Clara Velde, para empezar por lo que en ella había de notorio, tenía el pelo corto y rubio, cortado a la moda, que crecía en una cabeza desmesuradamente grande. En una persona de carácter débil, una cabeza de ese tamaño podría haber parecido una deformidad; pero en Clara, como tenía tanta fuerza personal, daba una impresión de tosca belleza. Necesitaba esa cabeza; una mente como la suya exigía espacio. Tenía huesos grandes; sus hombros no eran anchos sino altos. Sus ojos azules, excepcionalmente grandes, se volvían prominentes cuando pensaba. La nariz era pequeña, una nariz ancestral del mar del Norte. La boca era hermosa, pero se estiraba demasiado cuando sonreía, o cuando lloraba. Tenía una frente poderosa. Cuando llegó al umbral de la madurez, las líneas de su encanto ingenuo se acentuaron; ahora ya serían así para siempre. La verdad es que todo en ella era notorio, no solo el tamaño y la forma de la cabeza. Debió de decidir tiempo atrás que para la gente como ella no podía haber encubrimiento de ninguna clase; no podía malgastar energía en disfraces. De manera que allí estaba, una mujer norteamericana huesuda. Tenía muy buenas pierna; quién sabe lo que habríamos visto si las mujeres pioneras hubieran llevado faldas más cortas. Compraba sus ropas en las mejores tiendas y tenía idea sobre cosméticos. Sin embargo, aquel aspecto de chica de campo nunca lo perdió del todo. Venía de la Cochinchina; de eso no había duda. ¿Su gente? Granjeros de Indiana e Illinois y comerciantes de pequeñas ciudades que eran muy religiosos. A Clara la criaron con la Biblia en la mano: oraciones en el desayuno, acción de gracias con cada comida, salmos aprendidos de memoria, los evangelios, versículo y capítulo: la religión de toda la vida. Su padre era propietario de unos pequeños almacenes en el sur de Indiana. A sus hijos los envió a buenas escuelas. Clara había estudiado griego en Bloomington y literatura isabelina y jacobina en Wellesley. Una decepción amorosa en Cambridge la llevó a una tentativa de suicidio. La familia decidió no dejarla volver a Indiana. Cuando amenazó con tomarse más pastillas para dormir, le permitieron asistir a la universidad de Columbia, y vivía en Nueva York bajo estrecha supervisión: el régimen organizado por sus padres. No obstante, ella encontraba modos de hacer exactamente lo que le apetecía. Le daba miedo el infierno pero hacía las cosas igualmente.
Tras pasar un año en Columbia, empezó a trabajar en Reuters, donde dio clases en una escuela privada, y después escribió artículos sobre temas norteamericanos para periódicos británicos y australianos. A la edad de cuarenta años había formado su propia empresa —una agencia periodística especializada en la alta costura para mujeres— y al final vendió esa empresa a un grupo de publicaciones internacional y se convirtió en uno de sus ejecutivos. En la sala de juntas algunos hablaban de ella como «una buena empresaria», y otros como «la zarina de la moda». Para entonces era también la atenta madre de tres niñitas. La primera de ellas fue concebida con alguna dificultad (la asistencia profesional de los ginecólogos lo hizo posible). El padre de estas niñas era el cuarto marido de Clara.
De los cuatro, tres no habían sido más que eso: hombres que entraban dentro de la categoría de maridos. Solo uno, el tercero, había sido algo parecido al auténtico, y ese era Spontini, el magnate del petróleo, amigo íntimo del millonario de izquierdas y terrorista Giangiacomo E, que se voló a sí mismo por los aires en los años setenta. (Algunos italianos decían, previsiblemente, que el gobierno había arreglado esta explosión.) Mike Spontini no se interesaba por la política, pero, claro, él no había nacido rico, como Giangiacomo, cuyo modelo en la vida había sido Fidel Castro. Spontini hizo su propia fortuna. Su aspecto, sus casas en las ciudades, sus castillos y yates, lo habrían cualificado para figurar con un papel en La dolce vita. Lo perseguían cientos de mujeres. Clara había ganado la pelea para casarse con él pero había perdido la de conservarlo. Por fin reconoció que él estaba tratando de librarse de ella, y no se opuso a ese hombre difícil y arbitrario, por lo que renunció a todos los derechos de propiedad que había en el acuerdo (o más bien la falta de acuerdo). Él le quitó los magníficos regalos que le había hecho, hasta la última pulsera. Acababa de salir del divorcio cuando Mike tuvo los dos ataques que lo dejaron medio paralítico. Ahora no podía ni hablar. Una especie de Sairey Gamp italiana se ocupaba de él en Venecia, donde Clara iba ocasionalmente a visitarlo. Su ex marido la recibía con un gruñido animal, una mirada de rabia, y después reanudaba su mirada de intensidad. Él prefería ser imbécil en el Gran Canal que esposo en la Quinta Avenida.
Los otros maridos —uno de ellos se había casado con ella con toda la pompa de la Iglesia, los otros dos en ceremonias rutinarias de ayuntamiento— eran… bien, para ser sinceros, eran gestos más que maridos. Velde era grande y guapo, indolente e incompetente hasta el punto del desafío. Duraba como promedio menos de seis meses en cualquier empleo. Para entonces todo el mundo en la empresa tenía deseos de matarlo.
La excusa que daba para cambiar tanto de trabajo era que su verdadero talento eran las estrategias de campaña. Las elecciones le hacían dar lo mejor de sí: conseguir la atención de los medios de comunicación para su candidato, quien nunca jamás ganaba las primarias. Pero, a decir verdad, a él no le gustaba estar lejos de casa, y unas elecciones son un montaje viajero.
—Muy dulce —le resumía Clara a Laura Wong, la diseñadora de moda chinoamericana que compartía sus confidencias—. Es un padre afectuoso siempre y cuando los niños no lo molesten. Lo que hace Wilder principalmente es sentarse a leer novelas de bolsillo: thrillers, ciencia ficción y biografías de figuras pop. Me parece que él cree que todo irá bien si no se mueve de sus cojines. Para él la inercia es sinónimo de estabilidad. Mientras tanto, yo me ocupo de la casa sola: hipoteca, mantenimiento, sirvientas, chicas au pair procedentes de Francia o Escandinavia (la última era de Austria). Yo imagino proyectos para las niñas, yo me ocupo de las cosas de la escuela, las llevo al dentista y al pediatra, además de las amiguitas, las salidas, las pruebas psicológicas, los vestidos de muñecas y la preparación de tarjetas para San Valentín. ¿Qué más?… Además, tengo que ocuparme de sus preocupaciones más ocultas, resolver las peleas, fomentar sus habilidades, limpiar lágrimas. Amarlas. Wilder se limita a seguir leyendo a P. D. James, o quienquiera que sea, hasta que yo estoy dispuesta a arrancarle el libro de las manos y tirarlo a la calle. Un domingo por la tarde hizo exactamente eso: primero abrió la ventana y después tiró el libro que él estaba leyendo en medio de la avenida Park.
—¿Se sorprendió? —preguntó la señora Wong.
—No del todo. Él sabe hasta qué punto es provocador. Lo que no permite es que yo tenga motivos para que me provoque. Él está ahí, ¿no? ¿Qué más quiero yo? En medio de toda la turbulencia, él es el único punto de calma. Y para todos los momentos amargos y miserias que tuve en el juego del amor, de los cuales él tiene una información completa, él es la respuesta. Yo era una mujer sexy que no lograba encontrar un lugar para todas sus emociones y que apelaba a hombres brillantes que realmente no podían hacer lo que yo quería que hicieran.
—¿Y él sí lo hace?
—Él es el amo altanero, y por ningún otro motivo más que sus actuaciones sexuales. Es el poder del macho el que le da tanta confianza. No es del tipo de los que se lo piensan. Yo tengo que hacer eso. Es posible que una mujer sexy trate de engañarse a sí misma con el aspecto intelectual, pero lo que realmente resuelve todo, según él, es la masculinidad. Hasta donde él se atreve a decirlo, su opinión es que yo perdí mi tiempo con Jaguars que carecían de la más mínima posibilidad. Por suerte encontré un Rolls Royce auténtico. Pero se equivoca con la marca de coche —dijo ella, cruzando la cocina con rapidez y eficiencia para quitar el hervidor del fuego. Tenía unos pasos enérgicos, y sus piernas bien_modeladas y fuertes iban demasiado rápido para que los tacones la siguieran—. Es posible que se parezca más a un Lincoln Continental. En todo caso, ninguna mujer quiere que su dormitorio sea un garaje, por lo menos no con un coche aburrido.
¿Qué estaba pensando una dama civilizada como Laura Wong de aquellas confidencias? La mejilla china elevada con el ojo chino encontrándose con ella, un diminuto grado de pesadez de los ojos achinados por encima de la pupila, y la luz de esos mismos ojos, tan extranjera a la vista y al mismo tiempo tan familiar en cierto sentido… ¿Qué podía ser más humano que el reconocimiento de ese sentido de la familiaridad? Y sin embargo Laura Wong era en muchos sentidos una dama de Nueva York en su entendimiento general de las cosas. Ella no confiaba en Clara con tanta franqueza como Clara confiaba en ella. Pero ¿quién podía hacerlo, quién podía contarlo todo con tanta facilidad? Lo que los exuberantes ojos de la señora Wong sugerían, Clara, con su torpeza, trataba de hecho de hacerlo y de decirlo.
—Sí, los libros —dijo Laura—. No puedes perderlos de vista.
Ella también había visto a Wilder Velde pedaleando en su Exercycle mientras tenía el televisor puesto a todo volumen. Él no entiende lo que está mal, ya que lo que yo gano parece suficiente para todos. Pero yo no gano tanto, con tres hijas que van a escuelas privadas. De manera que hay que recurrir al dinero de la familia. Eso significa mis padres: al pobre Bible Hoosiers no puedo hacerle comprender que no puedo permitirme tener un marido desempleado, y no hay ningún cazatalentos de Nueva York que se atreva a hablar con Wilder después de haber echado un vistazo a su currículum y a su expediente en materia de empleos. Tres veces aquí, cinco allá. Como es un asunto que me preocupa, y por mí, mis jefes están tratando de buscarle un puesto. Yo soy lo suficientemente importante para la empresa como para que se molesten en hacerlo. Si tanto le gustan las elecciones, quizá debería presentarse a unas. Tiene aspecto de miembro del Congreso, y ¿qué me importa a mí si no le va bien en la Cámara de Representantes? Yo he conocido muchos congresistas, incluso me casé con uno, y él no es más tonto de lo que son ellos. Pero él se niega a admitir que nada vaya mal; tiene tanta confianza en sí mismo que ni siquiera se puede interesar amistosamente por los hombres con los que yo he tenido relación. Son todos competidores fracasados para el tipo que ganó el trofeo. Le enorgullece tener un punto en común con los más famosos, y cuando fui a visitar al pobre Mike en Venecia me acompañó en el vuelo.
—De manera que no es celoso —dijo Laura Wong.
—Al contrario. Las personas con las que he tenido intimidad son para él como los personajes de un libro de historia. ¿Te imaginas si Ricardo III o Metternich hubiesen andado en las bragas de su esposa cuando era más joven? A Wilder le encanta mencionar nombres, y los nombres que más le gusta mencionar son aquellos que conoció cuando se convirtió en mi marido. Especialmente los que son noticia…
Por supuesto, Laura Wong era consciente de que no le correspondía a ella mencionar el nombre más importante de todos, el nombre que figuraba en todas las confidencias de Clara. Aquello le correspondía a la propia Clara. Si era apropiado o si Clara podría reunir fuerzas para enfrentarse a la más persistente de sus preocupaciones, si iba a recurrir a Laura para que las soportase una vez más…; esto eran cosas que, con tacto, había que dejarle elegir a ella.
—… y a veces graba sus intervenciones cuando los entrevistan en la CBS o en los programas de MacNeil/Lehrer. Pero al que más sigue es siempre Teddy Regler.
Sí, aquel era el nombre. Mike Spontini era bastante importante, pero todavía entraba en la categoría general de maridos, mientras que, para Clara, Ithiel Regler pertenecía a una categoría mucho más elevada que cualquiera de sus maridos.
—En una escala de diez —gustaba de decirle a Laura—, él fue el número diez.
—¿Es el diez? —había sugerido Laura.
—No solo sería irracional sino incluso una locura mantener a Teddy en el presente activo —había respondido Clara. Esto era una renuncia velada. Wilder Velde seguía siendo juzgado con una medida de la que Ithiel Regler nunca iba a ser desplazado. No tenía sentido, y nunca lo tendría, hablar de irracionalidad e imprudencia. Clara nunca pudo ser tranquila ni prudente y no se le habría ocurrido eliminar la influencia de Ithiel, ni siquiera si un ángel de Dios le hubiese ofrecido la oportunidad. Podría haber contestado: «Serviría de lo mismo que sustituir mi sentido del tacto con el de otra persona». Y ahí habría acabado el asunto.
De manera que Velde, al grabar los programas de Ithiel para ella, trataba de demostrar lo intocable de su posición como el marido definitivo, el que no podía ser mejorado jamás.
—Y me alegro de que piense eso —dijo Clara—. Es mejor para todos. Él sería incapaz de creer que yo pudiera serle infiel. Eso no puedo por menos que admirarlo. De manera que tenemos una pareja con doble misterio. ¿Cuál de nosotros es el más misterioso? A Wilder le gusta de verdad ver en televisión lo experto e inteligente que es Ithiel en Washington. Y mientras tanto, Laura, a mí no se me ocurren ideas para serle infiel. Ni siquiera se me ocurre, no figuran en mi mente consciente. Wilder y yo tenemos una vida sexual a la que ningún consejero matrimonial podría poner pegas. Tenemos tres hijas, y yo soy una buena madre, las estoy criando a conciencia. Pero cuando Ithiel viene a la ciudad y nos vemos para comer, empiezo a perder la cabeza por él. Antes era incluso capaz de provocarme un orgasmo simplemente acariciándome la mejilla. A veces todavía me pasa cuando me habla, o incluso cuando lo veo en televisión o simplemente oigo su voz. Él no lo sabe, me parece; y de todos modos Ithiel no querría hacer ningún daño ni interferir, dominar o explotar: él no es así. Tenemos esta relación total y deliciosa, que también es un desastre. Pero incluso para una mujer a la que criaron con la Biblia, lo cual en la ciudad de Nueva York en esta época es una influencia bastante remota, no se podría considerar que este cariño sea una fuerza maligna que merece un castigo después de la muerte. De todas formas, no son los delitos sexuales los que te condenan, porque a estas alturas nadie sabe cuál es la diferencia entre natural y antinatural en materia de sexo. En todo caso, no puede ser la histeria de una mujer la que la envíe al infierno. Tendría que ser otra cosa…
—¿Qué otra cosa? —preguntó Laura.
Pero Clara se quedó callada, y Laura se preguntó si no debería preguntársele a Teddy Regler lo que Clara consideraba pecado mortal. Él había conocido tan bien a Clara, durante tantos años, que quizá podía explicar lo que ella quería decir.
Pero hablemos de esta chica au pair austriaca, la señorita Wegman (Clara se dio el gusto de evaluarla). Fue tachando puntos: se vestía adecuadamente para una entrevista, tenía el pelo recién lavado, las uñas cortas, no usaba un esmalte de uñas llamativo. La propia Clara estaba arreglada como una buena matrona, con un traje de motivo de conchas y una blusa blanca con gorguera por debajo de la barbilla. Desde la época en que había sido maestra, guardaba aquella manera autoritaria de plantear preguntas («Willie, coge el Catilina y dime qué tiempo verbal utiliza Cicerón con el verbo abutere en la primera frase»): aquella era la armadura de alguien disciplinado que se ponía un poco blando. Aquella chica austriaca le causó una impresión agradable. El padre era empleado de un banco en Viena y la niña era correcta, educada y dulce. Había que tratar de olvidar que Viena era un nido de psicópatas y partidarios de Hitler. En vez de eso había que pensar en aquella historia tan romántica del doble suicidio con el príncipe coronado. Esta chica, cuya madre era italiana, se llamaba Gina. Hablaba inglés con fluidez y probablemente no fingía cuando dijo que podía asumir la responsabilidad de cuidar de tres niñitas. Tampoco parecía que estuviese tramando planes secretos para engañar a nadie, ni que le disgustasen del todo las niñas desafiantes, obstinadas y tozudas como la hija mayor de Clara, Lucy, una niña gruesa que necesitaba ayuda. Una joven secretamente mala podía hacer un daño terrible a una niña como Lucy, crear heridas que nunca sanarían. Las dos menores, más delgadas, se reían de su hermana. Recogían sus braguitas con sus propias manos mientras Lucy se mantenía erguida como un soldado romano. Tenía el rostro acalorado por el aburrimiento y el resentimiento.
La joven extranjera hizo todos los movimientos adecuados, respondió correctamente a todo (¿por qué no? Las preguntas dejaban claras las respuestas). Clara se dio cuenta de lo lejos que estaban de los «hechos de la vida corriente» y de la historia presente sus suposiciones «responsables»: en realidad, estaban basadas en su propia crianza republicana y provinciana de visitar la iglesia, la disciplina de poca monta de su madre, que llevaba la asignación que le pagaban colgada del cuello como un revisor de autobús. La vida en aquella pequeña ciudad de Indiana era ya tan obsoleta como el Antiguo Egipto. Las «personas decentes» de aquel lugar eran los nativos a los que los evangelistas televisivos les sacaban grandes sumas de dinero para pagarse sus limusinas y sus vicios al estilo de Miami. Aquellos eran los absurdos y queridos familia res de Clara, por los que se había sentido reprimida en su infancia y por los que ahora sentía un amor sin límites. En Lucy veía reflejada a su propia gente, huesuda, silenciosa y testaruda: se veía a sí misma. Se podía hacer mucho con esos comienzos, pero ¿cómo se entrenaba una niña así, qué se podía hacer por ella en la ciudad de Nueva York?
—Está bien (¿te parece bien que te llame Gina?), ¿para qué querías, Gina, venir a Nueva York?
—Para mejorar mi inglés. Estoy matriculada en una clase de música en Columbia. Y para conocer más Estados Unidos. Una chica europea bien educada y vulnerable habría hecho mejor en dirigirse a Bemidji, Minnesota. ¿Tenía ella idea de los peligros explosivos a que se enfrentaban aquí las chicas? Las podían explotar desde dentro. Cuando ella era joven (y no solo entonces), Clara había realizado experimentos imprudentes: todas aquellas relaciones arriesgadas; le podría haber pasado cualquier cosa; muchas cosas le pasaron; y todo por correr riesgos. Esto la llevó a volver a examinar a la señorita Wegman, a calcular lo que podía hacerse con un rostro como el suyo, con aquel pelo, aquella figura, el busto —el tesoro de las mil y una noches que poseían las chicas núbiles (e inocentes hasta cierto punto)—. Había tantas atracciones peligrosas, ¡y tanta ignorancia! Naturalmente, Clara comprendió que ella misma haría todo (hasta un límite) para proteger a una joven que viviese en su casa, y todo lo posible significaba hacer uso de todos los recursos de una persona con experiencia. Al mismo tiempo, Clara creía firmemente que ninguna mujer sin experiencia podía ser tomada en serio cuando llegaba a la edad madura. De manera que ¿era posible que la seria señora Wegman, allá en Viena, le hubiera dado permiso a esta Gina para pasar un año en la ciudad de Gog y Magog? La alternativa era que Gina, la rebelde, se estuviera arriesgando por sí misma. Una vez más, el riesgo por el riesgo. Clara, haciendo el papel de matrona, de señora de la casa, inclinó la cabeza para darse la razón a sí misma, y esta inclinación pudo haber sido interpretada por la chica como signo de que todo estaba en regla, que estaba contratada. Tendría una habitación decente en ese enorme apartamento de la avenida Park, un salario justo, los privilegios de la casa, dos noches libres, dos tardes para ir a los cursos de historia de la música y algunos ratos de las mañanas cuando las niñas estuviesen en la escuela. Clara la instó a que sus amistades austriacas, jóvenes respetables, la visitaran, y vetó a sus amigos norteamericanos. En ocasiones especiales, Gina podía incluso dar una pequeña fiesta. Uno puede ser democrático y mantener la disciplina al mismo tiempo.
Los primeros meses, Clara observó estrechamente a su nueva chica au pair, para después poder comentarle a sus amigas durante el almuerzo, a los compañeros de la oficina e incluso a su psiquiatra, el doctor Gladstone, la suerte que había tenido al encontrar a aquella vienesa con tan buenos modales. Qué buen ejemplo era para sus hijas, y además qué influencia tan tranquilizadora para aquellas chiquitas tan excitables. «Como usted ha dicho, doctor, descargan las tendencias histéricas las unas sobre las otras.»
De estos médicos uno no esperaba respuestas. Se les pagaba para que te escucharan: Clara le dijo lo mismo a Ithiel Regler, con el que seguía en estrecho contacto: llamadas telefónicas frecuentes, cartas ocasionales, y, cuando Ithiel venía de Washington, incluso cenaban de vez en cuando.
—Si crees que ese Gladstone te ayuda realmente… Supongo que algunos de esos tipos pueden estar bien —dijo Ithiel, en tono neutro.
Con él no había trivialidades. Nunca trataba de decirte lo que tenías que ser ni te aconsejaba en cuestiones de familia.
—Es sobre todo para desahogarme —dijo Clara—. Si tú y yo nos hubiéramos casado, eso no habría sido necesario. Quizá tampoco habría estado tan sobrecargada. Pero, aun así, tenemos líneas abiertas de comunicación hasta hoy. De hecho, tú mismo pasaste un periodo de psicólogo.
—Desde luego. Pero mi médico tenía incluso más puntos débiles que yo.
—¿Importa eso?
—Supongo que no. Pero un día se me ocurrió que él no podía decirme cómo tenía que ser Teddy Regler. Y nada iba a marchar bien si yo no era Teddy Regler. No es que yo tenga ninguna pretensión cósmica para el famoso Teddy, pero nunca pude ser ninguna otra persona.
Como pensaba las cosas, podía hablar con confianza, y debido a esta confianza sonaba engreído. Pero había menos engreimiento en Ithiel del que la gente le achacaba. Con la gente, Clara, que hablaba como alguien que lo conocía realmente —y no hacía de ello ningún secreto—, solía decir, cuando surgía su nombre, que lo dominaba un espíritu indomable de algún tipo, que Ithiel Regler era más franco sobre sus propios defectos que cualquiera que considerase necesario mostrarlos.
