¿Qué tal día has pasado?

Mareada por sus perplejidades, seducida por un espíritu inquieto, Katrina Goliger hizo un viaje que no debería haber hecho. ¿Qué le sucedió, por qué se movía de ese modo? Ella era una matrona de los suburbios divorciada y con dos hijas pequeñas, ¿estaba perdiendo terreno, se estaba desvaneciendo su belleza o es que se estaban reduciendo sus posibilidades con tanta rapidez que eso la ponía nerviosa? La belleza no era su problema; era bastante bonita, con pelo oscuro y atractivos ojos. Tenía buena figura, un poco rellenita, pero le sacaba partido. A Victor Wulpy, el hombre de su vida, le gustaba tal y como era. Lo peor que se podía decir de ella es que era patosa. La patosidad, sin embargo, podía confundirse con ingenuidad si se sabía llevar. Pero había pocas cosas que Trina supiera llevar. La verdad, para resumir, es que era pasablemente bonita, un poco desgarbada, y salvajemente inquieta.

Con toda justicia, sus opciones las limitaba Victor, y cada vez más. Y no es que él fuera caprichoso. Tenía unas dificultades muy especiales con las que lidiar: el estado de su salud, ciertas discapacidades físicas, lo avanzado de su edad y, además de todo eso, su importancia.

Porque Victor era una figura importante, un intelectual de relieve mundial, un grande en el mundo del arte, y había sido bohemio mucho antes de que la bohemia formara parte de la vida diaria. El mundo civilizado sabía muy bien quién era Victor Wulpy. No se podía hablar de pintura moderna, poesía —y algunos temas importantes más— sin hacer referencia a él.

Bueno, pues, hacia la medianoche, y en medio del crudo invierno —Evanston, Illinois, donde se vive en lo más bajo del helado frío continental—, suena el teléfono de Katrina y Victor le pregunta, de hecho, le dice:

—Tienes que estar aquí mañana por la mañana muy temprano.

«Aquí» es en Buffalo, Nueva York, donde Victor ha estado dando conferencias.

Y Katrina, dejando a un lado todas las consideraciones de sentido común o de respeto a sí misma, responde:

—Tomaré un vuelo temprano.

Si hubiera tenido un romance con un hombre más joven, Katrina podría haberle respondido con una carcajada, y decirle: «Eso es realmente gracioso. Será una broma, ¿no?, y precisamente lo que me apetece con este tiempo helado. Pero ¿qué se supone que voy a hacer con mis hijas con tan poco plazo?». Podría haber mencionado también que su ex marido la había llevado a los tribunales por la custodia de las niñas, y que mañana tenía cita con el psiquiatra que el tribunal había nombrado para que informara sobre su capacidad. Habría mezclado estas excusas con la broma, y las habría combinado con un «Venga ya: mejor nos vemos el jueves. Te compensaré». Pero con Victor la negativa no formaba parte de las opciones. Últimamente era casi imposible decirle que no. La mala salud era un eufemismo. El año pasado casi había muerto.

Varias fuerzas —y ella lo sentía del todo— le habían robado la energía para resistir. Victor era un monumento tal, y llegaba tan lejos en la historia de la cultura moderna… Había que recordar que había empezado a publicar en transition, revista de avant-garde, siempre en minúsculas, y Hound and Horn, antes de que ella naciera. Estaba empezando a ganarse una reputación de avant-garde mientras ella seguía en el patio de la escuela. Y, si uno pensaba que no estaba cansado y no tenía más sorpresas en la manga, se equivocaba, ese no era Victor Wulpy. Hasta sus más acérrimos detractores, los más intransigentes, tenían que admitir que seguía siendo un personaje de primera. Y ¿sobre cuántos norteamericanos habían dicho líderes del pensamiento como Sartre, Merleau-Ponty o Hannah Arendt: «Chapeau! Es un verdadero genio»? A Merleau-Ponty lo impresionaron especialmente los ensayos de Victor sobre Karl Marx.

Además, Victor era personalmente tan impresionante … Tenía esa cara, esa estatura…; sin tener que fingir, era tan imponente que a menudo impresionaba a la gente como si fuera un rey, o perteneciera a una clase extraña. Un rey al estilo de Nueva York, profundamente norteamericano: bienhumorado, accesible, pero siempre dejando claro que el soberano era él; que no admitía tonterías de nadie. Pero el año anterior —le llegó ese momento de la vida, alrededor de los setenta y cinco años— se vino estrepitosamente abajo. Le ocurrió en Harvard, y lo llevaron al Hospital General de Massachusetts para que lo operaran. Allí los médicos lo habían arrastrado desde el borde de la tumba. O puede que él mismo desdeñara la tumba, envuelto en vendajes como estaba con tubos en la nariz y drogado hasta más no poder. Al verlo así echado, nunca se hubiera creído que iba a salir por su pie. Pero lo hizo.

Supongamos, sin embargo, que Victor hubiera muerto. ¿Qué habría hecho Katrina? Pensarlo la confundía. Pero la hermana de Katrina, Dorothea, que nµnca perdonaba a nadie, explicaba con detalle las consecuencias de la muerte de Victor. Dorothea, para decir la verdad, no podía dejar de hablar del tema.

—Este ha sido el principal acontecimiento de tu vida. Esta vez, niña, de verdad has cantado. —Aquella metáfora era un poco rara para Katrina, que era bonita y regordeta y casi nunca alzaba la voz siquiera—. Tendrás que hacerle frente cuando por fin suceda. Seguro que eras consciente de que solo tenías un tiempo corto.

Katrina ya sabía todo lo que Dotey tenía que decirle. La situación se resumía de la siguiente manera: Dejaste a tu marido para tener esta aventura fuera de lo común. La excitación sexual y la ambición social iban parejas. Tenías por objetivo introducirte en los altos círculos culturales. No sé lo que creíste que tú tenías que ofrecer. Si creemos lo que decía papá, y él lo repetiría incluso desde el otro mundo, no eres más que una tonta del montón que vive en los suburbios del norte de Chicagolandia.

Era bastante cierto que el difunto Billy Weigal había llamado a sus hijas la tonta número uno y la tonta número dos. Las envió a la universidad del estado en Champaign-Urbana, donde formaron parte de una hermandad y estudiaron lenguas romances. ¿Que las niñas querían estudiar francés? Bueno. ¿Arte dramático? Seguro, por qué no. El viejo Doc Weigal hacía como que eran todo pamplinas. Había sido político, pero sobre todo un amañador de impuestos con elevados contactos en la maquinaria democrática de Chicago. Su mujer también era un peso pluma mentalmente hablando. Era parte de la convención que las mujeres tuvieran cerebro de mosquito. Aquello complacía a su corrupto y protector corazón. Como señaló Víctor una vez (todas las interpretaciones superiores procedían de él), esto era simplemente la ideología de siempre de la clase media, cuyos componentes eróticos no era difícil imaginar. La mujer ignorante era un fuerte estímulo para el hombre que se consideraba duro. A un nivel infinitamente superior, Baudelaire había aconsejado a los hombres que se alejaran de las mujeres cultas. Las intelectuales y las damas burguesas provocaban la parálisis sexual. Los artistas solo podían confiar en las mujeres del pueblo.

En todo caso, a Katrina la habían educado para que se considerara a sí misma una boba. Que ella supiera que no lo era era uno de los postulados secretos e importantes de su sabiduría como mujer. Y de hecho no se oponía al modo en que Dorothea trataba su intrincado y fascinante problema con Víctor. Dorothea decía:

—Quiero que lo veas desde todos los ángulos. —Lo que eso quería decir en realidad era que Dotey iba a tratar de joderla por todos lados—. Empecemos por el hecho de que como señora de Alfred Goliger nadie en Chicago se fijaba en ti. Cuando el señor Goliger invitaba a la gente para que vieran sus maravillosas colecciones de marfil, jade y piedras semipreciosas, y mientras él se ocupaba de dar conversación a los invitados, lo único que pedía de ti es que sirvieras las bebidas y los aperitivos. Y para la gente con la que él trataba de pasar el tiempo, los tipos de la ópera lírica, tú no eras más que el ama de casa corriente.

