Todavía no se lo he contado, pero lo haré mañana por la noche. Cuando le pregunté a mamá si David podía venir a comer bistec con patatas fritas a casa, contestó que sí; se me ocurre que lo mejor es darles el hachazo a todos a un tiempo. Tal vez así David se haga a la idea antes de poder estar a solas conmigo para fastidiarme e intimidarme para que renuncie a ella. ¡Me aterran sus peroratas! Pero Pappy tiene razón: va a resultar más fácil deshacerme de David si me voy de casa. Ese pensamiento me ha alentado a seguir timoneando mi barca rumbo a Cross, como lo llaman los lugareños. Hasta amarrar en Cross, para ser más precisa.
Hoy, en el trabajo, vi a un hombre en la rampa que va del lector de radiología a Chichester House, el elegante edificio de obra vista de la residencia que acoge a los pacientes privados, los verdaderos privilegiados del hospital. Una habitación y un cuarto de baño para cada uno, en lugar de una cama entre veinte alineadas a cada lado de un pabellón terriblemente enorme. Debe de ser muy bonito no tener que escuchar, acostado y sin poder moverse, cómo la mitad de los pacientes vomitan, escupen, tosen o desvarían. Aunque sin duda escuchar cómo la mitad de los pacientes vomitan, escupen, tosen o desvarían es un incentivo extraordinario para mejorarse y salir de allí.
El hombre. La Hermana Agatha se me acercó cuando terminaba de colgar unas placas en el compartimento de secado. Hasta ahora nunca he cometido errores con mis placas, lo que impresiona a mis aprendizas y las impulsa a obedecerme ciegamente.
—Señorita Purcell, lleve esto a Chichester Tres para el señor Naseby-Morton —dijo la hermana, agitando un sobre con radiografías.
Percibiendo su malestar, agarre el sobre y salí a la carrera. Pappy habría sido la primera en su lista de mensajeros, lo cual significaba que la Hermana Agatha no había podido encontrarla. También es posible que estuviese ocupada con un bote lleno de vómitos o vaciando una cuña. Pero eso no era asunto mío, así que salí pitando hacia el sector privado del hospital como si fuera la aprendiza más novata. ¡Chichester House sí que es un sitio con estilo! Los suelos de caucho brillan tanto que se pueden ver reflejadas en ellos las bragas rosas de la hermana de Chichester Tres, y cualquiera podría abrir un puesto de florista aprovechando las flores que se amontonan en los pasillos, exhibidas en costosos pedestales. Todo estaba tan silencioso, que cuando salvé el último escalón del nivel correspondiente al tercer piso de Chichester, seis personas diferentes me fulminaron con la mirada llevándose los dedos a los labios. ¡Shhh! ¡Ohhh! De manera que adopté una actitud más que recatada, entregué las placas y me retiré de puntillas como si fuera Margot Fonteyn.
Cuando bajaba por la rampa vi que un grupo de doctores se acercaba: un jefe de servicio y sus subordinados. No se pasa un día en un hospital sin que uno se entere de que un jefe de servicio es Dios; sólo que el Dios del Royal Queens es muy superior al del Hospital Ryde. Aquí visten uniformes azul marino de raya diplomática o trajes grises de franela, corbatas de la vieja escuela, camisas con puños franceses de botones dorados, discretos pero consistentes, y zapatos marrones de ante o negros de cabritilla y suela delgada.
Este ejemplar llevaba un traje de franela gris y zapatos marrones de ante. Lo acompañaban dos jefes de admisiones (con largas batas blancas), sus médicos residentes de primer año y mayores (con traje y zapatos blancos) y seis estudiantes de medicina (con batas blancas cortas) que exhiben ostentosamente sus estetoscopios y sostienen en sus manos, de uñas mordidas, placas radiográficas o gradillas con tubos de ensayo. Sí, una versión muy distinguida de Dios, con tanta gente pendiente de él y de su favor. Eso fue lo que me llamó la atención. No es que las radiografías rutinarias de tórax lo pongan a uno en contacto con Dios, por eso aquella situación despertó mi curiosidad. Mientras él hablaba muy animadamente con uno de los jefes de admisiones, tenía su delicada cabeza echada hacia atrás; y creo que yo tuve que aminorar el paso y cerrar la boca, que últimamente tiende a papar moscas. ¡Oh! ¡Qué hombre tan encantador! Muy alto, ancho de espaldas, sin barriga. Un espeso pelo caoba ondeado y con sendos mechones blancos como la nieve a la altura de las sienes, la piel apenas moteada de pecas, y rasgos que parecían cincelados por un escultor; en fin, sí, era un hombre encantador. Hablaban de osteomalacia, así que deduje que era ortopeda. Ocupaban casi toda la rampa, y cuando pasé junto a ellos noté que un par de ojos verdes me observaban atentamente. ¡Uf! Mi corazón se detuvo por segunda vez en una semana, aunque lo que sentí no fue una oleada de amor como la que me había provocado Flo. Fue más bien una suerte de atracción que me dejó sin aliento. Me temblaron las piernas.
Durante el almuerzo le pregunté a Pappy por él y le expuse mi teoría ortopédica.
—Duncan Forsythe —dijo ella sin vacilar—. Es el jefe del Servicio de Cirugía Ortopédica. ¿Por qué lo preguntas?
—Me echó una mirada de ésas… Ya sabes…
Pappy me miró fijamente.
—¿De veras? Es raro que haya hecho algo así, no es uno de los donjuanes de Queens. Está felizmente casado y se le conoce como el jefe de servicio más amable de todo el hospital: un verdadero caballero. En el quirófano nunca tira de mala manera un instrumento, ni cuenta chistes verdes, ni regaña a su residente de primer año, por muy alborotador o indiscreto que sea.
Cambié de tema, aunque estoy segura de que no me había engañado. No me había desnudado con los ojos ni ninguna de esas tonterías que se dicen, pero la mirada que me echó era decididamente la que un hombre le dedica a una mujer. Y por lo que a mí respecta, es el hombre más atractivo que he visto en mi vida. ¡Jefe de servicio! Parece joven para ese cargo, no puede tener más de cuarenta.
El deseo de esta noche: Ojalá pueda volver a ver al señor Duncan Forsythe.