En este momento de su conversación sobre la psiquiatría, Clara hizo un movimiento totalmente familiar para Ithiel. Sin levantarse del asiento, inclinó la parte superior de su cuerpo hacia él.
—¡Cuéntame! —le dijo. Cuando hacía eso, él volvía a ver siempre a la chica de campo en toda la sequedad de su ignorancia, pidiendo instrucción. Abría ligeramente la boca mientras él le respondía. Lo observaba y escuchaba con concentración crítica—. ¡Cuenta! —Era uno de sus códigos.
Ithiel dijo:
—La otra noche vi en televisión un programa sobre los malos tratos a niños, y después de un momento empecé a pensar cuántas cosas metían bajo ese título que casi quería decir abuso sexual o abusos mortales: mutilación y asesinato. La mayoría de las cosas que mostraban eran los castigos normales en mi época. De manera que hoy día yo podría ser una víctima de abusos de menores y mi padre podría haber sido arrestado por abuso de menores. Cuando se enfurecía se transformaba: era como la luz de la luna en las colinas en comparación con el alcohol que se compra en las tiendas. A los niños, a todos nosotros, nos abofeteaba a dos manos, los dos lados a la vez, sin piedad. ¿Y qué? Cuarenta años después tengo que ver un programa de televisión para ver que yo también fui víctima de abusos. Pero yo lo quería, a mi difunto padre. Los golpes eran solo un incidente, una de las cuestiones que nos unían. Lo sigo queriendo. Y ahora te diré lo que significa esto: yo no puedo aplicar los términos de mi caso sin dañar la realidad. Mi padre me golpeaba con pasión. Cuando lo hacía, yo lo odiaba como un veneno y un asesino. Yo también lo quería con pasión, y nunca se me ocurrirá pensar que fui un niño maltratado. Supongo que tu psiquiatra me clasificaría como una persona que ha vuelto el odio en pasividad y me diría desde la altura de sus ideas teóricas cómo debería ser Teddy Regler. Sin embargo, el auténtico Teddy se niega a tenerle rencor a un hombre muerto, al que más de la mitad de las veces espera volver a encontrarse en la tierra de los muertos. Si eso sucediera, sería porque nos queríamos y los dos lo deseábamos. Además, después de los cuarenta años, es mejor declarar una moratoria: antes, si es posible. Uno no puede permitirse ser un niño maltratado toda la vida. Eso es lo que yo tengo en contra de la psiquiatría: te anima a concentrarte en los malos tratos y hace que sigas siendo infantil. Ahora mismo todo el país se compadece de sí mismo. Es posible que también haya motivos políticos ocultos. Predicciones del destino de esta enorme superpotencia…
Clara decía: ¡Cuéntame! Y después escuchaba como una campesina. Ese aspecto nunca desaparecería en ella, gracias a Dios, pensó Ithiel; mientras que el comentario secreto de Clara fue: «Qué bien nos entendemos el uno al otro. Ojalá hubiéramos sido así hace veinte años».
Y no es que ella no hubiera sido capaz de seguirlo en los primeros años. Siempre había comprendido lo que decía Ithiel. Si no, él no se habría molestado ni siquiera en hablar:
¿para qué malgastar palabras? Pero ella también reconocía el atractivo cómico que suponía ser una rústica con la boca abierta. ¡Ah! ¡Claro! ¡Por supuesto! ¡Podría golpearme la cabeza por no haber pensado esto yo antes! Pero todo ese tiempo la Clara de la gran ciudad había estado trabajando y acumulando ideas para sobrevivir en la ciudad de Gog y Magog.
—Déjame que te cuente —dijo ella—, lo que no pude mencionar por la sorpresa cuando nos conocimos…, cuando nos acostamos juntos desnudos en Chelsea, y tú enviabas ideas a todo el mundo, pero siempre volvían a nosotros, en la cama. En la cama, que en mi mente figuraba para el descanso, o el sexo, o la lectura de una novela. Y volvemos a mí, a la que tú nunca pasabas por alto, dondequiera que hubieran ido tus ideas.
Este Ithiel, que entonces tenía todo el pelo negro y ahora lo tenía gris, había ganado algo de peso. Tenía el rostro más redondeado, sobre todo en el mentón. Tenía más forma de urna. Aparte de eso había cambiado sorprendentemente poco. Le dijo:
—Realmente no tenía tantas buenas noticias sobre el mundo. Me parecía que tú buscabas entre las cosas oscuras de las que hablabas para encontrar vías que te devolvieran a tu único tema: el amor y la felicidad. A menudo yo siento tanta curiosidad sobre el amor y la felicidad hoy día como tú sentías entonces cuando escuchabas mis ideas confusas.
Entre dos trabajos, Ithiel había logrado encontrar tiempo para pasar largos meses con Clara: en Washington, su base principal, en Nueva York, en Nantucket y en Montauk. Después de tres años juntos, ella lo había presionado de hecho para que comprara un anillo de compromiso. En aquella época, era, como ella misma diría más tarde, terriblemente impulsiva y exigente (como si no lo fuera ahora también). «Necesitaba por lo menos una declaración simbólica —solía decir—, y lo presioné tanto, diciéndole que me había arrastrado por todas partes tanto tiempo como su chica, su amante, que al final conseguí de él esta capitulación». Él llevó a Clara a la tienda de Madison Hamilton, en la calle de los joyeros, y le compró un anillo de esmeraldas: auténtico, llamativamente claro, de un color perfecto, lo más alto de la gama, como más tarde le dijeron a Clara los tasadores. Mil doscientos dólares pagó por él, un precio muy alto para los años sesenta, cuando andaba especialmente corto de dinero. Pero él era así, sin embargo: difícil de convencer, pero una vez decidido rechazaba los objetos más baratos: «Llévense toda esta mierda», farfulló. Esto lo había oído probablemente el educado señor Hamilton. Madison Hamilton era un caballero, de reputación y dignidad en una década en que aún perduraban algunas de esas cualidades: «Antes de que nuestros compatriotas mintieran tanto que cayeron en un estado de alucinación, se llenaron de mierda hasta caer en la estupidez», decía Ithiel. También decía, hablando de Hamilton, que vendía joyas antiguas: «Me parece que el apodo que me dieron mis padres me predisponía favorablemente hacia los tipos difusos como Hamilton: blancos de clase media con buenos modales… Que yo sepa, podría ser armenio, por cierto».
Clara levantó el dedo e Ithiel le colocó el anillo. Cuando el cheque estuvo firmado y el señor Hamilton pidió alguna documentación, Ithiel pudo mostrarle no solo un permiso de conducir sino también una autorización para entrar en el Pentágono. Eso lo impresionó mucho. En aquella época, Ithiel se codeaba con gente importante como chico prodigio de las estrategias nucleares, y podría haber llegado muy alto, a las mesas de negociaciones de Ginebra, frente a los rusos, si hubiera sido menos extravagante. La gente poderosa valoraba mucho a la gente lista. Bueno, bastaba con mirar el tamaño y la serenidad de sus oscuros ojos: «Son los ojos de la Hera de mi gramática homérica —decía Clara—. Pero él era cualquier cosa menos afeminado. ¡De ninguna manera!». Todo lo que ella quería decir es que tenía un aspecto sereno y clásico.
—Aquella tarde en Hamilton’s yo llevaba un traje de minifalda que mostraba mis rodillas juntas. No es que tenga las rodillas feas, solo este pequeño defecto en la cara interior de las piernas … pero, si es una deformidad, me vino bien. A Ithiel lo volvía loco. En otra ocasión se refirió a este defecto como «la imprevista utilidad de la anomalía». Eso lo escribió en un papel y lo dejó rodar por la casa junto a otros papeles, de manera que, si le preguntaban lo que significaba, siempre podía decir que lo había olvidado.
Aunque de vez en cuando Ithiel podría mencionar la «teoría del juego» o «MAD», no soltaba información que pudiera estar clasificada, y ella ni siquiera trataba de comprender lo que hacía en Washington. De vez en cuando el nombre de él aparecía en el Times como asesor internacional en materia de seguridad, y durante un par de años fue asesor del presidente de un comité del Senado. Ella no se metía en política y no hacía preguntas. Mientras más ocultas fueran sus actividades, mejor se sentía ella con él. Poder, peligro, secreto, lo hacían incluso más sexy. Nada de conversaciones inútiles. Una mujer podía sentirse segura con un hombre como Ithiel.
Fue una suerte maravillosa que el pequeño apartamento de Chelsea estuviera tan cerca de la estación de Penn. Cuando llegaba a la ciudad telefoneaba y en quince minutos estaba allí, con el maletín en la mano. Aquella era su costumbre: cuando llegaba se quitaba la corbata y la metía entre sus documentos. En cambio, la costumbre de ella cuando colgaba el teléfono era sacar el anillo del cajón bajo llave, admirarlo en su dedo y besarlo cuando sonaba el timbre de la puerta.
No, Ithiel no hizo carrera en el sector público, no le gustaba trabajar en equipo y no tenía talento para la administración; era demasiado especial y no era posible que llegase al nivel del gabinete. En todo caso, le resultaba demasiado fácil sobrevivir como agente independiente; no se aferraba a los políticos con ambiciones presidenciales: los inteligentes nunca lo conseguirían. «Y además —decía—, me gusta ser móvil.» Cambiaba de continente cuando le apetecía cambiar de aires.
Aceptaba las misiones que le agradaban, el Teddy Regler de detrás del escenario en el Golfo Pérsico, con una empresa japonesa de whisky que buscaba un mercado sudamericano, con la policía italiana que buscaba terroristas. Ninguna de estas actividades comprometían su reputación de fiabilidad en Washington. Seguía prestando testimonio ante los comités del Congreso como testigo experto.
En su época de intimidad, más de una vez Clara lo ayudó a cumplir un compromiso. Entonces eran Teddy y Clara, el superequipo que trabajaba contrarreloj. Él sabía lo fiable que era ella, cómo se entregaba al trabajo, lo rápidamente que entendía las ideas nuevas, el tacto que podía desplegar. Por su parte, ella era consciente de lo profundo que él podía llegar, la cantidad de información que poseía y lo buenos que eran sus informes. Él superaba a todos, según ella. Una vez, en el hotel Cristallo, en Cortina d’Ampezzo, prepararon juntos un documento, mientras abajo se oía el ritmo de un partido de tenis. Él tenía que leer las páginas que ella mecanografiaba para él en conferencia transatlántica. Mientras él hablaba, la dejaba correr con la máquina. Podía confiar en ella para que organizara las notas y las escribiera en un estilo que pareciera el suyo propio (y no es que el estilo importara mucho en Washington). Todo menos el material reservado. Ella podía hacer cualquier cantidad de trabajo —largos y vertiginosos días tecleando en la Olivetti de lata— para estar junto a él.
Como le dijo Clara a la señora Wong, muchos años antes había visto un libro en las pilas de la biblioteca de Columbia. Un solo título se había destacado de los demás, de miles de ellos: La pareja humana. Pues bien, aquella estudiante rubia de huesos grandes que investigaba y se sentía —sin ser consciente de ello— tan explosiva que una de sus formas de controlarse era contener la respiración, al ver esas palabras doradas sobre el lomo de un libro consiguió volver a respirar. Respiró y no sacó el libro; no quería leerlo.
—Lo que quería era no leerlo.
Esto se lo describió a Laura Wong, quien era demasiado educada para ponerle límites, demasiado discreta como para dirigir esas confidencias a las vías que correspondía. Había que oír todo lo que salía de la alocada cabeza de Clara cuando se ponía en marcha. La señora Wong aplicaba estas revelaciones personales a sus propias experiencias de la vida, como habría hecho cualquier otra persona. Ella también había estado casada. Durante cinco años había sido una esposa norteamericana. Quizá estuvo incluso enamorada. Nunca lo decía. Eso nunca se sabe.
—El título completo era La pareja humana en las novelas de Thomas Hardy. En la escuela me encantaba Hardy, pero en aquel momento todo lo que quería de aquel libro era el título. Lo volví a recordar en Cortina. Ithiel y yo éramos la Pareja Humana. Nos llevamos el almuerzo al bosque que había detrás del Cristallo: queso, pan, fiambres, encurtidos y vino. Yo me tiré encima de Ithiel y lo alimenté. Más tarde, cuando traté de hacerlo yo misma, me di cuenta de lo difícil que era tragar en esa posición.
»Ahora, mirando atrás, me doy cuenta de que yo estaba demasiado cargada eléctricamente. Es posible que el espíritu mundano se introduzca en las chicas y las convierta en intérpretes demoniacas. Hace un tiempo le mencioné esto a Ithiel (ahora tanto él como yo somos lo suficientemente viejos como para poder hablar de estos temas) y él me dijo que uno de sus amigos disidentes rusos le había estado hablando de algo llamado superliteratura, y que la literatura era la tragedia o la comedia de las vidas privadas, mientras que la superliteratura trataba del posible fin del mundo. Estaba por encima de la historia personal. En Cortina yo creí que actuaba movida por las emociones personales, pero esas emociones eran tan devoradoras y fervientes que es posible que fueran algo más que personales: una mujer joven, sana y enamorada que expresa la tragedia o la comedia del mundo que se acaba. Una fiebre que hacía uso del amor como transporte.
»Después de aquellas vacaciones fuimos a Milán. En realidad, ahí es donde conocí a Spontini. Fuimos a una extravagante fiesta, y Spontini nos dijo: “Déjenme que los acompañe a su hotel”. De modo que Ithiel y yo nos metimos en su Jaguar con él y nos escoltaron montones de policías, por delante y por detrás. Él estaba orgulloso de su equipo de seguridad; estábamos en la época en que las Brigadas Rojas secuestraban a los ricos. No era tan fácil ser rico: lo suficiente para pagar un rescate. Mike nos dijo: “Que yo sepa, hasta mi propio amigo Giangiacomo podría tener un plan para secuestrarme. No él personalmente, pero sí el grupo al que pertenece”.
»En ese mismo viaje, Ithiel y yo pasamos también algún tiempo con Giangiacomo, el multimillonario revolucionario en persona. Era un hombre amable y agradable, guapo de no ser por su ridículo atuendo a lo Fidel Castro, como un niñito de Queens vestido de vaquero. Llevaba gorra de camuflaje, y en un rincón de su elegante despacho había una metralleta tirada por el suelo. Nos invitó a Ithiel y a mí a su cháteau, que estaba a alrededor de ochenta kilómetros de distancia, construido en estilo rococó del siglo XVIII: podía haber sido un escenario para Las bodas de Fígaro, si no se hacía caso de la piscina de algas y de la sauna que tenía al lado, en la parte fría y húmeda del jardín, bajando la ladera de la colina. En el almuerzo, el mayordomo nos quería ofrecer trufas de la propia cosecha de Giangiacomo, para que las espolvoreásemos por encima de la creme veloutée, y no podía porque Giangiacomo no dejaba de sacudir los brazos, hablando del alzamiento revolucionario, tema del libro que estaba escribiendo.
»Después, cuando Ithiel le dijo que en Karl Marx no se encontraban esas ideas, Giangiacomo dijo: “Yo nunca he leído a Karl Marx, y ahora ya es demasiado tarde para hacerlo; lo urgente es actuar”. Por la tarde nos llevó de vuelta a Milán a alrededor de quinientos kilómetros por hora. Demasiada acción, si quieres que te diga la verdad. Yo agarré mi esmeralda fuertemente con la mano derecha, para protegerla en caso de accidente.
»Al día siguiente, cuando nos íbamos, Giangiacomo estaba en el aeropuerto en traje de campaña rodeado de dependientas en minifalda. Un año o dos después saltó por los aires mientras trataba de dinamitar unas líneas de alta tensión. Me entristeció la noticia.
Cuando volvieron a Nueva York, en un mes de agosto sofocante, de nuevo en el apartamento de Chelsea, Clara le preparó a Ithiel una hermosa cena de ternera con limón y alcaparras, a la italiana, igual o mejor que las que servían en los restaurantes italianos, o el chef de Giangiacomo en el bonito chateau de juguete. Mientras trabajaba en la estrecha cocina estilo galera de Nueva York, Clara estaba desnuda y llevaba zuecos. Para ablandar la carne, la golpeaba con una sartén roja de hierro forjado. En aquella época llevaba el pelo largo. Así desnuda, con sus movimientos siempre enérgicos; no sabía lo que era un ritmo lento. Tendido en la cama, Ithiel estudiaba sus peligrosos documentos (todos aquellos hechos prohibidos) mientras ella cocinaba y la música sonaba; las sombras habían descendido, las luces estaban encendidas, y disfrutaban de un momento de intimidad maravilloso.
—Cuando era niña íbamos de vacaciones a la costa de Jersey durante la guerra —recordó Clara—. Teníamos persianas negras por los submarinos alemanes que estaban escondidos en el Atlántico, pero podíamos poner la radio todo lo fuerte que quisiéramos.
Le gustaba imaginar que estaba escondiendo a Ithiel y sus documentos secretos, y no es que aquella información tan peligrosa afectase a Ithiel lo suficiente como para cambiar la expresión de su recto perfil: «Se concentraba como Jascha Heifetz». ¿Era posible que alguien lo estuviera siguiendo? ¿Tipos con mirillas telescópicas y teleobjetivos por encima de los tejados de Chelsea? Ithiel sonreía y desechó la idea con orgullo. Él no era tan importante. «Yo no soy rico como Spontini.» Era más probable que siguieran a Clara, centrando su atención en una hija de Albión que no llevaba nada puesto. En aquellos días él venía frecuentemente de Washington a visitar a su hijo pequeño, que vivía con su madre en la calle East Tenth. La ex mujer de Ithiel, que ahora usaba su nombre de soltera, Erta Wolfenstein, se desvivía por ser agradable con Clara, y charlaba con ella por teléfono. Erta tenía informadores en Washington, que mantenían vigilado a Ithiel. Ithiel era indiferente al cotilleo. «No soy el presidente para que salgan boletines sobre mi estado de humor y mis movimientos», le solía decir a Clara.
—Yo no debía haberle echado en cara a Ithiel que llevase a cenar a una mujer a veces cuando estaba en Washington. Él necesitaba momentos sencillos y tranquilos, y yo despedía demasiada energía en aquella época. Especialmente después de medianoche, mi momento favorito para examinar mi psique: qué era el amor, y la muerte, y el infierno y el castigo eterno; y qué me iba a costar Ithiel en el juicio de Dios cuando yo cerrase los ojos para siempre en este mundo. Todas mis emociones de revivir surgían después de la una de la mañana, me pasaba noches enteras llorando, angustiada e histérica. Lo volvía loco. Para acabar con esto, tenía que casarse conmigo. Entonces nunca más tendría que preocuparse. Toda mi energía estaría a su servicio, pero mientras tanto, si conseguía dormir una hora hacia el amanecer y el tiempo suficiente para afeitarse antes del amanecer, engullía su café diciendo que parecía Lázaro envuelto en el sudario. También era coqueto con su aspecto —le dijo Clara a la señora Wong—. Quizá es por eso por lo que yo elegía ese tipo de castigo, ponerle ojeras. Una vez me dijo que tenía que escribir una ley para la gente de Fiat (estaban tratando de hacer aprobar un proyecto en el Congreso) y que iban a pensar que se había pasado la noche en una orgía y ahora no era capaz de escribir lo que tenía que escribir. Clara no le iba a decir a Teddy que en Milán, cuando Mike Spontini la había invitado a sentarse en el asiento delantero junto a él, se había encontrado la palma de la mano de él esperándola en el asiento, e inmediatamente se había levantado y le había dado el bolso para que se lo sostuviera. En la oscuridad, los dedos de Mike pronto encontraron el muslo de ella. Entonces ella apretó el encendedor de cigarrillos y él debía de preguntarse lo que iba a hacer con él cuando se calentase la espiral, porque inmediatamente frenó y la dejó tranquila. Una no mencionaba esos incidentes al hombre con el que estaba. De todos modos, eran cosas corrientes para un hombre que estaba siempre metido en la política mundial.
En los relatos que le hacía a la señora Wong (que tenía tanta sensibilidad norteamericana, a pesar de su aire de distanciamiento oriental y del corte chino de sus ropas), la franqueza de Clara podría haberla hecho parecer extranjera a ella. Clara iba más allá de las convenciones de la franqueza norteamericana. El anillo de esmeraldas la calmó durante un tiempo, pero Ithiel no se sentía inclinado a dar el paso adelante, y Clara se puso más difícil. Le dijo que había decidido que le gustaría que los enterrasen en la misma tumba. Le dijo: «Preferiría estar en la tierra con el hombre que amo que compartir la cama con alguien que me es indiferente. Sí, me parece que deberíamos compartir el mismo ataúd. O si no dos ataúdes, pero el que muera el último estará encima. Uno junto al otro es también posible. Cogidos de la mano, si puede hacerse». Otro tema frecuente era el sexo y el nombre de su primer hijo. Lo que ella prefería era un nombre del antiguo testamento: Zebulón, Gad, Asher o Neftalí. Para una chica, quizá Michal o Naomi. Él se opuso a Michal porque se había burlado de David por su danza desnuda de la victoria, y después se negó rotundamente a seguir con la conversación. No quería hacer ningún plan. Le contestó tristemente cuando ella le dijo que había un hermoso cementerio de campo en Indiana con enormes castaños alrededor.
Cuando él se fue a Sudamérica por el trabajo, ella supo por Erta Wolfenstein que se había llevado a una secretaria de Washington para que le ayudara y (conociendo a Teddy) para todo lo demás. Para mostrarle lo que valía un peine, Clara tuvo una aventura con un tal Jean-Claude que acababa de llegar de París, y en una semana ya estaba compartiendo su apartamento. Era muy guapo, pero se lavaba poco. La suciedad estaba tan introducida en él que ella no consiguió limpiarlo del todo en la ducha. Tuvo que alquilar una habitación en el Plaza para obligarlo a usar la bañera. Así, por un tiempo, pudo soportar su olor. Él apeló a ella para que le ayudase a conseguir un permiso de trabajo, y ella lo llevó a Steinsalz, el abogado de Ithiel. Más tarde, Jean-Claude se negó a devolverle la llave de la casa, y ella tuvo que volver a ver a Steinsalz.
—Haz que te cambien la cerradura, querida niña —le dijo Steinsalz, y le preguntó si quería que le cobrara a Ithiel por estas consultas. Era un amigo y admiraba a Ithiel.
—Pero Ithiel me dijo que nunca le cobrabas tus servicios.
Clara acababa de descubrir cómo les divertía a los neoyorquinos su ignorancia.
—Desde que te liaste con este franchute, ¿has echado de menos algo en la casa?