»Y entonces de pronto, gracias a Wulpy, empiezas a conocer a todos los Motherwell y Rauschenberg, Ashbery y Frankenthaler, y abandonas a los intelectuales de medio pelo de la ciudad tirados en el polvo. Sin embargo, cuando tu viejo mago muera, ¿qué va a suceder? A las viudas se las olvida rápido, excepto a las que tienen talento para promoverse. ¿Qué pasa con las novias?

Al llegar a la Northwestern University para impartir sus seminarios sobre pintura norteamericana, a Víctor los Goliger lo habían tratado como a un personaje. Alfred Goliger, quien, entre sus vuelos a Bombay y Río, se había dedicado a las gemas, a las antigüedades y a los objetos de arte y había comprado joyas de Estado y también porcelana, plata, cerámica y estatuas en todos los continentes, ansiaba formar parte del mundo del arte. No era uno de esos maridos renqueantes; en Brasil y en la India hacía más o menos lo que le daba la gana. Pero no había entendido bien a Katrina si creyó que en ella tenía a un ama de casa que dedicaría su tiempo a elegir papeles pintados y asistir a reuniones de la comunidad de vecinos. Víctor, el perfecto personaje, mientras se relajaba en medio de los admiradores de Evanston y sorbía martinis y comía aperitivos, analizó al ansioso marido, agresivo y en formación, y después estudió a la bonita esposa, que en todos los sentidos de la palabra era una mujer misteriosa. Percibió que era aún más misteriosa ahí donde había más oscuridad. Las circunstancias habían hecho que Katrina pareciera vulgar. Ella hacía lo que los caracteres fuertes hacen cuando se les imponen esas circunstancias; las utilizaba como camuflaje. De ese modo se acercó a Wulpy como si fuera corta de vista, una persona que tiene que acercarse mucho para ver algo. Se acercó tanto que se podía oler su aliento. Y además su mirada baja, casi testaruda, se posaba en ti justo en ese momento de más que llevaba ya un mensaje sexual. Era la incompetencia con la que se presentaba, el fruncido del ceño con sorpresa y la cortedad de vista lo que transformaba definitivamente tu percepción de ella. La primera vez que se estrecharon la mano lo informó a él de una disposición, una inclinación. Él vio que todos los preparativos de ella habían sido dispuestos. Con una especie de silencio grabado alrededor de la boca bajo la ancha barra de su bigote, Wulpy registró toda aquella información. Todo lo que tenía que hacer era dar la señal para empezar. Su intención era precisamente esa.

Al principio no fue nada más que el tonteo de la visita de un anciano famoso y un poco caprichoso. Pero Wulpy era un hombre demasiado grande para andarse con tonterías. Era un intelectual disciplinado. Representaba alE}Q. A la edad de setenta años, había ordenado sus ideas casi del todo y definitivamente: no había en él nada de la debilidad ni de la deriva que supuestamente hacían que la gente educada fuera despreciable. ¿Cómo puede uno llamarse un pensador moderno si carece del realismo suficiente para distinguir con rapidez dónde falla un matrimonio, si no sabe lo que es la hipocresía, si no ha llegado a conocer la mentira, si, en determinadas condiciones, la gente todavía puede decir sobre ti: «Es un encanto»? Nadie hubiera soñado siquiera con llamar a Victor «un encanto». ¿Era esto maldad? No, un criterio experimentado. Pero, fueran cuales fueren sus intenciones originales, la aventura se fue transformando en permanente. ¿Cómo se calibra a una mujer que sabe cómo atar a un mago así a su lado? Tiene que ser algo más que una tonta de los suburbios con piernas torpes. Y esto es algo más que el cruel absurdo, el declive y la esclavitud sexual de un hombre distinguido que se ha hecho (¡con cuánta rapidez!) viejo.

El divorcio fue feo. Goliger estaba furioso, y fue vengativo. Cuando se mudó de la casa, la despojó y se llevó sus tesoros orientales, la colección de jade, el cristal, las colgaduras, los elefantes pintados y dorados, la porcelana china e incluso algunas de las valiosas joyas que le había regalado a ella y que ella no tuvo la previsión de meter en el banco. Estaba decidido a echarla también de la casa, pues era una casa buena y antigua. Y podría hacerlo si obtenía la custodia de las niñas. Las niñas notaron poco la desaparición de los objetos indios y venecianos, aunque el abogado de Trina declaró ante el tribunal que su desaparición las había desorientado. Dorothea dijo de sus sobrinas:

—Me interesaría averiguar qué es lo que pasa por la cabeza de esos dos personajes misteriosos. En cuanto a Alfred, esto es la guerra declarada.

Ella creía que Katrina era demasiado distraída como para ser una buena guerrera.

—Pero ¿te das cuenta?

—Claro que me doy cuenta. Siempre estaba yendo a alguna subasta. Nunca estaba en casa. ¿Qué hacía él, allí lejos en la India?

Katrina seguía a la mesa, terminando la cena, cuando llamó Víctor. El invitado era el teniente Krieggstein, de la policía. Llegó tarde, por el mal tiempo, y contó algo de haber patinado en la tormenta de nieve y tener que esperar a un camión de arrastre. Casi había perdido la voz y declaró que necesitaría una hora para descongelarse. Como era amigo de la familia, no necesitaba permiso para subir leña del sótano y encender fuego. La casa había sido construida en la mejor época arquitectónica de Chicago (hecho como un Stradivarius, según Krieggstein), y las curvadas baldosas del hogar («¡Ah…, los viejos oficios!») eran del mismo azul que las plumas del martín pescador.

—No es la primera vez que veo mal tiempo, pero esto es lo peor que he visto nunca —dijo, y pidió salsa picante para echarla encima de su curry, mientras bebía vodka de una jarra de cerveza. Su rostro seguía ardiendo por el hielo, y, ya a la mesa, sus ojos siguieron llorando—. Ay, menudo lujo es este fuego para mi espalda.

—Espero que no exploten tus municiones.

El teniente llevaba siempre al menos tres pistolas. ¿Iban todos los policías de paisano («de calle») armados hasta los dientes, o era que este tenía más armas porque era bajito? Él se presentaba como elegante pero imponente. Bastaba con retarlo para enfrentarse a una acción fatal. Victor decía de él que estaba justo a este lado de la raya de la cordura pero que siempre la estaba cruzando.

—Un peón solitario a ambas orillas del Río Grande al mismo tiempo. —En general, él veía a Krieggstein con ojos indulgentes.

Era casi medianoche en Buffalo. Katrina no esperaba que Victor la llamara en ese momento. Plenamente familiarizada con su forma de ser, Katrina sabía que su viejo gigante debía de haber pasado una noche decepcionante, probablemente se había tirado en la cama del Hilton cansado, con más de la mitad de sus ropas por el suelo y una pinta de Black Label cerca para «mantener los motores auxiliares en marcha». El viaje era más duro de lo que él quería admitir. Beila, su mujer, le había aconsejado que no lo hiciera, pero sus opiniones no contaban. El director subordinado no le decía al presidente de la junta lo que tenía que hacer. Iba a ver a Katrina, por supuesto, las conferencias eran solo un pretexto. «Se lo he prometido a esos tipos», dijo él. Sin embargo, no era del todo un pretexto. Estaba muy solicitado, y le pagaban precios altos. Esa noche había hablado en la universidad del estado, y al día siguiente hablaría para un grupo de ejecutivos de Chicago. La operación de Buffalo era una operación combinada. La hija menor de los Wulpy, Vanessa, que estaba estudiando allí, estaba teniendo problemas. Para Victor, los problemas familiares nunca pudieron ser lo que eran para las demás personas: él nopodía tenerlos. Vanessa lo estaba provocando y él estaba irritado.

Cuando sonó el teléfono, Katrina dijo: «Ahí está Victor. Es un poco temprano. Es posible que tarde un rato». Con Krieggstein no era necesario andarse con ceremonias. La cena había terminado, y si ella tardaba demasiado al teléfono él no necesitaba que nadie lo acompañara a la puerta. Katrina, con su gran belleza pesada y sus formas redondeadas (justo dentro de los límites), salió del comedor lo más rápido que su figura le permitió. Soltó el pestillo de la puerta de la cocina. Por supuesto, Krieggstein tenía intención de quedarse y escuchar. La aventura no era ningún secreto y él se consideraba el confidente. Para ello tenía todas las calificaciones: era policía, y los policías lo ven todo; era un héroe de la guerra del Pacífico; y era su amigo de los tiempos de explorador. Para escuchar, volvió su gruesa y rosada cara hacia el fuego, puso las hinchadas piernas en una posición confortable y cruzó los cortos brazos sobre el jersey.

