27

La mañana

Simon Winter corrió con una velocidad impensable para su edad.

A su alrededor, la calle se asemejaba a una maraña de coches aparcados, setos y arbustos, cubos de basura y escombros. Avanzaba con la energía de un hombre mucho más joven, con un ritmo constante, rápido, diciéndose que aquello no era un sprint sino una maratón. A duras penas lograba distinguir la figura opaca de la Sombra, el cual saltaba de las tinieblas a la penumbra borrosa, esquivando los círculos de luz que arrojaban las farolas y los letreros luminosos de los comercios.

Al inicio de la carrera la Sombra le llevaba casi una manzana de ventaja, pero cuando salió de la bocacalle que daba a Ocean Drive, el viejo policía había acortado un tercio de la misma. Oía el sonido de sus zapatillas de baloncesto contra el ladrillo rojo de la acera, y alargó un poco más la zancada para que sus largas piernas fueran acortando la distancia con voracidad.

En la oscuridad que precede al amanecer, las calles se encontraban desiertas.

La gente joven que tanto abundaba por todas partes en Miami Beach había desaparecido debido a sus compromisos o su frustración, dejando los locales nocturnos en silencio y con las luces atenuadas. El habitual retumbar de música estridente se había evaporado. No había coches rápidos que hicieran chirriar los neumáticos con el típico fanfarroneo juvenil. No se oían risas ni voces enturbiadas por el alcohol. No había grupos de gente atestando las aceras y los pasajes en busca de ligue. Era esa hora muerta de la madrugada en que el cansancio afecta incluso a los jóvenes, poco antes de que la noche se retire y el alba empiece a surgir despacio por el horizonte en busca del nuevo día.

Hasta los coches de policía y camiones de bomberos que colapsaban la calle del rabino de pronto no eran más que algo lejano para Simon Winter. Si había sirenas, las oía distantes, como recuerdos de la infancia.

Corría a solas, salvo por el fantasma que corría delante de él. Iba zigzagueando por Ocean Drive, dejando atrás las débiles luces de los restaurantes y bares que poco antes se encontraban abarrotados de gente.

Winter respiraba hondo y oía el mar.

Estaba a su izquierda, discurriendo paralelo a la trayectoria que seguía él en pos de la Sombra. Oyó las olas imponiendo su eterno tatuaje a la costa.

Pasó raudo junto al último local nocturno y se internó entre enormes rascacielos, bloques monumentales que impedían ver la playa y el mar. Comenzó a sentir un flato en un costado, pero hizo caso omiso y siguió corriendo, centrado en el constante golpeteo de sus pisadas, con los ojos fijos en el hombre que corría allá delante y que ahora había adoptado también un ritmo regular.

«Lo voy a machacar a fuerza de hacerlo correr —pensó Winter—. Voy a perseguirlo hasta que caiga de rodillas agotado y sin resuello. Y entonces será mío, porque soy más fuerte que él».

Se mordió el labio y dejó escapar el aire de los pulmones con un fuerte jadeo.

Había otros dolores menores que pugnaban por abrirse paso —una ampolla que le había salido en el pie, un dolor sordo en la pierna—, pero no les hizo caso e intentó negociar: «Si no me causas un calambre, músculo de la pantorrilla, te sumergiré en agua tibia durante largo rato, lo cual te gustará mucho y te restablecerá. Así que te prometo una cosa: concédeme esta carrera y te recompensaré con creces, pero no me causes un calambre ahora». Y mientras se lo decía, el dolor pareció ceder y recuperó ligeramente el ritmo, deseoso de derrotar a la figura que corría por delante de él.

La Sombra ya no zigzagueaba de una sombra a otra sino que ahora avanzaba en línea recta, agitando los brazos, como empeñado sólo en poner mayor distancia entre él y su perseguidor.

Aquello infundió nuevos ánimos a Winter y un poco más de brío. Pensó: «Quizás ahora, por fin, después de tantos años, tú también llegues a saber el miedo que se siente cuando alguien te pisa los talones de forma implacable. Quizás ahora sepas lo que sintieron tantas personas. ¿Es duro, a que sí, querer esconderse pero no tener tiempo, y que el hombre que te persigue se te vaya acercando metro a metro…? Ahora estás sintiendo pánico por primera vez. Pues espero que te duela».

Continuó corriendo, dejando que todo fuera quedando atrás hasta no ver otra cosa que la espalda de la Sombra, que huía manzana tras manzana, en línea recta, isla abajo, en dirección a la punta más meridional de Miami Beach.

