Zetland: impresiones de un testigo

Sí, yo conocía a aquel tipo. Habíamos pasado los dos nuestra infancia en Chicago. Era un tipo maravilloso. A los catorce años, cuando nos hicimos amigos, ya había comprendido las cosas y te contaba de buen grado cómo había sido todo. Fue así: primero la Tierra estaba formada por elementos fundidos que brillaban en el espacio. Entonces empezó a caer una lluvia cálida. Se formaron unos mares hirvientes. Durante la mitad de la historia de la Tierra, los mares fueron azoicos, y luego empezó la vida. En otras palabras, primero fue la astronomía, luego la geología, y después poco a poco la biología, y a la biología le siguió la evolución. A continuación llegó la prehistoria, luego la historia: la épica y los héroes épicos, las grandes eras y los grandes héroes; después eras más pequeñas con hombres más pequeños; después la antigüedad clásica, los hebreos, los romanos, el feudalismo, los papas, el Renacimiento, el racionalismo, la revolución industrial, la ciencia, la democracia y todo lo demás. Todo esto Zetland lo sacó de los libros a finales de los años veinte, en el Medio Oeste. Era un chico listo. Su gusto por los libros agradaba a todo el mundo. Sobre sus ojos azul pálido, que a veces parecían cansados, llevaba unas grandes gafas. Tenía unos labios gruesos y unos dientes grandes e infantiles, muy espaciados. Su pelo rubio, peinado muy tirante hacia atrás, dejaba al descubierto una ancha frente. La piel de su redondeado rostro parecía a menudo tensa. Era bajo, gordito, de constitución robusta pero sin buena salud. A los siete años de edad había tenido peritonitis y neumonía a la vez, seguidos de pleuresía, enfisema y tuberculosis. Su recuperación fue completa, pero nunca se liberó del todo de otras dolencias menores. Su piel era muy peculiar. No le permitía quedarse al sol mucho tiempo. La exposición al sol le provocaba unas manchas subcutáneas de color marrón mate, unas iridiscencias amargas. De manera que muchas veces, cuando brillaba el sol, él echaba las persianas y leía en su cuarto a la luz de una lámpara. Pero no era en absoluto un inválido. Aunque solo jugaba en los días nublados, era bueno al tenis y nadaba a braza con movimientos de rana y cara de lo mismo. Tocaba el violín y era un buen lector.

El barrio era mayormente polaco y ucraniano, sueco, católico, ortodoxo y luterano evangelista. Los judíos eran pocos y las calles eran duras. Los edificios eran casas de una planta y casas de ladrillo de tres plantas. Las escaleras traseras y los porches estaban hechos de fea madera gris. Los árboles eran olmos y aligustres del Japón, el césped eran malas hierbas; los arbustos, lilos; las flores, girasoles y orejas de elefante. El calor era corrosivo, el frío como una guillotina cuando uno esperaba el tranvía. La familia, el testarudo padre de Zet y dos tías solteronas que hacían de «enfermeras» con los pacientes que no se podían mover de casa (generalmente moribundos) leían novelas rusas, poesía yídish, y estaban locas por la cultura. A él lo animaban para que fuera un pequeño intelectual. De manera que, todavía con pantalones cortos, era un lmmanuel Kant junior. Le gustaba la música (como a Federico el Grande o los Esterházy), era ocurrente (como Voltaire), un radical sentimental (como Rousseau), carecía de dioses (como Nietzsche) y se dedicaba en cuerpo y alma al corazón y a las leyes del amor (como Tolstói). Era serio (la sombra temprana de la severidad de su padre) pero también le gustaba jugar. No solo estudiaba a Hume y a Kant sino que también descubrió el dadá y el surrealismo cuando su voz estaba cambiando. El pícaro proyecto de cubrir los grandes monumentos de París con tela de colchón le atraía. Hablaba de la importancia del ridículo, de la paradoja del juego subliminal. Dostoievski, me decía, tenía razón. El intelectual (un insignificante burgués-plebeyo) era un megalómano. Vivía en una caseta de perro y sus ideas abarcaban todo el universo. De ahí provenían aquellas graciosas agonías. Y recordaba a Nietzsche y su gai savoir. Y a Heine y el «Aristófanes del cielo». Era un adolescente culto, así era Zetland.

En Chicago se podían obtener libros. En los años veinte la biblioteca pública tenía muchas filiales a lo largo de las líneas de tranvía. En verano, bajo las paletas de goma del ventilador, que no dejaban de girar, los niños y niñas leían en aquellas sillas duras. Los tranvías carmesí se balanceaban y traqueteaban en los raíles. En 1929 el país se fue a la ruina. En el estanque público, mientras remábamos, nos leíamos a Keats el uno al otro mientras las algas aprisionaban los remos. Chicago no estaba en ninguna parte. No tenía escenario. Era algo que se había soltado en el espacio norteamericano. Aquí llegaban los trenes; aquí se enviaban los giros postales. Pero en el estanque, con los botes dando vueltas, el agua y el cielo verde claro, azul puro, la aburrida energía de un gran centro industrial parado (no había humo, los molinos estaban torcidos: la crisis industrial beneficiaba a la atmósfera), Zet recitaba: «En el dulce medio de la noche…», mientras los niños polacos tiraban piedras y manzanas desde la orilla.

Él estudiaba su francés, su alemán, sus matemáticas y su música. En su habitación tenía un busto de Beethoven, una litografía de Schubert (también con lentes redondos) sentado al piano, conmoviendo los corazones de sus amigos. Las persianas estaban echadas, la lámpara ardía. En la acera, los caballos de los vendedores ambulantes llevaban sombreros de paja para protegerse de la insolación. Zet se mantenía alejado de los espacios abiertos, las inmobiliarias, los negocios y la mano de obra de Chicago. Él estudiaba su Kant. Con la misma asiduidad leía a Breton y a Tristan Tzara. Citaba: «La tierra es azul, como una naranja». Y se le ocurrían preguntas de todo tipo. ¿Había esperado Lenin de verdad que el centralismo democrático funcionara dentro del partido bolchevique? ¿Era irrebatible el argumento de Dewey en la Naturaleza humana y conducta? ¿Era la posición de la «forma significativa» aprovechable para la pintura? ¿Cuál era el futuro del primitivismo en el arte?