—¿Cómo te ha ido, Victor? —dijo Katrina. Lo cansado que estaba después de haber viajado así en invierno era lo que ella tenía que determinar por el tono de su voz y de las palabras que utilizara. Debía de haber sido un viaje excepcionalmente duro. Era un trabajo agotador para un hombre de su tamaño, y además con una rodilla operada, abrirse camino con un bastón por entre la marea humana que poblaba los aeropuertos. Como llevaba puesta su gorra de marino griego, era mucho más llamativo. A todos sitios iba con aspecto de resignación voluntaria y sabiduría. Aceptaba de buen humor sus impedimentos físicos (una familiaridad diaria y de toda la vida con el dolor) y no se quejaba por ir solo. Otros viejos famosos tenían ayudantes. Ella había oído que Henry Moore tenía nada menos que seis asistentes. Víctor no tenía a nadie. Su vida había adoptado una intensidad alocada que no podía compartir con nadie. El secreto era necesario, evidentemente. En el centro de tantas cosas obvias había un misterio sin resolver: ¿por qué? La respuesta de Katrina era por amor. Víctor no lo decía, siempre declinaba dar una respuesta. Quizá él mismo aún no había encontrado la respuesta a aquella pregunta.

Katrina pensaba también que tenía un aspecto misterioso. Debajo de la gorra de estilo griego o a lo Lenin había una especie de maraña de ciempiés en los ojos. Tenía los ojos achinados, que se extendían curiosamente hacia las sienes. Su tez estaba tan sonrosada cuando estaba enfermo como cuando estaba sano; casi nunca estaba pálido. Se movía con una admirable e inclinada gracia, sin adoptar poses, grande pero sin pesadez. No era un peso pesado. Tenía estilo. Si uno quería podía llamarlo un viejo bohemio, pero esas clasificaciones no te llevaban muy lejos. Ninguna categoría podía atrapar a Víctor. La parte de viajar como celebridad era muy cansada. Uno llegaba en avión y en el aeropuerto lo esperaban personas que no conocía y que lo ponían a prueba porque querían que se acordara de ellos individualmente, llamar s atención, congraciarse con él, provocar, halagar; todo era lo-mismo. En el camino desde el aeropuerto, se encontraba encerrado en un coche con ellos durante cerca de una hora. Después había bebidas: el alboroto del cóctel. Después de cuatro o cinco martinis había que ir a cenar y le presentaban a mujeres que no siempre eran atractivas. Tenía que recordar sus nombres, conversar y concederles un tiempo igual. Era como presentarse a las elecciones a un cargo público, tantas manos había que estrechar. Él se comía su chuleta y se bebía el vino, y antes de haber pronunciado su discurso en el atril ya estaba hecho polvo. Según Victor, era mejor no oponerse a todo esto, si se opone uno se cansa mucho más. Normalmente, a Victor le gustaba el ruido, la bebida y la conversación de extraños. Tenía tantas cosas que decir que abrumaba a todos los que se acercaban a él. En pleno fragor de un cóctel era capaz de oírlo todo y de hacer que lo oyeran; su voz de tenor semejaba a la de un pífano cuando decía algo importante, y sabía expresarse muy bien.

Si después de la conferencia se desarrollaba un buen debate, se quedaba despierto media noche bebiendo y hablando. Eso era lo que le gustaba, y para él estar en la cama antes de medianoche era una derrota. De manera que o estaba extremadamente fatigado o la noche había sido un desastre. Debían de haberle dicho cosas estúpidas. Y aquí estaba, un hombre que había tenido contactos con André Breton, Duchamp, las estrellas de su generación, agotador hasta la médula, en la helada Buffalo (podía uno imaginarse que más de la mitad de las cataratas del Niágara estaban congeladas), llamando a su novia a Evanston, Illinois. Añádase a la lista de malas circunstancias que detestaba pasar horas vacías en las habitaciones de hotel. Añádase también que probablemente se había quitado los pantalones, como ya lo había visto hacer ella cuando estaba de ese humor, y los había arrojado contra la pared, más sus grandes zapatos, y la camisa hecha una bola. Él tenía sus momentos de indignación, especialmente cuando no había habido ni un solo signo de inteligencia o diversión. Ahora para consolarse (o quizá era por irritación) telefoneaba a Katrina. Era más que probable que hubiera tomado un par de copas, allí desnudo, pasándose la mano por el pelo del pecho, lo que a veces lo calmaba. A excepción de los calcetines, en esos momentos se parecía a los viejos que Picasso había puesto en sus últimos grabados eróticos. El propio Victor había escrito sobre la serie de pintor y modelo que hizo en Mougins en 1968, palabras feroces de artista sátiro y odaliscas abiertas de piernas. A través de agujeros de cerradura, viejos arrugados espiaban a poblaciones gigantes. (Victor era a veces el pintor y a veces el anciano rey.) La hermosa asimetría de Katrina podría haber complacido el gusto de Picasso. (Por cierto, Victor no admiraba mucho a Picasso.)

—¿De manera que Buffalo no ha sido un éxito?

—¡Buffalo! Demonios, no entiendo siquiera por qué existe.

—Pero dijiste que tenías que ir para ver a Vanessa.

—Esa es otra tarea que con gusto dejaría de hacer. A las siete desayunaremos juntos.

—¿Y la conferencia?

—Les leí mi ensayo sobre El 18 brumario de Luis Bonaparte de Marx. Pensé que para gente universitaria …

—Bueno, mañana será más importante, más interesante

—dijo Katrina.

Habían invitado a Victor a dirigir la palabra a la Asociación de Ejecutivos, organización de banqueros, economistas, antiguos asesores presidenciales y gente del tipo del Consejo Nacional de Seguridad. Victor le aseguró que aquello era mucho más importante que la tan cacareada Comisión Trilateral, que, según él, era una organización que se servía de los ex presidentes y otras estrellas explotadas para distraer la atención de las auténticas operaciones. La gente que lo llevaba a Chicago quería que hablase sobre «cultura y política, este y oeste». Sí que se preocupan mucho por el arte y la cultura, decía Victor. Pero les parecía que había que tratarlas; se suponía que tenían poderes, nada inmediato ni preocupante, pero uno tenía que saber lo que pensaban los intelectuales. «Han oído ya a profesores y a otros seudoexpertos —dijo Victor—, y quizá creen que deben buscar a un tipo de viejo judío. Pagadle su precio y escribirá sin engaños de qué va todo.» El poder de los grandes ejecutivos no lo asustaba. Según él, esa gente estaba hecha de espuma. No obstante, estaba complacido. Habían pedido lo mejor, y lo mejor era él: aquello era un juicio realista virtualmente libre de vanidad. Según Katrina, le pagarían unos honorarios de diez mil dólares. «No espero el tipo de pasta que le dan a Kissinger, o a Haig, aunque yo valgo más», le dijo él. Sin embargo no mencionó una cifra. Dotey, que no era mala observadora, dijo que él hablaría libremente sobre cualquier cosa en el mundo menos del dinero: su dinero.

Las observaciones de Dotey, sin embargo, eran vulgares. Hablaba con lo que Katrina había aprendido a llamar ressentiment, detrás de una pantalla de quejas. ¿Qué podía entender una persona como Dotey sobre un hombre como Victor, a quien llamaba «el gigante cojo»? ¿Qué sabía ella si este gigante había sido en su época uno de los hombres más guapos del mundo? ¿Y que seguía teniendo unos dedos de las manos y de los pies exqujsitos; un escroto de seda que incluso ahora (mientras estaba al teléfono) podía tocarse, atusándose los pelos más largos, un hábito inconsciente cuando estaba en la cama? Además, ¿qué sabía ella de que él fuera una mina de conocimientos, un tesoro de pensamientos en todas las cuestiones acerca de las necesidades e intereses reales de los seres humanos modernos? ¿Podía Dorothea valorar el descanso, o la independencia, que le ofrecía a una mujer una persona tan extraordinaria? ¿Podía sentir lo que significaba estar libre de tanta basura?

