desde arriba. Pero él no cayó en la trampa: se quedó de pie para mirarme a los ojos.

—Alguien está fumando hachís —dijo—. Se huele desde la entrada.

—Son las varillas de incienso de Pappy. ¡Incienso, David, incienso! Estoy segura de que un buen católico como tú debería reconocer su olor —respondí.

—Lo que reconozco es el libertinaje y la conducta disoluta.

No pude contenerme.

—El antro de perdición, querrás decir.

—Si te gusta esa frase, sí —dijo con frialdad.

Yo adopté un tono displicente y articulé las palabras como si no significaran nada.

—A decir verdad, sí, vivo en un antro de perdición. Ayer un agente de policía de la brigada antivicio vino a verme para asegurarse de que no era una mujer de la calle y esta mañana saludé a una de las refinadas profesionales de la casa de al lado que se asomó a la ventana completamente desnuda. También conocí a Jim y Bob, las lesbianas que viven dos pisos más arriba, y las vi besarse con mucha más pasión que la que tú me demostraste jamás. ¡Chúpate ésa!

Él decidió cambiar de táctica. Cedió y me imploró que reconsiderara mi posición. Al finalizar su discurso sobre cómo las muchachas decentes debían quedarse en casa hasta que se casaran, dijo:

—¡Yo te quiero, Harriet!

Entonces proferí una pedorreta tan estrepitosa que hizo retumbar la bombilla que pendía sobre mí. ¡De pronto lo comprendí todo!

—Tú, David —dije—, eres el tipo de hombre que elige deliberadamente una muchacha muy joven para poder moldearla según sus propias necesidades. Pero te ha salido el tiro por la culata, amigo. ¡En lugar de modelarme a mí, has roto tu preciado molde del demonio!

¡Oh, me sentía como si me hubieran abierto la puerta de la jaula! David siempre me había intimidado con sus discursos y sermones, pero esta vez sus prédicas me importaron un comino. Había perdido su poder sobre mí. Y qué astuto había sido al no darme jamás la oportunidad de juzgarlo a él como hombre, por sus besos, sus caricias o, ¡Dios nos libre!, su «miembro» que me podría enseñar para que yo lo inspeccionara… y qué menos, para que lo usara. Como es muy bien parecido, fuerte, y buen partido, seguí con él convencida de que el resultado final justificaría la espera. Ahora me doy cuenta de que ése era el resultado final. Nunca me iba a mostrar sus deficiencias como hombre y la única manera que tenía de asegurarse de que yo no las descubriera era impidiéndome que probara otra mercancía. Estaba totalmente equivocada. Lo que tenía que hacer no era deshacerme de David, sino de mi antigua personalidad. Y eso fue lo que hice en el preciso instante en que proferí aquella pedorreta.

Así que dejé que hablara un rato acerca de la fase por la que estaba atravesando y de cómo él sería paciente y esperaría hasta que yo tomara conciencia, y bla, bla, bla, bla.

Había encontrado un paquete de Du Mauriers en la lavandería y me lo había guardado en el bolsillo. Cuando llegó a sentirse «en la cumbre», extraje un cigarrillo del bolsillo, me lo puse en la boca y lo encendí con un fósforo que prendí en la cocina.

Los ojos se le salieron de las órbitas.

—¡Apaga esa cosa! ¡Es una costumbre asquerosa!

Le lancé una nube de humo a la cara.

—La próxima vez será hachís y después empezarás a aspirar pegamento.

—Eres un fanático intolerante —exclamé.

—Soy un científico que realiza investigaciones médicas y tengo un cerebro privilegiado. Te estás rodeando de malas compañías, Harriet. No es necesario ser un premio Nobel para darse cuenta de eso —respondió.

Apagué el cigarrillo en un platillo (era vomitivo, pero no tenía ninguna intención de hacérselo saber), y lo acompañé fuera y después hasta la puerta de entrada.

—Adiós para siempre, David —dije.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y me tomó del brazo.

—¡Esto no está nada bien! —dijo con voz temblorosa—. ¡Tantos años…! Por favor, bésame y reconciliémonos.