Zetland escribía sus propios poemas surrealistas:

Labios rellenos suben el verde de las dormidas colinas…

O:

¡Rabinos furiosos frotan peces eléctricos!

El apartamento de los Zetland era espacioso, incómodo, del triste estilo que estaba de moda en 1910. Estaba lleno de aparadores encastrados y vitrinas de cerámica, un revestimiento de paredes de madera en el comedor y muchas bandejas holandesas, un tronco de gas ardiendo en el hogar y dos pequeñas ventanas de vidriera encima de la chimenea. En un gramófono de cuerda sonaba «Eli, Eli», la suite de Peer Gynt. Chaliapin cantaba «La pulga» de Fausto, Galli-Curci la «Canción de la campana» de Lak mé, y había coros de soldados rusos. El hosco Max Zetland le daba a su familia «de todo», según decía. El viejo Zetland había sido inmigrante. Sus comienzos en la vida fueron lentos. Aprendió el negocio de los huevos en el mercado de pollos de la calle Fulton. Pero ascendió a asistente de compras en unos grandes almacenes del centro: quesos importados, jamón checo y galletas y mermeladas inglesas, todo productos de lujo. Estaba hecho como un defensa de fútbol, con una hendidura negra en la barbilla y una larga boca. Uno podía adaptarse tratando de hacer que esa boca abandonase su expresión de desaprobación permanente. Desaprobaba las cosas porque él las conocía de verdad. Su primera mujer, la madre de Elías, murió en la epidemia de gripe de 1918. De su segunda esposa, el viejo Zetland tenía una hija tonta. La segunda señora Zetland murió de un tumor cerebral. La tercera, prima de la segunda, era mucho más joven. Venía de Nueva York; había trabajado en la Séptima Avenida; tenía un pasado. Por culpa de este pasado, Max Zetland se dejaba llevar por los celos y organizaba escenas desagradables, rompiendo platos y gritando brutalmente: Des histoires, decía Zet, que por aquel entonces practicaba su francés. Max Zetland era un hombre musculoso que pesaba casi cien kilos, pero aquello eran solo escenas: no había ningún peligro. Como de costumbre, a la mañana siguiente, de pie en su cuarto de baño, se afeitaba minuciosamente con su Gillette de latón, se acicalaba su censurador rostro y se aplastaba el cabello como un ejecutivo americano, con dos cepillos militares. Después, al estilo ruso, se bebía su té a través de un terrón de azúcar, hojeando el Tribune, y se marchaba a su puesto en el Loop, más o menos in Ordnung. Un día normal. Al bajar las escaleras de la parte de atrás, que eran un camino más corto para el El, miraba por la ventana del primer piso a sus ortodoxos padres en la cocina. El abuelo se rociaba la barbada boca con un atomizador, pues tenía asma. La abuela hacía dulce de cáscaras de naranja. Las cáscaras se secaban durante todo el invierno en los radiadores de vapor. Los dulces se guardaban en cajas de zapatos y se servían con el té.

Sentado en el E1, Max Zetland se humedecía el dedo con la lengua para pasar las páginas del grueso periódico. Debajo de las vías se veían casitas de ladrillo. El E1 parecía el puente de los elegidos sobre la condenación de los barrios bajos. En aquellas casitas, polacos, suecos, irlandeses, hispanos, griegos y negros vivían sus tontos dramas de alcoholismo, juego, violación, hijos bastardos, sífilis y muerte rampante. Max Zetland ni siquiera tenía que mirar; podría leerlo todo en el Trib. Los trenecitos tenían asientos de paja amarilla. Unas puertas de metal curvado, a la altura del pecho, se abrían a mano para dejarte salir del vagón as estaciones del El estaban cubiertas por tejadillos de ata que semejaban pagodas. A cada persona que subía por las escaleras le anunciaban el compuesto vegetal de Lidia Pinkham. La pérdida de hierro hacía palidecer a las jovencitas. El propio Max Zetland tenía el rostro blanquecino, los carrillos blancos, era un ruso sarcástico, pero pasablemente agradable, el que entraba en el palacio de las mercancías de la avenida Wabash, impecable en su oficina, elegante al teléfono, con un inglés fluido a excepción de una ligera dificultad típicamente rusa con las haches iniciales, que respondía con un sosegado gruñido y tenía una mente ideal para memorizar datos, tablas, precios y contratos. Contenía el humo de sus cigarrillos cuando se sentaba al escritorio. El humo se escapaba poco a poco por su nariz. Con la mirada baja, buscaba cosas. Juzgaba con furioso esnobismo judío la laxitud y falta de cerebro del goy jugador de golf que podía permitirse caminar en pantalones cortos por la senda restringida, que podía ser lo que parecía, que no tenía furia interior, no se había casado con ninguna chica lasciva de Nueva York, no tenía huérfanos tontos, ni una casa de la muerte. La dura panza de Max Zetland sometida por el corte de su chaqueta. Los tensos músculos de sus pantorrillas asomaban por las perneras de sus pantalones, la nariz retenía el humo, la rabia del silencio: bueno, en el mundo de los negocios uno tiene que ser simpático. Él era ejecutivo en una gran empresa y era simpático. Era un hombre de cabeza cuadrada cuyo cráneo no tenía mucha profundidad. Pero su rostro era ancho, fuertemente masculino, conscientemente centrado entre los hombros. Llevaba el pelo con raya al medio y peinado aplastado. Había un gran espacio entre sus dientes frontales, que Zet heredó. La hendidura que no se podía afeitar en la barbilla era el único signo de patetismo, y este indicio del Max Zetland lamentable se compensaba con su porte de militar ruso, con su cortante estilo al fumar, con el chasquido con el que bebía un vaso de schnapps. Delante de sus amigos su hijo lo llamaba de diversas maneras. El General, el Commissar, Osipovich, Ozymandias. Esto último se lo llamaba a menudo: «Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: ¡mirad mis obras, oh poderosos, y desesperad!».

