Sábado, 23 de enero de 1960

¡Aquí estoy! ¡Instalada! Esta mañana contraté un camión de mudanzas y me trasladé junto con mis cajas de cartón atiborradas de cosas al 17c de la calle Victoria. El conductor era un buen hombre. No hizo ningún comentario fuera de lugar: le limitó a ayudarme a acarrear mis tesoros, recibió con agradecimiento la propina y salió a toda prisa a cumplir con su siguiente trabajo. Una de las cajas estaba cargada hasta los topes con latas de pintura rosa —gracias por las cien libras, papá— y otra contenía un surtido de más o menos diez millones de cuentas de vidrio rosa. Busqué el bidón de éter (es bueno trabajar en un hospital y conocer las propiedades antisépticas del éter), mis trapos, mi cepillo de fregar y la lana de acero, y me dispuse a limpiar. La señora Delvecchio Schwartz me había dicho que lo limpiaría todo cuando me enseñó el piso, y la verdad es que no lo había hecho del todo mal, pero hay deposiciones de cucarachas por todas partes. Tendré que llamar otra vez a Ginge para pedirle que traiga un poco de su veneno para cucarachas. Las odio, están llenas de gérmenes; normal, viven en medio de la porquería, en alcantarillas y sumideros.

Fregué y refregué hasta que sentí la llamada de la Madre naturaleza; entonces salí a buscar el cuarto de baño que, según recordaba, estaba en el cobertizo del lavadero. No me sorprendió que la señora Delvecchio Schwartz no lo hubiese incluido en el recorrido. Tiene una estufa de cobre, a gas, con un medidor para las monedas, y dos descomunales tinas de cemento con un rodillo escurridor del año de la pera fijado al suelo. El cuarto de baño está detrás, en un rincón. Hay una vieja bañera a la que se le ha saltado la mitad del esmalte, y cuando le puse la mano encima se inclinó con un estruendo y estuvo a punto de volcar: le falta una de las cuatro patas. Eso se puede solucionar con un taco de madera, pero harían falta por lo menos varias manos de esmalte para restaurar su aspecto. Instalado sobre la pared, un calentador a gas proporciona agua caliente: otro medidor, más monedas. Puse el tapete de celosía directamente en una de las tinas del lavadero para dejarlo a remojo en éter. El retrete está en un minúsculo cuarto aparte y es una obra de arte en loza inglesa del siglo pasado: la taza está adornada por dentro y por fuera con pájaros y enredaderas en azul cobalto. La cisterna ocupa un lugar muy alto en la pared, desde donde conecta con la taza del retrete mediante un tubo de plomo, y también luce sus pájaros azules. Me acomodé con mucho cuidado sobre el viejo asiento de madera, aunque lo cierto es que está muy limpio. El retrete está tan alto que ni siquiera yo puedo hacer pis sin sentarme. La cadena tiene una perilla de la misma loza que la taza, y cuando tiré de ella, lo que salió fueron las cataratas del Niágara.

Trabajé todo el día y no me crucé con nadie. No es que esperara ver a nadie, pero había pensado que al menos oiría la voz de Flo en la distancia; los niños están siempre riendo y chillando y cuando no, berreando. Pero el lugar estaba como una tumba. Yo no tenía la menor idea de dónde estaba Pappy. Mamá me había dado un cesto lleno de comida, así que tenía mucho combustible para sobrellevar la dura jornada de trabajo. Sin embargo, no estoy acostumbrada a estar tan completamente sola; me resulta muy extraño. La sala de estar y el dormitorio tienen cada uno su toma de corriente, pero como soy muy habilidosa para instalar estas cosas, abrí el maletín de herramientas de Gavin, agarré el multímetro y coloqué unas cuantas tomas más. Luego tuve que ir hasta la galería de enfrente para revisar la caja de plomos. Sí, ¡allí estaba! Uno de esos fusibles cilíndricos de porcelana con un trozo de cable de tres amperios entre los dos polos. Lo saqué, le metí un cable de quince amperios y estaba cerrando la caja cuando un tipo joven y guapo, con el pelo rapado, un traje arrugado y una corbata torcida, traspuso el portal.

—Hola —dije, pensando que era uno de los inquilinos.

—Eres nueva aquí, ¿no? —fue su respuesta.

Contesté que sí, y esperé a ver qué pasaba a continuación.

—¿Dónde vives? —preguntó.

—En la parte de atrás, cerca del lavadero.

—¿No vives en la planta baja, en el piso que da a la calle?

Fruncí el entrecejo, lo que puede resultar intimidatorio en alguien tan moreno como yo.