—Por cierto, Victor —dijo Katrina—. ¿Recuerdas las notas que dictaste al teléfono para quizá utilizarlas mañana? Te las he pasado a máquina. Si las necesitas, te las llevaré mañana por la mañana al O’Hare.

—Tengo otra idea —dijo Victor—. ¿Qué te parecería venir hasta aquí?

—¿Yo? ¿Tomar un avión para Buffalo?

—Exacto. Vienes conmigo, y vamos juntos a Chicago. Inmediatamente, todas las mejores expectativas de Katrina se volvieron del revés, y desde el fondo surgió en vez de ellas todo tipo de temores imaginables. Mientras Víctor tomaba su avión por la mañana, ella no estaría preparándose, dándose un largo baño, y después colocándose su traje de punto de color verde pino Vivanti y poniéndose Cabochard, su perfume favorito. Estaría levantada hasta las dos de la mañana, improvisando, tratando de revelarlo todo, cancelando su cita en el centro y poniendo el despertador para las cinco. Odiaba levantarse cuando era todavía de noche.

Debía de haber una explicación sensata para eso, pero Katrina no era capaz de preguntar cuál era, como por ejemplo: «¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?». También tenía algunas preguntas insoportables que plantearse a sí misma: ¿Tendré que llevarlo al hospital? ¿Por qué yo? Su hija está allí. ¿Necesita una operación de urgencia? Volvió a revivir todas las cosas horribles que habían pasado en el Hospital General de Massachusetts. Un amor que empezó con besos apasionados y terminaba con rayos X, drogas duras y malos olores. ¿La aburrida esposa que volvía a tomar el control?

No vayas tan rápido, se dijo a sí misma. Se recompuso y reordenó sus sentimientos en un lugar distinto. Él estaba completamente solo y tenía miedo de empezar a desmoronarse en el asiento del avión: un hombre como Víctor, que era lo más cercano a un príncipe que uno podía encontrar (en lo que él mismo describía como «esta época echada a perder»), un hombre así teniendo que telefonear a una niña, y para Víctor, si se pensaba en serio, ella era una niña, una de muchas (aunque estaba bastante segura de que ella había vencido a las demás). Tenía que apelar a una niña («He tenido otra idea») y exponerle su debilidad.

Lo que hacía falta ahora era hablar como siempre, de manera que cuando él dijo: «He ordenado que hagan una reserva para ti, si quieres usarla… ¿Sigues ahí?», ella le contestó: «Deja que encuentre un bolígrafo y lo escriba». Tenía un bolígrafo perfectamente bueno colgando de una cuerda. Lo que necesitaba era reponerse mientras pensaba en una alternativa. No era lo suficientemente lista como para sacar algo, de manera que empezó a anotar los números que él le daba. ¿Asustada? Por supuesto que lo estaba. La obligaban a considerar su posición desde el punto de vista de «lo peor que puede haber pasado». La madre de dos niñas en la orilla norte, con un matrimonio en estado de deterioro, que había empezado a estar disponible desde el punto de vista sexual para los visitantes. De manera selectiva. Era cierto que se habían producido un par de errores salvajes. Pero entonces se había presentado un enviado de los dioses, Víctor.

En las largas conversaciones con su analista (al que ya no necesitaba), había aprendido el papel tan importante que tenía su padre en todo esto, en la formación o deformación de su carácter. Hasta que tuvo diez años no había conocido más que amabilidad por parte de su papá. Entonces, con los primeros indicios de la pubertad, empezaron sus problemas. Exasperado con ella, él le decía que cada vez se parecía más a un cochinito de Indias. La llamaba falsa artista. Ella estaba haciendo el papel de la hija del granjero con el viajante. «Esa expresión sorprendida, como si no recordaras si una docena son once o trece. ¿Y qué crees que pasa con el huevo número trece, eh? Pronto dejarás que un extraño te lleve al armario de las escobas y te quite las bragas.» ¡Vaya! Gracias, papá, por todas las sugerencias que plantaste en la mente de una niña. Como era de esperar, empezó a ser maliciosa y a buscar la ocasión del placer, y sí que representó el papel de la hija del granjero, adaptándolo y modificándolo hasta que se convirtió en la madura Katrina. Al final (bendito milagro) todo acabó bien, porque el resultado fue exactamente lo que había atraído a Victor, una personalidad de vanguardia a la que precisamente le encantaba justo aquella mezcla erótica. La insignificante sexualidad burguesa, y encima retrógrada, precisamente excitaba a Víctor. De manera que aquí estaba esta tonta suburbana, el cliché de las predicciones de su padre: podía llamarse lo que uno quisiera. Voluptuosa, belleza, lo curioso, el sexo confundido, y una dieta carnal con piernas de piano, ya que su apariencia (con la boca medio abierta o medio cerrada) lo significaba todo o nada. Pero esta gracia en medio de la torpeza era el afrodisiaco para uno de los líderes intelectuales del mundo moderno. Ella rechazaba la sugerencia (sugerencia de Dotey) de que era su decadencia la que la había introducido a ella en su vida, que ella apareció cuando él ya estaba viejo, decadente, en estado de desesperación o de necesidad erótica. Y era cierto que cualquier día la tierra se abriría y él ya no estaría allí.

Mientras tanto, no era tan poderoso como había sido en una época (como si un poco de polvo se hubiera establecido en su superficie), pero seguía siendo poderoso. Su color era fresco y su pelo, vigoroso. De vez en cuando, por un instante, podía parecer apurado, pero cuando tenía una copa en su mano, conversando, su voz era tan fuerte y sus opiniones tan seguras que era inconcebible que fuera a desaparecer nunca. Tal y como ella se lo imaginaba a veces, él era más que su amante. Era también su instructor. A ella la había admitido en su clase magistral. Nadie más obtenía esa instrucción.

—Ya tengo todos los números.

—Tendrás que tomar el vuelo de las ocho.

—Aparcaré en el Orrington porque si voy a estar todo el día fuera no quiero que el coche esté enfrente de la casa.

—Muy bien. Y me encontrarás en la sala VIP. Deberíamos tener tiempo para una copa antes de tomar el vuelo de la una de la tarde.

—Mientras pueda volver para media tarde… Y podré llevarte las notas que dictaste.

—Bien —dijo Victor—. Te podría haber dicho que eran indispensables.

—Comprendo.

—Te pido que vengas a encontrarte conmigo y parece que es una propuesta oriental, como si el sultán le dijera a la concubina que saliera más allá de los muros de la ciudad con los elefantes y los músicos…

—Qué agradable que hables de elefantes —dijo Katrina, alerta.

—Mientras que es solo Chicago-Buffalo-Chicago.

Que él recibiera con una sola palabra su rompecabezas de elefante, el pobre intento que ella había hecho de hacer algo con un tema de elefantes, era una concesión poco habitual. Ella había dejado de mencionarlo porque hacía que Víctor se aburriera con buen humor. Pero ahora él le había dado un indicio de que ordenarle que fuera con él a Buffalo era igual de tedioso, igual de malo que su intento desesperado de ser creativa con un elefante.

Katrina no prosiguió con el tema. Solo le dijo:

—Me gustaría poder ir mañana a tu charla. Me encantaría oír lo que les dices a esos ejecutivos.

—Completamente innecesario —dijo Víctor—. Tú oyes cosas mejores de mi boca en la cama de lo que nunca les diré a esos tipos.