Antes de su tercer matrimonio, Ozymandias el viudo solía volver a casa del Loop con el Evening American en la mano, impreso en papel de color melocotón. Se tomaba un vaso de whisky antes de la cena y supervisaba a su hija. Puede que no fuera tonta, solo un poco retrasada. Su brillante hijo trataba de explicarle que Casanova fue hidrocefálico hasta los ocho años y que lo creían imbécil, y que Einstein fue un niño atrasado. Max esperaba que le pudieran enseñar a coser. Empezó con los modales a la mesa. Durante una temporada, las comidas fueron terribles. Era imposible enseñarle nada. En ella el rostro de la familia estaba comprimido, reducido, condensado en forma de rostro de gato. Tartamudeaba, se tambaleaba y tenía las piernas largas y poco desarrolladas. Se subía la falda cuando había visita y se metía en el baño sin cerrar la puerta. En la niña se escapaban todos los defectos de la raza. Los parientes eran compasivos, pero Max sentía que esta compasión era más bien autocomplacencia. La rechazaba con gravedad, y miraba fijamente hacia delante y estiraba la recta boca. Cuando la gente le hablaba con compasión de su hija parecía que estaba pensando en el mejor modo de asesinarlos.

Zedand padre leía poesía en ruso y en yídish. Prefería la compañía de músicos y artistas, sastres bohemios, seguidores de Tolstói, de Emma Goldman y de Isadora Duncan, revolucionarios que utilizaban quevedos y blusas al estilo ruso y que lucían barbas como Lenin o Trotski. Asistía a conferencias, debates, conciertos y lecturas; los utópicos lo divertían; respetaba la inteligencia y sentía debilidad por la gran cultura. En aquellos días era posible obtenerla en Chicago.

Los anarquistas y amantes del escándalo de Chicago se reunían en la avenida de California, enfrente de Humboldt Park; los escandinavos tenían sus hermandades, sus iglesias, un salón de baile; los judíos de Galitzia, una sinagoga; las hijas de Sión, su guardería de caridad. En la calle Division, después de 1929, los pequeños bancos de ahorro quebraron. Uno se transformó en tienda de peces. Con los mármoles del banco construyeron un tanque para las carpas vivas. La cámara acorazada se convirtió en nevera. Un cine pasó a ser una funeraria. Allí cerca, las flores rojas crecían entre las malas hierbas. Los vegetarianos tenían una gran fotografía del viejo conde Tolstói en el escaparate del restaurante vegetariano Tolstói. Vaya barba, vaya ojos, y ¡vaya nariz! Los grandes hombres repudiaban la trivialidad de las cosas humanas y corrientes, incluso lo que era también simplemente humano en ellos mismos. ¿Qué era una nariz? Simplemente cartílago. ¿Y una barba? Celulosa. ¿Un conde? Un símbolo del sistema de castas, algo producido por siglos de opresión. Solo el amor, la naturaleza y Dios son buenos y grandes.

En el Chicago contemporáneo y cien por cien industrial, donde faltaban las sombras de la belleza, un trozo plano de terreno frente a un trozo plano de agua fresca, a los chicos inteligentes como Zet, aunque también les gustaba el mundo, no les interesaban mucho los fenómenos de superficie. Nadie llevaba a Zet a pescar. No iba a los bosques, nadie le enseñó a disparar, ni a limpiar un carburador, ni siqJliera a jugar al billar o a bailar. Zet se concentraba en sus libros: la astronomía, la geología, etcétera. Primero la ardiente masa de materia, después los mares sin vida, después unas criaturas pulposas que trepaban a la superficie, formas simples, formas más complejas, y de ahí en adelante; después Grecia, después Roma, después el álgebra arábiga, después la historia, la poesía, la pintura. Aún llevaba pantalón corto y ya lo invitaban los grupos de estudio del vecindario a hablar del aliento vital, o de las diferencias entre Kant y Hegel. Era magistral, germánico, el wunderkind, el arma secreta de Max Zetland. El viejo Zet sería el hombre y el joven Zet el genio de la familia.

—Quería que yo fuese una especie de John Stuart Mill —decía Zet—. O un prodigio Izkowitz en miniatura. Griego y cálculo a los ocho años, ¡maldita sea!

Zet estaba convencido de que le habían robado su infancia, le habían arrebatado un derecho que era suyo simplemente por haber nacido. Creía en todas esas viejas historias del sufrimiento de la infancia, el paraíso perdido y la crucifixión de la inocencia. ¿Por qué era enfermizo, por qué era miope, por qué tenía el color verdoso.? Vaya, el siniestro viejo Zet quería que fuera todo médula y nada de hueso. Lo encarcelaba en un silencio punitivo y censurador, le exigía que asombrara al mundo. Y él nunca —nunca jamás— aprobó nada.

Ser un intelectual era la siguiente fase de desarrollo humano, el destino histórico de la humanidad, si lo prefieren así. Ahora las masas leían, y, según Zet, así de mal les iba. Las fases tempranas de esta expansión de la mente no podían dejar de producir excesos, crimen, locura. ¿No era aquel, según Zet, e1significado de libros como Los hermanos Karamazov, la decadencia que producía el racionalismo en el campesino feudal ruso? ¿Y no era el parricidio la primera consecuencia de la revolución? ¿La resistencia ante la situación y los tópicos modernos? ¿La terrible lucha entre el pecado y la libertad? ¿La megalomanía de los pioneros? Ser intelectual era ser un advenedizo. Estos advenedizos se dedicaban a purgarse de sus primeros impulsos salvajes y, en su loca bajeza, querían cambiarse a sí mismos, volverse desinteresados. Amar la verdad. Ser grandes.

Naturalmente, a Zetland lo mandaron a la universidad. La universidad lo estaba esperando. Ganó premios de poesía y concursos de redacción. Se hizo miembro de un club literario y de un grupo de estudio marxista. Como estaba de acuerdo con Trotski en que Stalin había traicionado la revolución de Octubre, se unió a la liga juvenil Spartacus, pero como revolucionario era bastante confuso. Estudió lógica con Carnap, y más tarde con Bertrand Russell y Morris R. Cohen.

