El Señor obra de adentro hacia afuera.
El mundo obra de afuera hacia adentro.
El mundo quiere sacar a la gente de los suburbios.
Cristo saca los suburbios del interior de la gente,
y después ésta sale por sí misma de los suburbios.
El mundo quiere moldear a los hombres cambiando su ambiente.
Cristo cambia a los hombres, que después cambian su ambiente.
El mundo quiere conformar la conducta humana,
pero Cristo puede cambiar la naturaleza humana.
EZRA TAFT BENSON
Me gustaría narrar una anécdota personal que a mi juicio contiene la esencia de este libro. Confío en que el lector entrará en contacto con los principios subyacentes del relato.
Hace algunos años, me tomé mi año sabático en la universidad en la que enseñaba, para poder escribir, y con toda la familia me fui a vivir a Laie, en la costa norte de Oahu, Hawai.
Poco después de instalarnos, desarrollamos una vida de rutina y trabajo no sólo muy productiva sino también extremadamente agradable.
Después de correr por la playa por la mañana temprano, enviábamos a dos de nuestros hijos a la escuela, descalzos y en shorts. Yo me iba a un edificio próximo a los cañaverales; allí tenía una oficina para escribir. Todo era muy silencioso, hermoso, sereno: sin llamadas telefónicas, reuniones ni compromisos apremiantes.
Junto al edificio de mi oficina había una universidad, y un día, mientras yo recorría al azar las pilas de libros de la biblioteca de esa universidad, tropecé con un volumen que atrajo mi atención. Al abrirlo, mis ojos cayeron sobre un párrafo que influyó poderosamente en el resto de mi vida.
Leí ese párrafo una y otra vez. Básicamente contenía la idea simple de que existe una brecha o un espacio entre el estímulo y la respuesta, y de que en el empleo de ese espacio está la clave de nuestro crecimiento y nuestra felicidad.
Es muy difícil describir el efecto que esa idea tuvo sobre mi espíritu. Aunque yo me había nutrido con la filosofía de la propia determinación, el modo en que la idea estaba formulada —«una brecha entre el estímulo y la respuesta»— me golpeó con una fuerza casi increíble. Fue como «verla por vez primera», como una revolución interior, «una idea cuyo tiempo ha llegado».
Reflexioné sobre ella una y otra vez, y empezó a ejercer un efecto poderoso sobre mi paradigma de vida. Fue como si me hubiera convertido en observador de mi propia participación. Comencé a tomar posición en esa brecha, y a mirar desde afuera los estímulos. Disfrutaba con la sensación interior de ser libre para elegir mi respuesta, incluso para convertirme en el estímulo, o por lo menos para influir en él, aunque fuera para darle la vuelta.
Poco tiempo después, y en parte como consecuencia de esa idea «revolucionaria», Sandra y yo empezamos a practicar la comunicación profunda. Yo la pasaba a buscar un poco antes del mediodía en una motocicleta Honda 90 de color rojo, y nos llevábamos con nosotros a nuestros dos hijos pequeños —uno entre Sandra y yo, y el otro sobre mi rodilla izquierda—, mientras recorríamos los cañaverales cercanos a mi oficina. Lo hacíamos lentamente, durante más o menos una hora, que dedicábamos a hablar.
Los niños iban mirando hacia adelante, al camino, y no hacían ruido. Raras veces veíamos otro vehículo, y la moto era tan silenciosa que nos oíamos sin esfuerzo. Por lo general terminábamos en una playa aislada donde aparcábamos la Honda y caminábamos unos doscientos metros, hasta un lugar solitario en donde tomábamos un almuerzo campestre.
La playa de arena y un río de agua dulce que corría por la isla absorbían totalmente la atención de los niños, de modo que Sandra y yo podíamos seguir hablando sin interrupciones. Tal vez no se necesite demasiada imaginación para darse cuenta del nivel de comprensión y confianza que pudimos alcanzar pasando dos horas al día, todos los días, durante un año, en una situación de comunicación profunda.
Al principio del año hablamos sobre temas interesantes de todo tipo: personas, acontecimientos, ideas, los chicos, lo que yo escribía, nuestra familia, planes futuros, etc. Pero poco a poco nuestra comunicación fue profundizándose, y empezamos a conversar cada vez más sobre nuestro mundo interno, sobre nuestra educación, nuestros guiones, nuestros sentimientos, y sobre las dudas acerca de nosotros mismos. Mientras estábamos profundamente sumergidos en estas comunicaciones, también las observábamos y nos observábamos a nosotros mismos en ellas. Empezamos a usar ese espacio entre el estímulo y la respuesta de modos nuevos e interesantes, que nos llevaban a pensar sobre cómo estábamos programados y sobre el modo en que esos programas daban forma a nuestra visión del mundo.