Ella parecía un poco lenta de entendederas, pero era simplemente una pose. Había guardado el anillo de esmeraldas en su caja fuerte (este también era un acto que recordaba el enterramiento).
Le dijo firmemente:
—Jean-Claude no es ningún vagabundo.
A Steinsalz también le gustaba Clara, por su carácter apasionado. De algún modo también sabía que la familia de ella tenía dinero: una fortuna inmobiliaria, y eso hacía que ella ganara puntos a sus ojos. Jean-Claude, sin embargo, no era del tipo que le gustaba a Steinsalz. Le aconsejó que resolviera sus diferencias con Ithiel.
—Es mejor no usar el sexo por venganza —le dijo.
Clara no pudo evitar echar una mirada al bajo vientre del abogado, donde, como era obeso, su órgano sexual se entreveía por la presión de la grasa. Le recordó uno de esos objetos que aparecían cuando los amantes del arte frotaban los suelos de una iglesia. La figura de un caballero muerto durante siglos.
—Entonces, ¿por qué no puede serme fiel Ithiel?
El nombre de pila de Steinsalz era Bobby. Era un gran economista. Tenía una plaza de negocio de millones de dólares, y no le costaba ni un centavo. Le alquilaba una oficina esquinera a un contable famoso y le pagaba con su asesoramiento jurídico.
Steinsalz dijo:
—Teddy es un genio. Si no prefiriera estar suelto, podría elegir el puesto que quisiera en Washington. Pero valora su libertad, de manera que, cuando quería visitar al señor Leakey en la Garganta de Olduvai, simplemente iba. Para él ir a Irán es como para mí ir a Coney Island. Al sha de Persia le gusta hablar con él. Una vez lo mandó llamar solo para que le contara cosas de Kissinger. Esto te lo cuento, Clara, para que no le pongas una correa muy corta. Realmente te aprecia, pero se cansa fácilmente. Un poco de comprensión de sus necesidades lo llenaría de gratitud. Me parece una buena idea no hacer demasiado escándalo a su alrededor. Te diré que hay cuidadores del zoológico que se preocupan más por las necesidades de un murciélago que cualquiera de nosotros por nuestros semejantes.
Clara le contestó:
—Hay animales que viven en parejas. ¿Y si la hembra está triste?
Aquella fue una buena conversación, y Clara recordaba a Steinsalz con gratitud.
—Todo el mundo sabe qué aconsejar a los amantes —le dijo Steinsalz—. Pero solo los amantes saben lo que les interesa. Era un soltero muy leído. Vivía con su madre, octogenaria, a la que había que llevar al baño en su silla de ruedas. Le gustaba enumerar a los hombres famosos con los que había ido al instituto: Holz el filósofo, Buchman el físico que ganó el premio Nobel, Lashover el cristalógrafo. «Y un servidor, cuyos escritos de apelación han hecho historia en el mundo jurídico.»
Claa le dijo a Laura:
—De algún modo yo también quería al viejo Steinsalz. Era como un Papá Noel con el saco vacío que baja por tu chimenea para robar todo lo que hay en la casa: esa era una de las bromas de Ithiel, sobre Steinsalz y los bienes. Pero, a su manera, Steinsalz también era generoso.
Clara le hizo caso al abogado e hizo las paces con Ithiel a su vuelta. Después los mismos errores acabaron con ellos.
—Maldita sea, yo siempre recaía en lo mismo. Cuando Jean-Claude se fue me alegré. Meterme en la bañera con él en el Plaza fue una especie de aventurilla: una excursión privada. Dicen que el Rey Sol apestaba. Si es verdad, Jean-Claude podría haberse elevado a las cimas de Versalles. Pero en mi familia somos todos maniáticos de la limpieza. Antes de sentarse en un coche, mi abuelita me obligaba a sacudir el asiento, e incluso debajo de la sombrilla, para asegurarse de que su falda no pillase polvo.
Por cierto, que Clara escondió el anillo no por miedo a que Jean-Claude lo robara sino para protegerlo de la contaminación causada por el comportamiento erróneo de ella en la cama.
Pero, cuando volvió Ithiel, sus relaciones con Clara no eran lo que habían sido antes. Dos partes extrañas se habían metido entre ellos, incluso aunque Ithiel pareciese indiferente a Jean-Claude. Celosa y querida, Clara no podía perdonar a la imbécil de Washington, de la que Erta Wolfenstein le había pintado el retrato completo. Aquella chica era estúpida pero tenía las tetas muy grandes. Cuando Ithiel habló de su misión en Venezuela, Clara no se impresionó. Una mujer norteamericana enamorada era mucho más importante que cualquier personaje sudamericano.
—¿Te llevaste a aquella secretaria al palacio el presidente para mostrarle qué desarrollado tenía el pecho?
Ithiel, sensato, le dijo: «No nos golpeemos demasiado», y Clara se arrepintió y estuvo de acuerdo. Pero pronto le montó otra carrera de obstáculos y pruebas y reglas, y trató de afirmarse de manera irrazonable. Cuando Ithiel se cortaba el pelo le decía: «Así no me gusta, pero, claro, no es a mí a quien le tienes que dar gusto».
También le decía: «Te estás arreglando más de lo que solías. Estoy segura de que Jascha Heifetz no se cuida tanto las manos». Cometió errores. No envía una a un hombre con ojos salidos de la mitología griega al cuarto de baño a que se corte las uñas, aunque le den pavor las uñas encima de la alfombra: se olvidaba de que ella e Ithiel eran la Pareja Humana.
Pero en aquella época ella no podía estar segura de que Ithiel pensara como ella sobre lo que significaba «humano». Para probarlo, adoptó un interés mayor en la política y lo hizo hablar de África, China y Rusia. Lo que descubrió fue que para él el factor personal era insignificante. Clara repetía y probaba con palabras como Kremlin o Lubyanka en su mente (que sonaban como el final) mientras oía a Ithiel hablar de personas que no podía explicar por qué estaban en prisión, nunca se libraban completamente de los piojos y las chinches, nunca se quitaban de encima la disentería y la tuberculosis, y por último tenían alucinaciones. A esos los ponían como ejemplo, pensaba ella, para demostrar que nadie es nadie, que todo el mundo es prescindible. E incluso aquí, cuando empujó a Ithiel a decirlo, admitió que sí, que en Estados Unidos la situación de la persona se estaba debilitando y probablemente declinando de manera irreversible. Un signo de ello era que a los delincuentes peligrosos se les diese un tratamiento especial. Él podía mostrarse distante en lo referente a esas consideraciones, como si fuera uno más de los doce que componen un jurado, escuchando las pruebas: encontrarlos inocentes sería agradable, pero si son culpables no se sorprenderá demasiado. Ella llegó a la conclusión de que él se encontraba en un estado mental peligroso y que dependía de ella rescatarlo de allí. La Pareja Humana era también una operación de rescate.
—Una crisis terrible amenazó con llevarnos a todos casi a la muerte.
En aquella época, ella no estaba lo suficientemente avanzada como para llegar a una conclusión. Más tarde habría sabido cómo interpretarlo: tú no eras capaz de separar el amor del ser. Tú podías Ser, incluso aunque estuvieras sola. Pero en ese caso, solo te amabas a ti misma. Entonces, todos los demás eran fantasmas, y la política mundial era una representación de sombras chinescas. Por tanto, ella, Clara, era la única clave para la política que Ithiel podría encontrar. De otro modo más le valdría dejar de preocuparse por sus grotescas teorías del juego, ideología, tratados y todo lo demás. ¿Por qué molestarse en ordenar tantos fantasmas?
Pero no era una época para que las cosas fueran bien. Él no se dio cuenta de lo que se trataba, aunque para ella estaba clarísimo. Tuvieron varias discusiones desagradables —«Fue un error no dejarlo dormir»— y, después de unos cuantos meses opresivos, él planeó abandonar el país con otra de sus estrafalarias amiguitas.
Clara se enteró, una vez mas por mediación de Erta Wolfenstein, de que Ithiel se alojaba en un hotel de mala muerte en los Porties, al oeste de Broadway, donde sería difícil localizarlo. «Seguridad y sordidez», le dijo Erta (ella sí que era una buena pieza). Ithiel iba a encontrarse con su nueva novia en el aeropuerto Kennedy a la tarde siguiente.
Inmediatamente, Clara fue a las afueras en un taxi y entró en el estrecho vestíbulo, con el suelo sucio como unos lavabos públicos. Apretó con ambas manos el timbre del mostrador y mintió diciendo que era la esposa de Ithiel, y que él la había enviado para anular la reserva y llevarse su equipaje.
—Me creyeron. Nunca mantiene una la sangre fría tanto como cuando está ardiendo por dentro. Ni siquiera me pidieron que me identificara, porque pagué en efectivo y le di a cada uno una propina de cinco pavos. Cuando subí las escaleras me sorprendió que él fuera capaz de sentarse en una cama así, mucho menos de dormir en esas asquerosas sábanas. El depósito de cadáveres habría sido más agradable.
Luego volvió al apartamento con la maleta de él: la que se llevaron a Cortina, donde ella había sido tan feliz. Esperó hasta después de anochecer y él apareció alrededor de las siete. Actuó con calma, lo que significaba que estaba muy enfadado.
—¿Qué es lo que haces sacándome estas cosas?
—No me dijiste que venías a Nueva York. Te ibas del país sin decir nada.
—¿Desde cuándo tengo que fichar cuando entro y salgo como un empleado?
Ella le plantó cara sin miedo. De hecho, estaba desesperada. Le gritó los nombres del Antiguo Testamento que iban a poner a sus hijos no nacidos.
—Estás traicionando a Michal y Naomi.
Por lo general, Ithiel se mantenía siempre serio hasta un punto insospechado…
—A menos que estuviésemos haciendo el amor. Al principio fue una ira fría —como contaría Clara más tarde—. Me habló como un hombre vestido de traje. Le recordé que el destino de nuestra raza dependía de aquellos niños. Le dije que se suponía que iban a ser una fusión de dos tipos elevados. No es que yo esté en contra de otros tipos, pero ellos estarían unidos de todos modos, y serían más numerosos: yo no soy racista.
—No puedo tolerar que me saques de mi hotel y te lleves ni maleta. Nadie va a supervisarme. Y supongo que me registraste la maleta.
—Yo nunca haría eso. Al contrario, te estaba protegiendo. Estás cometiendo el error de tu vida.
En aquel momento, la mirada de Clara era vacía. Se veían los huesos de su rostro, especialmente los de alrededor de los ojos. La inflamación de sus ojos le habría chocado a Ithiel si no hubiera estado ocupado dándole una lección. Era el momento de trazar la línea de separación, eso es lo que él se estaba diciendo a sí mismo.
—¡No irás a volver a ese hotel horrible! —le dijo ella cuando él agarró la maleta.
—Tengo una reserva en otro lugar.
—Teddy, quítate el abrigo. No te vayas ahora, no me encuentro bien. Te quiero con toda mi alma. —Lo volvió a decir cuando el portazo sonó detrás de él.
Él se dijo a sí mismo que sentaría un mal precedente si la dejaba controlarlo con sus ataques.
El lujo de la habitación de la avenida Park no le iba: los dorados adornos de las paredes, las tapicerías a rayas, el horror de las pinturas al fresco, la cama abierta exactamente como la fotografía en color de la publicidad, con dos tabletas de chocolate en la mesilla de noche. El cuarto de baño estaba cubierto de espejos, todo brillaba, y él sintió cómo se le iba la vida. Se dirigió a la cama y se sentó en el filo pero no se echó. No era su destino dormir aquella noche. Sonó el teléfono —era un sonido feo, una especie de matraca— y Erta le dijo:
—Clara se ha tomado un frasco de pastillas para dormir. Me ha llamado y yo le he enviado una ambulancia. Será mejor que vayas a Bellevue; puede que te necesiten. ¿Estás solo ahí?
Él fue inmediatamente al hospital, corriendo por pasillos grises, parándose para pedir indicaciones hasta que se encontró en la sala de espera para los parientes y amigos, junto a una estrecha ventana horizontal. Vio cuerpos en camillas, pero ninguno se parecía a Clara. Al final un joven con collar de perro se unió a él. Le dijo que era el ministro de la iglesia de Clara.
—No sabía que tenía ministro.
—Muchas veces viene a hablar conmigo. Sí, pertenece a mi parroquia.
—¿Le han lavado el estómago?
—Ah, eso… sí. Pero se tomó una gran dosis, y todavía no están seguros. Usted es Ithiel Regler, supongo.
—En efecto.
El joven no le hizo ninguna otra pregunta. No tuvieron ninguna conversación. Era inevitable estarle agradecido por su tacto. También por la información que trajo de las enfermeras. Por la mañana les dijeron que viviría. La iban a llevar a la planta de arriba, a un ala para mujeres.
Cuando Clara fue capaz de hablar, envió a través de su amigo el clérigo el mensaje de que no quería ver a Ithiel y de que no quería oír hablar de él nunca más. Después de pasar un día atormentándose a sí mismo en la habitación del hotel de la avenida Park, Ithiel canceló su viaje a Europa. Eludió la simpatía de Erta Wolfenstein, ávida de oír sus desgracias, y volvió a Washington. El clérigo insistió en ir a despedirlo a la estación de Penn. Allí estaba, inmensamente alto, con su pechera y su cuello de clérigo. Estaba empezando a quedarse calvo pero había decidido no llevar sombrero y no dejaba de tocarse las matas de pelo que ya habían desaparecido o que estaban por desaparecer. A Ithiel le incomodaba su compasión. Porque el joven no tenía nada que decirle a excepción de que no debería culparse. Hubiera sido igual que le dijera: «Usted, con sus pecados y con su mal corazón. Yo, con mi pérdida de pelo». Esto no tomó ninguna forma verbal. Solo un mudo apremio en su decente rostro. Le dijo:
—Ya está en cuidados ambulatorios. Se pasea por el ala del hospital y se reajusta las agujas cuando se aflojan. Ayuda a las viejas marginadas.
Uno puede siempre encontrar una solución, buscar consuelo o un arreglo mental cuando lo necesita. En ese sentido, Norteamérica es generosa. El aire está lleno de indicios que ayudan. Ithiel era demasiado orgulloso para aceptar una ayuda del tipo: «El suicidio es una maniobra de poder». «El suicidio es un castigo.» «Los pobres nunca quieren hacerlo de verdad.» «En eso consiste el drama del rescate.» Uno podría decirse a sí mismo esas cosas; pero no significaba nada. En todo el mundo, ahora, no había ni un solo lugar civilizado en que una mujer dijese: «Te quiero con toda mi alma». Solo esta chica de campo seguía siendo así. Si ya no quedaba nada sagrado en el mundo, a ella todavía no la habían informado. Ithiel, con su nariz recta, de camino a Washington y a la cúpula del Capitolio, símbolos de una nación henchida por su importancia mundial, le daba a Clara un valor mayor que a nada de lo que hubiese en ese lugar, o en cualquier lugar. Iba pensando: Esto es lo que yo elegí y esto es lo que me merezco. Al entrar en esa habitación del Regency, obtuve lo que andaba buscando.
Fue después de esto cuando empezaron los matrimonios de Clara: primero la boda en la iglesia con el traje de su abuela, todos los preparativos, los grabados de Tiffany, la porcelana de Limoges y los cristales de Lalique. Mamá y papá se figuraron que, después de dos intentos de suicidio, debía hacerse el mayor esfuerzo posible para proporcionarle a su Clara una vida estable. Lo tenían claro. No tenían ahorros. El esposo número uno fue un psicólogo de la rama educativa que se dedicaba a examinar a niños de colegio. Tenía un buen apellido: Montserrat. En el papel y los sobres de carta que mandó imprimir Clara era Mme. de Montserrat. Pero, como le dijo algún tiempo después a Ithiel:
—Aquel matrimonio fue como un pavo de Acción de Gracias. Después de u mes, el ave se está secando y tú sigues comiendo pechuga de pavo. Cada vez necesita más salsa, y muy pronto el cuchillo más afilado de la ciudad no es capaz de cortar aquella carne. —Si había alguna cosa que ella sabía hacer a la perfección, era inventarse esas descripciones—. Muy pronto te encuentras comiendo jirones de carne de ave —dijo.
Su segundo marido era un chico del sur que llegó al Congreso e incluso a algunas primarias presidenciales. Vivieron allá en Virginia durante alrededor de un año, y ella vio de vez en cuando a Ithiel en Washington. Por aquella época, no era muy amable con él.
—Francamente —le dijo una vez durante un almuerzo—, no me imagino por qué quise abrazarte alguna vez. Te miro y me digo: ¡aaaargh!
—Probablemente yo tengo un lado aaaargh —le respondió Ithiel, perfectamente sereno—. No hace ningún daño conocer el lado repulsivo de uno.
Ella no era capaz de agitarlo. En la mirada que le dirigió en aquel momento había un brillo de respeto.
—Yo estaba un poco loca —diría más tarde.
En aquella época, ella y su marido sureño estaban tratando de tener un hijo. Ella telefoneaba a Ithiel y le describía las dificultades que estaban teniendo.
—Pensé que tal vez tú me harías un favor —le dijo.
—Ni hablar. Sería grotesco.
—Un niño con ojos griegos. Escucha, Teddy, ahora que estoy aquí sentada, ¿qué crees que estoy haciéndome a mí misma? ¿Dónde crees que tengo puesta la mano, y qué crees que estoy tocando?
—Yo ya he hecho mi parte por la especie —dijo él—. ¿Para qué traer al mundo más pecadores?
—¿Qué me sugieres?
—Estos maridos prácticos no son la solución.
—Pero lo nuestro no estaba en el destino, Ithiel. ¿Por qué tenías tantas mujeres?
—Para ti no hubo pocos hombres. Quizá tenga algo que ver con la democracia. Hay tanta gente elegible, tantas posibles elecciones. Uno tiene que quedarse con sus iguales. Y ¿por qué se va a limitar?
—De acuerdo, pero qué te hace tan infeliz … y ¿por qué no me tendrías que dejar embarazada? Alistair y yo no somos compatibles de ese modo. ¿No me has perdonado por lo que te dije aquel día de que eras aaaargh? Solo estaba siendo mala contigo. Ithiel, si estuvieras aquí ahora…
—Pero no estoy.
—Solo para la procreación. Hoy día hay incluso madres de alquiler.
—Ya veo a un mensajero en motocicleta con botas, cinturón y casco, esperando con una caja templada el condón lleno de esperma. «Aquí tienes, Billy. Llévale esto deprisa a la señora.»
—No deberías reírte. Deberías pensar en lo que les dijo aquel estoico a sus colegas cuando lo pillaron en el acto. «No os burléis. Estoy plantando un hombre.» Oh, hablo así para impresionarte. Esto no es real. Te estoy preguntando (ahora en serio): ¿qué hago?
—Debería ser hijo de Alistair.
Pero ella se divorció de Alistair y se casó con Mike Spontini, al que había amenazado en Milán con quemarlo con el encendedor del coche. Según ella, a Spontini lo quería de verdad.
—Incluso a pesar de que lo pillé tirándose a otra mujer justo el día antes de nuestra boda.
»No estaba hecho para ser marido.
»Creía que una vez que llegara a apreciarme yo significaría más para él. Por fin lo vería. Y no estoy diciendo que yo sea mejor que otras mujeres. No soy superior. Incluso estoy chiflada. Pero dentro de mí estoy en contacto conmigo misma. Hay muchas cosas que podría hacer por el hombre que quisiera. ¿Cómo pudo Mike, en mi cama, con la puerta abierta y yo en la casa, tirarse a una cosa tan horrible como esa? Dime por qué.
»Bueno, la gente tiene que resolver su propio desorden, en un momento u otro, y para el momento en que lo han hecho ya están acabados. Cuando vuelven a dar un nuevo salto, se dan cuenta de que han roto demasiados ligamentos. Todo ha terminado.
Mike Spontini tenía intención de portarse bien con Clara. Le compró una bonita casa en Connecticut con vistas al mar. Nunca invertía mal, nunca perdía el tiempo. En Connecticut dobló su dinero. El apartamento de la Quinta Avenida también fue un buen negocio. En el campo, Clara se dedicó a la jardinería. Quizá esperaba que hubiese algo de magia en las flores y los vegetales, o que el olor de la tierra calmaría el alma inquieta de Mike, que le bajaría la fiebre. El matrimonio duró tres años. Él pagó los gastos de la desdicha, pasó un mal rato, como dicen los presos, y por fin presentó la demanda de divorcio y liquidó los bienes comunes. Hizo falta un ataque de apoplejía para parar al loco de Mike. El lado izquierdo de su rostro estaba desfigurado de tal forma (así era como lo decía Clara) que se convirtió en un comentario fijo sobre la estrategia vital que había seguido: «La idea equivocada». Pero Clara era muy leal, incluso con un ex marido vencido. Una no corta todos los lazos después de haber pasado años de intimidad. Después del ataque, ella le preparó una fiesta de cumpleaños en el hospital; envió un pastel a la habitación. Sin embargo, el médico le pidió a ella que no fuera.
Cuando uno estaba vencido, roto, herido, terminado, moribundo, veía surgir el lado mejor de Clara.
De manera que era extraño que ella también se hubiera convertido en ejecutiva, bien pagada e influyente. Podía hablar a la moda, se vestía con originalidad, sabía mucho y de primera mano sobre decadencia, pero en cualquier momento era capaz de poner a un lado a la «zarina» y convertirse en la palurda, la inocentona de los viajantes o los vagabundos que todo lo que querían era atraerla hacia el pajar. En ella se podía ver súbitamente a una chica de una ciudad remota, de la Norteamérica rudimentaria de las escuelas de una sola aula, los agentes de policía, las cenas con los platos cubiertos, una de esas comunidades a las que había pasado por encima la tecnología y el desarrollo urbano. Su padre, recordémoslo, seguía siendo encargado de la sacristía, y su madre enviaba cheques a los fundamentalistas televisivos. En una sala de juntas sofisticada, Clara podía ser tan simple como una torta de harina de maíz y, cuando estaba de humor, si abría la boca, uno no podía saber si iba a hablar o a hacer una pompa de chicle. Sin embargo, a cualquiera que se le ocurriese burlarse de ella le esperaban un montón de malas noticias.