Lo mejor de todo es que salió de su casa y se dedicó a vivir en habitaciones alquiladas, mientras más sucias mejor. La que más disfrutó fue un antiguo depósito de carbón blanqueado en la avenida Woodland. El carbón, que seguía almacenado en el cobertizo de al lado, se colaba por entre los tablones encalados. No había ventanas. En el suelo de cemento había una alfombra de retazos, hecha jirones y cada día más deshecha. Le proporcionaron una vieja mesa de roble de biblioteca con quemaduras de cigarrillos y una lámpara de pie sin pantalla. Los contadores de toda la casa estaban encima del catre de Zet. El alquiler le costaba dos dólares y medio a la semana. El sitio era alegre: bohemio, europeo. Y, lo mejor de todo, ¡era ruso! El dueño, Perchik, decía que había sido batidor de caza para el gran duque Cyril. Lo abandonaron en Kamchatka cuando empezó la guerra con los japoneses, y atravesó Siberia a pie para volver. Con él Zet conversaba en ruso. Perchik tenía los dientes largos y una barba rala, y los alambres de sus gafas de tienda de diez centavos estaban torcidos. En la parte trasera había construido una casita con botellas de soda, recogidas en un carrito por los callejones. En el horno se quemaban trapos y basura, y los humos se colaban por los registros. El casero cantaba baladas e himnos antiguos del ejército. La verdad es que aquel sitio no podía haber sido mejor. Desordenado, sucio, irregular, libre, y uno podía hablar durante toda la noche y levantarse tarde. Era exactamente lo que se necesitaba para pensar, para sentir e inventar. En medio de su felicidad, Zet entretenía a la familia Perchik con sus adivinanzas, discursos, bromas y canciones. Era capaz de imitar un rodillo de lavandería, un reloj, un tractor y un telescopio. Hacía todos los personajes y voces de Don Giovanni: «Non sperar, se non m’incendi… Donna folle, indarno fridi». Era capaz de imitar el fondo de clavicordio en los recitados o el llanto del oboe cuando el alma del Commendatore abandonó su cuerpo. Para continuar podía imitar a Stalin dirigiendo la palabra a un congreso del Partido, a un vendedor de cepillos alemán o a un comandante de submarino hundiendo una fragata amerikanische. Zet también tenía habilidades más prácticas. Ayudaba a la gente en las mudanzas; cuidaba a los niños de los estudiantes casados; cocinaba para los enfermos; cuidaba los perros y gatos de la gente que se iba de viaje y hacía las compras de las ancianas cuando nevaba. Ahora era algo intermedio entre el dios opulento y el joven corto de vista con ideas extrañas y motivaciones exóticas. Era cariñoso, prácticamente franciscano, un tontorrón, por Dios santo, fácil de engañar. Un ingenuo, vamos. A la edad de diecinueve años tenía mucho del corazón dickensiano. Cuando ganaba algo de dinero limpiando suelos en el hospital Billings lo compartía con los enfermos, les compraba cigarrillos y comida, les prestaba dinero para el autobús o los acompañaba para cruzar el Midway. Era sensible al sufrimiento y a sus símbolos y los de la miseria, y los ojos se le llenaban de lágrimas cuando entraba en alguna tienda de la Depresión. Las patatas marchitas, las cebollas florecidas y el rostro tristón del tendero podían con él. Su gata tuvo un aborto y él lloró también por eso, porque la gata estaba de duelo. Yo tiré los gatitos que habían nacido muertos por el sucio váter sin tapa del sótano. Él me ponía de mal humor al comportarse así. Yo le decía que malgastaba sus sentimientos en todo el mundo y él me advertía a mí que mi corazón se iba a endurecer demasiado. Yo le decía que lo exageraba todo y él me acusaba de falta de sensibilidad. Era una discusión extraña para dos adolescentes. Supongo que el poder de la americanización falló durante la Depresión. Nos separamos y nos hicimos más extranjeros. Formábamos una pareja ridícula de intelectuales universitarios que no podían abrir la boca sin citar a William James y Karl Marx, o a Villiers de l’Isle d’Adam, o a Whitehead. Decidimos que uno de nosotros era el de la mente blanda y el otro el de la mente dura de William James. Pero James había dicho que el saber todo lo que sucedía en una ciudad en un solo día aplastaría incluso la más dura de las mentes. Nadie podía ser más duro de lo que él necesitaba ser. «Te quedarás sin compasión si no tienes cuidado», me decía Zet. Así es como hablaba. Su lenguaje era siempre elegante. Dios sabe de dónde le venía su estilo patricio: de lord Bacon, quizá, más Hume y un cierto toque de Santayana. Organizaba debates con sus amigos en aquel sótano encalado. Su lenguaje era muy puro y musical.

Pero es verdad que era musical. No era capaz de caminar por la calle sin practicar un cuarteto de Haydn, o de Borodin o de Prokofiev. Con el abrigo abotonado hasta el cuello, levantaba el maletín y hacía las paradas del violín dentro de sus guantes forrados de pelo mientras soplaba la música con su garganta y mejillas. Con buena fe, con una piel que era del color de las uvas amarillas, hacía el violonchelo con el pecho y los violines con la nariz. Los árboles se apostaban en la nieve barrida mezclada con barro y estaban atados al suelo de debajo del sótano y enriquecidos por las aguas residuales. Zetland y las ardillas disfrutaban de los privilegios del movimiento espontáneo.

Cuando entraba en Cobb Hall, el calor podía con él. El interior era marrón, austero, barnizado, baptista, muy parecido a las iglesias viejas. El edificio se mantenía a una temperatura muy elevada, y Zet sentía el calor en su rostro inmediatamente. Le golpeaba las mejillas. Sus gafas e empañaban. Abandonaba el lento movimiento de su cuarteto de Borodin y suspiraba. Después del suspiro adoptaba una expresión intelectual, no musical. Ya estaba listo para la semiótica, la lógica simbólica: el lector de Tarski, Carnap, Feigl y Dewey. Un joven regordete y pálido, cuyo rubio cabello, peinado aplastado, con reflejos verdosos, se sentaba en la dura silla del seminario y buscaba sus cigarrillos. Desempeñaba bien su papel, y aquí su papel era el de cerebro. Con Jones el Flaco, el del jersey enredado y las mellas, con Tisevich, cuyas cejas eran algo pervertidillas, con Devvie la Oscura —una chica encantadora, ácida y pálida— y con la señorita Krehayn, pelirroja y tartamuda, desempeñaba el papel de un positivista lógico de vanguardia.

Durante un tiempo. En lo referente a trabajo mental, era capaz de hacer lo que fuera, pero no estaba dispuesto a convertirse en lógico. Sin embargo, le atraía el análisis racional. La lucha emocional de la humanidad nunca se había resuelto. Se volvieron a hacer las mismas cosas una y otra vez, con pasión, con estupidez apasionada; como si fuéramos insectos, repetíamos las mismas luchas emocionales en el día a día: instinto, necesidad, deseo, conservación, crecimiento, búsqueda de la felicidad, búsqueda de justificación, la experiencia de existir y de dejar de existir, de la nada a la nada. Muy aburrido, aterrador, el destino. Ahora bien, la lógica matemática podía sacarte de toda esta existencia sin sentido.

