Sábado, 9 de enero de 1960

Kings Cross no ha sido una decepción, ni mucho menos. Me bajé del autobús en la parada anterior a Taylor Square y caminé hasta la casa de Pappy siguiendo las instrucciones que ella me dio. Al parecer, en Kings Cross no cenan muy temprano, porque me pidió que no llegara antes de las ocho de la noche, así que para cuando me bajé del autobús ya estaba bastante oscuro. Luego, al pasar por delante del Hospital Vinnie comenzó a llover; apenas unas gotas, nada que mi paraguas rosa con volantes no pudiera resistir. Al llegar a ese enorme cruce que creo que es el verdadero Kings Cross, y mientras caminaba viendo las calles mojadas y el brillo de todas esos faroles de neón y las luces de los coches titilando en el agua, el espectáculo era completamente diferente del que se ve desde un taxi. Es hermoso. No sé cómo consiguen los comerciantes burlar las leyes que en Sydney prohíben abrir las tiendas los fines de semana, pero lo cierto es que todavía tenían abierto el sábado por la tarde. Aunque me decepcionó un poco descubrir que mi itinerario no me acercaba a las tiendas de Darlinghurst Road: he tenido que caminar por la calle Victoria, donde está La Casa. Así la llama Pappy, «La Casa», y sé que lo dice así, con mayúsculas, como si se tratara de una institución. De manera que debo admitir que caminé con impaciencia sin siquiera mirar las casas adosadas de la calle Victoria.

Me encantan esas interminables hileras de viejas casas victorianas adosadas que hay en algunos barrios de Sydney, muchas de las cuales no han sobrevivido al paso del tiempo. ¡Lástima! Todas esas hermosas verjas de hierro han desaparecido, han sido reemplazadas por láminas de material prefabricado para convertir los balcones en habitaciones supletorias, y las paredes revocadas se ven deslucidas. Aun así, conservan su halo de misterio. Las ventanas están tapizadas con esas cortinas de encaje estilo Manchester y persianas de papel de estraza, como si tuvieran los ojos cerrados. Han visto demasiado. Nuestra casa, en Bronte, tiene sólo veintidós años; papá la construyó pasados los peores años de la Depresión y empezó a ganar dinero con la tienda. Así que por la casa no ha pasado nadie más que nosotros, y somos bastante aburridos. Nuestra principal crisis ha sido la del platito de Willie; al menos ésa ha sido la única vez que ha venido la policía.

Para llegar a La Casa había que recorrer un buen trecho de la calle Victoria, y a medida que avanzaba me daba cuenta de que en este lugar tan alejado algunos de los edificios conservaban sus verjas de hierro, bien pintadas y cuidadas. Un poco más allá de la avenida Challis la calle se convertía en una suerte de callejón sin salida con forma de media luna. Era como si al ayuntamiento se le hubiera terminado el alquitrán, porque la calzada estaba adoquinada con pequeños bloques de madera, y observé que en aquel semicírculo no había coches aparcados. Este detalle confería a los cinco edificios que formaban el callejón un aire anacrónico. Todos eran el número 17: 17 a, b, c, d y e. El del medio, el 17c, era La Casa. Tenía una fabulosa puerta principal de vidrio color rubí, grabada con azucenas que llegaban al panel inferior, liso; sus bordes biselados centelleaban alternando entre el ámbar y el púrpura debido a la luz que procedía del interior. No estaba cerrada con llave, así que empujé y la abrí sin problemas.

Pero aquella puerta de cuento de hadas sólo daba a una especie de tierra baldía y desierta. Un pasillo más bien lúgubre pintado de un color crema sucio, una escalera de cedro que llevaba a los pisos superiores, un par de bombillas manchadas con excrementos de mosca que colgaban de retorcidos cables marrones, y un viejo linóleo marrón espantoso agujereado por el paso de quién sabe cuántos tacones de aguja. Desde los zócalos hasta una altura más o menos de un metro, prácticamente toda la superficie de la pared que alcancé a ver estaba cubierta de garabatos, espirales sin fin y volutas de distintos colores que tenían ese aspecto ceroso típico de los lápices infantiles.