Siempre estaba dispuesta a reconocer su total ignorancia, diciendo, como tan a menudo le había dicho a Ithiel Regler: ¡Cuéntame! La chica del pueblo era también sentimental; guardaba recuerdos, fotografías de familia, tarjetas de San Valentín con encaje, y conservaba como algo muy preciado el anillo que Ithiel le había regalado. Lo conservó durante cuatro matrimonios. Cuando hizo que lo valoraran para el seguro, se encontró con que se había vuelto muy valioso. Lo cubrieron por quince mil dólares. Ithiel nunca había sido muy inteligente para el dinero. Era un mal inversor, no tenía suerte y no tenía cuidado. Veinte años antes, en la calle Cuarenta y siete, Madison Hamilton había metido la pata, cosa muy rara en él, al evaluar la esmeralda. Pero Clara también era descuidada, porque el anillo desapareció cuando estaba embarazada de Patsy. Olvidado en un lavabo, quizá, o robado de un banco del club de tenis. La pérdida la deprimió; la depresión empeoró a medida que lo buscaba en bolsos, cajones, grietas de los sofás, alfombras y botes de pastillas.
Laura Wong recordó lo disgustada que había estado Clara.
—Aquello te devolvió al diván —le dijo, con suavidad oriental.
Clara había acariciado la idea de liberarse del doctor Gladstone. Incluso había llegado a decir:
—Ahora que espero un hijo por tercera vez, debería ser capaz de arreglármelas sola por fin. Tomarme una copa con Ithiel cuando estoy deprimida me hace el mismo efecto. Ya tengo más médicos de los que debería necesitar ninguna mujer. Gladstone me preguntará por qué este símbolo de Ithiel es todavía tan poderoso para mí. Y ¿qué voy a contestar? Cuando la bolsa del aspirador se llena de polvo, la sustituyes por otra. ¿Por qué no te deshaces también del polvo de los sentimientos? Y sin embargo… Hasta un técnico como Gladstone sabe que no es así. Lo que quiere es desensibilizarme. Yo estaba dispuesta a morir por amor. Muy bien, pues sigo viva, tengo un marido y estoy esperando otro bebé. Soy como dicen los teólogos, todos esos listos con la divinidad: estoy situada en la vida. Si una está situada por fin, ¿por qué hacer duelo por un anillo?
Al final Clara telefoneó a Ithiel para comentarle lo de la esmeralda.
—Era un lazo tan grande entre nosotros… —le dijo—. Y me siento culpable por molestarte ahora con él, cuando las cosas no te van bien con Francine.
—No me van tan mal si puedo dedicarte algunas palabras de apoyo —le dijo Ithiel, siempre tan digno de su confianza.
Le desagradaba lamentarse por sus propios problemas. Y estaba tan organizado, como si viviera a la altura del clásico equilibrio de su rostro; un par de ojos así parecían exigir un tipo de contención particular, puede que incluso administrada. Ithiel podía ser duro consigo mismo. ‘Se culpaba a sí mismo por haber terminado con Clara y por el fracaso de sus matrimonios, incluido el actual. Sin embargo, las elecciones que hacía demostraban que también era descuidado. Estaba comprometido a ser muy civilizado, estructurado, ordenado; pero sin embargo asumía riesgos con las mujeres, era un jugador, una especie de anarquista. Había anarquía por ambos lados. Sin embargo, su apego a ella, los sentimientos que sentía —para su propia sorpresa— eran permanentes. El respeto cada vez mayor que sentía por ella asomaba por el horizonte como una luna que se tomara decenas de años para salir.
—Siete matrimonios entre los dos y seguimos queriéndonos —le dijo ella.
Diez años antes, habría sido una cosa arriesgada decir eso, habría movido algo de miedo dentro de él. Ahora ella estaba segura de que él estaría de acuerdo, como así fue.
—Eso es cierto.
—Entonces, ¿cómo interpretas lo del anillo?
—No lo interpreto —dijo Ithiel—. Es una idea exprimir las cosas que suceden para sacarles hasta la última gota de significado. La forma en que la gente retuerce sus trapos emocionales es increíble. Yo no creo que me hayas ofendido al perder el anillo. ¿Dices que estaba asegurado?
—Desde luego.
—Entonces presenta una demanda. Ya te cobran bastante las empresas. Las primas deben de ser astronómicas.
—En realidad, estoy bastante disgustada por haber perdido el anillo —dijo Clara.
—Eso es tu alma del siglo X. ¡No hay nada que tu médico pueda hacer con eso!
—Me ayuda en algunos aspectos.
—¡Esos tipos! —dijo Ithiel—. Si un ciempiés entrara en su despacho, se iría de allí con una muleta infinitesimal para cada pata.
Al contarle esta conversación a la señora Wong, Clara dijo:
—Y con eso acabó la conversación. Ahí te apareció el anarquista que lleva dentro. Me anima tanto hablar con él aunque sea por cinco minutos…
La compañía de seguros le pagó quince mil dólares y después, un año más tarde, apareció el anillo.
En uno de sus ataques fanáticos de limpieza primaveral, Clara lo encontró debajo de la cama, encima de una ruedecita, enganchado en el marco al que estaba conectada la pequeña palanca para levantar el colchón. Estaba en su lado de la cama. Debió de estar buscando un pañuelo de papel cuando lo tiró por debajo de la mesilla de noche. Por qué motivo buscaba el pañuelo, ahora que había aparecido el anillo, no le interesaba saberlo. Se llevó el anillo a la cara, lo olió intensamente como si estuviera inhalando la esencia de este hielo —no, el hielo era el diamante—; sin embargo, esa esmeralda
también era un hielo. En ella estaba congelado el compromiso de Ithiel. O, si no, representaba la forma permanente de la pasión que ya había sentido por ese hombre. La forma caliente habría sido roja, como un nódulo dentro del cuerpo, en las partes sexuales. Eso se vería como un rubí. La forma fría era ese concentrado de verde tan claro. Esto no era una de sus fantasías; era tan real como el verde del océano, como las montañas de cuyas entrañas se sacan esas gemas. Se imaginaba estos lugares —el Atlántico, los Andes— como se imaginaba el interior de su propio cuerpo. A su manera sumaria, se decía a sí misma: «Quizá lo que esto quiere decir es que yo soy una mina de niños». Para probarlo tenía tres niñitas.
No informó del hallazgo a la compañía de seguros. Clara no estaba dispuesta a devolver el dinero. Para aquel entonces, aquellos dólares simplemente habían desaparecido. Se los había gastado en un piano, una alfombra y otro juego de porcelana de Limoges, Dios sabe qué más. De manera que el anillo no podía volver a asegurarse, pero eso no le importaba mucho. Estaba tan contenta que se lo dijo a Ithiel por teléfono:
—¡Es increíble dónde cayó el anillo! Justo debajo de mí, mientras yo estaba allí tendida sufriendo por él. Podría haberlo tocado si hubiera bajado el brazo. Lo podría haber acariciado con el dedo.
—¿Cuántos entre nosotros pueden decir algo así? —dijo Ithiel—. Que estás acostado en la cama y tienes la solución a tus problemas justo debajo de ti.
—Lo único es que no lo sabes… —dijo Clara—. Creí que estarías complacido.
—Oh, lo estoy. Me parece maravilloso. Es como añadir diez años a tu vida el haberlo recuperado.
—Tendré que tener el doble de cuidado con él. No puedo asegurarlo … Nunca puedo estar segura de la importancia que puede tener un objeto como este anillo para un hombre que tiene que pensar todo el tiempo en la Alianza Adán tica y todo lo demás. Disuasión, fuerzas nucleares … Todo ello es completamente incomprensible para mí.
—Ojalá tuviera las respuestas debajo de la cama —dijo Ithiel—. Pero tú no deberías creer que no me puedo tomar en serio un anillo o que soy tan pretencioso sobre la importancia mundial de la «correlación decisiva de fuerzas» de Lenin: que tú eres solo una niña y yo te doy gusto como si fuera tu papá. Tú me gustas más que el presidente o el asesor nacional de seguridad.
—Sí, eso lo entiendo, como también entiendo por qué, humanamente, preferirías tratar conmigo que con ellos.
—Piensa solamente que si no hicieras tu propia limpieza de primavera el anillo lo habría encontrado la asistenta.
—Mi asistenta ni soñaría en meterse debajo de la cama en ninguna época del año; por eso es por lo que me tomo el tiempo libre de la oficina. Tenía que trabajar con Wilder, que ha estado leyendo a John Le Carré. Sentado en medio de su casa llena de mujeres como un indio sioux en su tienda. Como Toro Sentado. De todas formas, muchas veces es muy amable. Incluso cuando actúa como el macho dominador. Y estaría totalmente perdido si yo no estuviera… ¡Aaay!
—Si tú no estuvieras manejando el barco —dijo Ithiel.
Bueno, era un hogar femenino, y quizá por esta razón Gina se sentía menos extranjera en Nueva York. Decía que le encantaba la ciudad, tenía muchas cosas específicas para mujeres. Además, todos los que llegaban ya conocían el lugar por las películas y las revistas. En aquella ocasión en que John Kennedy dijo que era berlinés, todo Berlín le podría haber contestado: «¿Y qué? Nosotros somos neoyorquinos». En opinión de Gina, allí no existía la posibilidad de sentirse un extraño.
—Eso es lo que piensas tú, cariño —fue la respuesta de Clara, aunque no fue a Gina Wegman, sino a la señora Wong—. Y esperemos que ella nunca descubra lo que esta ciudad le puede hacer a una persona joven. Pero cuando uno piensa en esa chica tan bonita y en su encanto italiano, tan inocente… Aunque la inocencia es una cosa difícil de probar. No se puede esperar que olvide que es una chica solo porque el entorno es tan peligroso.
—¿La dejas ir en el metro?
—¡Dejarla …! —dijo Clara—. ¿Y qué puedo hacer? Cuando los jóvenes salen a la calle, ¿cómo puede una controlarlos? Todo lo que puedo hacer es rezar para que no le pase nada. Le dije que si se ponía una falda corta se debía poner también un abrigo. Pero ¿de qué sirven los consejos si uno no tiene en mente el fondo de los barrios bajos? Lo que necesitan hoy día las mujeres es un poco de experiencia de los barrios bajos. No obstante, me corresponde a mí vigilarla un poco, y tengo que aceptar que ella es inocente y que no le gusta que se refrieguen contra ella en las horas punta los sucios delincuentes sexuales.
—Resulta difícil ocupar la posición del adulto responsable —dijo la otra.
—A mí me ayuda mi religión de siempre. Hay que administrarse.
En parte, Clara lo dijo en broma. Pero cuando recordaba sus orígenes, los años en que se había formado, por un momento se transformaba en la chica de la frente ancha, los ojos grandes y la nariz pequeña, a la que sus padres habían obligado a memorizar largos pasajes de los gálatas y los corintios.
—Se lleva bien con las niñas —dijo la señora Wong.
—Están muy cómodas con ella, y no hay problemas con Lucy.
Para Clara, Lucy era lo más importante. En esta fase estaba muy huraña: con exceso de peso, tímida para hacer amigos, celosa, oponiendo resistencia a todo, problemática. Le costaba trabajo moverse. A menudo Clara había sugerido que se le cortara el pelo a Lucy: aquellos rizos tan pesados que le ponían límites a su rostro.
—Esta niña tiene el cabello de Júpiter —dijo Clara durante una de sus conversaciones con Laura—. A veces pienso que debe de ser potencialmente tan fuerte como un peón de albañil.
—¿Y no le gustaría a ella tenerlo corto, como tú?
—No quiero que tengamos una rabieta por ello —dijo Clara.
Desde luego, la niña era torpe (aunque iba a tener buenas piernas, eso ya se veía). Pero debajo de esa torpeza había mucha energía. Lucy se quejaba de que sus hermanas pequeñas se compinchaban contra ella. Eso es lo que parecía, Clara estaba de acuerdo. Patsy y Selma eran unas niñas graciosas, y a su lado Lucy parecía corpulenta y gruesa antes de que le llegara la edad. Después de esa edad, ella seguiría siendo patosa, igual que lo había sido su madre, y siempre dispuesta a estallar, rebelde e irritable. Cuando Clara conseguía comunicarse con ella (los enormes ojos de su delgado rostro tenían que concentrarse en la niña hasta que se abría: «Siempre puedes hablarle a mamá de lo que pasa, lo que se cuece por dentro»), entonces Lucy le decía sollozando que todas las niñas de su clase la rechazaban y se reían de ella.
—Menudas arpías —le decía Clara a la señora Wong—. Me sorprende lo pronto que empieza todo. Hasta Selma y Patsy, que son unas niñas cariñosas, se están desarrollando a expensas de Lucy. Su «ordinariez» (y ya sabes lo que significa la palabra «ordinario» cuando se trata de niños) las convierte a ellas dos en damas. Y las hermanitas son de todo menos tontas, pero yo creo que Lucy es la más inteligente. Hay algo grande en ella. Gina Wegman está de acuerdo conmigo. Lucy se comporta como una pequeña bestia. No es solo el peinado romano. Es avariciosa y rencorosa. Dios, ¡vaya si lo es! Ahí es donde entra en juego Gina, porque Gina tiene mucha clase, y la aprecia. En la medida de lo posible, con mis responsabilidades de ejecutiva y la carga del hogar, yo trato de ser una buena madre para esas niñas. También me reúno con los psicólogos de la escuela (una vez estuve casada con uno de esos personajes) y con las otras madres. Quizá lo de matricularlas en las «mejores» escuelas sea una gran equivocación. Allí hay que superar la influencia de los mejores corredores de Bolsa y abogados de la ciudad. Yo lo digo como lo siento…
Lo que Clara no podía decir, porque la educación de Laura Wong era muy distinta de la suya (y era la suya la que le parecía la más extraña), tenía que ver con Mateo 16:18: «Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» («ella» era un símbolo del amor, contra el que ninguna puerta puede cerrarse). Esto era más de aquella sustancia primitiva que Clara se había traído de su pueblo y formaba parte de su confusa vida interior. Explicárselo a su confidente sería más difícil de lo que valía la pena, si se tenía en cuenta que al final la señora Wong se quedaría igualmente en ayunas: las segundas ayunas eran peores que las primeras. En esto Clara no podía decir lo que sentía.
—Hay mucha mujer en esa niña. Una mujer hermosa y enérgica. Gina Wegman intuye lo mismo en ella —dijo Clara. Se sentía muy atraída hacia Gina, pero no le parecía sensato hacerse amiga de ella; eso habría estado demasiado cerca de la adopción y quizá provocaría la rivalidad de sus hijas. Era mejor mantener las distancias, evitar demasiadas intimidades, especialmente las confidencias. Sin embargo, no había nada malo en darse un capricho de vez en cuando, siempre y cuando fuera una cosa didáctica. Por ejemplo, le podía pedir a la chica au pair que le llevara unos papeles a la oficina, y una vez allí podía mostrarle el enorme despacho e invitarla a tomar el té.
Dejó que Gina asistiese a una reunión comercial sobre hombreras y que oyera las discusiones sobre si este tipo de relleno o el otro, el grado de levantamiento, la conveniencia de una línea más derecha en la caída de las ropas; las nuevas tendencias de tamaño en los diseños de Armani, Christian Lacroix, Sonia Rykiel. Llevó a la chica a un desfile de última moda italiana de primavera, y allí oyó muchas conversaciones sobre la conveniencia de las botas por encima de la rodilla y de las capas de las faldas de Gianni Versace por encima de bragas abombadas. Los propagandistas políticos trataban de vender prendas cortas de seda arrugada o chaquetas de ocelote inteligentemente imitado, o capas de castor artificial: todo esto era la ingeniosa labor de artesanos millonarios y diseñadores billonarios. Gina asistió vestida adecuadamente, era una chica bonita y muy joven. Clara no sabría decir de qué manera la impresionó el desfile de moda. Era mejor, en opinión de Clara, quitarle importancia a todo aquel espectáculo: el lujoso escenario, las estrellas italianas y la compra de los expertos, que de algún modo se atenuaba por la presencia de la impasible zarina.
—Bueno, ¿qué puedo decir de estas cosas? —dijo Clara, una vez mas confiándose a Laura Wong—. Estos brillos son nuestro sustento, y las mujeres agradables se hacen viejas y tristes, también se vuelven cínicas, en medio de todos estos brillos de piel, seda, cuero, cosméticos, etcétera, de los negocios del glamour. Mientras tanto, lo que cuenta son mis responsabilidades familiares. Cómo proteger a mis niñas.
—Y quisiste darle un gusto a Gina —dijo la señora Wong.
—Y me alegro por las ganas que tenía de hacerlo —dijo Clara—. Eso hay que reconocerlo. Pero ¡lo caro que cuesta! ¿Y quién lo consigue? Además, Laura, si tiene que ser desperdiciado en las mujeres … Si una mujer es hermosa y se le añade un traje hermoso, eso es ya algo: se está sumando belleza con belleza. Pero si la operación viene únicamente del exterior, tiene unos efectos muy curiosos. Y así es como sucede generalmente. Por supuesto, siempre habrá intrigantes descarados o personas desesperadas con un aspecto glorioso. Pero en la mayoría de los casos el efecto es horroroso. Es una variación de ese verso de Auden que tanto me gusta sobre «el deseo de los locos por sufrir».
Después de decir esto tenía un aspecto simplemente violento. Había ido más allá de lo que pretendía, más allá de lo que la señora Wong estaba preparada para seguir. Aquí Clara podría haber añadido las palabras de Mateo 16.
Su confidente chinoamericana estaba acostumbrada a esos ataques repentinos. Clara no fingía cuando expresaba sus ideas sobre la ropa; estaba pensando en voz alta, y muy a menudo tenía en mente a Ithiel Regler, las mujeres con las que él había salido y las mujeres con quienes se había casado. Entre ellas, había varias «mujeres de moda» (con esto ella quería decir que eran chicas sexy demasiado vestidas, chabacanas y tontas, «que arrastraban a los hombres por el suelo», y con las cuales un hombre como Ithiel no debería haber perdido su tiempo). Y había estado casado tres veces y tenía dos hijos. ¡Qué desperdicio! ¿Por qué tenía que haber habido siete matrimonios y cinco hijos? Hasta Mike Spontini, con todos sus atractivos, había sido una pérdida de tiempo: un mediterráneo, un marido italiano que volvía a su esposa cuando lo creía oportuno, es decir, cuando estaba cansado de los negocios y de juguetear por ahí. Todos los demás habían sido imitaciones de maridos, que ni siquiera eran serios desde el punto de vista humano: no se podía sacar ninguna resonancia masculina auténtica de ellos.
«¡Qué pena!», pensó Laura Wong. Teddy Regler debería haberse casado con Clara. Se podía aplicar cualquier medida —necesidad, simpatía, sentimientos, lo que fuera— y los dos perfiles (así es como lo expresaba Laura) eran casi idénticos. Y a Ithiel le estaba yendo muy mal ahora. Justo después de que Gina se convirtiese en su chica au pair, Clara supo, por aquella mujer, Wolfenstein, la primera esposa de Teddy, que tenía sus espías en Washington, que la tercera señora Regler había alquilado un camión y había vaciado la casa una mañana tan pronto como Teddy se fue a la oficina. Al llegar a casa por la noche, él no encontró nada más que la cama que habían compartido la noche antes (sin sábanas) y unos pocos e insignificantes artículos de cocina. Francine, su tercera esposa, no había tenido niños que cuidar. Había pasado los días vagando por los grandes almacenes. Eso era verdad. El no la hizo sentir que compartía su vida. Y sin embargo, el hombre estaba aturdido, aniquilado; deprimido, y después enfermo. Había estado de luto por su madre. Francine se había mudado una semana después del funeral de su madre. Una semana exactamente.
Clara y Laura pensando juntas habían decidido que Francine no era capaz de soportar el que él estuviera de duelo. Ella misma no tenía esas emociones, y le disgustaban.
—Hay algunas personas que simplemente no entienden el dolor —fue lo que dijo Clara. Posiblemente, además, había otro hombre, y le habría resultado extraño, después de pasar la tarde con ese hombre, volver a casa, a un marido absorto en negros pensamientos o que necesitase consuelo.
—Eso puedo imaginármelo fácilmente desde el punto de vista de la mujer —dijo Laura. Su propio divorcio había sido desagradable. Su marido, un hombre llamado Odo Fenger, hematólogo, había sido uno de esos hombres-bebé rubicundos y mofletudos que tienen que absorberte completamente en sus propias emociones (los ojos que cambiaban de azul de cielo a azul oscuro), con lo que se duplicaba la agonía de la ruptura. De manera que, ¿por qué no enviar una furgoneta a la casa y mudarse directamente al futuro? (en este sentido, futuro se interpretaba como nunca en la vida volver a ver a la otra parte)—. Esa Francine no era capaz de soportarlo, después de que ya había perdido toda sensación. Cada época tiene su manera de resolver estas cuestiones. Como tú has dicho antes, en el Renacimiento la gente usaba veneno. Cuando ya no se siente nada, la otra persona se vuelve físicamente insoportable.
Clara no estaba prestando una atención total a lo que le decía Laura. Su único comentario fue:
—Supongo que sí que ha habido progresos. Es mejor mudarse que asesinar al otro. Al menos, los dos siguen vivos.
Para entonces, la señora Wong no quería esposos ni niños. Se había retirado de todo eso. Pero respetaba a Clara Velde.
Quizá su curiosidad era incluso mayor que su respeto, y tenía muchísima curiosidad en lo referente a Clara e Ithiel Regler. Coleccionaba recortes de periódico sobre Regler y, al igual que Wilder Velde, nunca se perdía sus entrevistas en televisión, si podía evitarlo.
Cuando Clara supo lo de Francine y la camioneta de mudanzas, fue corriendo a Washington en cuanto pudo pillar un vuelo. Allí estaba Gina para ocuparse de las niñas. Clara nunca se sentía tan segura como cuando la fiable Gina las cuidaba. Como recurso adicional, Clara tenía a la señora Peralta, la señora de la limpieza, que también se había convertido en amiga de la familia.
Clara encontró a Ithiel en un estado de enferma dignidad. Estuvo afectuoso con ella pero reservado en lo tocante a sus problemas, le dio las gracias, demasiado formalmente quizá, por su visita y le dijo que prefería no entrar en la historia de sus relaciones con Francine.
—Como tú quieras —dijo Clara—. Pero aquí no tienes a nadie; solo estoy yo en Nueva York. Yo cuidaré de ti si lo necesitas.
—Me alegro de que hayas venido. He estado desesperado. Lo que he aprendido, sin embargo, es que, cuando la gente empieza a hablar de sus problemas privados, entra en una espiral peligrosa en lo tocante a relaciones, y aburre absolutamente a todo el mundo. Estoy seguro de que saldré de esto.
—Por supuesto, te resistes —dijo Clara, orgullosa—. De manera que no quieres hablar mucho sobre ello. Lo único es que esa mujer no tenía que esperar hasta que muriera tu madre. Lo podría haber hecho antes. Una no espera hasta que un hombre esté abajo para dejarlo tirado.