Simon vio que la Sombra lanzaba una mirada hacia atrás y acto seguido aumentaba la velocidad, y comprendió lo que significaba aquello: el anuncio de una intentona de evasión. Así que, cuando el perseguido cambió de dirección de repente, como un futbolista en el campo de juego, para colarse por un pasaje que discurría por el lateral de un edificio de apartamentos, Winter estaba ya preparado, espantando al máximo, para que aquello no proporcionara a su presa ni un momento para ocultarse en algún rincón oscuro. La Sombra debió de notar que disminuía la distancia entre ambos, porque no titubeó. Se lanzó por el pasaje, salvó una valla con cierto apuro y enfiló hacia el ancho tramo de playa y el mar. Winter estaba preparado. La valla era de malla metálica, de unos dos metros de alto, puesta allí para impedir que la gente que caminaba por la arena entrase en aquella propiedad privada. Intentó valerse de la inercia de su carrera y, aferrándose a los eslabones metálicos, empezó a trepar hacia lo alto. Pasó una pierna por encima, pero se le trabó el pantalón en el borde y se precipitó hacia delante perdiendo momentáneamente el equilibrio.

Por un instante se sintió suspendido en el aire. Entonces se soltó y cayó pesadamente sobre la arena compacta.

Un intenso dolor le sacudió todo el cuerpo.

Una niebla roja le cubrió los ojos, y se sintió igual que un boxeador que ha recibido un puñetazo en el mentón y no está seguro de poder levantarse de la lona.

Se quedó sin respiración y un agudo vértigo lo desorientó momentáneamente. Tenía arena en la boca y se obligó a alzarse sobre una rodilla y sacudir la cabeza para aclararse la mente.

Observó la playa ceñudo. Bajo el tenue resplandor procedente del edificio de apartamentos, logró distinguir con dificultad la forma de la Sombra corriendo por la dura arena salpicada de piedras y corales, a doce metros de la orilla del mar rizado de blanco. La caída le había hecho perder la ventaja, de modo que se esforzó por incorporarse, hizo un rápido inventario de su cuerpo en busca de huesos rotos y no halló ninguno. Conmocionado, echó a andar con paso inseguro.

Simon inspiró una profunda bocanada de aire, apretó los dientes y empezó a correr de nuevo. Primero una zancada titubeante, después otra, ganando velocidad a pesar del dolor, recuperando el ritmo con la esperanza de no perder a su presa. Notó un hilo de sangre en la comisura del labio y una contusión que empezaba a inflamarse en la frente, y pensó que se habría hecho algún corte al caer al suelo. Pero a continuación colocó aquel dolor junto con las demás rigideces e incomodidades que de repente se habían puesto a protestar y siguió corriendo sin hacer caso de ninguna.

Las olas rompían contra la playa cada vez con más fuerza. Winter continuó la marcha, acompasando su cadencia con el ritmo del mar.

A su alrededor parecía ir disipándose la noche. De pronto tuvo conciencia de dónde se encontraba: atravesando a la carrera el punto situado en la punta misma de Miami Beach, donde habían encontrado la ropa del pobre Irving Silver, más allá del pequeño y vacío parque que había frente a Government Cut, con sus enormes bancos de tarpones, dirigiéndose a la alargada escollera de rocas que se internaba en el mar.

Mientras corría, iba pensando: «La Sombra ya ha estado aquí antes y se siente cómodo en esta oscuridad. Cree que le pertenece, pero no sabe que yo también he estado en estos lugares, de manera que son tan míos como suyos».

Subió a las rocas y después a la pasarela de madera que utilizaban los pescadores. «Estás aquí —pensó—; ahí delante, en algún sitio».

El expolicía escudriñó la noche desdibujada. Sus ojos recorrieron las formas negras y jorobadas de las rocas oscuras y voluminosas que formaban la escollera. Y pensó: «Una de esas figuras respira y espera».

Desde donde terminaba la pasarela de los pescadores, la escollera se prolongaba todavía más de cuatrocientos metros adentrándose en el mar. Winter hizo un alto e introdujo una mano por debajo de su cazadora para sacar su viejo revólver reglamentario.

Acto seguido, avanzó hasta el final de la pasarela sin dejar de mirar atentamente el irregular conjunto de rocas, cuyas formas, negras y lisas, eran rociadas por la espuma blanca.

«¿Sabías que corrías en dirección al fin de la tierra?».

Asintió para sí mismo y echó a correr hacia la oscuridad, hacia donde sabía que no iba a encontrar luz.

Simon apoyó la mano en una barrera de madera construida en el límite de la plataforma. «Yo he pescado aquí —recordó—. Ha llegado la hora de pescar de nuevo».