—¡Hola! —grité.

En lo alto de la escalera apareció Pappy con una sonrisa de bienvenida en los labios. Me temo que mi mirada fue un poco grosera: tenía un aspecto muy diferente. En lugar de su uniforme malva intenso y poco favorecedor y el gorro que le oculta el pelo, llevaba una falda muy ajustada de raso color azul eléctrico con dragones bordados, abierta hasta tal punto sobre la pierna izquierda que se le veía el borde de la media y un portaligas con ribetes. El cabello le caía por la espalda formando una cascada abundante, lisa, lustrosa… ¿por qué yo no puedo tener una cabellera así? Tengo el pelo tan negro como el de ella, pero tan rizado que si me lo dejara crecer parecería una escoba con un ataque de epilepsia. Por eso lo llevo siempre corto.

Pappy me condujo por una puerta que hay al final del corredor, al lado de la escalera, y por allí salimos a otro vestíbulo, mucho más pequeño, que parecía dar al aire libre. Allí había una sola puerta, que Pappy abrió.

Pensé que había entrado en el País de las Maravillas. La habitación estaba tan abarrotada de libros que las paredes no se veían: había libros, libros y nada más que libros desde el suelo hasta el techo, pilas de libros por todas partes. Sospecho que los había sacado de las sillas y la mesa para dejarme sitio. Durante el rato que pasamos juntas traté de contarlos, pero eran demasiados. Su colección de lámparas me dejó boquiabierta: eran espléndidas. Dos de cristal de colores en forma de libélula, un globo terráqueo iluminado colocado sobre una base, quinqués de Indonesia transformados en lámparas eléctricas, una que parecía una chimenea blanca de metro ochenta atravesada por barras color púrpura en relieve. La bombilla del techo estaba dentro de un farol chino de papel, del cual pendían borlas de seda.

Pappy cocinó un plato que no tenía la menor relación con el chou-mien de Hoo Himg, la tienda de comida china que hay en Bronte Road. Aunque estaba un poco picante por el ajo y el jengibre, repetí dos veces. No es que tenga mal apetito, pero nunca logro engordar lo suficiente para pasar de un sujetador de copa B a uno de copa C. ¡Caray! Jane Russell lleva una D amplia, en cambio siempre he pensado que Jayne Mansfield lleva sólo una B sobre su caja torácica.

Cuando terminamos, nos tomamos un té verde muy aromático, y Pappy anunció que era hora de subir para que yo conociera a la señora Delvecchio Schwartz, la dueña de la casa.

Cuando comenté que era un nombre muy extraño, Pappy me dirigió una sonrisa maliciosa.

Me condujo a la entrada, donde estaba la escalera de cedro rojo. Mientras subía tras ella, muerta de curiosidad, noté que los trazos de lápiz de colores no sólo no se interrumpían, sino que se multiplicaban. La escalera seguía hasta un piso superior, pero nosotras nos dirigimos a una habitación enorme situada en la parte delantera de la casa, y Pappy me hizo entrar allí. Si uno quisiera encontrar una habitación que fuese exactamente lo opuesto de la de Pappy, ésta lo era. Completamente vacía. Con la única excepción de los garabatos, que eran tantos que ya no quedaba un solo centímetro para más. Tal vez por ello, un rincón estaba toscamente recubierto de pintura, como para procurarle al artista un nuevo lienzo, pues ya estaba adornado con unos pocos garabatos. El lugar ofrecía espacio suficiente para seis sillones y una mesa de doce comensales, pero estaba casi totalmente vacío. Había una mesa de cocina cromada oxidada, cuatro sillas desvencijadas (con la tapicería rajada y el relleno asomando como el pus de un forúnculo), un sofá de terciopelo que sufría un serio ataque de alopecia, y una nevera con congelador último modelo. Más allá, dos puertas de vidrio permitían pasar al balcón.

