Lunes, 4 de enero de 1960

Hoy por la mañana empecé a trabajar. A las nueve en punto. ¡El Royal Queens está mucho más cerca de Bronte que el Ryde! Si camino los últimos dos kilómetros, el viaje en autobús se reduce a unos veinte minutos.

Como presenté la solicitud en el instituto, no conocía aquel sitio; sólo había pasado cerca alguna vez, cuando íbamos al sur para visitar a alguien o para pasar un día al aire libre. ¡Alucinante! Hay tiendas, un banco, oficina de correos, una central eléctrica, una lavandería lo suficientemente grande para abastecer a hoteles, fábricas y almacenes. El Royal Queens tiene de todo. ¡Un auténtico laberinto! Tardé quince minutos a paso rápido en llegar hasta el Servicio de Radiología desde la entrada principal, y pasé por toda clase de edificaciones que se han construido en Sydney en los últimos cien años. Patios interiores, rampas, galerías tapizadas de columnas, edificios de piedra arenisca y de obra vista, montones de esas nuevas y espantosas construcciones vidriadas en las que uno se muere de calor.

A juzgar por la cantidad de gente con la que me crucé, habrá como diez mil empleados. Las enfermeras están envueltas en tal cantidad de capas de almidón que parecen paquetes verdes y blancos. Las pobres tienen que llevar medias gruesas de algodón de color marrón y zapatos planos con cordones, también marrones. Ni Marilyn Monroe parecería atractiva con esas medias tétricas y ese calzado sin tacones. Las cofias parecen dos palomas blancas entrelazadas, llevan puños y cuellos de celuloide, y el dobladillo de la falda les tapa media pantorrilla. Las enfermeras monjas tienen el mismo aspecto, sólo que no llevan delantales; aunque lucen unos ostentosos tocados de tul a lo egipcio, llevan medias de nailon, y sus zapatos de cordones tienen un tacón de cinco centímetros de alto.

En fin, siempre he sabido que no tengo paciencia para acatar toda esa disciplina estricta y absurda, del mismo modo que no tenía paciencia para soportar el mal trato de los estudiantes universitarios preocupados por proteger el territorio masculino. Nosotras, las técnicas, sólo podemos llevar un uniforme blanco abotonado por delante de arriba abajo y que llega hasta debajo de las rodillas, medias de nailon y mocasines de tacón bajo.

Debe de haber unas cien fisioterapeutas. ¡Odio a las fisioterapeutas! A ver, ¿qué son las fisioterapeutas, sino masajistas glorificadas? Pero, vaya, ¡qué importantes se sienten! ¡Hasta se almidonan los uniformes voluntariamente! Y todas tienen ese aire de superioridad y ese aspecto de agresivas y dinámicas jugadoras de hockey, cuando se pavonean a paso rápido yendo y viniendo como si fueran oficiales del ejército, sin dejar de mostrar su dentadura caballuna al decir cosas como «¡Hace un día genial!» y «¡Superguay!».

Por suerte salí de casa con tiempo suficiente para darme ese paseíto de quince minutos y llegar a tiempo al despacho de la hermana Toppingham. ¡Menuda fiera! Pappy dice que todo el mundo la llama Hermana Agatha, así que yo también lo haré… a sus espaldas, claro. Es más vieja que Matusalén y en un pasado remoto fue monja enfermera. Todavía usa el almidonado tocado egipcio con velo de las enfermeras cualificadas. Parece una pera, y hasta su forma de hablar me recuerda a una pera. «Terrriible, terrriible», dice. Tiene los ojos de un azul muy pálido, fríos como una mañana de invierno, y me miraron como si yo fuera sólo una mancha en la ventana.

—Señorita Purcell, comenzará en la sección de tórax. Al principio se le encargarán radiografías pulmonares más bien fáciles, ¿me comprende? Prefiero que todo el personal nuevo pase por un período de orientación con pocas complicaciones. Más adelante ya veremos qué puede hacer realmente, ¿de acuerdo? ¡Estupendo, estupendo!

¿Está loca? ¡Menudo desafío! «Tórax.» Ordenarles que se apoyen bien y que contengan la respiración. Cuando la Hermana Agatha dijo «Tórax» se refería a los pacientes de consultas externas, no a los internos de gravedad. Las que hacemos radiografías rutinarias de tórax somos tres, dos aprendizas experimentadas y yo. Pero los cuartos oscuros están muy solicitados y tenemos que apresurarnos con nuestras placas; de manera que cualquiera que se tome más de nueve minutos se expone a que lo apremien a grito pelado.