Sabía que un hombre cauteloso se limitaría a esperar allí hasta que comenzara a clarear el horizonte. Levantó la vista hacia el este y le pareció distinguir un tenue tono grisáceo al borde del mundo. Comprendió que si aguardaba muy pronto llegaría un coche de policía y el amanecer empezaría a moldear formas en la negrura de la noche. Pero aun pensando en ser paciente y esperar, y aun sabiendo que había perseguido a la Sombra hasta tenerlo acorralado, salvó la barrera de madera y saltó a las rocas húmedas y relucientes de la escollera. Continuó buscando al hombre que se escondía en la oscuridad que quedaba, allí delante. Y se dijo: «No le des tiempo para pensar ni para recuperar el aliento. No le concedas el tiempo que necesita para recobrarse y esperarte preparado. Saca partido del miedo de la persecución. Nadie le ha pisado los talones como lo has hecho tú esta noche. Atrápalo ahora, cuando se siente carcomido por la incertidumbre». Parecía temer que si esperaba a que la media luz del alba asomara por el horizonte su presa fuera a evaporarse y desaparecer en la luminosidad del día.

«Ésta es mi oportunidad —se dijo—. Ahora».

Moviéndose despacio, procurando no resbalar en las rocas mojadas, fue avanzando lentamente hacia el final de la escollera. Iba alerta, en tensión, luchando por mantenerse firme y sabiendo que en alguna parte, dentro de aquella negrura, la Sombra estaba agazapado, esperándolo.

Murmuró una breve plegaria para que una ráfaga de luz proveniente de la urbanización para ricos de Fisher’s Island tocara un momento la escollera, justo lo suficiente para permitirle ver a la Sombra en la grieta en que estuviera escondido. Sin embargo, su plegaria no obtuvo respuesta. Musitando una obscenidad, continuó avanzando con cautela, procurando asegurarse de cada paso que daba. Las zapatillas de baloncesto que le habían prestado tan buen servicio en la carrera por la calle ahora amenazaban con traicionarlo, porque le ofrecían escaso agarre sobre la satinada superficie de las rocas.

De repente perdió pie y tropezó, pero logró frenar antes de precipitarse al agua. Se arañó la rodilla con la arista de una roca, lo cual le produjo una punzada en toda la pierna. Maldijo en voz baja, para sus adentros, y volvió a ponerse en pie, ligeramente inestable. Aguardó unos momentos para escrutar el terreno entornando los ojos y observando atentamente las formas de las piedras.

Pero en aquel momento de vacilación, su presa surgió de la sombra que formaban dos rocas y, con un alarido y un impulso tremendo, se abalanzó sobre el viejo policía empuñando su cuchillo.

Winter se giró hacia el sonido que se le venía encima y bajó el hombro para encajar la fuerza del impacto. Fue como si un trozo de noche se hubiera lanzado contra él. Intentó sacar su arma pero no lo logró, tambaleándose ante aquella embestida salvaje.

Lanzó un grito de pavor, sabiendo que probablemente era un cuchillo lo que cortaba la oscuridad intentando hundírsele en el pecho. Levantó la mano libre para defenderse del golpe. Por un segundo sintió una afilada cuchillada en la palma de la mano y trató de sujetar la hoja antes de que le alcanzara el pecho, pero cerró los dedos en torno a la muñeca de la Sombra.

Se dio cuenta de que el mismo mundo oscuro y resbaladizo que lo había traicionado a él, haciéndole perder el equilibrio en las rocas, había mermado la fuerza de la embestida de aquel asesino. En lugar de atacar con la precisión de una serpiente letal, tuvo dificultades, resbaló y perdió parte de su fuerza, con lo cual el cuchillo se le desvió ligeramente. A pesar de que Winter lo tenía agarrado por el brazo, la hoja consiguió terminar su recorrido y rasgó los pliegues sueltos de su cazadora llegando hasta la camisa, donde, por un instante, se quedó enredada igual que un pez en una red.

El impulso de la embestida hizo que Winter se desplomara de espaldas. Se sintió caer y chocar con fuerza contra las rocas, pero todavía tenía agarrado el antebrazo del otro: no podía soltarlo si deseaba conservar la vida. Entonces clavó los dedos en la carne para mantener el cuchillo a raya, sin dejar de forcejear por apuntarle con el revólver. La Sombra trató de aferrarlo, y Simon sintió que su muñeca derecha de pronto quedaba sujeta por una poderosa mano.

Enzarzados el uno en el otro, ambos hombres se debatieron sobre las rocas, fuerza contra fuerza, intentando conseguir una ventaja que pudieran transformar en muerte. Winter apoyó una rodilla contra una piedra e hizo palanca para rodar hacia fuera, desestabilizando a su atacante. Ambos hombres gruñían por el esfuerzo, sin decirse nada, dejando que la lucha hablara por ellos.