—¡Estamos aquí fuera, Pappy! —dijo alguien.

Salimos al balcón y allí nos encontramos con dos mujeres. La que vi primero era claramente de la zona residencial del este de Harbourside o de la costa Norte, llevaba reflejos azules en el pelo, un vestido importado de París, zapatos, cartera y guantes de cabritilla color burdeos que iba a juego, y un sombrero muy pequeño mucho más elegante que los que usa la reina Isabel. Entonces la señora Delvecchio Schwartz se adelantó y yo olvidé en un santiamén al figurín de mediana edad que estaba junto a ella.

¡La mujer era una verdadera montaña! No es que fuera gorda, sino gigantesca. Medía metro ochenta y cinco, llevaba unas zapatillas sucias y gastadas con los talones doblados hacia dentro, y era muy musculosa. No llevaba medias. Vestía una bata de andar por casa abrochada por delante, vieja, desteñida y sin planchar, con los bolsillos a la altura de las caderas. La cara era redonda y arrugada, la nariz respingona y la dominaban unos ojos que me traspasaron con sólo mirarme, como si viera mi alma antes que a mí: unos ojos azul claro con anillos oscuros alrededor del iris, y unas pupilas pequeñas, penetrantes como agujas. El pelo, gris y fino, lo llevaba rapado como el de un hombre, y casi no se le veían las cejas. ¿Edad? Calculo que estaría mucho más cerca de los sesenta que de los cincuenta.

Apenas me libré de su mirada, mi mente recuperó parte de mis conocimientos médicos. ¿Acromegalia? ¿Síndrome de Cushing? Pero no tenía la enorme mandíbula inferior o la frente prominente de los acromegálicos, ni el aspecto físico o la vellosidad de un enfermo de Cushing. Algo relacionado con la pituitaria o el hipotálamo, seguramente, aunque no sabía bien el qué.

La mujer bien vestida nos saludó cortésmente inclinando la cabeza, pasó junto a nosotras y se marchó seguida de la señora Delvecchio Schwartz. Como yo estaba de pie en el umbral, vi que la visitante buscaba algo en la cartera, sacaba un gran fajo de billetes color ladrillo, ¡todos de diez libras!, y, uno por uno, se los iba entregando a la casera de Pappy, que se quedó allí plantada, con la mano abierta hasta que consideró que la cantidad recibida era suficiente. Luego los dobló y se los guardó en uno de los bolsillos de la bata, mientras el figurín de los barrios más lujosos de Sydney desaparecía de nuestra vista.

La señora Delvecchio Schwartz regresó y se dejó caer sobre una de las cuatro sillas, invitándonos a tomar asiento junto a ella con un ampuloso gesto que hizo con una mano del tamaño de una pata de cordero.

—¡Siéntate, princesa, siéntate! —rugió con voz estentórea—. ¿Cómo estás, señorita Harriet Purcell? Buen nombre el tuyo, sí, señor… Las dos palabras tienen siete letras cada una, ¡eso tiene mucha magia! Conciencia espiritual y buena suerte, recompensa al trabajo bien hecho. Y no me refiero a los políticos de izquierda… Jo, jo, jo.

El «jo, jo, jo» es una especie de risita malévola que dice mucho de ella; como si no hubiera nada en el mundo que pudiera sorprenderla, aunque todo lo que sucede en el mundo la divierte mucho. Me recordó la risita de Sid James en la serie Carry On.