Iniciamos una aventura de exploración de nuestros mundos interiores, y descubrimos que era algo más estimulante, fascinante, absorbente, inexcusable, y que estaba más lleno de descubrimientos y comprensiones, que ninguna otra cosa que hubiéramos conocido en el mundo exterior.
Pero no todo era «luz y dulzura». Ocasionalmente tocábamos algún nervio en carne viva y teníamos algunas experiencias dolorosas, embarazosas, auto reveladoras, experiencias que a cada uno lo volvían extremadamente abierto y vulnerable al otro. Y sin embargo descubrimos que durante años habíamos querido entrar en esas zonas. Al penetrar en las cuestiones más profundas y sensibles, y emerger de ellas, de algún modo nos sentíamos curados.
Desde el principio nos brindamos recíprocamente tanto apoyo y ayuda, tanto aliento y empatia, que nutrimos y facilitamos esos descubrimientos interiores.
Gradualmente desplegamos dos reglas generales tácitas. La primera era «No sondear». En cuanto llegábamos a las capas internas de vulnerabilidad, no hacíamos preguntas, nos limitábamos a la empatia. El sondeo resultaba sencillamente demasiado agresivo. También demasiado controlador y demasiado lógico. Estábamos recorriendo un territorio nuevo y difícil, atemorizador e inseguro, y ello despertaba miedos y dudas. Queríamos ir cada vez más lejos, pero aprendimos a respetar la necesidad de permitir que el otro se abriera según las pautas de su propio ritmo.
La segunda regla general era que cuando experimentábamos demasiado dolor, simplemente interrumpíamos la conversación de ese día. Al siguiente la retomábamos en el punto en que la habíamos dejado o aguardábamos hasta que aquel de nosotros que había hablado se sintiera dispuesto a continuar. Reteníamos los hilos sueltos, con el propósito de abordarlos más adelante. Contábamos con el tiempo y el ambiente que conducían a ellos, y nos entusiasmaba observar nuestro compromiso y madurar en nuestro matrimonio; simplemente sabíamos que tarde o temprano cogeríamos esos hilos sueltos y de algún modo acabaríamos de tejer la trama.
La parte más difícil, y finalmente la más fructífera de este tipo de comunicación, surgía cuando tocábamos mi vulnerabilidad y la vulnerabilidad de Sandra. Entonces, por el hecho de sentirnos tan implicados subjetivamente, encontrábamos que el espacio entre el estímulo y la respuesta había desaparecido. Emergían algunos sentimientos negativos. Pero nuestro deseo profundo y nuestro acuerdo implícito era prepararnos para retomar la cuestión donde la habíamos dejado, y atravesar esos sentimientos hasta superarlos.
Uno de esos momentos difíciles tuvo que ver con una tendencia básica de mi personalidad. Mi padre era un individuo muy reservado, muy controlado y cuidadoso. Mi madre era y es muy «pública», muy abierta, muy espontánea. Encuentro en mí las dos tendencias, y cuando me siento inseguro tiendo a volverme reservado, como mi padre. Vivo dentro de mí y lo observo todo poniéndome a salvo.
Sandra se parece más a mi madre: es sociable, auténtica y espontánea. A lo largo de los años hemos pasado por muchas experiencias en las que a mi juicio su apertura era exagerada, y a ella le parecía que mi represión era perjudicial desde el punto de vista social y para mí como individuo, porque me hacía insensible a los sentimientos de los otros. Todo esto y mucho más emergían durante aquellas profundas reuniones. Aprendí a valorar la comprensión y la sabiduría de Sandra, y el modo en que me ayudaba a ser más abierto, comunicativo, sensible y sociable.
Otro de esos momentos difíciles tuvo que ver con lo que yo percibía como una fijación neurótica de Sandra que me fastidió durante años. Sandra parecía estar obsesionada con los electrodomésticos Frigidaire, lo que a mí me resultaba absolutamente incomprensible. Ni siquiera quería pensar en otra marca. Incluso en el inicio de nuestro matrimonio, con un presupuesto muy ajustado, ella insistía en ir en coche a la «gran ciudad», que estaba a ochenta kilómetros, para comprar estos utensilios, que en aquel entonces no se conseguían en nuestra pequeña ciudad universitaria.
Esto me molestaba considerablemente. Por fortuna, la situación aparecía sólo cuando teníamos que hacer esas compras. Pero cuando surgía, hacía sonar la alarma. Yo me sentía mal y recurría a mi conducta reservada disfuncional. Supongo que pensaba que el único modo que tenía de afrontar la cuestión consistía en no afrontarla en absoluto; en otras palabras, sentía que perdía el control y decía cosas que no debía decir. A veces cometía un desliz y expresaba algo negativo; después tenía que retroceder y disculparme.