Winter sentía sobre sí la rasposa respiración de la Sombra, y lanzó un alarido de dolor cuando éste le mordió la base del cuello. La Sombra retrocedió, y Winter le propinó un golpe con el hombro en la nariz, haciéndolo gruñir. Pero el impulso del golpe hizo que los dos perdieran el equilibrio. Igual que un árbol viejo resistiéndose a un viento huracanado, ambos se tambalearon y terminaron cayendo pesadamente. Todavía enganchados el uno con el otro como en una danza mortal, cayeron rodando de la escollera, tropezaron un par de veces contra los afilados bordes de las rocas y finalmente se precipitaron en las densas y oscuras aguas.

Por un instante se zambulleron bajo el agua, aún enlazados entre sí, aún forcejeando. Luego sacaron la cabeza los dos a la vez por encima de la superficie, negra como la tinta.

Winter tragó aire al tiempo que ambos giraban rápidamente entre las olas. Ya no tenía nada bajo los pies, nada en lo que pudiera cobrar impulso. Volvieron a hundirse y volvieron a salir, pataleando, a respirar boqueando.

La Sombra empujaba el cuchillo inexorablemente hacia sus costillas, intentando clavárselo en el corazón. Winter trató de utilizar el revólver que aún empuñaba, sin saber si mojado funcionaría, pero su agresor era demasiado fuerte. El arma se agitó a escasos centímetros de donde una bala podría causar mucho daño, mientras la punta del cuchillo se obstinaba en poner fin a la pelea.

Por tercera vez se sumergieron bajo el vaivén de las olas, y a Winter el peso del agua lo golpeó igual que un puñetazo. Cuando nuevamente emergieron, Winter se dio cuenta de que se habían alejado de la playa y la escollera. Por un instante, mientras se debatían en la negrura que los rodeaba, alcanzó a distinguir los ojos de la Sombra. Y lo que vio en la oscuridad final de aquella última noche fue algo a la vez horroroso y simple. Estaban enzarzados en una extraña igualdad de fuerzas y sólo había una manera de inclinar la balanza. Y en aquel preciso instante supo lo que tenía que hacer.

«La única manera de matarlo consiste en dejar que me mate a mí».

De modo que Simon de repente atrajo la mano que empuñaba el cuchillo hacia su costado y permitió que la hoja lo hiriera por encima de la cadera, justo por debajo de las costillas y lejos del estómago, en lo que esperaba no fuera un golpe mortal. El súbito dolor que sintió fue afilado, una sensación húmeda y horrible.

Aquel movimiento tomó por sorpresa a la Sombra y le hizo perder el equilibrio, y en aquel breve instante no aprovechó del todo la ventaja que le había dado Winter. Su entrenamiento y su instinto, que deberían haberlo inducido a desplazar hacia arriba con fuerza la punta del cuchillo, y así matar al viejo policía, fallaron quizá por primera vez en su vida.

Al notar que el cuchillo titubeaba en su cuerpo, Winter adelantó los brazos violentamente aferrando el revólver con ambas manos. Apoyó el arma contra el pecho de la Sombra y, al tiempo que lanzaba un tremendo alarido de dolor y rabia que se elevó por encima del estrepitoso oleaje, recurrió a la vieja arma que había usado tantos años para solicitarle un último servicio.

El agua amortiguó el ruido de los disparos, pero sintió el retroceso del revólver en la mano y supo que cada una de las balas estaba alcanzando su objetivo.

Apretó el gatillo cinco veces.

Una ola le mojó la cara y sintió que la Sombra de repente, casi con delicadeza, dejaba de aferrarle y se apartaba de él. Winter boqueó intentando tomar aire.

En los últimos retazos de oscuridad de la noche, Simon Winter distinguió una expresión de confusión y sorpresa en el semblante del asesino. Notó que su mano soltaba el cuchillo, y que a continuación éste caía de su costado y se perdía en las oscuras aguas. El viejo policía vio cómo la muerte empezaba a hacer presa en su adversario, pero de pronto lo invadió un último arranque de cólera que borró todo el dolor y la conmoción: extendió la mano por encima de una ola, cogió el pelo blanco de la Sombra y lo acercó a sí para meterle el cañón del revólver en la boca, para asombro del otro, agonizante. Y le susurró en tono áspero:

—Por Sophie, maldito seas, y por todos los demás también.

Sostuvo el revólver firme para que aquellas palabras calaran en los últimos instantes de la vida de la Sombra, y a continuación disparó el tiro final.