Ésa fue la gota que colmó el vaso. Cerré la mano derecha en un puño y le di un golpe en el ojo izquierdo. Mientras se tambaleaba (soy buena con los puños, mis hermanos se aseguraron de que así fuera), divisé por encima de su hombro a un desconocido, así que empujé a David para que bajara el escalón y lo puse en camino. A los ojos del desconocido debí de parecer una amazona particularmente peligrosa. David, que se vio envuelto en una ridícula situación ante el extraño, se apresuró a salir por la puerta principal y se alejó a toda prisa por la calle Victoria como si lo persiguiera el mastín de los Baskerville.

De modo que el recién llegado y yo nos quedamos mirándonos cara a cara. Aun cuando yo estaba en la escalera y él en el pasillo, más abajo, no me pareció que midiera más de metro setenta. De todos modos, tenía un aspecto fornido. Se inclinaba ligeramente apoyándose sobre los dedos de los pies, como un boxeador, y me observaba con sus ojos castaño rojizo que brillaban con picardía. Una agradable nariz recta, buena mandíbula, una mata de rizos color caoba bien recortada, oscuras cejas rectas y espesas pestañas negras. ¡Muy atractivo!

—¿Vas a pasar o te quedarás ahí decorando el camino? —pregunté con frialdad.

—Entro —respondió, pero no hizo ningún movimiento.

Estaba demasiado ocupado observándome. Ahora que la picardía estaba desapareciendo de sus ojos, su mirada resultaba muy peculiar: distante, fascinada pero de algún modo indiferente. Tenía todo el aspecto de un médico que reconoce a su paciente. Aunque si él era médico, yo era la reina de Saba.

—¿Eres contorsionista? —preguntó.

Le respondí que no.

—Es una lástima. Te hubiera hecho hacer poses fantásticas. No tienes demasiadas curvas y las que tienes parecen más bien de deportista. Pero tus pechos son muy atractivos. Se nota que son tuyos y no de un fabricante de sostenes.

Mientras decía esto, subió de un salto el escalón y esperó a que yo entrara primero.

—Tú debes de ser el artista que vive en la buhardilla —dije.

—Bingo. Toby Evans. Y tú debes de ser la chica nueva del piso de atrás, de la planta baja.

—Bingo. Harriet Purcell.

—Sube a tomar un café. Estoy seguro que te caerá bien después de la paliza que le diste a ese pobre tonto ahí fuera. Llevará el ojo negro durante un mes —dijo.

Lo seguí dos tramos de escalera hasta un descansillo con un inmenso signo femenino en una puerta (sin duda, Jim y Bob) y un paisaje alpino en la otra (Klaus Muller, seguramente). A la buhardilla se accedía por una escalera de madera maciza. Toby subió primero y apenas yo hube pisado terreno firme, tiró de una soga que elevó la escalera del piso de abajo y la plegó contra el cielo raso.

—¡Oh, es fantástico! —opiné, mirando embelesada—. Puedes subir el puente levadizo y resistir un asedio.

Era un inmenso desván con dos ventanas abuhardilladas en la parte de atrás y dos más en la fachada, donde el techo se inclinaba. Estaba todo completamente pintado de blanco y parecía más aséptico que un quirófano. Ni un alfiler fuera de lugar, ni una mancha, ni una marca, ni una partícula de polvo o siquiera la huella de una gota de lluvia seca sobre los vidrios. Como era una buhardilla, las ventanas tenían asientos con almohadones de pana blancos. Los cuadros estaban en una repisa blanca, mirando hacia la pared, y había un gran caballete profesional pintado de blanco, una tarima con sillas blancas y, cerca del caballete, una pequeña cómoda del mismo color. Ésa era el área de trabajo. Para descansar disponía de dos poltronas tapizadas en pana blanca, una estantería blanca con los libros rigurosamente alineados, un biombo de hospital blanco alrededor del área de la cocina, una mesa cuadrada y dos sillas de madera también blancas. ¡Hasta el suelo estaba pintado de blanco! Y tampoco tenía ni una marca. Las luces eran blancas y fluorescentes. El único toque de color era una manta gris del ejército que yacía sobre la cama de matrimonio.