En esta sección trabajan sólo mujeres, lo cual me asombra. ¡Algo excepcional! Las técnicas en radiología perciben el mismo salario que sus colegas varones, así que los hombres se vuelcan en tropel a la radiología como especialidad médica. Sin embargo, en Ryde casi todos los empleados de esta sección eran varones. Supongo que la diferencia en Queens es que está la Hermana Agatha; por lo tanto, no puede ser tan mala.

Conocí a la auxiliar de enfermería en el deprimente lugar en el que cohabitan nuestros armarios y los cuartos de baño. A primera vista me cayó bien, mucho mejor que cualquiera de las técnicas a las que he conocido hoy. Mis dos aprendizas son buenas chicas, pero ambas estudian primero, así que me han parecido un poco aburridas. En cambio la auxiliar de enfermería, Papele Sutama, es de lo más interesante. El nombre es estrafalario, pero la persona que lo lleva también lo es. Tiene los ojos rasgados, con un aire decididamente chino, pensé en cuanto la vi. No japonés, porque sus piernas son demasiado rectas y torneadas. Más tarde me confirmó que era de ascendencia china. ¡Oh! ¡Es la chica más bonita que he visto en mi vida! Su boca parece una flor, sus pómulos están de muerte, y sus cejas son muy finas. La llaman Pappy, y el apodo le va que ni pintado. Es diminuta, no mide más de metro cincuenta y cinco, y muy delgada; pero no parece salida de Belsen, como esos casos de anorexia nerviosa que los psiquiatras me envían para que les hagamos radiografías rutinarias de tórax. ¿Por qué diablos las adolescentes se matan de hambre? Pero, volviendo a Pappy, y a su piel sedosa, casi como de marfil.

Yo también le he caído bien, así que cuando supo que me había traído la fiambrera de casa, me invitó a comer con ella al aire libre, cerca de la morgue, que no queda muy lejos del Departamento de Radiología; eso sí, donde la Hermana Agatha no pudiera vernos desde su puesto de vigía. La Hermana Agatha no almuerza, está demasiado ocupada controlando sus dominios. Por supuesto, no disponemos de una hora entera, y menos los lunes, cuando además del trabajo normal hay que despachar todas las solicitudes acumuladas durante el fin de semana. De todas formas, en apenas media hora descubrimos muchas cosas la una de la otra.

Lo primero que me contó es que vive en Kings Cross. ¡Vaya! Es exactamente la parte de Sydney que papá consideró lo peor de lo peor. Un refugio de maleantes, dice la abuela, donde reina el vicio. No sé muy bien qué es el vicio, aparte del alcoholismo y la prostitución. Ambas actividades abundan en Kings Cross, a juzgar por lo que dice el reverendo Alan Walker; claro que él es metodista, muy severo y estricto. Kings Cross es el sitio en el que vive la bruja Rosaleen Norton, esa mujer que aparece siempre en los periódicos porque pinta cuadros obscenos. ¿Qué es un cuadro obsceno? ¿Gente copulando? Se lo pregunté a Pappy, pero ella sólo me contestó que la obscenidad está en los ojos del que mira. Pappy es muy culta, lee a Schopenhauer, a Jung, a Bertrand Russell y todos ésos, aunque me dijo que Freud no la convencía. Le pregunté por qué no había ido a la Universidad de Sydney, y me dijo que nunca había cursado estudios reglados. Su madre era australiana, su padre un chino de Singapur, y durante la Segunda Guerra Mundial tuvieron muchos problemas. Su padre murió y su madre enloqueció después de pasarse cuatro años encerrada en el campo de prisioneros de Changi… ¡Qué dura es la vida de algunas personas! Y yo aquí, sin nada de que quejarme, salvo de David y el orinal. Nacida y educada en Bronte.

Pappy dice que David es un auténtico amasijo de represiones, según ella debido a su educación católica. Más aún, tiene un término para designar a todos los David de este mundo: «estudiantes católicos estreñidos». Pero a mí no me apetecía hablar de él, más bien quería saber cómo es la vida en Kings Cross. «Como en cualquier otro lado», dice ella. Pero yo no la creo; es un sitio con muy mala fama. ¡Me muero de curiosidad por conocerlo!