—¿Por qué no salimos a cenar? ¿Oriente Medio, chino, italiano o francés? Veo que llevas puesta la esmeralda.
—Esperaba que lo vieras. Ahora dime, Ithiel: ¿vas a cambiar de casa? ¿La ha dejado ella vacía?
—Puedo quedarme allí hasta que tenga algún dinero, y entonces amueblar el salón.
—Alguien debería ocuparse de ti.
—Si hay una cosa de la que puedo prescindir es de este cuadro de mí: pobrecito, hundido y con alguna mujer fiel que hace que mi corazón se hinche de gratitud. —Ser tan estricto con su propio corazón le satisfacía.
—Le gusta mirar al ser humano tal y como es —explicaba Clara.
—Uno no se casa con una mujer que lo valora —dijo Clara en la cena—. Es como cuando Groucho Marx dijo que jamás entraría en un club que lo aceptase a él.
—Te voy a decir una cosa —dijo Ithiel, tal y como ella entendió que se había retirado a la periferia a fin de volver al centro tomando uno de sus extraños ángulos—. Cuando el presidente tiene que ir al hospital Walter Reed para que lo operen y los periódicos están llenos de dibujos de su vejiga y de su próstata (todavía recuerdo aquellos horribles dibujos del intestino delgado de Eisenhower), entonces me alegro de que no haya diagramas de mis órganos vitales en la prensa y de que el gran público no vea mi mano. Por la misma razón, siempre he estado en contra de que se hable sobre mi psique. Es justo que Francine no me haya apreciado. Yo, sin embargo, habría vivido el resto de mi vida con ella. Yo tenía paciencia…
—Quieres decir que tiraste la toalla y te resignaste.
—Yo era afectuoso —insistió Ithiel.
—Tenías que fingir. Habías comprobado tu error y estabas dispuesto a pagar por ello. A ella no le importaba un pimiento tu afecto.
—Yo le fui fiel.
—No, eras un mentiroso —dijo Clara—. Te metías en el escondite de tu oficina y hacías lo que tenías que hacer con Rusia o con Irán. Esos locos personajes de Libia o el Líbano te divierten. ¿Qué hacía ella para divertirse?
—Supongo que cada mañana tenía que decidir adónde iba con sus tarjetas de crédito. Le gustaban las subastas y las exposiciones de mobiliario. Se compró un traje de piel de avestruz, con botas y bolso y todo.
—¿Qué más hacía para divertirse?
Ithiel se quedó callado y reservado, moviendo las migas de pan de un lado a otro con la hoja de su cuchillo. Clar pensó: lo engañaba. La hermosa Francine no tenía ni idea del marido que tenía. Y qué importaba lo que una mujer como esa hiciera con sus groseros órganos. Clara no consiguió que Ithiel reaccionara con esta pregunta. Podría haber estado hablando con uno de los habitantes de Minos que sacaron de la tierra Evans o Schliemann o quienquiera que fuese, personajes como los de las películas mudas, pintados con mucho maquillaje. Si Clara pertenecía a la Edad Media, Ithiel pertenecía a la antigüedad. ¡Imaginarse a una mujer deprimida que se sentía poco apreciada! Vaya, Ithiel podría ser el Gibbon o el Tácito del Imperio americano. A él no se le ocurriría una cosa así, pero Clara recordaba hasta hoy cómo hablaba de los dibujos que hacía Keynes de Clemenceau, Lloyd George y Woodrow Wilson. Si quería, podía tratarse con Nixon, Johnson, Kennedy o Kissinger, con el sha o con De Gaulle, lo que había hecho Keynes con los aliados en Versalles. Las figuras mundiales habían decidido que Ithiel valía la pena. A veces se le escapaba un comentario, un juicio de valor: «Ni los rusos ni los norteamericanos son capaces de gobernar el mundo. Tampoco son capaces de organizar el futuro». Cuando ella estuviera sola, pensó Clara, organizaría para él un fondo para que pudiese escribir sus opiniones.
Le dijo:
—Si quieres que me quede a dormir, Wilder ha ido a Minnesota a entrevistarse con un político de poca monta que necesita algunos discursos. Gina ha invitado a algunos amigos a casa.
—¿De verdad crees que necesito los primeros auxilios?
—Estás mal. ¿Qué tiene de vergonzoso?
Ithiel la llevó al aeropuerto. En aquel momento, las avenidas estaban vacías. Delante de ellos vieron las luces del aeropuerto, y los miles de viajeros sentados y elevándose.
Clara le preguntó qué trabajo estaba haciendo.
—No para quién, sino sobre qué tema.
Él le dijo que estaba haciendo un estudio de las opiniones de los emigrantes del nuevo sistema soviético: pareció agradarle cambiar de tema, aunque siempre se había resistido un poco a hablar con ella de política.
—De manera que nos van a volver a engatusar —dijo Clara.
Pero había otros temas, más urgentes, para hablar de camino al aeropuerto. Tenían tiempo suficiente. Ithiel conducía muy despacio. El siguiente vuelo del puente aéreo no despegaría hasta las nueve en punto. Clara estaba contenta porque no tenían que correr.
—¿No te importa que lleve puesto el anillo esta noche? —dijo Clara.
—¿Porque es un mal momento para recordarme cómo podría haber sido todo entre nosotros? No. Tú has venido para ver cómo estaba yo y qué podías hacer por mí.
—La próxima vez, Ithiel, si es que hay una próxima vez, me dejarás que compruebe todo cuando tu mujer se marche. Puede que tú seas muy bueno en análisis político… No necesito acabar esa frase. Además, mi propio juicio no ha sido cien por cien bueno.
—Si alguien me preguntara, Clara, les diría que tú eres un caso extraño: una mujer que no se ha corrompido, que ha desarrollado una lógica moral propia, que la ha resuelto de manera independiente con su propia energía solar y con sus propias premisas femeninas. Te enteras de que me ha ocurrido un desastre y vienes en el primer avión que encuentras. Qué pocas personas toman este vuelo de Washington con fines humanitarios. La mayoría de la gente viene por negocios. Otros a ver los paisajes, algunos por los cuadros de la National Gallery, un buen porcentaje para conseguir un polvo. ¿Cuántos vienen porque son gente profunda?
Aparcó el coche para poder ir con ella caminando hasta la puerta.
—Eres un buen hombre —le dijo ella—. Tenemos que cuidarnos el uno al otro.
Ya en el avión, se apretó el cinturón para poder controlar sus sentimientos mientras abría un ejemplar de Vogue, pero solo para mantener la cabeza dentro. Ahora no había ninguna revista que tuviera nada que decirle a ella.
Cuando volvió a la avenida Park, la esperaba la mujer del portero, que era latinoamericana. También estaba allí la señora Peralta. Clara le había pedido a la señora de la limpieza que ayudara a Gina si esta recibía a sus amigos (que no les quitara la vista de encima). El ascensorista-portero estaba con las damas, formaban un pequeño grupo bajo la marquesina. Las aceras de la avenida Park son el doble de anchas que cualquier otra, y la línea del medio estaba agradablemente sembrada de flores del tiempo. Cuando el portero ayudó a Clara a salir del taxi amarillo, las mujeres empezaron inmediatamente a contarle el enorme fiestón que había dado Gina.
—Una auténtica mezcla de personas —dijo la señora Peralta.
—¿Y las niñas?
—Oh, nosotras las cuidamos, procuramos que se mantuvieran lejos de esos tipos del East Harlem. Estamos aquí porque el señor Regler llamó para decir en qué vuelo vendría usted.
—Yo le pedí que lo hiciera —dijo Clara.
—No creo que Gina supiera que venían tantos. Amigos, y amigos de amigos, o de su novio, supongo.
—¿Novio? ¿Y quién es su novio? Eso es nuevo para mí.
—Le pedí a Marta Elvia que viniera y viera por sí misma —dijo Antonia Peralta. Marta Elvia, la mujer del portero, tenía algo de parentesco con Antonia.
Se quedaron un momento en el ascensor. Marta Elvia, embarazada de ocho meses, llenaba gran parte del espacio mientras decía que vaya grupo asqueroso se había reunido allí. Aquello era casa abierta.
—Pero dígame, rápido, ¿quién es el novio? —dijo Clara. Describieron al hombre como alguien procedente de las Indias occidentales; hablaba francés, tenía la piel oscura, muy guapo y «arrogante», dijo la señora Peralta.
—¿Y cuánto tiempo lleva viniendo a la casa?
—Solo un par de semanas.
Cuando entró en el salón, la primera impresión de Clara fue: «De manera que esto es lo que se puede hacer aquí. No tiene que ser el uso que yo le di». Ella había limitado aquel salón al comportamiento de tocador.
En general, la fiesta había acabado; quedaban solo cuatro o cinco parejas. Tal y como lo describió Clara, las jóvenes tenían un aspecto chabacano.
—La habitación parecía más bien un vagón del metro del West Side. Los chicos tenían mucho músculo, como si practicasen aeróbic. Y yo solía ser capaz de distinguir el olor del porro, pero estoy completamente a oscuras en lo que a nuevas drogas se refiere. El crack no lo entiendo en absoluto; ni siquiera soy capaz de decir lo que es, mucho menos de describir cómo actúa ni si tiene olor. Toda la escena era para mí como un espejismo, estaban todos tirados por todas partes. El amigo especial de Gina, Frederic, era un chico guapo, negro, y realmente tenía un agradable acento francés. Gina trató de comportarse como si no hubiera pasado nada, y casi lo consiguió. Pero yo no iba a echarle la bronca, sin embargo. En la parte de atrás del apartamento yo tenía a tres niñas durmiendo. En un momento como ese te acuerdas de los libros de historia: de cómo una mujer pionera se ocupó de un grupo de indios mientras su marido estaba ausente. De manera que me preparé para pasar el tiempo lo mejor posible, bajé el tono de la música, ventilé el humo y pronto la fiesta fue decayendo.
Mientras la señora Peralta limpiaba, Clara tuvo una conversación con Gina Wegman. Le dijo que ella había imaginado una reunión más pequeña: con algunos conocidos, no un muestreo al azar de la población de la calle.
—Frederic me preguntó si podía traer a algunos amigos. Bien, Clara estaba dispuesta a creer que esto era simplemente un malentendido europeo de lo que significaba dar una fiesta en Nueva York: músicos, jóvenes y gente sin problemas, una mezcla de razas, bailando con música reggae. En Viena, como en todos los demás sitios, salían en televisión esos retratos de la vida norteamericana: Norteamérica era el lugar en que uno se soltaba la melena.
—En todo caso, tengo que decirte, Gina, que no puedo tolerar este tipo de comportamiento: parecen escenas sacadas de una película de bailes subida de tono.
—Lo siento, señora Velde.
—¿Dónde conociste a Frederic?
—Por unos amigos de Austria. Trabajan en la ONU.
—¿Él también trabaja allí?
—Nunca se lo he preguntado.
—¿Y lo quieres mucho? No tienes que contestarme, ya veo que estás enamorada de él. ¿Nunca le has preguntado a qué se dedica? ¿Estudia?
—Nunca se ha presentado la ocasión.
Clara pensó que, a juzgar por la cara de Gina, lo que se presentaba era la ocasión de que Gina se quitara la falda. La propia Clara sabía muy bien cómo era todo aquello. Ella había pasado por allí. ¿Qué puede ser más natural en un lugar extranjero que aceptar las experiencias exóticas? Si no, ¿para qué servía salir de casa?
Clifford, preso en Attica, todavía le enviaba a Clara una tarjeta por Navidad todos los años sin falta. No tenían ninguna otra relación. Frederic, si nos fiábamos de las apariencias, ni siquiera enviaría tarjetas. Diferencias entre las generaciones. Clifford era un chico del campo.
Tendremos que procurar que esto no acabe mal, fue lo que Clara se dijo a sí misma.
Pero también tendremos que averiguar qué tipo de persona es Gina de verdad, pensó. Qué es lo que la estimula y si es esto todo lo que quiere. Yo no creía que fuera una pequeña del tipo braguitas calientes.
—Supongo que en Viena las cosas se hacen de otro modo —dijo Clara—. En lo de llevar a extraños a las casas…
—No. Pero usted es amiga personal de la señora de color que trabaja aquí.
—La señora Peralta no es ninguna extraña.
—Trae aquí a sus hijos por Acción de Gracias, y comen con las niñas en la misma mesa.
—¿Y por qué no? Pero bueno, yo entiendo que esto es una mezcla que puede dejar perplejo a alguien que acaba de llegar de Europa por primera vez. Mi esposo y yo no somos rasistas… —Ésta era una pronunciación que Clara no era capaz de cambiar—. Sin embargo, la señora Peralta es un miembro fiable de esta casa.
—Pero ¿los amigos de Frederic podrían robar…?
—Yo no he acusado a nadie. Pero no se puede defender a nadie, tampoco. Tú misma acabas de conocer a tus invitados. Y ¿no te has dado cuenta de que las medidas de seguridad (puertas, sistema de alarma, todo) han sido inspeccionadas?
Gina dijo, despacio y en voz baja:
—Me he dado cuenta. No me lo he aplicado a mí misma.
No «a sí misma». Gina no había pensado en Frederic de esa manera. Y no podía consentir que lo trataran como a un sospechoso. Clara pensó que era muy fiel. Diez sobre diez, pensó, y su corazón se acercó a Gina.
—No es una cuestión de color. La empresa para la que trabajo ha invertido incluso en Sudáfrica.
Esta no era una afirmación enérgica. Para Clara, Sudáfrica estaba casi tan cerca como Xanadú. Pero se dijo a sí misma que se estaban distrayendo con cosas absurdas y que lo que ella y Gina se estaban diciendo la una a la otra eran solo muchas tonterías. La chica había ido a Nueva York para aprender sobre tipos como Frederic, pero no había tanto que aprender. Esto era simplemente un incidente, y ni siquiera era un buen incidente. Solo un montón de problemas distantes. Entonces se anotó mentalmente que tenía que hablar de todo esto con Ithiel y también pedirle su opinión sobre las inversiones.
—Pues bien —dijo—, me temo que voy a tener que poner un límite al número de personas que puedes recibir.
La chica asintió con la cabeza. Aquello era razonable, no podía negarlo.
No más riñas. Y una mezcla de firmeza y de preocupación por la chica. Si la despedía, las niñas llorarían. Yo misma la echaría de menos, admitió Clara. De manera que se puso de pie (como una señora que pone fin a una dolorosa entrevista, o así era como lo percibía Clara; se dio cuenta de que verdaderamente había llegado a depender de determinadas posturas de señora-de-la-casa). Cuando Gina se hubo retirado a su habitación, Clara hizo una comprobación somera: el cenicero Jensen, el abrecartas de plata, las chucherías de la repisa de la chimenea; y por enésima vez deseó tener a alguien que compartiera sus preocupaciones. Wilder no le servía de nada en ese sentido. Aunque consiguiera cincuenta encargos de discursos, no lograría ganar el dinero que había perdido con acciones de minas: Homestake y Sunshine. Supuestamente, los metales preciosos eran una cobertura, pero cada vez había menos capital para las coberturas que iban menguando. Al terminar la inspección, Clara habló con Antonia Peralta antes de que esta última pusiera en marcha el ruido de su aspirador. ¿Cuántas veces había estado aquel joven de Gina en el apartamento? Antonia se golpeó la mejilla con el dedo recto, lo que significaba que era menester tener mucho cuidado. Su mensaje fue: «Cuente conmigo, señora Velde». Bueno, al fin y al cabo, formaba parte de una subcultura bastante lista. Entre ella y Marta Elvia se iban a encargar de fiscalizar el local.
Sobre la propia Gina Wegman, Antonia Peralta no hizo ningún comentario. Pero, claro, ella no siempre estaba por allí, tenía sus días libres. Y había que recordar que Antonia no había limpiado debajo de la cama. Y si hubiera sido cuidadosa habría sido ella la que habría encontrado el anillo perdido. En tal caso, ¿lo habría entregado? Era una mujer honrada, que ella supiera, pero también había rincones en los que no se le ocurría mirar. La compañía de seguros había pagado y Clara no habría sabido más si Antonia se hubiera guardado calladamente un objeto perdido. No, las señoras hispanas eran bastante honradas. Marta Elvia estaba protegida con seguro, con triple certificado, y Antonia Peralta nunca le había quitado ni un pañuelo.
—En mi propia casa —explicaría Clara más tarde—, me niego a tener las cosas valiosas bajo llave. Una casa en la que no existe una conciencia mínima no es lo que yo llamo una casa. Simplemente, no puedo vivir con un manojo de llaves en la mano, como un francés o un italiano. Ha habido mujeres que me han contado que no podían dormir por las noches si no tenían las joyas bajo llave. Yo no podría dormir si lo estuvieran.
A Gina le dijo:
—Confío en tu palabra de que no vas a hacer nada malo.
Estaba obligada a dejar eso claro, aunque reconocía que no había manera de evitar ofender a la chica.
Gina no se puso ni chula ni impertinente. Simplemente dijo:
—¿Me está diciendo que Frederic no puede venir aquí?
La reacción de Clara fue: mejor aquí que en otro sitio. Trató de imaginarse cómo sería la «madriguera» de Frederic. Aquello no era muy difícil. Después de todo, ella misma había sido una joven en Nueva York. Gina le estaba proporcionando un adelanto de aquello a lo que tendría que hacer frente cuando sus propias hijas crecieran. A menos que el propio cielo decidiera que la ciudad de Gog y Magog había llegado demasiado lejos y decretara su declive: el momento de hacer que descendiera su éxito, de enviar el Atlántico para que se la tragara. Aquello no era una posibilidad con la que se pudiese contar.
—De ninguna manera —dijo Clara—. Pero te voy a pedir, sin embargo, que te hagas plenamente responsable cuando Antonia está libre.
—¿No quiere usted que Frederic venga cuando las niñas están conmigo?
—Exacto.
—Él no les haría daño.
Clara no consideró oportuno decir nada más.
Habló de ello con la señora Wong, parando en su casa después del trabajo para tomarse una copa, un respiro de camino a casa. La señora Wong tenía un apartamento en la avenida Madison decorado de manera muy inadecuada, diseño escandinavo, ni un solo toque oriental en él, a excepción de algunos grabados chinos enmarcados en madera clara. Agarrando su whisky con hielo con una servilleta de papel mojada, Clara dijo:
—Odio ser yo la que tenga que aplicar las normas a esa chica. La aprecio mucho más de lo que debería.
—¿Tanto te identificas con ella?
—Tiene que aprender, por supuesto —dijo Clara—. Igual que aprendí yo. Y no tengo una gran opinión de las mujeres maduras que han eludido la cuestión. Pero a veces el aprendizaje que tenemos que sufrir es demasiado duro.
—Eso te parece ahora …
—No, exige demasiado de una joven.
—Estás pensando en tus hijas —dijo la señora Wong, con bastante exactitud.
—Estoy pensando en cómo puede ser que tengas que esperar veinte años para comprender (o comprender quizá) lo que había que conservar.
Algo insatisfecha con su visita a Laura (¡era tan neoyorquina!), se fue caminando a casa, para que allí le dijera la señora Peralta que había encontrado a Gina y Frederic tendidos en el sofá del salón. ¿Haciendo qué? Oh, solo jugueteando, pero el joven tenía los cojines de seda bajo sus botas de militar. Clara comprendía por qué Antonia podía sentirse ofendida. Aquel joven estaba despreciando a la familia Velde y sus selectos tapizados, echándose por aquí y por allá y comportándose de manera arrogante. Y quizá no fuera ni siquiera aquello. Era posible que no hubiera alcanzado aquel nivel de intención con sus ofensas.
—¿Hablaste con la chica?
—No creo que lo haga, no —dijo Clara, a riesgo de convertirse a ojos de la señora Peralta en una norteamericana despreciable, una de esas personas que se dejaban avasallar en su propia casa. Principalmente para sí misma, Clara explicó—: Prefiero aguantar que venga aquí que hacer que la chica lo haga en la guarida de él.
Tan pronto como lo había dicho se dio cuenta de que no había nada que impidiese a Gina hacer lo que fuera que estuviera haciendo en ambos lugares. Le habría gustado decirle a Gina: «Hay que aprovechar que una está en Nueva York; ese es un comportamiento inadecuado para Viena. Allí no podrás tener a ningún chico acostado encima de ti en el salón de tu madre».
«Esta es una tierra de oportunidades», le podría haber contestado Gina. Pero todo esto se lo dijo ella a sí misma después de reflexionar sobre el asunto, meditando profundamente en una quietud privada semejante al trance y humedeciéndose el centro del labio con la punta de la lengua. ¿Por qué se le ponía tan seco justo en el centro? A veces, al imaginar cosas sexuales, le pasaba eso. Ella no envidiaba a Gina; la mujer que había hecho unas revelaciones sexuales tan personales a la señora Wong no tenía que envidiar a nadie. No, simplemente sentía curiosidad por aquella chica bonita y rellenita. Sentía que era una chica profunda. Hasta dónde era profunda era lo que Clara estaba tratando de averiguar cuando se quedó tan callada.
De manera que cerró los ojos brevemente, asintiendo con la cabeza, cuando Marta Elvia, que a veces la esperaba en el vestíbulo, se acercó y la apretó con su embarazado vientre para decirle que Frederic había venido a la una y se había marchado justo antes de la hora en que se esperaba a la señora Velde.
(El rostro de Clara tenía algunos defectos cuando se la miraba de frente. Al verlo de perfil se encontraba uno tratando de decidir cuál de los maestros flamencos la habría pintado mejor.)
—Gracias, Marta Elvia —dijo—. Tengo la situación controlada.
No debía de estar tan segura sobre ello, porque aquella misma noche, cuando se estaba vistiendo para la cena —un asunto oficial de la empresa, que se celebraba una vez al año—, se encontraba de pie ante el largo espejo de su habitación cuando de pronto supo que su anillo había sido robado. Lo guardaba en el cajón de arriba de la cómoda, sin llave, por supuesto. Su sitio era una bandeja que Jean-Claude le había regalado hacía años. El joven francés, sustituto temporal de Ithiel elegido sin cuidado y con rabia, había llamado a su regalo un vide-poches. Al acostarse, uno vacía los bolsillos en él. Estaba hecho para hombres; las mujeres no usaban ese tipo de objeto; pero era uno de esos recuerdos de los que Clara no podía deshacerse; también guardaba en una caja las tarjetas que había recibido por San Valentín en sus días de escuela. Miró, por supuesto, en la bandeja. El anillo no estaba allí. Tampoco había esperado que estuviera. No esperaba nada. Se dijo que la conciencia repentina de que había desaparecido se le vino encima como la muerte y que se sintió como si le hubieran arrancado la vida.