Y era verdad que decía cosas remarcables durante sus horas de mayor intimidad. Solo Dios sabe cuánta inteligencia le atribuía él a ella. Pero era un hablador, tenía que hablar, y durante aquellas largas conversaciones de cama (monólogos), cuando se dejaba ir, no paraba para explicarse; era una confianza ciega, era faute de mieux, lo que lo hacía confiar en ella. Mientras proseguía, era más picante, escandaloso, e incluso asesino. Cuando empezaba a destruir las reputaciones y rompía a la gente en pedazos. Tal y tal era un plagiador que no sabía qué robar; X, que era un filósofo en el fondo, no era más que un niño de coro; Y tenía un cerebro de tonto: seis estúpidos aperitivos y nada de plato principal. En la cama, Víctor y Katrina fumaban, bebían, se tocaban el uno al otro (la tenencia de la complicidad) y reían; pensaban, ¡Dios mío, pensaban! Víctor la transportaba a unas esferas de especulación totalmente extrañas. Él vivía para las ideas. Y no contaba con la comprensión de Katrina; no podía con la incomprensión, oscurecía tristemente su vida. Pero era una condición fija, una premisa dada. Y cuando era malo ella lo entendía bastante bien. No estaba desperdiciando su ingenio con ella, como cuando dijo sobre Fonstine, un rival que estaba tratando de destruirlo: «Dirige un albergue para vagabundos al estilo de Procrusto, para ideas que salen del culo»; más tarde Katrina tomó notas y rezó para no ser exacta. De manera que, como de costumbre, Victor había acertado: era verdad que ella podía oír en la cama cosas mejores de las que él pudiera decir en público. Cuando se tomaba libre una tarde entera para ese tipo de recreo, se entregaba a ello completamente: le encantaba holgazanear durante días enteros. Cuando, por el contrario, se sentaba a escribir sus cosas, trabajaba también el día entero, y ella ni siquiera existía para él. Nadie.

Ya había tomado las disposiciones para el día siguiente, y estaba lista para acabar.

—Tendrás que llamar a algunos sitios para despejarlo todo —dijo—. En televisión anuncian un tiempo desagradable cerca de Chicago.

—Sí, Krieggstein ha venido en medio de una tormenta de meve.

—¿No me dijiste que lo habías invitado a cenar? ¿Sigue ahí? Pues que sirva para algo.

—¿Como qué?

—Como pasear al perro. Alguna cosa pqdrá hacer por ti.

—Oh, eso se ofrecerá a hacerlo. Bueno, buenas noches.

Ya tendremos un jolgorio cuando llegues aquí.

Al colgar, se preguntó si no había dicho lo del «jolgorio» demasiado fuerte (Krieggstein) y también si a Víctor no lo echarían para atrás esas palabras anticuadas, típicas de la universidad en los años sesenta. Los indicios del pasado no lo perturbaban: ¿qué le importaba a él la vida sexual que ella hubiera tenido en la universidad? Pero era muy quisquilloso con respecto al lenguaje. Igual que a otros los echaba para atrás la grosería, a él le molestaba el mal estilo. Ella se metió en un lío en San Francisco cuando insistió en que él viera MASH. «Insisto, Victor, no debes perderte esa película.» Después, él apenas podía soportar hablar con ella, aquello había sido inolvidable. Al final consiguió hacer las paces con él, después de largos días de frialdad. La conclusión a la que llegó fue: «No puedo permitirme ser como las demás».

Pero volvamos a Krieggstein: qué rincón tan distinto dentro del edificio humano ocupaba Krieggstein. «Así que tienes que salir de la ciudad», le dijo. Junto al fuego, sombrío y sólido, le prestaba la mayor atención a su problema. A menudo ella había sospechado que fuera un chiflado total. Si lo era, ¿cómo se había convertido en su mejor amigo? Bueno, había un puesto que rellenar y no había nadie más con quien rellenarlo. Y recordemos que él era un auténtico héroe de guerra. No era fácil imaginarse quién o qué era realmente Sammy Krieggstein. Bajo, ancho, calvo, tosco, aparentemente pertenecía a las fuerzas del orden. A veces decía que pertenecía a la brigada antivicio, y a veces hablaba de homicidio o narcóticos; y de vez en cuando no decía nada en absoluto, como si su trabajo fuese alto secreto, superclasificado. «Solo te diré esto, querida, a veces en la calle me vendría bien un lanzallamas.» Había sido boxeador en el torneo de los Guantes de Oro, mucho antes de la guerra del Pacífico, y para demostrarlo tenía en la cara algunas marcas. Mucho antes había sido luchador en las calles. Consiguió ser muy duro: una persona aterradora que también era un caballero y un buen amigo. La primera vez que ella lo invitó a tomar una copa él pidió una taza de té, pero colocó todas sus pistolas en la mesa. Bajo el brazo llevaba una Magnum, en el cinturón una pistola pequeña y otra atada a la pierna. Con estas pistolas había entretenido a las niñas. «Es perfectamente seguro —dijo. ¿Por qué deberíamos dejarle el monopolio de las armas a los salvajes que andan por las calles?» Cuando la llevaba a Le Perroquet le hablaba a Katrina de apuñalamientos y despertadores, persecuciones en coche y tiroteos. Cuando hacía poco en un bar un matón lo había confundido con un pobre desgraciado, le mostró una de sus pistolas y le dijo: «Muy bien, amigo, ¿te gustaría tener otro agujero del culo entre los ojos?». Sacando una conclusión teórica ante esta anécdota, Krieggstein le dijo a Katrina: «Vosotros —sus interpretaciones iban dirigidas principalmente a Víctor— deberíais tener una idea mejor de la que tenéis de lo salvaje que es todo ahí fuera. Cuando el señor Wulpy escribió sobre La casa de los muertos, habló de los “criminales absolutos”. En Norteamérica estamos ya muy lejos de eso. Hace cien años, Rusia seguía siendo un país religioso. No tenemos a los santos que se supone que van con los pecadores …». El teniente valoraba su amistad con el famoso. Él mismo, a los sesenta años, trabajaba en un doctorado en criminología. Sobre cualquier tema de interés general, Krieggstein estaba dispuesto a tener una opinión inmediatamente.

Víctor lo llamaba el Papá Noel de las amenazas. Le divertía. También decía:

—Krieggstein pertenece a la edad dorada de las simplezas norteamericanas.

—¿Qué quieres decir con eso, Víctor?

—Para empezar, pienso en las señoras a las que saca a pasear, divorciadas con las que es muy atento. Les envía dulces y flores, pañuelos de Gucci, tarjetas del nuevo año judío. Se acuerda de sus cumpleaños.

—Comprendo. Sí, es verdad.

—Es mitad suave mitad duro. Trata de ser como uno de esos personajes de Balzac, como… Cómo se llama… Vautrin.

—Pero ¿qué es realmente? —dijo Katrina.

Para Víctor, acerca de lo que alguien como Krieggstein fuese realmente ni siquiera valía la pena pensar. Y sin embargo, cuando ella volvió al comedor, el sonido de la puerta de doble batiente contra su espalda fue también el sonido de su dependencia. Ella necesitaba a alguien, y aquí estaba Krieggstein, que se ofrecía voluntario. Por lo menos, eso parecía. No muchos llegaban tan lejos como eso. Ni siquiera hacían el gesto. Aquí estaba ella pensando en su hermana Dorothea.

—Un mal momento, ¿eh? —dijo Krieggstein con gravedad—. Tienes que ir. ¿Otra vez está enfermo?

—No me lo ha dicho.

—No es su estilo. —Krieggstein, contraído por la gravedad, tenía el aspecto de la pintura nueva sobre la vieja: el óxido con pintura roja encima.

—Tengo que ir.

—Desde luego, si es eso. Pero no es tan grave, ¿verdad? Tienes suerte de tener a esa vieja negra que se ocupa de las niñas igual que te cuidó a ti y a tu hermana.

—Eso suena mejor de lo que es en realidad. A estas alturas Ysole debería ser de toda confianza. Uno creería…

—¿No lo es?

—Es una anciana muy compleja y a medida que envejece es cada vez más dura de interpretar. Siempre fue satírica y aguda.

—Está tomando posiciones; ya te lo he dicho antes. Desaprueba el divorcio. Te vigila. Tú sospechas que coge dinero de Alfred a cambio de información. Pero ella no ha tenido niños propios.

—Nos quería cuando éramos niñas…

—¿Pero transfirió su lealtad a tus hijas? Yo no tengo lo que hace falta para averiguar cuáles son sus motivos.