—Mira —decía Zet sentado en su silla de lona de Bauhaus, las gafas caídas acortando su ya corta nariz—. Como las proposiciones son verdaderas o falsas, lo que es, es correcto. Leibniz no era ningún tonto. Suponiendo que uno sepa realmente que lo que es, es en efecto. Sin embargo, aún no he decidido nada sobre la cuestión religiosa, como debería hacerlo un auténtico positivista.

Justo en ese momento, en el Chicago de las normas estrictas, azul por el invierno, marrón por el atardecer, cristalino por el hielo, empezaron a sonar las sirenas de las fábricas. Cinco de la tarde. La nieve gris de ratón y las casitas como ratoneras, el horno ardiendo y la pala de Perchik buscando en la carbonera. La radio atronaba a través del suelo, a nosotros que estábamos abajo. Era el Anschluss: Schuschnigg y Hitler. Ahora mismo, en Viena hacía tanto frío como en Chicago; pero Viena era mucho más triste.

—Me está esperando Lottie —dijo Zet.

Lottie era bonita. También era teatral, a su manera: la chica de las fiestas, la belleza pagana con flores en los dientes. Era una joven inteligente y le gustaban los hombres divertidos. Fue a visitar la guarida de Zet. Él durmió en la habitación de ella. Encontraron juntos un sótano que amueblaron con una mesa de roble y basuras de terciopelo rosa. Tenían gatos y perros, una ardilla y un cuervo. Después de su primera pelea, Lottie se untó los pechos de miel en signo de paz. Y antes de la graduación pidió prestado un automóvil y fueron juntos a Michigan City para casarse. Zet había conseguido un puesto como profesor de filosofía en Columbia. Celebramos una boda y una fiesta de despedida para ellos en la avenida Kimbark, en un viejo piso. Después de haber estado separados durante cinco minutos, Zet y Lottie corrieron por todo el pasillo, se abrazaron temblando y se dijeron:

—¡Cariño, de pronto miré y no estabas!

—Cariño, siempre estoy contigo. ¡Siempre estaré!

Dos jóvenes tontorrones, exagerándolo todo, exponiendo su amor en público. Pero había algo más que esa exteriorización. Se adoraban el uno al otro. Además, ya habían vivido como marido y mujer durante un año con todos sus perros y gatos y pájaros y peces y plantas y violines y libros. Ingenuamente, Zet imitaba a los animales. Se lavaba como un gato, se quitaba las pulgas de las patas como un perro y ponía cara de pez, agitando las puntas de los dedos como si fueran aletas. Cuando fueron a la iglesia ortodoxa en Pascua, aprendió a arrodillarse y hacer el signo de la Cruz al estilo oriental. Charlotte medía el tiempo en su cabeza cuando tocaba el violín, solo un poco con su adorado metrónomo. Zet estaba actuando siempre y Lottie era también muy expresiva. Probablemente no hay forma de que los seres humanos dejen de actuar, eso lo decía siempre Zet. Mientras uno sepa dónde tiene el alma, no hace ningún daño hacerse el Sócrates. Es cuando no se localiza al alma cuando jugar a ser otra persona se convierte en algo desesperado.

De manera que Zet y Lottie no solo se casaron, sino que se casaron felizmente. En vez de una pobre chica macedonia cuya rezongona madre echaba maldiciones y conjuros a Zet y cuyo padre afilaba cuchillos y tijeras, que iba calle abajo y calle arriba tocando una campanilla, Zet obtuvo das Ewig-Weibliche una energía natural, universal y maravillosa. En cuanto a Lottie, solía decir: «No hay nadie en el mundo como Zet». Y añadía: «En ningún aspecto». Entonces bajaba la voz, y hablaba con la boca ladeada, imitando el absurdo encanto de la Dietrich, al estilo duro de Chicago, para decir: «Y yo no soy exactamente una chica sin experiencia. Eso quiero que lo sepas». Aquello no era ningún secreto. Había vivido con un tipo llamado Huram, psicólogo de la educación, que tenía el labio leporino, sobre el cual se dejaba crecer el bigote. Antes de eso había habido otra persona. Pero ahora estaba casada y llena de amor marital. Le planchaba las camisas y le untaba las tostadas. Le encendía el cigarrillo y lo miraba como una pequeña virgen española, toda encendida. A algunos esto les divertía, esta dulzura y Schwarmerei. A otros les irritaba. Zetland padre estaba furioso.

La pareja salió de la estación de la calle La Salle con destino a Nueva York en autobús. La estación tenía un aspecto arcaico, mineral. El vapor subía hasta los tragaluces cubiertos de hollín. Los pilares del Et vibraban en la calle Van Buren, donde estaban las tiendas de empeño y los almacenes del ejército y las barberías de tres al cuarto. El mozo cogió las maletas. Zet trató de decirle algo a Ozymandias sobre los aires regios de los mozos negros. También estaban allí las tías. No comprendían fácilmente cuando hablaba Zet ni algunos de sus extraños comentarios sobre el negro color de la estación y los mozos negros y su pausado y armonioso estilo africano. La mirada que se echaron las dos viejas era para decirse que ya no decía nada con sentido, pobre Elias. Le echaban la culpa a Lottie.

Excitado porque estaba empezando a vivir, recién casado, profesor de la universidad de Columbia, sentía que su padre estaba proyectando en él su propia tristeza, tratando de que tuviera remordimientos. Zet se había dejado un gran bigote marrón. Sus grandes dientes de niño, tan espaciados, se combinaban mal con estos maduros mostachos. La figura baja, pechugona y fornida era una versión más baja de la de su padre. Pero Ozymandias tenía el porte de un militar ruso. No creía en sonreír ni en agacharse ni en esconderse ni en las imitaciones. Lottie les gritó cosas cariñosas a todos. Llevaba un vestido del color de las flores del manzano y un turbante a juego y zapatos de tacón alto del color de las flores del manzano. Los trenes sonaban y se movían, pero aún se oía el rápido taconeo de Lottie. Sus ojos orientales, su graciosa nariz de campesina, su agradable pechera y su terso trasero sexual con el que la mano de Zet no dejaba de tener contacto, llamaban la atención de Oymandias. Ella lo llamó «Pa». Él filtró el humo del cigarrillo por entre los dientes con una expresión que quiso ser una sonrisa. Sí, se las arregló para parecer amable a pesar de todo. Los nuevos parientes macedonios no aparecieron. Estaban en un tranvía atrapados en un atasco.