Yo estaba tan nerviosa que aproveché sus comentarios acerca de mi nombre y le conté la historia de las Harriet Purcell, le dije que el nombre se remontaba a muchas generaciones atrás, pero que hasta mi llegada todas sus portadoras habían estado bastante chaladas. Una Harriet Purcell, recordé, había sido encarcelada por castrar a un pretendiente, y otra, por atacar al primer ministro de Nueva Gales del Sur durante una manifestación de sufragistas. Ella me escuchó con interés y suspiró, decepcionada, cuando terminé mi relato diciendo que la generación de mi padre había temido tanto aquel nombre que no hubo en ella ninguna Harriet Purcell.

—Pero tu padre te puso el nombre de Harriet —comentó ella—. ¡Ése es un buen hombre! Supongo que sería divertido conocerlo, ¡jo, jo, jo!

¡Aaaaah! ¡Quítele las manos de encima a mi padre, señora Delvecchio Schwartz!

—Dijo que le gustaba el nombre de Harriet, y que no le preocupaban las paparruchas de la familia —añadí—. Mi nacimiento fue un poco inesperado, ¿sabe?, y todo el mundo pensaba que era otro niño.

—Pero no lo fuiste —agregó ella, sonriendo burlonamente—. ¡Ah, qué historia tan buena!

Mientras todo esto sucedía, bebía brandy sin hielo de un vaso que había sido un frasco de queso Kraft. Nos ofreció sendos vasos a Pappy y a mí, pero un solo sorbo de aquella bebida que había sido la perdición de Willie bastó para que abandonara mi vaso; era demasiado horrible, áspero y fuerte para mí. Noté que a Pappy parecía gustarle el sabor, pero no lo tragaba con tanta rapidez como la señora Delvecchio Schwartz.

He estado aquí sentada preguntándome si podría ahorrarme el síndrome del túnel carpiano abreviando su nombre y escribiendo en cambio «señora D-S», pero por alguna razón no me atrevo. Coraje no me falta, pero ¿«señora D-S»? No.

Entonces me di cuenta de que había alguien más en el balcón, alguien que había estado allí todo el tiempo pero que había permanecido totalmente invisible. Se me empezó a poner la carne de gallina, sentí una suerte de escalofrío, como el que provoca la primera ráfaga de viento del sur tras una ola de calor. Un rostro asomó a la mesa, escudriñando la escena desde detrás de las caderas de la señora Delvecchio Schwartz. Era la carita infantil más cautivadora: mentón en punta, mofletes, piel de un beis inmaculado, mechones de pelo castaño claro, cejas negras, pestañas negras tan largas que parecían enredarse… ¡Oh! ¡Cómo me gustaría ser poeta para describir a esa criatura celestial! Mi corazón se detuvo: la miré y me enamoré de ella. Tenía unos ojos enormes, bien separados y de un color castaño ambarino, los ojos más tristes que vi en mi vida. Abrió aquella boquita, rosada como un pimpollo, y me sonrió. Yo le devolví la sonrisa.

—Oh, quieres sumarte a la fiesta, ¿verdad? —Un instante después la pequeña estaba sobre las rodillas de la señora Delvecchio Schwartz y seguía mirándome y sonriéndome mientras tiraba del vestido de la señora Delvecchio Schwartz con su manita.

—Es mi hija, Flo —dijo la dueña de la casa—. Hace cuatro años, cuando creía que tenía la menopausia, noté un dolor en el vientre; fui al cuarto de baño pensando que se trataba de una simple cagalera… Y, ¡paf!, de pronto apareció Flo, retorciéndose en el suelo, toda cubierta de una especie de baba. Nunca supe que estaba encinta hasta que ella salió así, de repente, sin anunciarse. Fue una suerte que no terminaras en el retrete, ¿no, angelito?

Esto último se lo dijo a Flo, que jugueteaba con un botón.

—¿Qué edad tiene? —pregunté.