Wilder, que ya estaba vestido para salir, leía una de sus novelas policiacas en un rincón en que el extremo del piano de cola lo camuflaba. Con su rápida y seca mirada de persona que adopta las decisiones, Clara se dirigió a la cocina, donde las niñas estaban cenando. Bajo la influencia de Gina se portaban maravillosamente a la mesa.
—¿Puedo hablar contigo un momento? —dijo Clara, y Gina se levantó inmediatamente y la siguió al dormitorio principal. Una vez allí, Clara cerró las dos puertas y, bajando la cabeza para que pareciera que examinaba los ojos de Gina, le dijo—: Bien, Gina. Ha ocurrido algo. Mi anillo ha desaparecido.
—¿Se refiere a la esmeralda que se perdió y se volvió a encontrar? Oh, señora Velde, cuánto lo siento. ¿Ha desaparecido? Estoy segura de que habrá buscado. ¿La ha ayudado el señor Velde?
—Todavía no se lo he dicho.
—Entonces busquemos juntas.
—Sí, busquemos. Pero siempre lo guardo en el mismo sitio, en esta habitación. En ese cajón de arriba, debajo de las medias. Desde que lo volví a encontrar, he sido muy cuidadosa. Y por supuesto quiero examinar la alfombra. Quiero arrastrarme y buscarlo. Pero tendría que quitarme este vestido tan estrecho para poder arrodillarme. Y ya tengo el pelo arreglado para salir.
Gina se agachó y buscó por la alfombra que había al lado de la cómoda. Clara, en silencio, la dejó que buscara, mirando hacia abajo fijamente, los ojos muy dilatados, la boca severa. Por fin, le dijo:
—No sirve de nada.
Había dejado que Gina buscara por todas partes.
—¿No va a usted a llamar a la policía para denunciarlo?
—No voy a hacer eso —dijo Clara. No era tan tonta como para decirle a la chica lo del seguro—. Quizá eso haga que te sientas mejor, que no venga la policía.
—Me parece, señora Velde, que debía usted haber encerrado con llave sus objetos valiosos.
—En mi propia casa, eso no debería ser necesario.
—Sí, pero tiene usted que pensar en otras personas.
—Lo que pienso, Gina, es que una mujer, en su propio dormitorio… Es esa mujer y nadie más quien decide quién es el que entra ahí. Me parece que ya dejé claro cuáles eran las normas de la casa. Yo respondí por ti y tú debes responder por tu amigo.
Gina estaba agitada. Ambas mujeres temblaron. Después de todo, pensó Clara, un ser humano puede esbozarse en sus cuatro líneas, pero luego, cuando las cuencas de los ojos están vacías, no hay ninguna ingenuidad que pueda rellenarlas. Ni su marrón ni mi azul.
—La comprendo —dijo Gina con el aire de estar siendo humillada por una mujer en cuya bondad confiaba—. ¿Está usted segura de que el anillo no se ha vuelto a perder?
—¿Estás tú segura…? —respondió Clara—. Y trata de verlo desde mi punto de vista. Este era un anillo de compromiso de un hombre que me amaba. No es solo un objeto que vale equis dólares. Es también un apoyo para vivir, querida. Estaba a punto de decir que tenía que ver con la nueva razón de su existencia, pero no quería que saliera ningún llanto ni traicionar su miedo a la caída total. En vez de eso dijo:
—El anillo estaba aquí ayer. Y con una persona que no conozco andando por la casa y…, ¿por qué no?…, entrando en mi habitación…
—¿Por qué no lo dice de una vez? —dijo Gina.
—Tendría que ser tonta para no hacerlo. Para ser buena con esas cosas, tendría que ser idiota. Frederic ha estado aquí toda la tarde. ¿Tiene trabajo en algún sitio?
La chica no contestó.
—No puedes decirlo, pero no crees que sea un ladrón. No crees que sea capaz de colocarte en esta posición. Y no trates de decirme que estoy acusándolo por su color.
—No he tratado de hacerlo. La gente es desagradable con los haitianos.
—Será mejor que vayas y hables con él. Si tiene el anillo, dile que tiene que devolverlo. Quiero que me lo traigas mañana. Marta Elvia puede quedarse con las niñas si tienes que salir esta noche. ¿Dónde vive Frederic?
—En la calle Ciento veintiocho.
—¿Y tiene teléfono? No puedes ir allí sola de noche. Ni siquiera de día. Sola no. ¿Qué lugares frecuenta? Puedo pedirle al marido de Antonia que te lleve en taxi… Ya viene Wilder por el pasillo, tengo que irme.
—Esperaré aquí al conserje.
—En cuanto a Marta Elvia, hablaré con ella al salir. Tú no serías capaz de robar, Gina. Y la señora Peralta lleva aquí ocho años y nunca me ha faltado ni una simple cucharilla de café.
Más tarde, Clara se culpó a sí misma: ¿Qué he hecho con esa niña? Ha sido como ordenarle que fuera a Harlem, donde la podrían violar o asesinar, por culpa de mi maldito anillo, a la peor parte de la ciudad en medio de la noche, furiosa y (a fin de cuentas) es todo por Ithiel, que se echó atrás ante la idea de casarse conmigo hace veinte años. Las personas normales saben cómo disminuir las pérdidas, uno no puede dejar que toda su vida siga alrededor de un solo deseo, porque por debajo de todo ello subyace la frialdad de ese capricho. Cuatro maridos y tres hijas no me han curado la obsesión por Ithiel. Y después de todo esta esmeralda es como una baratija de amor, de mi sentimentalismo personal, ha hecho que me vuelva como una maniaca contra esa chica austriaca. Ella podría pensar que le envidio la excitación de su romance con ese asqueroso follador de niñas que la ha utilizado de tapadera para entrar en la casa y ahora la deja colgada con este robo.
A pesar de todo, Clara tenía ideas fijas sobre sus responsabilidades domésticas y maternales. Ya había ido demasiado lejos al permitir a Gina que llevara a Frederic al apartamento para que infectara todo el lugar, espolvoreándolo con excitación sexual. Además, como se acababa de descubrir, la había implicado incluso en un delito. Tener un romance en Estados Unidos estaba muy bien para una jovencita burguesa de Viena: como el pobre hippy ruso, aquel hijo de diplomático que se enamoró de Mick Jagger. «Díganle adiós de mi parte a MJ», dijo al embarcar en el avión. Esta ciudad se había convertido en el centro, el símbolo de la revolución adolescente.
En medio de la cena de empresa, Clara fue atacada por una de sus fieras jaquecas, y una cabeza tan llamativa como la suya, que dominaba la mesa de la cena, afectaba a todo el mundo cuando le empezaba a doler, de manera que todo el grupo se levantó cuando ella se apresuró a marcharse. Los Velde se fueron directamente a casa. Tras tomarse un puñado de pastillas blancas del botiquín, Clara se fue inmediatamente a la habitación de Gina. Comprobó aliviada que la chica estaba allí, encima de la cama. La lámpara de lectura estaba encendida, pero Gina no estaba leyendo, solo sentada, con las manos una encima de otra en actitud meditativa.
—¡Me alegro de que no fueras a Harlem!
—Conseguí hablar con Frederic por teléfono. Estaba con algunos de nuestros amigos de la ONU.
—¿Y lo vas a ver mañana?
—No le he hablado del anillo. Pero estoy dispuesta a irme.
Usted me dijo que tenía que devolvérselo o marcharme.
—¿Y adónde vas a ir? —Clara no se esperaba esa respuesta. A continuación se percató de la parda mirada de la chica, la extraña fijeza de sus ojos. Las lágrimas que no había derramado la estaban matando—. Pero si Frederic devuelve el anillo, te quedarás, ¿no?
Mientras hablaba, Clara se dio cuenta, avergonzada, de lo tonto que sonaba aquello. Era la herencia de la campesina que llevaba dentro la que decía esas cosas. Aquel tipo negaría el robo, y si al final lo admitía tampoco iba a devolver el anillo. En este preciso instante podrían estar pagándole mil pavos por él. Esta gente salía de los suburbios tropicales para quedarse con Nueva York y con todas las normas que se estaban derrumbando aquí como en todos los demás sitios, de manera que nadie tenía ya nada claro sobre nada. Eran capaces de hacerlo.
Solo quedaban los derechos de propiedad. El asesinato estaba en segundo plano. Un anillo robado. Un cadáver del que responder. Esos eran los únicos universales que se reconocían, y muy pocos más podrían reconocerse. De manera que, ¿dónde encajaba el amor en todo esto? El amor estaba enterrado en las catacumbas, y esas catacumbas eran las neurosis personales de mujeres como ella.
Le dijo a Gina, como haría un amante de los jeroglíficos con otro:
—¿Qué vas a hacer?
Gina dijo, sin resentimiento y sin una pizca de acusación en su voz:
—No lo sé. Hay sitios.
Se iría a vivir con su haitiano, se imaginó Clara, aquello era plausible. Pero no se podía decir. Clara estaba aprendiendo a contenerse. No se podían decir todas las cosas. «Descubre el silencio», se decía a sí misma.
Al día siguiente, corrió a casa en un taxi después del trabajo y encontró a Marta Elvia cuidando de las niñas. Clara ya se había puesto en contacto con una agencia y al día siguiente iba una nueva chica. Aquello era lo mejor que podía hacer con tan poco plazo. Lucy se disgustó, lo cual era previsible, y Clara tuvo que apartarla a un lado para darle unas explicaciones especiales. Le dijo:
—Gina se ha tenido que ir de pronto. Ha sido una emergencia. Ella no quería. Cuando pueda, volverá. No es culpa tuya.
No se podía decir cómo estaba Lucy de alterada. Se quedó callada, estoica.
Clara había ensayado esto al teléfono con el psiquiatra, el doctor Gladstone.
—Cuando trabajan los padres surgen estos problemas —le dijo a Lucy.
—Pero papá no está trabajando ahora.
«¿Y a mí me lo cuentas?», pensó Clara.
Wilder estaba ideando las siguientes primarias en New Hampshire.
Tan pronto como pudo fue a ver al doctor Gladstone. Él estaba a punto de tomarse unas vacaciones y estaría fuera tres semanas. Habían hablado de esta ausencia en la última sesión. En la sala de espera, ella estudió las notas que había preparado: «¿Dónde está Gina?». «¿Cómo puedo encontrarla, seguirle el rastro?» «¿Protegerla?»
Reconoció ante el doctor Gladstone que se encontraba en un estado casi histérico por la segunda desaparición, el robo. Había descubierto que basaba su estabilidad totalmente en el anillo. Esa dependencia era terrible. Él le preguntó cómo lo veía ella y qué significaba Ithiel en el asunto. Ella le dijo:
—Los hombres que conozco no me parecen personas reales. Nadie es nadie realmente. Es probable que haya más personas de lo que yo he sido capaz de ver. No quiero condenar a la mitad de la especie. Y ese deseo concentrado durante tantos años puede haber afectado a mi juicio. En todo caso, para mí lo que es un hombre parece estar definido por Ithiel. Además, yo soy su mejor amiga, y él lo sabe y responde emocionalmente.
Involuntariamente, Clara caía en el modo de hablar del doctor Gladstone. A ella misma nunca se diría «responde emocionalmente», pero, como las sesiones eran cortas, adoptaba su jerga para ahorrar tiempo, a pesar del riesgo de hacer afirmaciones falsas. La llevaba hasta allí la esperanza, había que hacer todo lo posible, pero cuando miraba al doctor Gladstone, y lo miraba con todas sus fuerzas, no eta capaz de justificar la confianza que le decían que pusiera en esa barba de samurai, los dientes al descubierto que enmarcaba, las grandes lentes a la moda, la confianza, a veces sin fundamento, que él tenía en su propia ciencia. Sin embargo, le llevaría cerca de un año familiarizar a un nuevo médico con lo básico de su caso. Se tenía que aguantar con este.
—Y estoy muy preocupada por Gina. ¿Cómo puedo averiguar lo que le está pasando? ¿Debería contratar a un detective privado? ¿Una chica como esa sobreviviendo en el Harlem hispano? Imposible.
—Esa es una propuesta cara —dijo el doctor Gladstone—. ¿Alguna otra alternativa?
—Wilder no hace nada. Él podría dedicarse al caso. Por ejemplo seguirla, y hacer uso de manera práctica de todas las novelas policiacas que ha leído. Pero está negociando con algún pelele inútil que quiere entrar en la Casa Blanca.
—Volvamos al robo, si es que es un robo.
—Tiene que serlo. Yo no lo he vuelto a extraviar.
—Sin embargo, le produce una ansiedad cotidiana. ¿Por qué ocupa un lugar tan grande en su vida?
—¿Qué le conté la última vez que hablamos de ello? Yo engañé a la compañía de seguros y me quedé el anillo y el dinero. Eso se podría llamar fraude. Todo ello añadió importancia a mi esmeralda, pero nunca me habría imaginado que sería tan perturbador perderla.
—Puedo sugerir una coincidencia —dijo el doctor—. En este mal momento para usted yo me voy de vacaciones. Se queda usted sin mi apoyo. Y yo me llamo Gladstone.[1] ¿Es por eso por lo que le duele tanto la pérdida?
Asombrada, ella le echó una mirada fulminante, ni adecuada ni favorecedora, y le dijo:
—Es posible que sea usted una piedra, pero no es una piedra preciosa.
Cuando volvió a la oficina telefoneó a Ithiel, su único asesor digno de confianza, para hablar del asunto.
—Ojalá tuvieras que venir a Nueva York —le dijo—. Yo solía llamar a Steinsalz cuando tenía algo urgente.
—Para mí también fue una gran pérdida.
—Se interesaba mucho por las personas. Le faltaba prestar dinero. No le importaba invitarte a cenar pero no te daba nunca ni un centavo. Sin embargo, te escuchaba.
—Da la casualidad —dijo Ithiel (cuando estaba siendo metódico, se apoderaba de su voz una especie de monotonía entrecortada)— de que el martes que viene tengo un almuerzo con alguien en Nueva York.
—Entonces, ¿nos vemos a las tres y media?
Su lugar de encuentro habitual era la catedral de San Patricio, cerca de la oficina de Clara; era un lugar céntrico y les proporcionaba un refugio si el tiempo era malo. «Como un punto de encuentro de agentes secretos», solía decir Ithiel. Salían de la catedral e iban directamente al Hemsley Palace. A esa hora tan temprana todavía se podía encontrar un rincón tranquilo en el bar.
—Esto lo pago con mi tarjeta oro —dijo Clara—. Ahora veamos qué aspecto tienes: una mezcla de grande de España y menonita.
Entonces, con rapidez ejecutiva, le expuso los principales hechos.
—¿Cuál es tu opinión sobre Frederic: ladrón ocasional o especializado?
—Me parece que improvisa —dijo Clara—. ¿Drogas?
Probablemente.
—Podrías informarte sobre sus antecedentes policiales, si es que los tiene. Y después preguntar por ella en el consulado de Austria. No telefonees a su familia en Viena.
—Sabía que sería un alivio hablar contigo. Ahora dime algo… del anillo.
—Me temo que lo has perdido. Dalo por perdido.
—Supongo que tendré que hacerlo. En cuanto al anillo, mira todos los problemas que ha causado. No hay nada apropiado. Por ejemplo, este bar de lujo que no nos va ni a ti ni a mí. En mi interior más auténtico, tú y yo estamos tan desnudos como Adán y Eva. Y no estoy siendo sugerente, tampoco. No es una sugerencia erótica, sino solo una comparación.
Hablar de este modo, con indicios de locura, tenía el efecto de obligarlo a él a ponerse serio. Ella podía imaginárselo tratando de aplicar su buena voluntad a los problemas de ella, como una persona de fuera que apretase la frente contra el cristal de la. ventana para tratar de ver lo que estaba pasando dentro.
Tal como ella se lo imaginaba, él contaba con que la Clara ejecutiva prevaleciese sobre la Clara subjetiva. Ella tenía en efecto la capacidad de poner orden en su casa. Y sin embargo, la simpatía por la Clara subjetiva y personal era muy grande. Teniendo en cuenta que ella tenía en su interior un lío más grande, le había ido mejor que a él. Incluso ahora su vida era más coherente que la de él.
—Por unos pocos cientos de pavos, me parece que podrías averiguar dónde está la chica. Los detectives son fáciles de contratar.
—¡No me digas! Ya comprendo por qué el general Haig y gente por el estilo te llaman para analizar a los iraníes o a los rusos. Por cierto, a Wilder le pareció que estuviste magnífico en televisión con Dobrynin, hace dos semanas.
Cuando Ithiel sonreía, tenía los dientes tan bien que uno sospechaba que había intervenido un dentista de Hollywood, pero eran todos suyos.
—Dobrynin tiene algo de genio, pero es de una especie baja. Convenció a los norteamericanos de que los rusos son exactamente como ellos. A veces se comporta como si fuera el senador más antiguo del estado cincuenta y uno, en Rusia. Solo un ligero acento, pero los chicos del sur profundo también tienen el suyo. Con esto vendió completamente a Gorbachov, Igor Bacheo está vendiendo completamente Estados Unidos. Y están deseando que los vendan, o que los engañen, si lo prefieres.
—Como yo, en cierto modo, en lo tocante a la Pareja Humana.
—Te sientes muy próxima a esa chica, ya veo.
—Muy próxima. Te resultaría fácil clasificarla como una niña bien educada a la que le gusta el sexo fácil. Que se parece a mí. Te equivocarías. Mala suerte que no puedas verla tú. Tu opinión me interesaría.
—Entonces, ¿no es como tú?
—Desde luego, espero que no. —Clara hizo un gesto, como si dijera: olvídate de este entorno del Hemsley Palace y escúchame—. No olvides mis dos intentos de suicidio. Yo tengo una pizca de lo salvaje en mi composición, en todo mi sentido de…
—De la vida…
—Escucha. No tienes ni idea en realidad de lo salvaje y mezclado que es, o de cuánto territorio ocupa. El territorio se expande hasta llegar a la muerte. Cuando estoy ebria de agitación (y es exactamente como estar ebria) se forma en mí un latido que es como un latido de muerte y me tienta a que haga
un pacto con ella. Me dice: ¿para qué esperar? Cuando me pongo así de intensa, la existencia no me basta. Ese es el horror interno de la cosa. Yo estoy abierta a la seducción de la muerte. Ahora me basta con recordar que soy madre de tres niñas.
—Es exactamente lo que iba a decir.
—No hay nadie más en el mundo a quien yo le diría esto. Tú eres el único ser humano en quien confío plenamente. Como tampoco tú tienes secretos para mí: lo que tú no reconoces lo veo yo.
—Desde luego que sí, Clara.
—Pero nunca vamos a ser marido y mujer. Oh, no tienes que decir nada. Tú me quieres, pero el resto está contraindicado. Es una de esas malditas paradojas que hay que soportar. Es posible incluso que haya un paralelismo con ello en tu terreno, en la política. Tenemos la habilidad de destruirnos y quizá también el deseo de hacerlo, y nos mantenemos en un suspense permanente, esperando. ¿No es eso salvaje también? Tú podrías decírmelo a mí. Tú eres el experto. Vamos a escribir el libro de los libros sobre ello.
—Ahora te estás burlando de mí.
—La verdad es que no, Ithiel. Si va a ser el libro de los libros sobre el tema, debería escribirlo alguien. Puede que seas tú el hombre que lo escriba, y no me estoy burlando. Para mí sería gracioso. Piensa en una hermosa novelista, desnuda y preciosa. Y a continuación piensa en ella con gafas y escribiendo libros en un ordenador portátil.
Se sonrieron fugazmente por encima de la mesa.
—Pero quiero volver a localizar a Gina —dijo Clara—. Tú me vas a encontrar un investigador de confianza que se ocupe de Frederic y todo el resto. Yo dudo que ella sea como yo, excepto en lo de correr riesgos. Pero cuando le dije que el anillo me lo había regalado un hombre que me amaba, ese hecho lo registró perfectamente. Lo que no añadí es que prácticamente te obligué a regalármelo. No lo niegues. Te retorcí el brazo. Después lo sentimentalicé todo. Entonces me figuré que seguías queriéndome porque no nos habíamos casado. Y ahora el anillo… La chica entiende lo del anillo. La parte amorosa que tiene.
A Teddy esto lo conmovió y apartó la vista. No estaba preparado para ir más lejos, y quizá nunca lo estaría. No, nunca iban a ser marido y mujer. Cuando se levantaron para marcharse, se besaron como amigos.
—¿Me conseguirás un investigador con un poco de clase? ¿El mínimo de sordidez?
—Le diré que vaya a tu oficina, para que puedas echarle un vistazo.
—Hay que hacer algunas cosas por ti también —dijo Clara—. Esa Francine te ha dejado en baja forma. Tienes ese aspecto sombrío que sueles tener cuando estás luchando contra algo.
—¿Es eso lo que quieres decir con lo de menonita?
—En Indiana había muchos menonitas: yo sé que tú no tenías nada que hacer en Nueva York más que yo.
En diez días ya tenía la dirección de Gina: el cuarto piso de un edificio sin ascensor en la calle Ciento veintiocho Este, a nombre de F. Vigneron. Tenía también un número de teléfono. ¿Llamarla? No, no quería hablar con ella todavía. Hizo que fuera su mente ejecutiva la que meditase sobre esto, y el consejo que recibió de esa fuente fue que enviara una nota. En la nota escribió que las niñas preguntaban mucho por Gina. Lucy la echaba de menos. A pesar de todo, le había hecho mucho bien a Lucy. Las mejoras eran patentes. Había mucha mujer en aquella niña, y ya se veía. Después, hablando por ella, le decía que sentía haber reaccionado con tanta dureza ante un asunto que no necesitaba volver a mencionar. Le había dejado a Gina pocas salidas. No había tenido más remedio que irse. El misterio era por qué había ido «a las afueras» cuando podía haber ido a otro sitio. En todo caso, Gina no le debía ninguna explicación. Y Clara esperaba que no sintiese que tenía que separarse de ella para siempre o decidir que ella, Clara, era el enemigo. Ella era de todo menos un juez hostil, y respetaba su sentido del honor.
Si le hubieran pedido referencias sobre los rasgos de Gina, Clara habría dicho que tenía un rostro suave y una mirada castaña de dama burguesa, pero firme en el momento de tomar decisiones. Diez de diez.
