Valorando las diferencias

La valoración de las diferencias (mentales, emocionales, psicológicas) es la esencia de la sinergia. Y la clave para valorar esas diferencias consiste en comprender que todas las personas ven el mundo no como es, sino como son ellas mismas.

Si yo viera el mundo como es, ¿de qué me serviría valorar las diferencias? ¿Por qué habría de molestarme siquiera en prestar atención a alguien que está «fuera del camino»? Mi paradigma es que soy objetivo; veo el mundo tal como es. Todos los otros se dejan enterrar por las minucias, pero yo veo todo el cuadro. Por ello me llaman «supervisor»: tengo una «supervisión».

Con ese paradigma nunca seré efectivamente interdependiente, ni siquiera efectivamente independiente. Me limitarán los paradigmas de mi propio condicionamiento.

La persona verdaderamente efectiva tiene la humildad y el respeto necesarios para reconocer sus propias limitaciones preceptúales y apreciar los ricos recursos que pone a su disposición la interacción con los corazones y las mentes de otros seres humanos. Esa persona valora las diferencias porque esas diferencias acrecientan su conocimiento, su comprensión de la realidad. Librados a nuestras propias experiencias, constantemente padecemos una insuficiencia de datos.

¿Es lógico que dos personas disientan y que ambas tengan razón? No es lógico, es psicológico. Y es muy real. Usted ve a la joven, yo veo a la anciana. Los dos miramos el mismo dibujo, y los dos tenemos razón. Vemos las mismas líneas negras, los mismos espacios en blanco. Pero los interpretamos de diferente modo, porque hemos sido condicionados para ello.

A menos que valoremos las diferencias de nuestras percepciones, a menos que nos valoremos recíprocamente y creamos en la posibilidad de que ambos tengamos razón, de que la vida no sea siempre un «O esto o aquello» dicotómico, de que casi siempre hay terceras alternativas, nunca podremos trascender los límites de ese condicionamiento.

Lo único que yo puedo ver es a la anciana. Pero comprendo que usted vea alguna otra cosa. Y lo valoro. Valoro su percepción. Quiero comprender.

De modo que cuando tomo conciencia de la diferencia de nuestras percepciones, digo: «¡Bien! Usted lo ve de otro modo. Ayúdeme a ver lo mismo que usted».

Si dos personas tienen la misma opinión, una de ellas es innecesaria. Para mí no representaría ninguna ventaja comunicarme con alguien que sólo ve a la anciana. No necesito hablar, comunicarme, con alguien que esté de acuerdo conmigo; quiero comunicarme con usted porque ve las cosas de modo diferente. Valoro esa diferencia.

Al hacerlo, no sólo aumento mi propia conciencia; también lo estoy afirmando. Le ofrezco aire psicológico. Retiro el pie del freno y libero la energía negativa que usted tal vez haya invertido en la defensa de una posición particular. Creo un ambiente para la sinergia.

La importancia de valorar las diferencias queda bien reflejada en la citadísima fábula escrita por el educador doctor R. H. Reeves, titulada «La escuela de los animales».

Una vez, los animales decidieron que tenían que hacer algo heroico para solucionar los problemas de un «nuevo mundo», de modo que organizaron una escuela. Adoptaron un currículo de actividades consistente en correr, trepar, nadar y volar. Para facilitar la administración todos los animales cursaban todas las materias. El pato era excelente en natación, mejor incluso que su instructor, y obtuvo muy buenas notas en vuelo, pero pobres en carrera. Con el objeto de mejorar en este aspecto tenía que quedarse a practicar después de clase, e incluso abandonó la natación. Esto duró hasta que se le lastimaron sus patas de palmípedo y se convirtió en un nadador mediano. Pero el promedio era aceptable en la escuela, de modo que nadie se preocupó, salvo el pato. El conejo empezó a la cabeza de la clase en carrera; sin embargo, tuvo un colapso nervioso como consecuencia del tiempo que debía dedicar a la práctica de la natación. La ardilla trepaba muy bien hasta que comenzó a sentirse frustrada en la clase de vuelo, en la que el maestro le hacía partir del suelo en lugar de permitirle bajar desde la copa del árbol. También sufrió muchos calambres como consecuencia del excesivo esfuerzo, y le pusieron apenas un suficiente en trepar y un «insuficiente» en correr. El águila era una alumna problemática y fue severamente castigada. En la clase de trepar llegaba a la cima del árbol antes que todos los otros, pero insistía en hacerlo a su modo. Al final del año, una anguila anormal que nadaba muy bien y también corría, trepaba y volaba un poco, tenía el promedio más alto y le correspondió pronunciar el discurso de despedida. Los perros de la pradera quedaron fuera de la escuela y cuestionaron por qué la administración no incluyó en el currículo las materias de cavar y construir madrigueras. Pusieron a sus cachorros a aprender con el tejón, y más tarde se unieron a marmotas y topos para inaugurar una escuela privada de gran éxito.