El ruido levantó un breve eco por encima de las olas y después se perdió en el murmullo del mar.

Walter Robinson conducía el coche lentamente por la carretera de acceso formada por arena y coral que discurría junto al mar. En la mano izquierda llevaba un potente foco que horadaba los últimos restos de la noche igual que un estoque que atravesara varios pliegues de tela. Paseó el haz de luz en un arco por el tramo de playa vacío, lo hizo bailar sobre las olas que venían a romper a la orilla y lo siguió con la mirada, buscando a Simon.

—¿Tú crees que estará aquí? —preguntó Espy en voz baja.

—En alguna parte tiene que estar —respondió Robinson no muy seguro—. Tienen que estar los dos.

Ella no contestó y continuó escrutando la oscuridad, más gris por momentos. Los guijarros de la carretera crujían bajo los neumáticos del coche, y el inspector maldijo el ruido que hacían. Espy intentó distinguir por separado todos los sonidos del final de la noche: el motor del vehículo; los neumáticos; la respiración áspera de Walter, tan diferente del suave sonido que emitía cuando dormía a su lado; el rumor y la salpicadura del oleaje contra la playa. Se dijo que si lograba separar cada sonido, identificarlo y descartarlo, al fin se encontraría con un tono único que sería distinto, y correspondería a Simon Winter.

«O bien a la Sombra», pensó.

Había visto a Walter zambullirse igual que un buceador en el grupo de ancianos congregados frente al edificio y empezar a hacerles preguntas como un poseso: «¿Han visto a un hombre mayor? ¿Han visto a un hombre con un cuchillo?». El rabino y Frieda Kroner lo acompañaban y hablaban con agitación en varios idiomas, como un par de intérpretes simultáneos. La gente que rodeaba al inspector estaba asustada y conmocionada, y no parecía capaz de decir nada, hasta que una anciana, cogida del brazo de un hombre tan anciano como ella, levantó una mano trémula.

—Yo lo he visto —dijo—. He visto una cosa.

—¿El qué? —exigió Robinson.

—A un hombre. No llevaba cuchillo, pero era un hombre alto y de pelo blanco.

—Sí, sí, ¿dónde?

—Salió corriendo —dijo la anciana. Alzó la mano y Espy vio un dedo huesudo, temblando en el aire como bajo una ráfaga de viento, que apuntaba hacia la playa—. Salió corriendo en esa dirección como alma que lleva el diablo…

Ya no sabía cuánto tiempo llevaban buscando al viejo policía. Diez minutos que parecían horas. Media hora que resultaba más larga que cualquier día que hubiera conocido. Se le antojó que cada minuto que transcurría se reía cruelmente de ellos, se burlaba de su búsqueda.

—Podría estar en cualquier parte. —Maldijo para sus adentros—. Ni siquiera sabemos si han venido en esta dirección…

—Yo creo que sí —replicó Robinson sin dejar de pasear el foco por la playa y las olas, con la cabeza medio fuera de la ventanilla del coche—. Si hubiera ido hacia el norte, habría ido hacia las luces de la ciudad. No; le convenía venir hacia aquí, buscando la oscuridad.

—¿Y Simon?

—Simon lo habrá perseguido, seguro.

Espy respiró hondo.

—Pronto se hará de día —dijo—. Puede que entonces lo encontremos.

—Será demasiado tarde —repuso Robinson. Su mano aferró con fuerza el volante. Le entraron ganas de acelerar, lanzarse hacia delante, cualquier cosa que le proporcionara la sensación de formar parte de aquella persecución, y no simplemente de estar deambulando sin rumbo fijo.

La joven observó la mandíbula tensa del inspector, vio cómo la frustración le contraía los músculos del antebrazo. Se sentía impotente, como un médico junto a la cama de un paciente terminal. Volvió la cara y siguió escuchando los sonidos que le llegaban. Una sirena a lo lejos, una ola de grandes dimensiones rompiendo con estrépito, su propio pulso en los oídos.

Y entonces, de pronto captó algo diferente. Un crujido como el que provocaría alguien al pisar una rama seca, un ruido que llegó directamente hasta ella, como el susurro de un amante.

—¡Para el coche! —chilló.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Has visto algo?

—¿Has oído eso?

—¿El qué? —respondió Robinson—. ¿Qué tenía que oír?

Pero Espy ya estaba apeándose sin esperar a que se detuviera el coche. Cuando sus pies aterrizaron sobre el firme arenoso, gritó por encima del hombro:

—¡Un disparo, he oído un disparo!

Robinson se apresuró a echar el freno de mano y saltó en pos de ella.