Katrina pensó: Pero ¿con quién estoy teniendo esta conversación? La cabeza desnuda, el rostro desnudo de Krieggstein, que a la luz del fuego tiene la forma que se veía en los libros de Edward Lear sobre tonterías: huevos distorsionados. La intención de él era adoptar una expresión de preocupación al estilo de Churchill: la puerta del destino. Le estaba diciendo que no sería buena idea perder la cabeza. Los grandes artistas y los grandes cerebros no se comportaban como la gente normal. Le daba el ejemplo de Casal a los noventa años, o Bertrand Russell, etcétera. Incluso Francisco Franco en su lecho de muerte. Cuando le dijeron al viejo que un tal general García estaba allí para despedirse de él, respondió: «¿Por qué, se va de viaje?».

Katrina quiso sonreír ante esto pero, con la ansiedad y las dificultades, una sonrisa estaba descartada.

El teniente dijo:

—Puedes estar segura de que te ayudaré en lo que pueda.

Cualquier cosa, lo que necesites.

Krieggstein, siempre con mucho tacto y respeto, insinuaba que le gustaría figurar de manera más personal en su vida. Era el más humilde de sus admiradores, pero seguía siendo un admirador. Esto también necesitaba ser tomado con diplomacia, y Trina no siempre supo qué hacer con él.

Ella le dijo:

—Tengo que aplazar una cita con el psiquiatra del tribunal.

—¿Una segunda vez?

—Alfred metió a Victor en el asunto. Dijo que nuestra relación les estaba haciendo daño a las niñas. Ese psiquiatra fue muy grosero conmigo. Para esa gente, los padres son criminales. Fue tan grosero que Dorothea sospechó que estaba comprado.

—Algunas veces los psiquiatras demuestran su imparcialidad siendo rudos con ambas partes —dijo el teniente—. De todas formas, es una sospecha realista. ¿Le mencionaste a tu abogado lo que sugirió tu hermana?

—Y no quiso contestar. Los abogados solo se entienden entre ellos. Si es que se entienden.

—Este médico puede ser legal. Esa es otra causa de confusión. Como solía decir un compañero mío en Guadalcanal, la persona en cuestión puede ser la Honradez en persona, yo podría ir a esa cita para ti. Tengo todas las credenciales.

—¡Por favor, no lo hagas! —dijo Katrina.

—Objetivamente, yo podría defenderte de manera maravillosa.

—Únicamente con que llamaras a su secretaria y fijaras otro momento de la semana me ayudarías.

Dorothea siempre estaba advirtiendo a Trina contra Krieggstein, al que había conocido en una de aquellas meriendas de las pistolas.

—Yo no lo tendría mucho por casa. Me parece que está loco. ¿Es realmente un policía, o algún Kojak imaginario?

—¿Por qué no iba a ser real? —dijo Katrina.

—Podría ser un guardia nocturno. No… Si trabajara por las noches no saldría con tantas mujeres solas de mediana edad. Sigue llevándolas a bailes. ¿Has comprobado sus credenciales? ¿Tiene permiso para esas tres pistolas?

—Las pistolas no son nada.

—Puede que sea un policía de paso. Estoy segura de que está loco.

Pero Krieggstein le seguía preguntando a Katrina:

—¿Le dijiste al psiquiatra que estabas escribiendo un libro para niños?

—No. Nunca se me ocurrió.

—¿Ves? No te haces justicia a ti misma, defiéndete, muestra lo mejor de ti.

—Lo que realmente me ayudaría, Sam, sería que pasearas a la perra. La pobre no ha salido hoy.

—Por supuesto —dijo Krieggstein—. Debería habérseme ocurrido.

La nieve crujía bajo su paso cuando llevó a la gran Sukie por el porche de madera. Las nuevas farolas de la calle eran graciosas, hermosas, todo el mundo estaba de acuerdo, doradas y puras. En verano, sin embargo, su luz confundía a los pájaros, que pensaban que el sol había salido y se agotaban silbando. En invierno las luces parecían haber descendido del espacio exterior. Arropado en su abrigo, Krieggstein siguió a la robusta y lenta perra. Víctor lo llamaba «fantast». ¿Qué otra persona utilizaría una palabra así? «Un fantast que carece de imaginación», decía. Pero el teniente era un acompañante seguro. Llevó a Trina a ver a Yul Brinner al McCormick.

En realidad, las tres pistolas la hacían sentirse segura. Se sentía protegida. Él era su amigo leal.

Se encontró repitiéndole esto a Dorothea más tarde, después de que se hubiera marchado. A menudo, ella y su hermana hablaban a medianoche por teléfono.

Después de que muriera su esposo, Dorothea vendió la gran casa de Highland Park y se mudó a la ciudad antigua, que estaba más de moda, llevándose con ella la cama nupcial china que ella y Winslow habían comprado en Gump’s en San Francisco. El dormitorio era pequeño. Solo había una habitación que daba a la calle de atrás. Pero ella no podía separarse de su cama china, y ahora yacía con el teléfono dentro del marco grabado. Para Katrina todos aquellos grabados eran como la corona de espinas. No era extraño que Dotey se quejara de migraña e insomnio. ¿Y era ella la que iba a arreglar a Katrina?

—Estás encerrada en esta aventura sin futuro, aislada, y el único hombre que resulta seguro ver es este tonto policía. Ahora te largas a Buffalo.

—Krieggstein es una persona decente.

—Está fuera del plato en sus tres cuarta partes.

Con el pelo de un caniche, más delgada, y nerviosa, con lo que papá solía llamar unos brazos y piernas «del noreste», y unos grandes ojos negros listos para salirse de la cara, Dorothea era una persona muy susceptible, siempre se estaba quejando.

—Las niñas irán a la escuela como siempre con la niña de la casa del lado. Ysole viene a las diez.

—Tienes que salir corriendo y tomar un avión porque el gran hombre te dice que lo hagas. Argumentas que no tienes elección, pero a mí me parece que te gusta. Me recuerdas a aquella mujer de la escuela dominical: «Su pie no habita en su hogar». Unos estudios de un año en Francia fueron un maravilloso privilegio para ti y para mí después de graduarnos, pero también nos hizo daño, si quieres que te diga la verdad. Papá se estaba liberando de una parte del dinero que robó en la oficina de impuestos, y era más agradable convertirnos en damas parisinas que lavar la pasta de la manera usual. Era una fanfarronada. Nos perdimos en París. Nadie nos prestaba ninguna atención. Hoy día me servirían realmente esos dólares.

¡Ay, Dotey! Orgullosa y quejosa en la misma frase. Su marido había sido propietario de una fábrica de plásticos. Ya se estaba hundiendo cuando murió. De manera que ahora ella tenía que vender productos plásticos. Su hijo preparaba un máster pero no en una escuela de primera línea. Una mujer en su situación necesitaba una buena dirección, y la renta que pagaba en el centro era escandalosa.

—Por este dinero por lo menos podrían exterminar a las ratas. Pero firmé un contrato de dos años, y el casero se ríe de mí.

Obligada a meterse en el mundo de los negocios, cada vez sonaba más como papá. Pero podía dar todo aquello de las ventas. Para Dorothea era la muerte tener que ir a algún sitio, o tener que hacer algo. Salir de la cama por las mañanas era más de lo que ella podía soportar. Mientras filtraba el café maldecía ciegamente, con los ojos hinchados y llenos de rabia mientras silbaba la tetera. Para arrastrar el peine por su cabeza tenía que reunir todas sus fuerzas. Como ella misma decía: «Como la señora de Racine: Tout me nuit, et conspire a me nuire». (Metía el habla de Chicago en su educación francesa y su educación francesa en el habla de Chicago.) «Tú eres como Fedra, cariño, enferma de amor.»

Dorothea salió de la casa temblando. Imaginen lo duro que era para ella visitar a compradores de almacenes y agentes de compra institucionales. Incluso se las arregló para entrar en la radio a fin de promover su producto, agenciándose indicaciones de las emisoras étnicas de UHF y las de la mayoría moral como mujer ejecutiva. A veces parecía que se iba a desmayar debajo de toda esta tarta, se le cerraban los párpados morados. Sin embargo, en el aire siempre era amena y encantadora. Y, cuando la provocaban, era muy dura.

—Que se vaya a casa si está enfermo. ¿Por qué no va su mujer a buscarlo?

—No olvides que casi perdí a Victor el año pasado —dijo Katrina.

—Casi te perdiste.

—Es cierto que a ti te operaron en esa misma semana, y yo no estaba allí, pero lo tuyo no era grave, Dotey.