—Acaba de cumplir los cuatro. Una Capricornio que no es Capricornio —dijo la señora Delvecchio Schwartz, desabotonándose el vestido con naturalidad. De dentro del vestido salió un pecho que parecía una vieja media con la punta llena de guisantes, y la mujer llevó su enorme y calloso pezón a los labios de Flo. La pequeña cerró los ojos como en éxtasis, se apoyó en el brazo de su madre y comenzó a succionar ávidamente haciendo un ruido repugnante. Me quedé sentada papando moscas, sin saber qué decir. La visión radiográfica de la dueña de la casa volvió a posarse en mí.

»Le encanta la leche de su madre —añadió con simpatía—. Sí, tiene cuatro años, ya lo sé, pero ¿qué tiene que ver la edad con esto, princesa? La leche materna es lo mejor que hay. El único problema es que ya le han salido todos los dientes, así que me lastima bastante…

Seguí sentada allí, papando moscas, hasta que, de pronto, intervino Pappy.

—Bueno, señora Delvecchio Schwartz, ¿qué piensa?

—Pienso que La Casa necesita a la señorita Harriet Purcell —respondió la señora Delvecchio Schwartz asintiendo con la cabeza, y dirigiéndole un guiño. Luego me miró y me preguntó—: ¿Alguna vez has pensado en irte de casa, princesa, a un piso bonito, modesto pero todo para ti sola?

Cerré la boca sin poder evitar un chasquido y moví la cabeza casi sin darme cuenta.

—No me lo puedo permitir —le respondí—. Estoy ahorrando para ir a pasar dos años a Inglaterra, así que…

—¿No contribuyes con nada en tu casa? —preguntó ella.

Le dije que aportaba cinco libras cada semana.

—Bueno, tengo un pequeño piso en el patio trasero, pero es muy bonito, tiene dos habitaciones grandes y cuesta cuatro libras por semana, incluida la electricidad. Hay un cuarto de baño con retrete en el lavadero que sólo tú y Pappy usaríais. Janice Harvey, mi inquilina, se está mudando. Tiene una cama de matrimonio —agregó con una mirada lasciva—. Odio esas insignificantes camas individuales.

¡Cuatro libras! ¿Dos habitaciones por cuatro libras? ¡Un milagro en Sydney!

—Te resultará más fácil deshacerte de David viviendo aquí que en tu casa —dijo Pappy persuasivamente y se encogió de hombros—. Después de todo, tu sueldo es como el de un hombre, así que aún podrías ahorrar para tu viaje.

Recuerdo que tragué saliva, buscando a la desesperada una forma amable de decir que no, ¡pero de pronto me encontré con que estaba diciendo que sí!

—¡Así se habla, princesa! —bramó la señora Delvecchio Schwartz mientras sacaba el pezón de la boca de Flo y se ponía torpemente en pie.

Cuando miré a Flo, comprendí por qué había dicho que sí. Fue Flo quien puso aquella palabra en mi boca. Flo me quería allí, y yo estaba dispuesta a hacer sus deseos realidad. La pequeña se acercó a mí y me abrazó las piernas, sonriéndome con sus labios lechosos.

—¿Has observado eso? —exclamó la señora Delvecchio Schwartz, sonriendo a Pappy—. Deberías sentirte honrada, Harriet. No no suele acercarse a la gente, ¿no es así, angelito?

Así que aquí estoy, tratando de apuntarlo todo antes de que se me borre de la mente, preguntándome cómo diablos voy a decirle a mi familia que muy pronto me voy a mudar a Kings Cross, hogar de alcohólicos, prostitutas, homosexuales, artistas satánicos, esnifadores de pegamento, fumadores de hachís y Dios sabe cuántas cosas más. Pero lo que vi en medio de la lluviosa oscuridad me gustó, y Flo quiere que yo viva en La Casa.

Le había explicado a Pappy que a lo mejor podría decir que La Casa estaba en Potts Point y no en Kings Cross; pero Pappy me respondió con una carcajada.

—Potts Point es un eufemismo, Harriet —dijo—. Potts Point es propiedad exclusiva de la Marina australiana.

El deseo de esta noche: Que a mis padres no les dé un patatús.