Lo que más me fastidiaba no era que le gustara la marca Frigidaire, sino que insistiera en manifestaciones que yo consideraba totalmente ilógicas e insostenibles, para defender Frigidaire sin ninguna base. Si ella hubiera aceptado que su reacción era irracional y puramente emocional, creo que yo habría podido controlar la situación. Pero el hecho de que pretendiera justificarla me molestaba tanto que ni podíamos hablar sobre el tema.
El año sabático empezó en septiembre, y en diciembre ya nos comunicábamos con profundidad; yo sabía que se acercaba el momento de hablar sobre la obsesión Frigidaire. El momento no llegó hasta comienzos de la primavera, pero nuestra comunicación anterior nos había preparado para él. Las reglas generales ya estaban profundamente establecidas: no sondear, e interrumpir el intercambio si se volvía demasiado doloroso para una parte o para ambas.
Nunca olvidaré el día en que hablamos abiertamente sobre el tema. Esa vez terminamos en la playa; seguimos recorriendo los cañaverales, tal vez porque no queríamos mirarnos a los ojos. Había mucha historia psicológica y muchos sentimientos negativos asociados con el tema, el cual había estado durante demasiado tiempo. Nunca había sido tan crítico como para amenazar la relación, pero cuando uno trata de cultivar una unión hermosa, todo lo que pueda romperla es importante.
Sandra y yo nos quedamos sorprendidos por lo que aprendimos en la interacción. Fue verdaderamente sinérgica. Era como si ella, casi por primera vez, comprendiera la razón de su denominada obsesión. Empezó a hablar sobre su padre, acerca de cómo él había trabajado durante años como profesor de historia en una escuela media, y debido a que el dinero no les alcanzaba entró en el negocio de los electrodomésticos. Durante una recesión económica había experimentado serias dificultades, y lo que le salvó fue el hecho de que Frigidaire siguiera vendiéndole con financiación.
Sandra tenía con su padre una relación profunda y afectuosa. Al final de sus agotadores días, el padre volvía al hogar y se tendía en el sofá; Sandra le masajeaba los pies y cantaba para él. Eran momentos hermosos que disfrutaban juntos casi todos los días, y lo hicieron durante años. Él también hablaba y elaboraba sus preocupaciones comerciales, y comentaba con Sandra su profunda gratitud por la financiación que le otorgaba Frigidaire para que él pudiera superar aquellos tiempos difíciles.
Esa comunicación entre padre e hija se había producido de modo espontáneo en los momentos oportunos, cuando tiene lugar el tipo más poderoso de programación. En esos momentos de relax la guardia está baja, y en la mente subconsciente queda sembrado profundamente todo tipo de imágenes y pensamientos. Tal vez Sandra lo olvidó todo acerca de esto hasta encontrar la seguridad de ese año de comunicación entre nosotros, cuando el recuerdo surgió también de modo natural y espontáneo.
Ella logró una enorme comprensión de sí misma y de las raíces emocionales de sus sentimientos sobre Frigidaire. También yo gané en comprensión, y pase a un nuevo nivel de respeto. Llegué a comprender que Sandra no estaba hablando de electrodomésticos; hablaba de su padre, y de lealtad, sobre todo de la lealtad a las necesidades de él.
Recuerdo que aquel día los dos acabamos llorando, no tanto como consecuencia de haber comprendido, sino por nuestro sentimiento acrecentado de respeto recíproco, por la mayor conciencia de que el terreno interior de otra persona es sin duda alguna sagrado y no debe pisotearse o tratarse con ligereza.
De esos meses obtuvimos muchos frutos. Nuestra comunicación se volvió tan intensa, que casi podíamos transmitirnos instantáneamente nuestros pensamientos. Cuando dejamos Hawai resolvimos continuar con esa práctica. Durante los muchos años transcurridos desde entonces, hemos seguido recurriendo regularmente a nuestra moto Honda o al coche en los días de mal tiempo, sólo para tener la oportunidad de hablar. Nos parece que la clave para no dejar de amar consiste en hablar, en particular sobre los sentimientos. Tratamos de comunicarnos varias veces al día, incluso cuando yo estoy de viaje. Es como tomar contacto con la base del hogar, para recibir toda la felicidad, la seguridad y los valores que representa.
Thomas Wolfe se equivocó. Se puede volver al hogar, si nuestro hogar es una relación cultivada, apreciada, un precioso compañerismo. (Se refiere al título de la obra de Wolfe: You can 't go home again [Ya no podrán volver a casa]. [E.])