En esta ocasión triste y alegre al mismo tiempo, Ozymandias se contuvo. Tenía un aspecto muy europeo a pesar del sombrero de paja de verano que llevaba puesto, con una banda roja, blanca y azul. El comprador del centro, muy experimentado en discernir, dominó los gruñidos de su corazón y apretando la barbilla con el agujero negro en medio disimuló su rabia. Temporalmente estaba perdiendo a su hijo. Lottie besó a su suegro. Besó a las tías, a las dos enfermeras aficionadas que leían a Romain Rolland y a Warwick Deeping junto a la silla de ruedas y el lecho de muerte. Su opinión era que Lottie podría ser más cuidadosa con su higiene femenina. La tí1 en su inocencia, no estaba familiarizada con el olor de una mujer que ha estado haciendo el amor en un día cálido. Los jóvenes aprovechaban todas las oportunidades para fortalecerse.

En imitación de su hermano, también las tías dieron falsos besos con labios poco experimentados. Entonces Lottie lloró de alegría. Se iban de Chicago, el sitio más aburrido del mundo, y se deshacían del gruñón de Ozymandias y de su madre la bruja y de su pobre padre, el afilador de cuchillos. Estaba casada con Zet, que tenía un millón de veces más encanto y calidez y más cerebro que nadie.

—¡Oh, Pa! ¡Adiós! —Zet abrazó emocionado a su padre de hierro.

—Pórtate bien. Estudia. Haz algo de tu vida. Si tienes problemas, telegrafía para que te enviemos dinero.

—Querido Pa, te quiero. Masha, Dunia, también os quiero —dijo Lottie, que ya tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas. A todos les dio besos entre sollozos. Entonces, por la ventanilla del tren, diciendo adiós con la mano, la joven pa reja se besó y el tren se fue deslizando hasta que desapareció de la vista.

A medida que se marchaba el Pacemaker, Zetland padre enarbolaba el puño contra el vagón de observación. Daba patadas en el suelo. A Lottie, que estaba arruinando a su hijo, le gritó: «¡Espera y verás! Ya nos veremos las caras. Cinco, diez años, pero nos veremos las caras». Le gritó también: «¡Puta! ¡Conejo sucio!».

Con rabia rusa, gritaba con fuerza: ¡Koneho! Sus hermanas no entendieron nada.

Zet y Lottie llegaron a Nueva York desde el cielo: así es como se sentía uno en el Pacemaker, que corría junto al Hudson al amanecer. Primero muchas ramitas azules que colgaban por encima del agua, después un color rosado y después el fuerte destello del río bajo el sol de la mañana. Estaban en el vagón restaurante, con los ojos cansados por la cantidad de impresiones nuevas. Estaban fatigados por la noche de sueño entrecortado en el vagón sin camas y estaban maravillados. Bebían café de tazas tan granuladas como la esteatita. Por fin llegaron a Nueva York. Estaban en el este, donde todo era mejor y los objetos eran diferentes. Allí el aire tenía un sentido más profundo.

Después de cambiar en Harmon a una locomotora eléctrica, empezaron a viajar a paso rápido y ansioso. Otros árboles, el agua, el cielo pasaron corriendo, flotando, como pasaban puentes, estructuras, y al final un túnel, donde los frenos de aire jadearon y se comprobó la máquina. Había bombillas amarillas colgando de un cable y el aire subterráneo se colaba por los huecos. Las puertas se abrieron y los pasajeros, estirándose las ropas, salieron en masa y recogieron sus equipajes. Zet y Lottie llegaron a la calle Cuarenta y dos, refugiados del árido e inhibido Chicago, de aquella tierra vacía. Se abrazaron y besaron varias veces en la calle. Habían llegado a aquella ciudad mundana, donde todo era mejor y más resonante, donde podían ser ellos mismos libremente, tan expresivos como quisieran. El intelecto, el arte, lo trascendental, no necesitaban excusas allí. Cualquier taxista podía entenderlo, o eso creía Zet.

—Un sitio donde es normal ser un ser humano.

—¡Oh, Zet, amén! —dijo Lottie temblorosa y llorosa.

Al principio vivieron en las afueras, en el West Side. Los pequeños y ruidosos trolebuses seguían circulando por el inclinado Broadway. Lottie escogió una habitación que describían como estudio, en la parte trasera de un edificio de piedra marrón. Había un solo dormitorio y el baño hacía también de cocina. La bañera, cubierta con una tabla pesada, se convertía en la mesa de la cocina. Se podía alcanzar el hornillo de gas desde el retrete. A Zet le gustaba aquello. Freírse un huevo mientras estaba en el retrete. Se podía oír el ruido del desagüe cuando uno bebía café, o mirar cómo las cucarachas trepaban por los armarios. El muelle del tostador funcionaba más que bien. Escupía el pan. A veces salía una cucaracha tostada. Los techos eran altos. Había poca luz natural. El hogar estaba hecho de pequeñas losetas. Podías llevar a casa una caja de fruta de Broadway y hacer un fuego de diez minutos, que dejaba un poco de tizne y muchos clavos torcidos. El estudio se convirtió en el lugar favorito de Zet, de Zet y de Lottie: puertas oscuras y sucias, alfombras de tiendas de segunda mano, sillas tapizadas con los brazos pelados que brillaban, según Zetland, como la piel de un gorila. La ventana daba a un conducto de ventilación, pero, incluso en Chicago, Zet había vivido detrás de cortinas corridas o en una carbonera encalada. Lottie compró lámparas con pantallas de porcelana rosa con los bordes curvados como platos de mantequilla antiguos. La habitación tenía la agradable oscuridad de una capilla, la penumbra de un santuario. Cuando yo visité las iglesias bizantinas de Yugoslavia pensé que había encontrado el modelo, el arquetipo del lugar de residencia de Zet.