—No me refería a mí sino a su mujer, esa pobre mujer, y lo que ha sufrido por ti y otras mujeres … Si tuviera ella que dejar la habitación, esta tonta de Evanston entraría corriendo y se echaría en brazos del enfermo.

No servía de nada decirle a Dotey que no fuera tan grosera y vulgar. Katrina la escuchaba con una cierta pasividad, incluso con satisfacción, era casi placer. Podríamos llamarlo el placer de la perturbación. Dotey prosiguió:

—No está bien que ese hombre utilice su inmenso prestigio con una pobre mujer de los suburbios. Es como cazar un pájaro muerto. Tú me vas a decir que tienes el secreto mágico de cómo excitarlo…

—Yo no creo que eso sea lo que hago, Dotey. Simplemente soy yo. Incluso le gustan mis venas varicosas, que yo trataría de esconder de cualquier otra persona. O la línea desigual de mis encías, que siempre han sido mi mayor vergüenza. Y cuando tengo los ojos hinchados, incluso eso lo atrae.

—Cristo, entonces eso es —dijo Dorothea, de mal genio—. Tú tienes el número de la suerte. Con él se le levanta. Katrina pensó: ¿Por qué tenemos que hablar con tanta intimidad si no va a haber ninguna comprensión? Era triste. Pero, desde un punto de vista más razonable, no se podía culpar a Dorothea de estar irritable, enfadada y envidiosa. Ella tenía un negocio decadente que dirigir. Necesitaba un marido. Y no tenía ninguna esperanza. Odia el hecho de que yo ahora esté completamente fuera de su grupo, se dijo Katrina a sí misma. En estos cuatro años he conocido a gente como John Cage, Bucky Fuller, De Kooning. Vuelvo a casa y le cuento cómo estuve charlando con Jackie Onassis o Franoise de la Renta. Todo lo que ella tiene que contarme es lo duro que resulta empujar las bolsas de plástico y lo desagradables y malos que son esos agentes de compras.

Dorothea había perdido la paciencia. Cuando creía que la aventura con Victor era una cosa momentánea, había sido más tolerante y había estado dispuesta a escuchar. Katrina la había convencido incluso para que leyera algunos de los artículos de Victor. Había empezado con uno fácil, «Desde Apollinaire hasta e. e. cummings», pero después siguieron con textos más difíciles, como «Paul Valéry y la mente completa», «El marxismo en el pensamiento francés moderno». No trataban del propio Marx, pero había en ellos tanto francés como para hacer el Monsieur Teste de Valéry, y quedaron para almorzar en el centro comercial del Viejo Huerto para así poder hablar de ese extraño libro. Pero primero estuvieron mirando ropas, porque con tantos metros cuadrados de mercancía de lujo a su alrededor les habría resultado imposible concentrarse en Teste. Katrina siempre había tratado de ampliar sus horizontes. Durante muchos años había tomado lecciones de vuelo. Tenía una licencia de piloto para aviones de un solo motor. Tras una pausa de veinte años, había tratado de reanudar las lecciones de piano. Había estudiado guitarra, mantenía su francés al día en el centro de la calle Ontario. Una vez, durante los peores tiempos, se había aficionado a los coches deportivos extranjeros, conduciendo y dando vueltas y vueltas por los suburbios del norte sin ir a ninguna parte. Había aprendido mucho latín, que no le servía para nada en especial. En un momento consideró la posibilidad de estudiar Derecho, y aprobó el test de aptitud con altas notas. Estaba tratando de conseguir una especie de perfección. Y entonces, en uno de los reservados del Old Orchard, Katrina y Dorothea habían fumado cigarrillos y examinado a Valéry: ¿cuál era el significado de la mente completa, «el hombre como conciencia plena»? ¿Por qué complacía a Madame Teste el ser estudiada por su marido, tan contenta por ser estudiada como por ser amada? ¿Por qué hablaba de él como «el Ángel de la conciencia pura»? Comprender a Valéry ya era bastante difícil. Wulpy sobre Valéry era completamente inaccesible para Dorothea, y le pidió a Trina que le explicara.

—Aquí está comparando a Monsieur Teste con Karl Marx, ¿qué quiere decir con eso?

—Bueno —dijo Katrina, intentando desenredarla—, volvamos a esta afirmación. Dice: «Las mentes que vienen del vacío a este extraño carnaval y traen la lucidez del exterior…».

Entonces Dotey gritó: «¿Qué vacío?». Llevaba el peinado de caniche para protegerse de transmitir las limitaciones de su cabeza. Pero incluso esto podía haber sido una pose, porque en realidad era muy inteligente a su manera. Lo único que sucedía era que su pecho estaba lleno de una mezcla hirviente de sentimientos por su hermana, vejación y resentimiento. Soportaba a Katrina un rato y después decía:

—¿Qué es lo que hay entre tú y la intelligentsia? ¿Por qué íbamos al bar de Pont Royal y ninguno de aquellos filósofos trató de ligar con nosotras? ¿O es que estás compitiendo intelectualmente con la mujer de ese hombre?

No, Beila Wulpy no tenía esas pretensiones. El papel de la mujer de aquel gran hombre era el que desempeñaba. Lo hacía con dignidad. Era oscura y gruesa, hermosa a su manera, recordaba un poco a Catalina de Aragón: una majestad de la que han abusado. Aunque ella misma no era una intelectual, sabía muy bien lo que significaba serlo: lo auténtico. Era una mujer lista.

Katrina trató de responder.

—El extraño carnaval es la historia de la civilización tal y como golpea a una mente indiferente…

—Nosotras no jugamos en esta liga —dijo por fin Dotey—. No es para gente como nosotras, Trina. Y tu cerebro no es el órgano que le interesa.

—Y yo creo que también estoy a la altura de esto, a mi manera —dijo Katrina, obstinada. Trataba de mantener la conversación controlada. Lo de «la gente como nosotras» la hería, y sintió que se le estaban nublando los ojos. Se enfrentó a la amenaza de las lágrimas, o de los sollozos, hundiéndose en lo que ella había llamado siempre su «estado de la carne»: las mejillas se le hinchaban y se sentía físicamente incompetente, ordinaria. Dotey hablaba con una dureza que había heredado de su padre, el del City Hall: «Solo soy una tonta que tiene que empujar cosas de plástico para estúpidos que me proponen cosas». Katrina entendía muy bien que cuando decía «soy una tonta», le estaba diciendo a ella «y eso es lo que tú eres también». Entonces Dotey dijo:

—No me cuentes la historia del «extraño carnaval». —Y añadió—: ¿Y qué pasa con el elefante?

Esto era un golpe bajo. Durante algún tiempo, Katrina había estado intentando escribir una historia para niños sobre un elefante. Esperaba conseguir algún dinero con ella, y establecer así su independencia. Había sido un error mencionárselo a Dotey. Lo había hecho porque era una historia que a menudo se contaba en la familia. «¿Recuerdas aquella vieja historia del elefante que nos contaba papá? La voy a utilizar.» Pero, por un motivo u otro, aún no había despejado los detalles. Dotey estaba siendo mala al atacarla por el lado del elefante. La conversación sobre Valéry en el Old Orchard había acabado en esto.

Pero por supuesto tenía que decirle a Dotey que se iba a Buffalo, y Dotey, sentada con el teléfono en la mano en su tallada cama china, le dijo:

—De manera que, si pasa algo, lo que quieres es que te cubra las espaldas delante de Alfred.

—No espero que la cosa llegue a tanto. Pero, solo para estar segura, dame un número al que pueda llamarte durante la tarde.

—Tengo que estar por toda la ciudad. Los competidores están tratando de robar a mi químico. Sin él tendré que cerrar. Estoy cerca del punto de ruptura, y me vendría bien no tener más cargas. Escúchame bien, Trina, ¿de verdad te importa tanto? Imagina que el tribunal le da las niñas a Alfred.

—Eso no lo aceptaré.

—Puede que no te importe tanto después de todo. El interés de mamá por ti y por mí fue mínimo. Le interesaban más los pliegues de su falda. Hasta hoy, ahora que está en Bay Harbor Island, sigue siendo así. Me vas a decir que tú no eres como mamá, pero algunas cosas se pegan.

—¿Qué tiene esto que ver con mamá?