Pero en la nota que le envió a Gina proseguía, al estilo de una dama, de una matrona justa, deseándole todo lo mejor, y concluía: «Te debería haber avisado con un plazo, y me parece que es justo que te pague el mes entero, de manera que, como no estoy cien por cien segura de que este sea el domicilio correcto, le dejaré un sobre a Marta Elvia. Doscientos dólares en efectivo».
Frederic Vigneron la enviaría a buscar el dinero, si se enteraba.
Gottschalk, el detective privado, hacía su trabajo de manera responsable; eso era lo mejor que podía decirse de él. Quizá hacía menos con los ojos y más con los oídos, pero en efecto obtuvo los datos que se le pedían. Acerca del edificio de East Harlem, dijo: «Por supuesto, la ciudad no puede ir y condenar todos los tugurios que debería, porque si no habría mucha más gente durmiendo en las calles o en la estación del West Side. De todas formas, a mí no me gustaría que ninguna sobrina mía viviera allí».
Cuando una había hecho lo que podía, seguía con su vida: se duchaba y empolvaba con talco por las mañanas, se ponía la ropa interior y las medias, elegía una falda y una blusa para ponérselas ese día, se maquillaba para la oficina, cogía el periódico y, si Wilder dormía en casa (cosa que hacía a menudo), se molía el café y, mientras el agua hervía, volvía las páginas del Times de manera profesional. Se ocupaba de supervisar las cuestiones relacionadas con la mujer para un grupo de revistas de las que era propietaria una sociedad de publicaciones. Casi era demasiado influyente para tener vida personal, como a veces le comentaba a la señora Wong. Cuando una está lo suficientemente alto en la estructura de poder, le perdonan que lo esté:
—Esa es una posición que muchísima gente ejerce con gusto.
Nadie vino a recoger el sobre del dinero. Marta Elvia tenía instrucciones de dárselo únicamente a Gina. Tras un periodo de mucho interés, Clara dejó de preguntar por él. Gottschalk, que no hacía gran cosa, le enviaba un memo de vez en cuando: «Statu quo sin novedad». Para seguir con el latín, Clara se figuró que Gina había encontrado un modus vivendi con su joven haitiano. Las semanas, una tras otra, fueron apagando a Clara. Uno puede decir que está esperando únicamente si hay algo definido que esperar. Durante este tiempo, a menudo pensó que no había nada. Y Clara le decía a Laura Wong:
—Nunca me siento tan mal como cuando la vida que llevo deja de ser especialmente mía, cuando podría ser la vida de cualquier otra persona.
Pero al llegar a casa una tarde después de una de las sesiones con el doctor Gladstone (las cosas iban tan mal que de nuevo lo estaba viendo regularmente), se metió en su dormitorio para descansar durante una hora antes de que las niñas volviesen de la clase de ballet. Se había quitado los zapatos y se arrastraba hacia la cama, con la boca abierta en medio de la ceguera del cansancio, rindiéndose a los peores instintos, cuando vio que alguien había colocado su anillo en la mesilla de noche. Lo habían metido en un pañuelo, un pañuelo nuevo de un buen comercio.
Se deslizó el anillo en el dedo y arremetió contra el teléfono que estaba al otro lado de la cama, marcando rápidamente el número de Marta Elvia.
—Marta Elvia —le dijo—, ¿ha venido alguien hoy? ¿Ha venido alguien a dejar algún objeto para mí? —Aquella mujer llevaba quince años en Estados Unidos y todavía no hablaba un inglés correcto—. Escuche —dijo Clara—, ¿ha venido hoy Gina? ¿Ha dejado usted u otra persona entrar a Gina en el apartamento? ¿No? Alguien ha entrado, seguro, y Gina me entregó sus llaves de la casa cuando se marchó… Desde luego, es posible que hiciera un duplicado… Ella o su novio… Por supuesto que yo debería haber cambiado la cerradura… No, no se han llevado nada. Al contrario, esa persona me ha devuelto algo. Me alegro de no haber cambiado la cerradura.
Ahora Marta Elvia estaba disgustada porque hubiese entrado una persona de fuera. En ese edificio la seguridad era al cien por cien. Le iba a enviar a su marido para que verificara que nadie hubiese forzado la puerta.
—¡No, no! —dijo Clara—. No ha habido nada ilegal. ¡Qué idea más absurda!
En ese momento sus propias ideas no eran menos absurdas. Llamó al número de Gina en East Harlem. Le respondió un contestador, del que salió la voz de Frederic, cuya superficialidad francesa era ofensiva. (En todo caso, a Clara le disgustaban esos artilugios telefónicos y sus prejuicios se extendían al sonido de la señal: en este caso un chillido de cerdo.)
—Soy la señora Velde y llamo a la señorita Wegman.
—Siempre y cuando Gina hubiese conseguido convencerlo de manera razonable, Clara estaba dispuesta a cambiar su opinión sobre Frederic. (Sobre una escala de diez, podría ascenderlo desde menos de cero hasta uno.)
A continuación, Clara telefoneó a Gottschalk y grabó en el contestador la petición de que la llamara cuando volviese. Después trató de hablar con Laura Wong y por último con Wilder, que estaba en New Hampshire. Estaba allí porque se estaban celebrando las primarias; su candidato estaba bastante rezagado con respecto a los otros y no se podía esperar que Wilder estuviese metido en su habitación del hotel. Ithiel estaba en Centroamérica. No había nadie con quien compartir la recuperación del anillo. Las luces más fuertes de la casa estaban en el cuarto de baño, y Clara fue a encenderlas, para apoyarse en el lavabo y examinar la piedra y el engarce, para asegurarse de que todos los diamantes pequeños estaban allí. Como la señora Peralta había limpiado aquel día, probó su número: tenía una necesidad imperiosa de hablar con alguien, y esta vez tuvo suerte por fin.
—¿Ha entrado hoy alguien en la casa?
—Solo los chicos del reparto, por el ascensor de servicio.
Durante esta conversación tan poco satisfactoria, Clara se miró en el espejo del vestíbulo: una mujer huesuda, que ya no era joven, rubia pero no de piel clara, demacrada, con la cara larga, las mejillas hundidas, no muy contenta y apretándose la mano del anillo debajo del brazo que sostenía el teléfono. Los grandes ojos le dolían, y lo parecía. ¿Por qué, sintiéndose tan bien, tenía aspecto de estar tan mal? Pero ¿es que creía que recuperar el anillo la iba a rejuvenecer?
Lo que creía —y era más que una creencia, había triunfo en esa idea— era que Gina Wegman había entrado en el dormitorio y había colocado el anillo en la mesilla de noche.
¿Y cómo había obtenido de vuelta el anillo, qué habría tenido que prometer, sacrificar o pagar? Quizá sus padres le habían mandado dinero desde Viena. Supongamos que su único objetivo durante cuatro meses no hubiera sido otro que devolver el anillo. ¿Y si la chica había pasado ese tiempo en Harlem por ese motivo? A Clara se le ocurrió de pronto que si Gina le había robado la esmeralda a Frederic y se había fugado, entonces dejarle un mensaje a él en el contestador era un grave error. Era posible que atara cabos y persiguiera a Gina con una pistola. En este argumento que iba fermentando rápidamente había incluso un detective privado. Claro que Gottschalk no era ningún Philip Marlowe en una historia de Raymond Chandler. A pesar de todo, era un detective. Debía de tener licencia para llevar pistola. Y la mente de todos corría por esos canales de melodrama: psicópatas sedientos de sangre, o pintura infantil para dedos, o sangre que los más ingenuos tomaban por pintura para dedos. La fantasía (o esperanza) de que Gottschalk matase a Frederic en un tiroteo era tan ridícula que ayudó a Clara a calmarse.
Cuando el detective recibió a Clara en su oficina a la mañana siguiente, ella llevaba puesto el anillo y se lo mostró. Él dijo:
—Ese es un objeto de gran valor. Espero que no vaya usted en metro a trabajar.
Ella lo miró con desdén. Tenía servicio de chófer. Este hombre no parecía darse cuenta de lo elevada que era su posición como ejecutiva. Pero él continuó:
—Hay muchas personas en puestos elevados que prefieren utilizar el metro. Yo podría citarle a una mujer que trabaja en Wall Street y que va a trabajar disfrazada de mendiga para que la gente piense que no vale la pena molestarla.
—Me parece que Gina Wegman entró ayer en mi apartamento y me dejó la esmeralda junto a la cama.
—Debe de haber sido ella.
La observación personal de Gottschalk era que la señora Velde no había dormido la noche anterior.
—No es posible que haya sido él —dijo ella—. ¿Cuál es su conclusión profesional sobre él?
—Un delincuente ocasional. No tiene agallas para ser delincuente callejero.
—Ella no se habrá casado con él, ¿verdad?
—Podría comprobarlo, pero sospecho que no.
—Lo que sí podría averiguar para mí es si sigue en la calle Ciento veintiocho. Si se apoderó del anillo para devolvérmelo, es posible que él le haga algún daño.
—Bueno, señora, él ha estado en chirona unas cuantas veces por cosas sin importancia. No sería capaz de hacer nada seno.
Frederic era una de esas personas que habían tenido la suerte de llegar a Florida en un barco unos años antes. Hasta ahí reconocía la historia.
—Después de robar el anillo, no sabía siquiera cómo colocarlo.
Clara dijo:
—Tengo que averiguar dónde está viviendo ella. Localizarla. Le pagaré una gratificación… Algo razonable.
—¿La envío a su casa?
—Eso podría avergonzarla: las niñas, la señora Peralta, mi marido… Dígale que quiero almorzar con ella. Pregúntele si recibió mi nota.
—Déjeme ocuparme de eso.
—Rápido. No quiero que se alargue mucho.
—Prioridad absoluta —dijo Gottschalk.
Ella contaba con que su hermoso despacho lo impresionara, y ahora se alegró de haber pagado los honorarios del detective puntualmente. Se había mantenido del lado bueno, cuidándose de ser una cliente apetecible desde todos los puntos de vista. En cuanto a Gottschalk, era justo lo que ella le había pedido a Ithiel: el mínimo de sordidez. No mucho más.
—Me gustaría recibir un informe antes del viernes —le dijo.
Aquella tarde se reunió con la señora Wong. Tenía ganas de hablar. Y, con el gesto de una mujer a la que acaban de pedir en matrimonio, extendió la mano, diciendo:
—Aquí está el anillo. Ya creí que lo había perdido para siempre. Está empezando a convertirse en un objeto mágico. Para mí ha tenido los efectos graciosos de esas películas trucadas que antes se les enseñaban a los niños: primero sale la demolición de un edificio con dinamita. Te enseñan cómo se derrumba. Entonces lo ponen al revés a cámara lenta y se vuelve a reconstruir.
—¿Y eso se hace con un anillo mágico? —dijo la señora Wong.
A Clara se le ocurrió que Laura era también una mujer misteriosa. En el exterior tenía una apariencia exótica, pero lo que decía era perfectamente convencional. Mientras tu corazón se conmovía, ella seguía murmurando sin problemas. Si fueras y le dijeras que ibas a suicidarte, ¿qué haría? Probablemente nada. Y sin embargo había que hablar.
—No sé decirte cómo me encuentro —dijo Clara—. No sé si estoy antes o después de la dinamita. Me imagino que no tengo aspecto de haberme derrumbado …
—Desde luego que no.
—Y sin embargo me siento como si algo se hubiera venido abajo. Se han producido cambios. Gina, por ejemplo, era una chica que metí en mi casa para que me ayudara con las niñas. Nos dijimos pocas cosas. A mí no me parecía bien su romance caribeño, con su experimento sexual. Era solo un caso más de una chica perdida en medio de un montón de culturas distintas. Ahora me parece estar hablando como Ithiel, y en realidad yo no doy mucho crédito a eso de las culturas distintas, estoy empezando a verlo en realidad como la vida vivida sin ninguna aportación del alma. Eso es lo fundamental con las personas extraviadas o desplazadas, no me preguntes más detalles; no puedo dártelos. Siempre están revoloteando a mi alrededor. Pero lo que empecé a decir era cómo he llegado a querer a esa chica. Igual que ella inmediatamente comprendió a Lucy, las necesidades que tenía, en un minuto comprendió también el significado de este anillo. Y, decidida a recuperarlo para mí, se fue de mi casa. Y se mudó a East Harlem, encima.
—Si su familia en Viena tuviera idea…
—Tengo intención de hacer algo por ella. Es una joven especial. Desde luego que voy a hacer algo. Tengo que pensar lo que va a ser. Ahora bien, no espero que me cuente lo que ha pasado y mi intención no es preguntárselo. Hay cosas que a mí misma no me gustaría que me preguntaran —dijo Clara. Estaba pensando en Clifford, de Attica. En general no pensaba mucho en él, aunque si la presionaban podía sacar muchas cosas de su memoria.
—¿Tienes idea…? —dijo Laura Wong.
—De ella, aún no, no hasta que no haya hablado. De mí, sin embargo, sí que tengo distintas opiniones como consecuencia de esto. Haber perdido y recuperado dos veces este anillo es una señal, un mensaje. Me obliga a interpretar. Por ejemplo, cuando Francine llegó con una furgoneta y vació la casa de Ithiel (¡esa mujer es tan humana como un desatascador de váter!), Ithiel no volvió conmigo. No dijo: «Tú no eres feliz con Wilder. Entre los dos hemos tenido ya siete matrimonios. ¿No deberíamos tú y yo…?».
—Clara, tú serías capaz de hacer eso, ¿verdad? —dijo Laura. Por una vez su voz le pareció más real. A Clara le sorprendió la diferencia.
—Podría haberlo hecho. Hasta ahora no ha habido más que cambios y cambios y cambios. Hay cambios por el placer y cambios por el dinero, y está la dinámica de… Oh, ya no lo sé. Quizá del poder. ¿No hay ningún punto de descanso? ¿Nunca sale uno de la dinámica? Yo creía que Ithiel podía ser un punto de descanso para mí. O yo para él. Pero eso era simplemente una tontería. Yo tengo un carácter contrario al descanso. Me parece que hay en mi interior demasiada discordia básica.
—De manera que el anillo era un sinónimo de la esperanza de volver con Teddy Regler —dijo Laura Wong.
—La única excepción, Teddy. Una excepción que se ha manifestado repetidas veces. Debe de haber otras, pero yo nunca las he encontrado.
—¿Y tú crees que…?
—¿Que alguna vez logrará su objetivo? No sé. Él tampoco lo sabe. Lo que él dice es que ningún historiador avezado lo hará nunca, como solo puede hacerlo una persona especial con una visión especial. Él nació con su innata visión especial, con ese genio para la observación de la política: así es más o menos como él dice, y quizá un día agarrará y lo envolverá todo, hará un envoltorio enorme. En cuanto a mí —dijo Clara—, yo tengo a las niñas, y quizá Wilder sea mi cuarto niño. Lo último ha sido inaceptable. Lo que más deseo ahora es una vida tranquila.
—¿El punto de descanso?
—No, no espero eso. Una vida tranquila en lugar del punto de descanso. Tengo que conformarme con lo que puedo tener: unas veladas tranquilas. Aunque sea una atmósfera conventual, cuando las niñas se han ido a la cama y puedo desconectar los teléfonos y concentrarme en Yeats o en alguien por el estilo. No hay que ser demasiado ambicioso; bastaría con librarse una de sus fantasmas, son como pacientes que no dejan de entrar y salir del hospital mental. En resumen, tengo que acostumbrarme a mi carácter inquieto.
—¿De manera que todos estos años nunca has perdido la esperanza de que Teddy Regler y tú…?
—¿… podríamos construir una vida juntos, después de todo? —dijo Clara.
Algo la hizo dudar. Como siempre había hecho en las situaciones problemáticas, desvió la mirada, buscando una salida, y su voz de chica del campo estaba abierta, pero silenciosa.
En la avenida Madison, caminando hacia las afueras, Clara pensaba, mientras se decía a sí misma en su gruñido de contralto: Esto está totalmente fuera de lugar. No hay ningún límite, ¿verdad? Ella quería que yo dijera que Ithiel y yo habíamos terminado, para poder acercarse ella a él. Cada cual se siente libre de imaginar lo que quiere, y yo le he hablado tan bien de Ithiel que lo he hecho demasiado deseable para que ella pueda resistir. ¿Durante cuánto tiempo habrá estado la muy zorra soñando con tenerlo para ella? ¡Ni hablar! Clara estaba furiosa, pero también se reía. De manera que yo elijo los amigos, elijo los amantes, elijo los maridos y banqueros y contables y psiquiatras y ministros, los elijo a todos. Y precisamente ahora he perdido a mi principal confidente. Pero tengo que librarme de ella muy lentamente, porque, si corto de raíz la relación, ella se encontrará en posición de herirme con Wilder. También está la compañía de seguros, recuerda, el auténtico dueño de este anillo. Además está muy dotada profesionalmente. Seguimos necesitando sus planes. Mientras tanto estaba pensando en una acción excepcional y generosa.
Al día siguiente, desde su oficina, en una línea privada, tuvo una primera charla sobre el asunto con Ithiel, que acababa de regresar de Centroamérica. Naturalmente, no podía decirle cuál era su objetivo. Empezó describiendo la devolución del anillo y todas las circunstancias extrañas que la rodearon.
—Esto es muy detallado, lo estoy mirando. Y al llevarlo puesto no me siento excepcionalmente juvenil. Es más como si me estuviera contemplando.
Ya imaginaba a Ithiel analizando esta novedad, comparando a la Clara contemplativa con la Clara que una vez hundió sus largas uñas en su antebrazo y le dejó señales que podría haberle mostrado al general Haig o a Henry Kissinger si hubiera querido insistir en un argumento sobre la violencia. Tenía bastante sentido del humor, la verdad es que sí. Le gustaba contar cómo, en unos lavabos de la Casa Blanca, el señor Armand Hamner estaba en el urinario de al lado, y de cómo habían hablado sobre las intenciones de los soviéticos entre la apertura y el cierre de las cremalleras de los pantalones.
O cómo recordaba a la Clara apasionada o a la Clara que había querido que los enterraran el uno al lado del otro o incluso en la misma tumba. Últimamente esto había empezado a divertirlo. Desde su oficina de Nueva York había seguido hablando. Hasta ahora él había tenido poco que decir aparte de felicitarla por la recuperación de este importante símbolo, la esmeralda de Madison Hamilton.
—Esta Gina es una joven especial, Ithiel —le dijo ella—. Ese comportamiento era de esperar en una siciliana o una española, y no en una contemporánea, sino más bien en un personaje romántico de Stendhal: del tipo de «nosotros, unos pocos afortunados», o una joven del renacimiento italiano en una de esas crónicas venecianas de las que aprendieron los isabelinos.
—No lo que se esperaría de la Viena de Kurt Waldheim —dijo él.
—Exacto. Y una joven de esas cualidades no debería seguir cuidando niños en Nueva York (la ciudad de Gog y Magog). En realidad, lo que quiero sugerir es que se vaya a Washington.
—¿Y te gustaría que yo le encontrara un trabajo?
—Eso no sería fácil. Tiene el visado de estudiante, no la tarjeta verde. Pero necesito sacarla de aquí.
—Salvar la tele y el piano. Ya veo. Sin embargo, es posible que ella no quiera que la salves.
—Tendré que averiguar lo que ella opina. Mi impresión es que el episodio del haitiano ya acabó y que ella está preparada para recibir educación superior…
—Y ahí es donde entro yo, ¿no es cierto?
—No bromees conmigo sobre este tema. Te estoy pidiendo que me tomes en serio. Recuerda lo que me dijiste no hace mucho sobre mi lógica moral, que funcionaba basándose en mis propias premisas femeninas bajo mi propio poder… Mira, nunca te he visto hablar por hablar sobre ningún tema real. La descripción que él le había hecho de ella la había centrado, unificado, concentrado, alentado, animado, y no podía dejarlo que retirara ninguna parte de eso.
—Lo que he visto es lo que he dicho. Tengo años de observación para apoyarlo. ¿Querrá ella venir a Washington?
—Bueno, Ithiel, no he tenido la oportunidad de preguntárselo. Pero… para que me entiendas, he llegado a querer a esa chica. He examinado todos los aspectos de lo que probablemente sucedió, y creo que ese hombre robó el anillo porque su relación estaba acabando. Ella tenía la intención de terminar. De manera que él la hizo cómplice del robo y ella se fue con él solo para poder recuperar mi esmeralda.
Ithiel dijo:
—¿Y por qué crees esta… historia que te has montado, que ella había acabado con él y él era muy astuto pero ella tenía su sentido del honor, o de la responsabilidad? Todo ello suena muy elevado para la gente de a pie.
—Pero es que lo que te estoy diciendo —dijo ella con un énfasis especiales que Gina no pertenece a la población en general.
—Y tú quieres que yo la conozca. Y que ella esté bajo mi influencia. Se enamorará de mí. Y tú y yo aumentaremos el número de los nuestros. Se alistará con nosotros. Y ella y yo nos cuidaremos el uno al otro y tú tendrás la satisfacción de verme en buenas manos y esta será tu bendición por encima de nuestras cabezas.
—Teddy, te estás burlando de mí —le dijo ella, pero sabía perfectamente que no se estaba burlando, allí no era adonde él quería llegar, la interpretación de él era más o menos correcta, en la medida de lo posible.
—Nunca nos vamos a sacar uno al otro de apuros —dijo Ithiel—. No de los apuros en que estamos metidos. Incluso eso no es tan excepcional. Y todos sabemos lo que tenemos que esperar. Es solo una pelea de unos cuantos inconformistas. Estoy hablando de ti. Me gusta pensar que estoy cómodo con la realidad. Tu idea de la realidad es diferente. Puede que sea más profunda que la mía. Ahora, si esa jovencita tiene sus propios motivos para mudarse a Washington, con mucho gusto iré a buscarla por ti y hablaré con ella. Pero el tipo de arreglos que son ideales para tus niñitas (escuela, fiestas y profesores preocupados) no puede extenderse al resto de nosotros.
—Oh, Teddy, no soy tan tonta como tú crees —dijo Clara. Tras esta conversación, ella sacó un cuaderno de notas para tratar de resumir la opinión subyacente de Ithiel: las suposiciones que hacemos sobre los motivos de los demás son tan limitadas y nuestra comprensión del universo y de sus fuerzas es tan falsa que, mientras más analizamos, más daño hacemos. Ella sabía perfectamente que este memo, como todos los demás, iba a desaparecer. Se preguntaría a sí misma: «¿Qué estaba yo pensando después de hablar con Ithiel?». Y nunca volvería a ver este papel.
Ahora tenía que arreglar un encuentro con Gina Wegman, y eso resultaba difícil. Nunca hubiera previsto que sería tan duro. Llamó varias veces a Gottschalk, quien le dijo que estaba en contacto con Gina. En realidad, todavía no la había visto. Ahora tenía un número en la periferia del centro para localizarla y ocasionalmente podía hablar con ella.