Los Zetland se instalaron. Migas de pan, colillas, posos de café, platos de comida de perro, libros, periódicos, atriles, olores de comida macedonia (cordero, yogur, limón, arroz) y vino blanco de Chile en botellas con forma de bombilla. Zetland hizo un reconocimiento del Departamento de Filosofía, trajo a casa montones de libros de la biblioteca y se puso a trabajar.

—Ah, cariño, cariño, gracias a Dios —decía Zet.

Su industriosidad podría haber complacido a Ozymandias aunque, según él, nada podía complacer verdaderamente al viejo. O quizá su mayor placer consistía precisamente en nunca estar complacido, y nunca aprobar nada. Como ella también tenía un título universitario, en sociología, Lottie se puso a trabajar en una oficina. Mírala, decía Zet, una joven tan impulsiva, y tan eficiente, una secretaria ejecutiva tan eficaz. Mira qué firme es, qué poco se queja de tener que levantarse a oscuras, y qué empleada tan de fiar ha resultado ser aquella gitana de los Balcanes. Esto le producía una especie de tristeza y al mismo tiempo estaba asombrado. A él el trabajo de oficina lo habría matado. Ya lo había probado. Ozymandias le había encontrado empleos. Pero la rutina y el papeleo lo paralizaban. Había trabajado en el almacén de la empresa ayudando al zoólogo a buscar qué enfermedad aquejaba a las avellanas y los higos y las uvas, a mantener a los parásitos a raya. Aquello era interesante, pero no por mucho tiempo. Y había trabajado una semana en la tienda del museo del campo, aprendiendo a hacer hojas de plástico para plasmar los tipos de hábitat. Allí aprendió que a los animales muertos los conservaban con muchos venenos y eso era exactamente lo que él sentía al trabajar en oficinas: que para él era tóxico.

Así que la que trabajaba era Lottie, y las tardes se hacían muy largas. Zet y la perra la esperaban siempre a las cinco en punto. Al final llegaba, cargada de comida, corriendo desde el este, desde Broadway. En la calle Zet y Miss Katusha corrían hacia ella. Zet la llamaba: «¡Lottie!», y la perra rascaba la acera o aullaba.

Lottie venía pálida del metro, y cálida, y hacía sonidos de contralto con la garganta cuando se acercaban. Traía a casa carne de hamburguesa y yogur, huesos para Katusha y pequeños regalos para Zetland. Seguían de luna de miel. Eran felices en Nueva York. Tenían aquellos embelesos animales como de perro, a falta de otra imagen mejor. En el edificio hicieron amistad con un escritor de novelas de bolsillo y su mujer: Giddings y Gertrude. Giddings escribía novelas del Oeste: Zet lo llamaba el Balzac de Malolandia. Giddings lo llamaba a él el Wittgenstein del West Side. De modo, que Zetland encontró público para sus divertidas ocurrencias. Leía en voz alta frases graciosas de la Enciclopedia de ciencias unificadas y parodiaba a H. Rider Haggard, el novelista favorito de Giddings, con el lenguaje de la lógica simbólica. Por las noches, Lottie se transformaba de nuevo en la gitana macedonia, la hija de su madre. La madre era una nigromante de Skopje, según Zetland, y hacía encantamientos con orines de gato y ombligos de serpiente. Conocía los secretos eróticos de la antigüedad. Naturalmente, Lottie también los conocía. Pronto quedó claro que las cualidades de Lottie como mujer eran ricas, profundas y dulces. El romántico de Zet no se cansaba de decir cosas fervientes y agradecidas sobre ella.

De tanta dulzura, una vida de caramelo, unos nervios que ardían con demasiado calor, le daban ataques de ansiedad. A su manera, la ansiedad era también deliciosa, según Zet. Y explicaba que él tenía dos tipos de éxtasis, el sensual y el enfermizo. Aquellos primeros meses en Nueva York fueron demasiado para él. Volvió a padecer su problema de pulmón y contrajo unas fiebres; tenía dolores y evacuaba la orina con dificultad; yacía en la cama, mientras el pijama de color vino desvaído le apretaba la entrepierna y debajo de los gruesos brazos. Su piel volvió a tener la antigua irritabilidad. Durante unas semanas volvió a vivir su infancia de inválido. Era horrible que le volviera a pasar, ya crecido y recién casado, pero también era delicioso. Él recordaba muy bien el hospital, cómo le retumbaba la cabeza cuando le ponían éter y la horrible herida abierta en la barriga. Estaba infectada y no sanaba. Evacuaba por un tubo de goma cerrado por un imperdible ordinario de los de los pañales. Comprendía que se iba a morir, pero seguía leyendo los periódicos cómicos. Todo lo que tenían para leer los niños en el hospital eran los periódicos cómicos y la Biblia: Slim Jim, Boob McNutt, el arca de Noé, Hagar e Ismael se superponían como los mil colores de las tiras cómicas. Era un duro invierno en Chicago; por la mañana, los dorados rayos del sol entraban por ventanas heladas, y los tranvías pasaban zumbando, golpeando y haciendo estruendo. De algún modo se las arregló para salir del hospital, y sus tías lo cuidaron en casa con caldo de tuétano, leche hervida, mantequilla derretida y galletas de soda grandes como naipes. En Nueva York su enfermedad volvió a traer la abertura de la herida con el olor a podrido y el tubo de goma al que un imperdible de pañal le impedía caer dentro de la barriga, y las ganas de estar sin moverse en la cama y tener que aprender de nuevo a caminar a los ocho años.

Un sentido muy temprano y auténtico de la toma de la materia por la energía de la vida, la dolorosa, difícil e intrincada transformación y organización electroquímica, magnífica y llena de colores radiantes, y todos los perfumes y todos los hedores. Esta combinación era demasiado dura. Daba demasiadas vueltas. Lo acongojaba e intimidaba demasiado el alma. ¿Para qué estábamos aquí, las más extrañas de todas las criaturas y seres? Unos ojos claros y pequeños con los que ver, durante un tiempo, leer también, un universo palpitante, y ¡tantos mensajes humanos que transmitir y recibir! Y la caja de huesos para pensar y para almacenar ideas, y un corazón empañado para los sentimientos. Las efemérides, aplastar a otras criaturas, despedazar y calentar su carne, para después devorarla. Una especie de plenitud provocada por el conocimiento de la muerte y también por los deseos infinitos de fundirse con ea. Éstas frases internas peculiares no eran intencionadas. Era simplemente así, simplemente se le ocurrían a Zedand, de manera natural, involuntaria, cuando él se consultaba a sí mismo sobre este lío de cualidades brillantes y aterradoras.