Simon Winter se mecía en la cresta de las olas igual que un niño en su cuna. Sentía que se le escapaba la sangre por la herida del costado y tenía la sensación de estar envuelto en una inmensa tibieza.

Pensó en Frieda Kroner y el rabino, y les dijo en voz alta:

—Ya estáis a salvo. He hecho lo que me pedisteis.

En aquel mismo instante visualizó el rostro de su vecina y pensó: «Sophie Millstein, ya he pagado mi deuda».

No sentía dolor alguno, y eso lo asombraba. Todas las muertes que había visto a lo largo de tantos años siempre iban acompañadas de heridas y desgarros, y siempre había dado por sentado que la violencia era la novia del dolor. El hecho de que lo único que experimentaba fuera un leve mareo lo tenía intrigado.

El peso de su mano le recordó que todavía sostenía el revólver, ya vacío. Se reclinó hacia atrás, como si pretendiera recostarse en las olas, y durante unos momentos estudió la posibilidad de simplemente dejar que el arma resbalara de sus dedos y se hundiera en las aguas negras que había bajo sus pies, pero no se atrevió a hacer algo así. Interiormente le dijo al arma: «Has hecho lo que te pedí, y te estoy agradecido. Ha sido justo lo que esperaba, y no te mereces que te abandone después de prestarme este servicio, pero no sé si me quedan fuerzas para sostenerte».

Aun así, lo intentó, y la primera vez falló; luego escupió un poco de agua de mar y consiguió introducir el arma en la pistolera, lo que le produjo una satisfacción inmensa.

Simon hizo una inspiración profunda. Se puso una mano sobre la herida sangrante y con la otra dio una amplia brazada, nadando por un instante.

Se dijo que no estaría mal morir en la playa, que cuando se despidiera de la vida sería agradable tener un suelo firme bajo los pies para que al enfrentarse a la muerte pudiera hacerlo de frente. Pero el tramo alargado de tierra se encontraba a más de cincuenta metros de distancia, un esfuerzo imposible, y notaba el tirón de la marea que lo alejaba cada vez más de la costa.

Volvió a nadar con su brazo libre, pero de pronto lo invadió el agotamiento, y pensó que poder escoger el lugar donde morir era un lujo que pocas personas podían permitirse, y que no debía prestar atención a aquel detalle sino aceptar lo que pudieran depararle los minutos siguientes. Pero, incluso con aquel pensamiento martilleándole la cabeza, descubrió que su brazo superaba el cansancio producto de la persecución, la lucha y la herida, y una vez más volvía a forcejear contra la corriente.

Aquello le hizo sonreír.

«Siempre he sido testarudo —pensó—. Lo fui de pequeño y luego de joven, y después pasaron los años y me convertí en un viejo testarudo, y eso es lo que soy, y luchar es una buena manera de morir».

Pataleó con fuerza, en un intento de nadar con las últimas fuerzas que le quedaban. Aspiró a duras penas una bocanada de aire y vio algo que lo dejó atónito: un haz de luz procedente de la playa, entre el gris del alba. Al principio creyó que era la muerte que venía a buscarlo, pero enseguida advirtió que no era nada tan romántico. Era algo terrenal que lo buscaba a él. Levantó el brazo libre por encima de las olas en el momento en que la luz sondeaba el aire a su altura, y por fin ésta se quedó fija iluminando su mano en alto.

—¡Ahí! —gritó Espy Martínez—. ¡Dios mío, es él! ¡Simon! —gritó en dirección al viejo policía—. ¡Simon! ¡Estamos aquí!

—¿Ves a…? —empezó Robinson, pero ella terminó la frase:

—No; está solo.

Le pasó el foco a ella y empezó a quitarse la chaqueta, el arma, los zapatos y los calcetines.

—Mantén la luz fija en él —dijo—. No lo pierdas.

Espy asintió y se metió unos pasos en el agua intentando acercarse al náufrago. Las aguas tropicales le rodearon las rodillas.

—Rápido, Walter —lo apremió—. ¡Ayúdale!

Pero no había motivo para decir aquello, porque el inspector ya estaba zambulléndose en el oleaje. Desapareció por un momento en un estallido de espuma, se metió por debajo de una ola que se acercaba y emergió por detrás, batiendo el agua furiosamente con brazos y piernas.

Ella mantuvo el haz de luz fijo en el hombre que se debatía lejos de la costa. Apenas podía distinguir la forma oscura de Walter Robinson, más oscura incluso que las aguas que los rodeaban a ambos. Vio que el brazo extendido de Winter se bamboleaba y después desaparecía de la vista, aunque todavía distinguió entre las olas su penacho de cabellos blancos semejante a una gorra.

