Otra vez David. ¿Por qué no le entra en la cabeza que una persona que trabaja en un hospital no quiere ver una ampulosa monstruosidad, como puede ser un filme europeo? Puede que esté bien para él, siempre encerrado en su pequeño mundo estéril y aséptico donde lo más interesante que puede suceder es que a un maldito ratón le aparezca un maldito tumor, pero en mi trabajo la gente sufre, ¡y a veces hasta se muere! Estoy inmersa en una realidad horripilante… ¡Lloro bastante, y estoy bastante deprimida! Así que cuando voy al cine me apetece reírme, o al menos lloriquear un poco cuando Deborah Kerr, postrada en una silla de ruedas, renuncia abnegadamente al amor de su vida. En cambio, los filmes que le gustan a David son tan deprimentes… No tristes, sino simplemente deprimentes.
Traté de decírselo cuando me anunció que iba a llevarme a ver una película que se acababa de estrenar en el Savoy. La palabra que usé no fue «deprimente», sino «sórdida».
—La gran literatura y el verdadero cine no pueden ser sórdidos —dijo él.
Le propuse que se dedicara él a atormentar su alma en el Savoy, porque yo pensaba ir al Prince Edward a ver un western. Puso esa cara que, por experiencia, ya sé que precede a una de sus peroratas, una mezcla de sermón y arenga, y al final acabé cediendo y lo acompañé al Savoy a ver Gervaise, basada en una novela de Zola, según me explicó cuando salimos. Me sentí como una bayeta escurrida, lo cual bien mirado tampoco es una mala comparación. Todo ocurría en una versión victoriana de una gigantesca lavandería. La protagonista era muy joven y guapa, pero no había un solo hombre que valiera la pena, eran todos gordos y encima calvos. Me parece que David podría terminar siendo calvo, porque su pelo no es tan tupido como cuando lo conocí.
David insistió en llevarme a casa en taxi, pese a que yo habría preferido caminar a paso rápido hasta el Quay y tomar el autobús. Siempre me hace bajar del taxi en la esquina de casa, luego me acompaña por el callejón y allí, en la oscuridad, me pone las manos en la cintura y me roza los labios con tres besos tan castos que ni siquiera el mismísimo Papa los consideraría pecaminosos. Después, se queda esperando, para asegurarse de que entro en casa sana y salva, y luego recorre a pie las cuatro calles que lo separan de su casa.
Vive con su madre viuda, aunque se ha comprado una casa bastante espaciosa en Coogee Beach, que tiene alquilada a una familia de «nuevos australianos» de Holanda; según él, los holandeses son gente muy limpia. ¡Oh! ¿Tendrá David sangre en las venas? Ni una sola vez me ha puesto un dedo, y mucho menos una mano, en los pechos. ¿Para qué los tengo?
Mis hermanos mayores estaban preparándose un té y desternillándose de risa por lo que había sucedido en el callejón.
El deseo de esta noche: Que consiga ahorrar quince libras por semana con este nuevo empleo y para principios de 1961 me pueda tomar esos dos años sabáticos en Inglaterra. Así podré perder de vista a David, que sería incapaz de abandonar a sus malditos ratones si a alguno de ellos le apareciese un maldito tumor.