—¿Y a ti qué te importa? —pregunté.

—¡Oh, claro que me importa! —Rebuscó en su chaqueta, extrajo una ajada billetera de cuero y la abrió mientras la exhibía ante mis ojos—. Brigada antivicio —dijo—. ¿Cómo te llamas, jovencita?

—Harriet. ¿Y tú?

—Norm. ¿Cómo te ganas la vida?

Terminé de cerrar la caja de plomos y luego le puse mi mano bajo el codo con una mirada sensual como las de Jane Russell. Al menos, yo diría que era sensual.

—¿Te apetece una taza de té? —pregunté.

—Gracias —dijo él con presteza, y me cedió el paso para que lo guiara hacia dentro—. Eres demasiado limpia para hacer la calle —confesó, recorriendo con la vista mi sala de estar mientras yo ponía la tetera al fuego.

¡Monedas! Tendré que conseguir miles de esos condenados redondeles, hay muchos medidores que alimentar.

—No soy prostituta, Norm. Soy técnica en radiología y trabajo en el Hospital Royal Queens —le dije, mientras iba haciendo esto y lo otro.

—¡Ahí! Entonces fue Pappy quien te trajo.

—¿Conoces a Pappy?

—¿Y quien no? Pero ella no cobra, así que tranquila.

Le alcancé una taza, serví una para mí, y busqué unas galletas que mamá me había puesto en la cesta. Las remojamos en el té y nos quedamos un momento en silencio, hasta que yo empecé a sonsacarle información sobre el Vicio. ¡Menuda lección magistral! Norm no sólo era una mina de información, sino lo que Pappy llamaría un «verdadero pragmático». No se podía mantener la prostitución fuera de la ecuación social, dijeran lo que dijeran todos los puritanos de este mundo, fueran arzobispos, cardenales o pastores metodistas, según me explicó, así que había que poner orden y manejar el asunto con discreción. Cada muchacha de la calle tenía su territorio, y los problemas empezaban cuando una nueva muchacha trataba de cazar furtivamente en un coto ya establecido. En esos casos, se desataba el caos.

—Mordiscos y arañazos, arañazos y mordiscos —dijo, tomando otra de aquellas crujientes galletas—. Luego aparecen los chulos y sacan a relucir navajas y cuchillos.

—¡Um!, ¿entonces no arrestáis a las prostitutas conocidas? —le pregunté.

—Sólo las arrestamos cuando los puritanos empiezan a presionar demasiado y enardecen a las Ligas de Madres y a las Legiones de la Decencia desde sus púlpitos… Son una maldita plaga esos puritanos. ¡Caray, cómo los odio! Pero… —continuó, tratando de dominar su indignación—, este piso de la planta baja que da a la calle siempre es un problema, porque el 17c no está en el negocio. Al menos la señora Delvecchio Schwartz lo intenta, pero la acaban convenciendo con toda clase de estratagemas y entonces, en el 17b y el 17d, se revuelve el avispero.

Así me enteré de que en el Cross, los pisos de la planta baja que dan a la calle son ideales para una prostituta. Puede hacer entrar a los clientes por la cristalera de la galería y dejar que se escabullan por el mismo sitio quince minutos después. Y sea quien sea la mujer o las mujeres a las que la señora Delvecchio Schwartz pone en nuestro piso de la planta baja que da a la calle, siempre resultan ser prostitutas. Seguí investigando y me enteré de que las dos viviendas que flanquean La Casa son burdeles. ¿Qué diría papá si lo supiera? No es que yo vaya a contárselo…

—¿Sueles hacer redadas allí? —le pregunté.

Norm, un tío guapo, dicho sea de paso, se horrorizó.

—¡Jamás se me ocurriría! Son los dos burdeles más elegantes de Sydney, reciben a los mejores clientes. Concejales, políticos, jueces, industriales. Si hiciéramos una redada, nos cortarían las pelotas.

—¡Oh! —exclamé.

Terminamos nuestro té y nos despedimos, no sin que antes él me invitara a tomar una cerveza en el bar femenino de Piccadilly el sábado próximo por la tarde. Acepté. Norm no sabía que había un David Murchison en mí horizonte. ¡Oh, gracias, señora Delvecchio Schwartz! No han pasado doce horas desde que estoy aquí, y ya tengo una cita. No creo que Norm vaya a ser mi primera aventura, pero es decididamente presentable como para compartir una cerveza con él. ¿Y un beso?

El deseo de esta noche: Que mi vida rebose de hombres interesantes.