—¿Le ha dicho usted que quiero verla? —dijo Clara. Y pensó: Es la vergüenza. La pobre chica está avergonzada.
—Me dijo que estaba muy ocupada, y me parece que planea volver a su casa.
—¿A Austria?
—Habla un buen inglés, lo que pasa es que no capto una señal clara.
De manera poco amable, digamos que, si mantenía limpias las gafas, podría ver mejor. Además, para aumentar su importancia o su tarifa, le estaba ocultando información, o fingiendo que tenía más información de la que en realidad tenía.
—Si me da usted el número, yo puedo llamarla directamente —le dijo ella—. Ahora bien, ¿está el joven con ella ahí en la periferia del centro?
—Yo no lo creo. Me parece que está con amigos o parientes y me parece que se vuelve a Viena muy pronto. Le daré el número, pero antes de llamarla concédame unas horas más para conseguir más información.
—Estupendo —dijo Clara, y tan pronto como Gottschalk colgó el teléfono marcó el número de Gina. Consiguió hablar con ella de inmediato. Tan simple como eso.
—Oh, señora Velde. Tenía intención de llamarla —dijo Gina—. Me echaba un poco para atrás ese señor Gottschalk. Es detective, y me preocupaba su actitud, que usted creyera que era un asunto para la policía.
—No es policía en absoluto, es estrictamente privado. Yo nunca te habría amenazado. Quería saber qué había sido de ti. Ese hombre es un imbécil. No le hagas caso. Gina, ¿es cierto que te vuelves a Viena?
La joven le dijo:
—Esta noche. Lufthansa. Vía Munich.
—¿Sin verme? Eso no puede ser. Debo de haberte hecho enfadar mucho. Pero no es enfado lo que yo siento por ti; precisamente lo contrario. Pero tenemos que vernos antes de que te vayas. Debes de estar muy atareada con las cosas de última hora.
Horrorizada por perderla, y dilatada por el calor y la respiración, con el corazón que se le hinchaba de pronto, apenas podía hablar debido al nudo emocional que se le había formado en la garganta.
—¿Me darías un poco de tiempo, Gina? Hay muchas cosas que resolver, muchas cosas entre nosotras. ¿Por qué tienes tanta prisa en volverte a casa?
—A mí también me gustaría mucho verla, señora Velde.
La prisa es por mi compromiso y mi boda. Clara empezó a pensar: está embarazada.
—¿Te vas a casar con Frederic? —le dijo.
Era una pregunta con mucha carga, casi una súplica: Por favor, que no esté tan loca como para hacer eso. Gina no estaba preparada para contestar. Parecía que estaba reflexionando. Pero al final dijo:
—No tendría que ir a Viena en tal caso. Mi prometido es un empleado del banco de mi padre.
La cuestión debía ser si tenía uno que explicarse. Pero había que dar explicaciones, en opinión de Clara. Gina había dudado, pero ahora aceptó, y decidió ver a Clara después de todo. Sí, iba a hacerlo.
—Unos amigos me van a dar una fiesta de despedida. Será en Madison, en los bajos del Setenta. ¿Quizá podríamos vernos media hora antes? A su manera, fue usted muy amable —oyó Clara que le decía la chica.
—Encontrémonos entonces en el Westbury. ¿Cuándo?
A las cuatro.
Amable, a mi manera… ¿Qué significaba eso? Ella cree que fui brusca. Pero esas cuestiones marginales podrían resolverse más tarde. Ahora mismo la cita de Clara con el doctor Gladstone tenía que cancelarse. Como tendría que pagarle sus honorarios a pesar de todo, él tendría una hora para pensar de manera profunda en cosas analíticas, meditar sobre problemas de identidad, se dijo Clara a sí misma, con más de una gota de odio. ¿Había nadie que fuera alguien? ¡Cómo iba a saberlo un hombre como Gladstone! A los tipos como él, Ithiel los llamaba fontaneros. Le gustaba recordarle a ella que había dejado de ir a la terapia porque nadie era capaz de decirle lo que costaba ser Ithiel Regler. Eso sonaba altanero, pero en realidad era lo único razonable. No era más que la verdad. A ella también se le aplicaba.
Era extraño que ella fuera tan firme y enérgica, teniendo en cuenta que estaba enfebrecida, tratando de encontrar una salida a tantas emociones mezcladas. En el taxi —uno de los diez mil coches que se arrastraban hacia las afueras— inclinó el largo cuello hacia atrás para aliviarlo del peso de su cabeza y para controlar la locura de su mente, llena de pánico. Aquella paralización absoluta del tráfico en la avenida Madison, aquellas masas del todo innecesarias, los vehículos que no tenían que estar allí, transportando a inútiles compradores o viejos sin ningún otro objetivo más que el de salir de su confinamiento para ir a reñirle a alguien. A Clara la sofocaban estas paradas y retrasos. En su mente explotaba motores, salía a las esquinas y tiraba abajo semáforos con una fuerza terrible. Cinco de los treinta minutos que podía concederle Gina ya se habían ido por el desagüe. A dos manzanas del Westbury no pudo aguantar más el tráfico, salió del taxi y anduvo el resto del camino, con las partes interiores de sus rodillas frotándose como siempre hacían cuando tenía prisa. Entró por la puerta giratoria en el vestíbulo y allí estaba Gina levantándose de un taburete alto. Qué hermosa le parecía la chica con su sombrero redondo de paja negra y brillante y un velo que le cubría la nariz. Desde luego, no estaba hecha para expresar contrición, con un vestido que mostraba el busto y todas las líneas del trasero. Pero, por otro lado, tampoco tenía un aspecto desafiante. Animada casi, y también brillante. Se acercó a Clara con un gesto afectuoso, de manera que cuando se besaron la mejilla Clara captó parte de lo que un hombre apasionado podía sentir hacia una chica como esa.
Clara, mientras, se echaba la culpa de su tardanza a la hora punta, al tiempo que se sentía insatisfecha con el vestido que se había puesto aquel día: aquellas flores grandes eran un error, una mala señal, y pertenecían a la parte más insensata de su armario. Se sentaron en el salón de cócteles. Enseguida tuvieron a uno de aquellos asfixiantes camareros de Nueva York encima. Clara no perdió tiempo con él. Pidió un Campari y, mientras el hombre tomaba nota del pedido, le dijo:
—Traiga las bebidas y después no nos moleste más; tenemos mucha tela que cortar.
Entonces se inclinó hacia Gina: dos cabezas con estilo, cada una con un diseño distinto. La chica se levantó el velo.
—Ahora, Gina, cuéntame… —dijo Clara.
—El anillo tiene un aspecto maravilloso en su mano. Me alegro de verlo ahí.
Ya no era la chica aupair que esperaba que le dirigiera la palabra, se conducía como una persona distinta: de igual a igual, y más. Era algo grande lo que había hecho en América.
—¿Cómo entraste en la casa?
—¿Dónde lo encontró? —preguntó Gina.
—¿Qué significa eso? —Clara quería saber. En su sorpresa, volvió a ser la chica de campo con su tono simple de desafío y sospecha—. Estaba en la mesilla de noche.
—Sí. Muy bien entonces —dijo Gina.
—Algo por lo que me siento muy mal es el encargo tan duro que te asigné. Casi imposible —dijo Clara—. La alternativa era poner el caso en manos de la policía. Supongo que a estas alturas ya sabes que Frederic está fichado por la policía; ningún delito grave, pero ya ha pasado por Rikers Island y la cárcel del Bronx. Eso habría creado problemas, una investigación. Habría sido duro para ti y yo no habría hecho eso. —Se tocó las rodillas con la mano y sintió la sorprendente prominencia de los músculos.
Gina no pareció avergonzada por esta mención de Rikers Island. Debía de haber decidido no estarlo.
Clara nunca iba a averiguar qué había significado el asunto con Frederic. Gina no explicó nada más, solo reconoció que su novio había cogido el anillo.
—Me dijo que se estaba paseando por el apartamento… —¡Ella se lo imaginó, un hombre así, curioso y cleptómano, suelto por su casa!—. Vio el anillo y se lo metió en el bolsillo, sin ni siquiera pensar. Yo le dije que a usted se lo había regalado alguien a quien quería mucho, y que la quería… —¡de manera que sí comprendía lo del amor!—, y que yo me sentía responsable porque era yo la que lo había llevado a la casa.
—Supongo que a él eso ni lo inmutó.
—Él respondió que la gente de la avenida Park no entendía nada. No les gustaban los problemas y dependían de las medidas de seguridad para protegerse. Una vez que se habían pasado las medidas de seguridad del vestíbulo, vaya, eran tan indefensos como pollos. Tenían suerte de seguir vivos. No tenían ni idea de cómo defenderse.
La mirada de Clara permaneció lúcida y sobria. Su nariz torcida le añadía sequedad a su aspecto. Le dijo:
—Tengo que darle la razón. En mi propia casa yo no sentía que fuera necesario. No es que no se protejan las cosas valiosas. Pero es posible que tuviera razón sobre lo de la avenida Park. Esta es una clase de gente que no piensa y nunca lo va a admitir. Así que tuve suerte de no encontrarme a alguien peor que Frederic. Puede ser que los haitianos sean más desenfadados que otros habitantes de Harlem o del Bronx.
—¿La clase de gente de la avenida Park a la que usted pertenece?
—Sí —dijo Clara. Otra vez tenía los ojos grandes, pues estaba pensando con gravedad. Dios mío, ¡a lo que van a tener que enfrentarse mis hijas!—. Debería darle las gracias a ese hombre por limitarse a robar, supongo.
—No tenemos tiempo para hablar de ese aspecto del asunto —dijo Gina.
Esos minutos en el bar parecían ir transcurriendo de acuerdo al plan deliberado de Gina. De Frederic no iba a hablar. De pronto, Clara tuvo el impulso de atacar a Gina. Vaya, era como la mujer carnal del Libro de los Proverbios, que come y bebe y elimina toda traza de lujuria con su servilleta. Pero no podía sostener este impulso crítico. ¿Quién podía saber cómo habría sido absorbida la chica o cómo se las arreglaba, o qué tuvo que hacer para recuperar el anillo de un tipo así? Se lo debo a ella.
Además, con las niñas era de fiar.
Entonces, ¿qué es lo que tenemos aquí? Esta Gina tiene algo de orgullo. Ha estado a la altura del escenario de Nueva York, y es una joven de clase alta de Viena. Es cierto que hay una cierta vanagloria que se transmite. Sería falso hacer el número de la mujer carnal con ella. No nos pongamos tan del Antiguo Testamento. A mí me sigue llegando regularmente mi tarjeta de Navidad de Attica. Antes de contraer matrimonio con ese hombre del banco de papá la chica se debía a sí misma un poco de diversión, y la ciudad de Gog y Magog es el lugar ideal para ello. Posiblemente el doctor Gladstone habría señalado que los pensamientos de Clara estaban tomando un tono hostil: quizá envidia de la juventud. Ella no lo creía. Nadie, pero nadie, puede soportar las tentaciones modernas. (Trata de fabricar tu propio dinero y a ver lo que te dan por él.) Ella seguía sintiendo que su afecto por la chica no estaba perdido.
—¿Estás segura de que quieres volver? ¿Reconsiderarías quedarte?
—¿Y para qué me iba a quedar?
—Solo me lo estaba preguntando. Si quisieras una experiencia de América la podrías encontrar en Washington D. C.
—¿Y qué iba a hacer allí?
—Un trabajo serio. Y que no te eche para atrás lo de «serio»; no sería aburrido. Yo hice algo por el estilo en Cortina d’Ampezzo hace años y pasé uno de los mejores veranos de mi vida. Este amigo que tengo en Washington, para el que trabajé, es posiblemente uno de los grandes hombres en la historia de la mente estadounidense. Me parece que quizá sea el que tiene más dones para ponerlo todo en perspectiva.
Todo. Si lo conocieras, estarías de acuerdo en que es un hombre fascinante…
Aquí Clara paró de hablar. Sin avisar, había entrado en una intersección compleja, un cruce sin ninguna marca. Se imponía una pausa, y estudió en un silencio de muchos niveles adónde la estaba llevando su entusiasmo por esta chica austriaca; una chica bonita insensata, básicamente (quizá). ¿Quería darle algo a Ithiel? Quería recompensar a Gina. Muy bien. Y quería encontrar una mujer adecuada para Ithiel. Las esposas que él escogía eran un escándalo. (O mis esposos; no son mucho mejores.) Una vez más, muy bien. Pero ¿qué había pasado con Frederic? ¿Había hecho todo lo que debía para evitar toda conversación sobre el contacto haitiano? ¿Y por qué esta conversación con Clara se agolpaba en veinte minutos? ¿Por qué no la invitaba a la fiesta de despedida? ¿Quién iba a estar allí?
Ahora se le ocurrieron muchas posibilidades increíbles: los padres de Gina habían venido a América para llevársela a casa. Le habían pagado a Frederic para que se marchara y una parte incidental del trato consistía en que devolviera el anillo. Clara podía imaginar perfectamente un trato así. La chica tenía muchas razones para mantener a Clara apartada de sus amigos; posiblemente hasta de sus padres. La llamativa Clara con su inocencia y su rapidez podía haber planteado el caso a bocajarro a los padres ricos con toda su cultura Mitteleuropa (cultura de mierda, podría haber dicho Ithiel). Bueno, que celebraran su fiesta sin que ella los molestara. Pero ella no estaba dispuesta a enviar a Gina a Washington toda envuelta en papel de regalo (solo que el regalo rodeado de cintas habría sido Ithiel, si se lo entregaba a esa joven). ¡Ni hablar!, decidió Clara. Voy a ser tan directa como me han acusado de ser. Desde luego que no voy a organizar un matrimonio para que me duela toda la vida. Frenó el tono de alcahueta que había empezado, en su bondad tonta. Sí, Gina era una chica fuera de lo común —esa convicción no había cambiado—, pero si Teddy Regler era el hombre a la vista, no.
—Yo no lo conozco, ¿verdad? —dijo Gina.
—No.
Y nunca lo conocerás.
—A usted le gustaría hacer algo por mí, ¿verdad? —le decía Gina muy en serio.
—Sí, si fuera factible —dijo Clara.
—Es usted una mujer generosa: excepcionalmente generosa. Pero yo no estoy en posición de ir a Washington. Si no, es posible que me encantara la idea. Y siento decir que tengo que dejarla pronto. Realmente lo siento. No tengo tiempo para hablar sobre ello, pero usted ha significado mucho para mí.
Eso ya es algo, pensaba Clara. La gente para la que significas mucho simplemente no tiene tiempo de hablarte sobre ello.
—Deja que me despida rápidamente —dijo Clara—, ya que tiene que ser rápido, he estado pensando en las fases por las que ha pasado una mujer como yo en la vida. Fase uno: todo el mundo es amable, básicamente bueno; tú los tratas bien y ellos también te tratan bien: esa es la fase de bebé. Fase dos: todo el mundo es una bestia, carniceros, bárbaros, violadores, liantes, mentirosos, asesinos. Fase tres: también es inaceptable el cinismo, una se crea un juicio mejorado basándose en indicios mínimos o en ciertos ejemplos selectos. No sé lo que se puede sacar de todo eso, si es que se puede sacar algo… Pero ahora, antes de que te vayas, vas a satisfacer mi curiosidad al menos en un punto: cómo conseguiste recuperar el anillo. Si te costó dinero, quiero pagarte hasta el último céntimo. Insisto. Dime cuánto y a quién. Y ¿cómo entraste en el apartamento? Nadie te vio. No tenías llave, ¿verdad?
—No hable de gastos, no me debe ningún dinero —dijo Gina—. Lo único que voy a decirle es cómo llegó el anillo a su mesilla de noche. Fui a la escuela de Lucy y se lo di a ella.
—¡Le diste la esmeralda a Lucy! ¿A una niña pequeña?
—Procuré llegar antes de que su nueva niñera fuera a buscarla y le expliqué a Lucy lo que tenía que hacer: «Aquí tienes el anillo de tu madre. Hay que ponerlo en su mesilla de noche. Y aquí tienes un bonito pañuelo de Madeira para ponerlo dentro».
—¿Qué más le dijiste?
—No era necesario decir mucho más. Ella sabía que el anillo se había perdido. Bien, ya lo habíamos encontrado. Envolví el anillo en el pañuelo y se lo metí en la cartera.
—¿Y ella comprendió?
—Se parece mucho a usted.
—¿En qué? ¡Dímelo!
—Es del mismo tipo que usted. Usted me lo había mencionado varias veces. ¿Lo creía yo? Ahora estaba empezando a creerlo.
—Te podías arreglar para convencerla a ella para que lo hiciera y para que no lo dijera; que no se lo contara a nadie. Y yo me preocupé muchísimo cuando apareció el anillo dentro del pañuelo. ¿De dónde había salido? ¿Quién podía haberlo hecho? Me pregunté incluso si habían contratado a un ladrón para que entrara y lo pusiera allí. Y la niña no dijo ni una palabra. Miró hacia delante como un centinela romano. ¿Tú le dijiste que no lo dijera?
—Bueno, sí. Era mejor así. ¿Nunca se le ocurrió preguntarle a ella?
—¿Cómo se me iba a ocurrir? —dijo Clara—. Ni una vez. Y mi propia hija, capaz de eso.
—Le dije que bajara a la calle y me informara después —dijo Gina—. Fui caminando detrás de ellas desde la escuela: de Lucy y de la chica nueva, que no me conoce. Y aproximadamente a los quince minutos Lucy se encontró conmigo en la esquina y me dijo que lo había puesto donde yo le había indicado… Está usted complacida, ¿verdad?
—Estoy desconcertada. Estoy conmovida. Francamente, Gina, no creo que tú y yo nos volvamos a ver —la chica no lo negó, y Clara prosiguió—: de manera que te voy a decir lo que siento. Tú no ibas a describir ni relatar tus experiencias en Nueva York, en Harlem: supongo que estabas siendo firme de acuerdo con tu criterio privado. Tus intimidades son asunto tuyo, pero la palabra que yo utilicé para describir tu actitud fue «vanagloria»: el orgullo de una chica europea en Nueva York que se mete en un lío y se lleva el mérito por ser capaz de salir de él. Pero es mucho más que eso. —Las lágrimas brotaban de los ojos de Clara mientras tomaba la mano de Gina—. Ya veo cómo arreglaste todo sirviéndote de mi propia hija. Le diste algo importante que hacer y ella fue capaz de llevarlo a cabo. Lo que más me maravilla es el hecho de que no habló, solo observó. Ese nivel de observación y de control en una niña de diez años… ¿Cómo crees que me siento al descubrir eso?
Gina se había estado preparando para levantarse, pero se volvió a sentar brevemente. Le dijo:
—Me parece que ha encontrado usted la palabra adecuada… Adecuada para las dos. Cuando fui a que me entrevistara usted, la vanagloria estaba por todas partes, usted me la estaba echando encima. Yo me preguntaba si en América todas las mujeres de su casa eran así. Pero usted no es una mujer de su casa americana. Usted tiene personalidad, señora Velde. Como si dirigiera el tráfico: «A la izquierda, a la derecha… haz esto, aquello». Usted tiene las ideas claras.
—¿Quizá soy un poco chinche? —dijo Clara—. ¿He herido tus sentimientos?
—Si eso significa mandona, no. No hirió mis sentimientos cuando empecé a conocerla mejor. Usted era firme, según su criterio. Decidí que era usted una persona completa y las órdenes que daba las daba por ese motivo.
—Ah, espera un momento. Yo no veo a ninguna persona completa. Estoy segura de que en tiempos más felices sí que existían las personas completas. Pero ¿ahora? Ahora ese es el problema. Una mira a su alrededor a ver si encuentra algo a lo que agarrarse y ¿dónde está?
—Yo lo veo en usted —dijo Gina. Se levantó y cogió su bolso—. Puede que usted se resista a creerlo debido al desengaño y la confusión. ¿Qué personas son las perdidas? Esto es más difícil de decidir, incluso sobre uno mismo. El día del desfile de modas comimos juntas, y usted comentó algo así como: «Nadie es nadie». Estaba solo murmurando, hablando de su psiquiatra. Pero cuando empezó a hablar del hombre de Washington hace un momento, ya no había ningún problema de nadie que fuera nadie. Y cuando le robaron el anillo, lo que le disgustó no fue la pérdida de un bien. La gente perdida pierde «cosas valiosas». Usted solo perdió este anillo especial. —Puso el dedo en la piedra.
Era extraño que dos personas, una de ellas joven, tuvieran una conversación tan mental. Quizá la vida en Nueva York había obligado a una chica como Gina a ser mental. Clara se preguntaba cómo podía ser eso.
—Adiós, Gina.
—Adiós, señora Velde. —Clara se levantó, y Gina la rodeó con el brazo. Se abrazaron—. Con todo este desorden, no sé cómo mantienes el hilo. Y lo haces, sin embargo. Me parece que sabes muy bien quién eres.
Gina se marchó rápidamente.
Unos minutos antes (que podían haber sido horas), Clara había tenido malos sentimientos para con una chica. Tenía intención, incluso, de hacerle pasar un mal rato, de volver con ella caminando a donde fuese, de conseguir una invitación a la fiesta de despedida, de hablar con sus padres, de avergonzarla con sus amigos. Pero eso era antes de entender lo que había hecho Gina, de saber cómo se había devuelto el anillo. Pero ahora, cuando Clara salió por la puerta giratoria, y tan pronto como tuvo la acera bajo sus pies, empezó a llorar desconsoladamente. Empezó a andar, deprisa y llorando, por la avenida Madison, no como una persona que fuera de allí sino como uno de los sin techo, que hacen cosas grotescas en público, una de esas personas de la calle a las que hubieran sacado de alguna institución. La principal fuente de las lágrimas se abrió. Encontró un pañuelo y se lo acercó a la cara con la mano del anillo, caminando con una prisa extraña. Podría haber estado andando sobre las aguas en el puerto de Nueva York: se sentía igual, era más mar que acera, y con todo el esfuerzo y los movimientos que hacía no iba a llegar a ninguna parte, seguía en el mismo lugar. Cuando Ithiel me describió a mí misma en Washington, debería haberle hecho caso, pensaba. Él conoce el panorama, el gran, gran panorama; no trata de adularme. Es realista y auténtico. Y yo parezco tener idea de quién tengo en mi interior. Es posible que no haya más de uno en un millón que tenga eso, y es una pena. Y posiblemente mi propia hija sea uno de ellos.