—¡Rápido, Walter, rápido! —chilló, aunque no creyó que la oyera por encima del oleaje—. Nada con fuerza —susurró—. Nada rápido, Walter.

Notaba cómo la marea lo ayudaba a alejarse de la costa, pero sabía que el mar era muy voluble, y que lo que en aquel momento le estaba ayudando iba a volverse traicioneramente en su contra cuando alcanzara al viejo policía. Mantenía la cabeza baja y la giraba sólo para aspirar bocanadas de aire y para comprobar su orientación. Aquello no se parecía en nada al ejercicio habitual de ritmo constante, pero lo estimulaba el hecho de luchar ferozmente contra el oscuro mar.

Robinson surcaba las aguas rápidamente. El haz de luz parecía estar disipándose y comprendió que el amanecer despuntaba por el horizonte. No prestó atención a aquello, sino que siguió nadando, sintiendo la tensión de los músculos a cada brazada. En un momento dado chilló:

—¡Ya voy, Simon! ¡Aguanta!

Pero el esfuerzo de alzar la cabeza para gritar alteró la potencia de su avance, de modo que volvió a meter la cabeza en el agua y se limitó a escuchar tan sólo el chapoteo de sus manos, el pataleo de sus piernas y el silbido áspero de su respiración cada vez que tomaba aire.

Simon Winter inclinó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo, pero de pronto una ola pequeña lo golpeó en la barbilla y le hizo toser y escupir agua salada. Trató de nadar con un brazo mientras con la otra mano se apretaba la herida del costado, pero le resultó difícil. De pronto tuvo la sensación de que surgían del mar unas manos que tiraban suavemente de él e intentaban convencerlo de que se relajara y se dejara hundir. Pataleó otra vez para mantener la cabeza apenas fuera del agua, y por primera vez aquella noche, incluida toda la persecución y la lucha, pensó que ya estaba mayor y que los años le habían dejado poca cosa aparte de unos músculos flojos y una fatiga temprana.

Soltó aire despacio, y entonces oyó a Walter Robinson llamándolo a gritos. Intentó responderle, pero se le antojó que el mar producía un estruendo insuperable, y no pudo. Con todo, se las arregló para levantar la mano y agitarla, y entonces vio un revuelo de estallidos en las agitadas aguas, provocadas por el joven inspector, que venía hacia él.

—¡Estoy aquí! —consiguió decir Simon en lo que a él le pareció un grito pero apenas fue un susurro.

—¡Aguanta! —oyó a Robinson, y aguantó.

Cerró los ojos pensando que era como un niño agotado que se resiste a dormirse, y de repente se dio cuenta de que Robinson estaba a su lado y que lo agarraba con fuerza del brazo.

—¡Ya te tengo, Simon, aguanta un poco!

Abrió los ojos y sintió que el brazo del inspector le rodeaba el pecho.

—Se acabó, Walter —dijo en voz baja.

—Tranquilo, Simon. ¿Qué diablos…?

—Hemos luchado, y he ganado. Procura que lo sepan…

—¿Estás herido?

—Sí… No… —Simon sintió deseos de decir: «¡Cómo iba a poder herirme un hombre así!», pero no tuvo fuerzas.

—¿Y la Sombra?

—He acabado con él.

—Está bien, Simon, échate hacia atrás. Voy a remolcarte. Tú respira con calma y relájate. Te pondrás bien, te lo prometo. Al final iremos a pescar, ya lo verás.

—Me encantaría —repuso él con voz débil.

—Todo irá bien. Yo te salvaré.

—Ya estoy salvado —contestó Winter.

El viejo policía sintió que la fuerza del joven lo impulsaba, de modo que inclinó la cabeza hacia atrás y se dejó llevar poco a poco, con potencia, hacia la orilla. Cerró los ojos y dejó que el vaivén del oleaje lo meciera suavemente. Y pensó: «Vuelvo a ser un niño pequeño en los brazos de mi madre».

Simon suspiró y abrió los ojos. Giró la cabeza hacia el este y vio una vibrante franja de luz dorada y roja que se extendía por el horizonte.

—Ya es de día —dijo.

Robinson no contestó, sino que continuó nadando, luchando contra la marea y contra las olas que lo abofeteaban, tiraban e insultaban cada brazada que daba, tal como había hecho en tantas otras ocasiones. No estuvo seguro de cuándo había muerto el anciano, pero supo que había muerto. Siguió avanzando penosamente entre las olas, y sintió las manos de Espy que se tendían hacia él y lo ayudaban a echarse en la playa, donde, por espacio de unos instantes, permanecieron tendidos los tres juntos, uno al lado del otro.