De manera que Zet dejó a un lado sus libros de lógica. Habían perdido su utilidad. Fueron a amontonarse con los periódicos cómicos que ya había dejado de lado cuando tenía ocho años. Ya no le servían ni Rudolf Carnap ni Boob McNutt. Le dijo a Lottie: «¿Qué más libros tenemos aquí?». Ella se acercó al estante y leyó los títulos. Él la detuvo en Moby Dick, y ella le entregó el grueso volumen. Después de leer unas cuantas páginas supo que nunca iba a ser doctor en filosofía.

El mar entró en su tierra adentro, un alma del lago Michigan, me contó. El frío del océano era exactamente lo que necesitaba para la fiebre. Se sentía contaminado, pero leyó sobre la pureza. Había llegado a un mal momento, un momento de un egoísmo ilimitado, de falta de afecto, de falta de voluntad para existir; estaba enfermo; quería acabar. Y entonces leyó este libro sorprendente. Se metió en él. Creyó que se iba a ahogar, pero no se ahogó: flotó.

Aquella criatura de carne y hueso, y enferma, fue al cuarto de baño. Por el estado de sus intestinos tenía que arrastrarse para llegar a sentarse encima de la tapa o de la porcelana, encima de aquel agujero conectado al desagüe y a sus aguas: era una desgracia necesaria. Y cuando las borrosas baldosas del suelo empezaron a flotar bajo su mirada enferma como ondas, la amatista del océano estaba también allí, en los bordes biselados del espejo del armario del cuarto de baño, como también el poder blanco de la ballena, de la que la bañera le daba una indicación borrosa. La cloaca estaba allí, también la náusea y la comodidad de los olores intestinales: la vuelta a la infancia, a aquellos viejos colores amarronados. Y la consternación y la dulzura de volver a toser como un descosido y el pantano tropical de la fiebre. Pero allí surgieron también los mares. Derechos por el conducto de ventilación, desde el oeste, y giraron hacia la izquierda, hacia el Hudson. Allí estaba el Atlántico.

Decidió que el auténtico sentido de su vida era la visión general. Había estado trabajando en filosofía con la teoría del parecido de los universales. Tenía un enfoque original con respecto al predicado «parecer». Pero aquello había acabado. Cuando se ponía enfermo decidía pronto. Le habían entrado sudores y estaba tosiendo flema azul con el puño metido en la boca y los ojos hinchados. Se aclaró la garganta y le dijo a Lottie, que estaba sentada en la cama sosteniéndole el té durante el ataque de tos:

—Creo que no puedo seguir con la filosofía.

—Realmente te preocupa, ¿verdad? La otra noche hablabas de filosofía en sueños.

—¿De verdad?

—Hablabas de epistemología o algo así. Yo no entiendo de esas cosas, ya sabes.

—Bueno, tampoco es para mí.

—Pero, cariño, no tienes que hacer nada que no quieras.

Cambia a otra cosa. Yo te apoyaré siempre.

—Eres un encanto. Pero tendremos que arreglarnos sin la beca.

—¿Y de qué sirve? De todas formas, esos tacaños no te dan suficiente para vivir. Zet, cariño, a la mierda el dinero. Ya veo que has cambiado mucho después de haber leído ese libro.

—Oh, Lottie, ese libro es un milagro. Te saca de este mundo terrenal.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que te saca del universo de las proyecciones mentales o de las ficciones que te aíslan o de la práctica social ordinaria o del hábito psicológico. Te da una libertad elemental. Lo que realmente te libera de esas ficciones sociales y psicológicas que te aislaban es la otra ficción, la del arte. Realmente, no hay vida humana sin esa poesía. Ay, Lottie, me estaba muriendo de ganas de lógica simbólica.

—Ahora yo tengo que leer ese libro —dijo ella.

Pero no llegó muy lejos. Los libros del mar eran para hombres, y de todos modos a ella no le gustaba mucho la lectura; era demasiado impulsiva para poder quedarse sentada demasiado tiempo. Aquella era la especialidad de Zet. Él le contaría todo lo que tenía que saber sobre Moby Dick.

—Tendré que ir a hablar con el profesor Edman.

—En cuanto estés fuerte, ve y dimite. Simplemente dimite. Será lo mejor. ¿Para qué demonios quieres ser profesor? ¡Ay, la perra! —Katusha había iniciado un duelo de ladridos con un animal del parque de al lado—. Cierra el pico, ¡perra! A veces realmente odio a esa perra piojosa. La siento ladrar dentro de mi cabeza.

—Regálasela al chino de la lavandería; a él le gusta.

—¿Le gusta? La cocinaría. Mira, Zet, no te preocupes por nada. A la mierda la lógica. ¿De acuerdo? Puedes hacer mil cosas. Sabes francés, ruso, alemán, y eres un verdadero cerebro. No necesitamos mucho para vivir. Yo no necesito muchas tonterías. Compro en Union Square, ¿y qué?

—Con ese hermoso cuerpo macedonio —dijo Zet—, Klein es tan bueno como la alta costura. Benditos sean tu busto, tu barriga y tu trasero.

—Si te baja la fiebre para el fin de semana, iremos al campo, a ver a Giddings y Gertrude.

—Papá se disgustará cuando se entere de que he salido de Columbia.

—¿Y qué? Sé que lo quieres, pero es tan gruñón que de todas formas no podrías complacerlo. Muy bien, que se vaya a la mierda también.

En 1940 se mudaron al centro y vivieron en la calle Bleecker una docena de años. Pronto llamaron la atención en Greenwich Village. En Chicago habían sido bohemios sin saberlo. En el Village identificaron a Zet con la vanguardia de la literatura y con la política radical. Cuando los rusos invadieron Finlandia, los políticos radicales se convirtieron en absurdos. Los marxistas debatían sobre si el Estado trabajador podía ser imperialista. Esto era demasiado idiota para Zetland. Después se firmó el pacto nazi-soviético y se declaró la guerra. Durante la guerra nació Constantine (Lottie quería que tuviera un nombre balcánico). Zedand quiso alistarse. Cuando mostraba voluntad, Lottie siempre lo apoyaba, y lo apoyó contra su padre, quien por supuesto desaprobó la decisión.