Como él ya había entrado en detalles íntimos con ese comentario acerca de mis pechos (¡el muy descarado!), le dije exactamente lo que pensaba.

—¡Por Dios, debes de ser un obseso! Estoy segura de que cuando sacas la pintura del tubo lo presionas desde el final y después doblas cuidadosamente la parte vacía hasta cerciorarte de que queda perfectamente cuadrado.

Esbozó una sonrisa maliciosa e inclinó la cabeza hacia un costado como un cachorro en posición de alerta.

—Siéntate —dijo y desapareció detrás del biombo para preparar el café.

Me senté y le hablé a través de los almidonados paneles de algodón del biombo, y cuando regresó con el café en dos pocilios blancos, seguimos conversando. Me contó que era un muchacho de campo, que se había criado cerca de las enormes explotaciones ganaderas ubicadas en el oeste de Queenslandy en el Territorio del Norte. Su padre había sido un cocinero de barracas, pero estaba siempre ebrio, así que era Toby el que cocinaba la mayor parte del tiempo para que él no perdiera el trabajo. Sin embargo, no parecía guardar rencor al viejo, que finalmente murió por culpa del alcohol. Por aquel entonces, sus cuadros no eran más que acuarelas infantiles y sus cuadernillos de dibujo, papel barato de carnicería. Los lápices HB los robaba de la oficina de la explotación. Cuando murió su padre, se marchó a la capital para aprender a pintar bien y al óleo.

—Pero es duro estar en Sydney cuando no conoces a nadie y la paja parece que te asoma por detrás de las orejas —dijo agregando unas gotas de brandy del barato a su segundo café—. Trabajé como cocinero en hoteles, pensiones, comedores de beneficencia, en el Hospital Concord Repat. Un asco, entre las voces de los que no hablaban inglés y las cucarachas que estaban por todas partes… Excepto en el Concord. Hay que admitirlo: los hospitales son limpios. Pero la comida es peor que la de la explotación. Entonces me mudé a Kings Cross. Cuando conocí a Pappy, vivía en un galpón de cuatro metros cuadrados, en el patio de una casa de Kellet Street. Ella me trajo para que conociera a la señora Delvecchio Schwartz, quien me dijo que me alquilaba la buhardilla por tres libras semanales y que podía pagarle cuando tuviera dinero. ¿Sabes? Uno ve todas esas estatuas de la Virgen María, santa Teresa y todas las demás y le parecen mujeres hermosas. Pues en aquel momento, la señora Delvecchio Schwartz, esa vieja horrenda, también me pareció la mujer más hermosa que hubiera visto en mi vida. Un día, cuando entre más en confianza, la voy a pintar con Flo en el regazo.

—¿Todavía trabajas de cocinero? —pregunté.

Me miró con desdén.

—¡No! La señora Delvecchio Schwartz me recomendó que consiguiera un trabajo ajustando tuercas en una fábrica. «Vas a ganar mucha pasta y no vas a sufrir tanto, campeón», me dijo. Y yo le hice caso, así que cuando no estoy aquí pintando, ajusto tuercas en una fábrica de Alexandria.

—¿Cuánto tiempo llevas en La Casa? —pregunté.

—Cuatro años. En marzo cumplo treinta —respondió.

Cuando me ofrecí a lavar las tazas del café, me miró horrorizado. Supongo que habrá pensado que no lo iba a hacer bien. Así que me marché a mi apartamento, pensativa. ¡Menudo día! Menuda semana, para ser más exactos. Toby Evans. Suena bien. Pero cuando mencionó a Pappy, advertí la sombra de un sentimiento nuevo en su mirada. Tristeza, dolor. ¡Ahora lo entiendo! ¡Está enamorado de Pappy! A quien no he visto desde que me mudé.

¡Ah, qué cansancio! Es hora de apagar la luz y disfrutar de la segunda vez en mi vida que duermo en una cama de matrimonio. Una cosa es segura: jamás volveré a dormir en una cama individual. ¡Qué lujo!