El sol se elevó con fuerza, como si estuviera aburrido y se sintiera deseoso de iniciar la jornada de trabajo. Inundó la playa con un resplandor doloroso y la promesa de un calor implacable por encima de la fina arena. El cielo tropical era de un azul iridiscente, como de película, mancillado tan sólo por alguna que otra nubecilla blanca que deambulaba perezosamente por aquella patena inmaculada a modo de visitante no deseado.

Walter y Espy se hallaban sentados hombro con hombro en medio de la playa, sus ropas secándose pegadas a la piel. Ella tenía una manta echada sobre los hombros y se estremeció brevemente, aunque no tenía frío y el aire que la rodeaba iba cargándose paulatinamente del calor del día.

Detrás de ellos había media docena de coches de policía atestando el camino de acceso y varios agentes uniformados que contenían a un pequeño grupo de curiosos que se habían acercado. A cuatrocientos metros de la orilla, una lancha rápida de la Guardia Costera y dos patrulleras de la policía de Miami Beach recorrían las azules aguas una y otra vez. En la popa de una de las patrulleras Espy distinguió a dos buceadores preparando el equipo.

—¿Crees que lo encontrarán? —preguntó en voz alta.

—No lo sé —contestó Robinson—. La marea estaba bajando muy deprisa.

Se volvió hacia un forense de bata blanca que estaba ayudando a un par de hombres a introducir el cadáver de Simon Winter en una bolsa de vinilo negro. Alcanzó a vislumbrar por última vez sus zapatillas blancas de baloncesto antes de que la cremallera se cerrase del todo.

Robinson observó al forense, que se acercaba caminando con dificultad por la arena. Una ligera brisa le levantó la bata cuando se acercaba.

—No se ha ahogado —informó—. Presenta una herida de cuchillo en el costado. ¿Cómo se la hizo, inspector?

—Tuvo una noche movida —repuso Robinson.

El forense lanzó un resoplido y después se fue a supervisar el levantamiento del cadáver.

—¿Quién era? —preguntó Espy en voz queda.

—¿La Sombra? —Robinson sacudió la cabeza—. No lo sé. Dudo que lleguemos a saberlo. En otro tiempo fue una persona concreta, pero después de la guerra probablemente se cambió el nombre tantas veces, que su verdadera identidad se perdió para siempre.

Ella asintió.

—¿Y ahora?

—Ahora, nada.

Espy dudó unos instantes y después apoyó una mano en el antebrazo de él. Robinson la cogió y se la llevó a la frente, como si fuera un cubito de hielo que pudiera refrescarle. Luego volvió a tomarla en la suya y sonrió.

—Bueno, exactamente nada, no —dijo.

Delante de ellos, los ayudantes estaban levantando la bolsa con el cadáver. Despacio, echaron a andar por la playa, hundiendo los zapatos en la arena fina y suelta, como si el peso del anciano que transportaban hubiera aumentado y fuera casi superior a lo que podían soportar.

—¿Erais amigos? —preguntó Espy.

—Estábamos empezando a serlo. Pensaba que él podría enseñarme algo.

Ella reflexionó unos instantes y luego dijo:

—Yo creo que finalmente te lo ha enseñado.

Permanecieron sentados en silencio un momento más, hasta que ella oyó que alguien la llamaba desde el camino. Ambos giraron la cabeza y vieron al rabino y a Frieda Kroner, a los que retenía un agente uniformado. El policía se volvió hacia el inspector, y éste le indicó con una seña que les dejara pasar.

—Todo ha terminado —les dijo Robinson cuando se aproximaron—. Pueden dar las gracias al exinspector Simon Winter. Ya no tendrán que volver a preocuparse por la Sombra.

—Pobre señor Winter —dijo Frieda Kroner, enjugándose una lágrima—. Le daré las gracias en una oración, y también rezaré por todos los demás.

Rubinstein asintió con la cabeza.

—No se pueden destruir todas las sombras, detective —dijo—, habiendo tanta oscuridad. —Extendió una mano para tomar del brazo a Frieda y añadió en voz baja—: Pero destruir una ya constituye un gran logro.

Y acto seguido los dos ancianos supervivientes dieron media vuelta y, cogidos del brazo, emprendieron el regreso, playa arriba, en dirección a la ciudad y sus hogares.

Durante un instante, Walter y Espy los contemplaron cruzar lentamente la playa, como si la memoria en sí fuera igual de quebradiza y desmenuzada que la arena que iban pisando. Después, él rodeó con el brazo a Espy y ambos imitaron a los ancianos.