—Solo te digo lo que hace la gente en realidad. No se llegará a ninguna parte con esas niñas. La casa es una carga. Alf red se llevó todas las cosas bonitas. Se lleva demasiado dinero de manutención. ¿Y si Alf red consiguiera la custodia? Te mudarías al este con todos los pintores y conservadores de museo. No tendrías más que artes y letras. El grupo de Victor…

—No hay ningún grupo.

—Tiene a muchedumbres detrás. Podrías insistir en que estuvierais juntos de manera más abierta, porque Victor te debería algo si perdieras a las niñas. Mientras él siguiera vivo…

—En medio de estas conversaciones, Dotey, se me ocurre cuántas veces he oído a otras mujeres decir: «Ojalá tuviera una hermana».

Dorothea se echó a reír.

—¡Las mujeres que tienen hermanas no lo dicen! Bueno, para ser una buena hermana, yo vengo y enciendo todas las luces. Estuviste posponiendo lo de tener niños hasta que casi fuiste demasiado vieja. Alfred estaba disgustado por ello. Él es de los que actúan rápidamente. Los joyeros tienen que ser así. Él es alguien en su círculo. Le echa una mirada a un diamante y te da un precio. ¿No querías niños de él? ¿Tratabas de mantener abiertas tus opciones? ¿Estabas esperando una oportunidad mejor? Naturalmente, Alfred tratará de engañarte.

Eso está bien, comentó Katrina en silencio, trata de asustarme. Nunca voy a lamentar lo que he hecho. Y en voz alta le dijo:

—Será mejor que ponga el despertador.

—Te daré un par de números donde podrás encontrarme al final de la tarde —dijo Dorothea.

A las cinco y media sonó el despertador. A Katrina nunca le habían gustado esas oscuras horas del invierno. Se sentía desanimada mientras abrió la puerta del armario y se empezó a vestir. Con el traje verde eligió un jersey negro de lana y unas medias a juego. Se tendió torpemente en el diván, con las piernas en el aire, para colocarse las medias. Las botas eran de piel de avestruz y las había comprado en la tienda especializada en vaqueros urbanos de la calle South de la que eran clientes los negros y negras de moda. El cuero marcado, suave y hermoso, estaba hecho para unas piernas más delgadas que las suyas. ¿Qué importaba eso? Esas piernas —y ella misma— le daban a Victor la mayor satisfacción posible.

Había dejado quince minutos para la perra. En invierno Ysole no quería sacarla. A su edad, una caída en el hielo era todo lo que necesitaba. («¿Me cuidará usted si me rompo la cadera?», le preguntaba la vieja.) Pero a Katrina le gustaba sacar a Sukie. Era en parte lo que le había dicho Dorothea: «Sus pies no pertenecen a su casa». Pero la casa, a la que Alfred había despojado de las mejores alfombras y sillas, los elefantes de porcelana de la India y los dorados leones chinos, sin embargo, sí que le parecía vacía a Katrina. Y no es que nunca le hubiera gustado en realidad ser ama de casa. Ella necesitaba acción, y había un poco de acción incluso en sacar a la perra. Se podía hablar con otros propietarios de otros perros. Era sorprendente las cosas que a veces decían: las absurdas propuestas que se hacían. Como ya no necesitaba tomarlas en serio, simplemente podía disfrutarlas. En cuanto a Sukie, le había llegado la hora. El veterinario no dejaba de insistir en que un perro enfermo y ciego debía ser sacrificado. Quizá Krieggstein le haría el favor de llevar al animal a la Reserva Forestal para matarlo. ¿Les daría pena a las niñas? Puede que sí y puede que no. No se podía sacar mucho de aquellas niñas silenciosas. Estudiaban a su madre sin hacer comentarios. Krieggstein decía que eran unas niñas estupendas, pero Katrina dudaba que fueran el tipo de niñas con las que podría encariñarse un amigo de la familia. Uno que perteneciera a la Edad de Oro de la Simpleza quizá. Una de las sugerencias más extrañas de Krieggstein había sido que matriculara a las niñas en un curso de artes marciales; Katrina debería animarlas a ser más agresivas. También trató de persuadida de que le dejara llevarlas a las prácticas de tiro de la policía. Ella le dijo que a ellas les asustaría enormemente el ruido. Él insistió por el contrario en que les haría mucho bien. Dorothea se refería a sus sobrinas diciendo que eran «esas niñas misteriosas».

Uno no podía meter prisa a la perra. Tenía el pelo negro, la espalda torcida, era tranquila, y olfateaba cada huella de perro que había en la nieve. Daba la vuelta y cambiaba de opinión. ¿Dónde lo hago? Si lo hacía en el lugar incorrecto, eso desharía el equilibrio de las cosas. Todos tienen su parte que desempeñar en la gran sinfonía de los instintos (Victor dixit). Incluso en un día tan frío como aquel, con el hielo cortante bajo sus pies, la perra se tomó su tiempo. Un tímido sol se alzó en el cielo. Durante unos escasos minutos las circulares partículas de nieve brillaron, y entonces descendió sobre ellas un muro de nubes. Iba a ser un día gris.

Katrina despertó a las niñas y les dijo que se vistieran y bajaran a tomar el desayuno. Mamá tenía que ir a una reunión. La vecina de al lado, Kitty, vendría a las ocho para llevarlas a la escuela. Las niñas apenas parecían escucharla. ¿En qué se parecen a mí? A veces se lo preguntaba. Sus bocas tenían el mismo encanto medio abierto (o medio cerrado). A Victor no le gustaba hablar de niños. Evitaba especialmente hablar de las niñas de ella. Pero sí que hacía observaciones teóricas sobre la nueva generación. Decía que se les había dado una licencia para acosar a sus mayores con culpa. Se consideraba a los niños como dignos de lástima porque sus padres no eran nadie. Tan pronto como podían, se distanciaban de sus mayores, a los que consideraban niños fracasados. Uno podría haber pensado que esas opiniones deprimirían a Victor, pero no, estaba contento y de buen humor. Y tampoco era algo esporádico; tenía un temperamento muy equilibrado.

Cuando Katrina, lista para marcharse, entró en la cocina enfundada en su chaqueta de forro polar, las niñas seguían sentadas delante de los cereales. La leche se había vuelto marrón mientras se entretenían.

—Voy a dejar una lista en el tablón, decídselo a Ysale.

A vosotras os veré después de la escuela.

No hubo respuesta. Katrina salió de la casa medio sin querer admitir lo bien que le sentaba salir de allí, lo contenta que estaría de llegar a O’Hare, lo maravilloso que sería volar en avión incluso a pesar de que Victor, que la esperaba en Buffalo, pudiera estar enfermo.

Los motores del avión aspiraron y expulsaron el aire helado; el enorme avión se elevó; el gris suelo se fue alejando y se alzaron por encima de los hangares, las factorías, los lagos, las casas, los campos de fútbol, las incisiones cosidas de las vías de ferrocarril que se cruzaban por la nieve. Y después, la comunidad de rascacielos del sur. Más abajo, en un edificio que no puedes ver desde aquí, tus niñas van a la escuela y a lo mejor están oyendo los motores, sin saber que su mamá está volando por encima de ellas. Ahora el agua gris del gran lago aparece por debajo con todos sus acentos, molinos de viento, colas. Adiós. El estar por encima de las nubes siempre tranquilizaba a Katrina. Y entonces…, ¡bing!…, la luminosa luz del sol que llegaba a través del espacio infinito (una negrura refrigerada, como se solía decir) llenó la cabina de luz y calor. Una vez, en un libro de Kandinsky que había cogido en la habitación de Victor, había leído que el pintor, en una parte remota de Rusia en la que los interiores de las casas estaban decorados con iconos, había llegado a la conclusión de que también los cuadros debían ser interiores, y que el artista debía inducir al espectador a que entrara. ¿Quién no lo preferiría? Eso era. Bebiendo café por encima del estado de Michigan, Katrina disfrutó de su hora de calma y lujo. El avión estaba casi vacío.

Incluso pudo pensar un poco en su proyecto de los elefantes. ¿Lo terminaría o no?

En la historia de Katrina, el elefante, que era en realidad una elefanta, había sido cedida como inteligente idea de promoción para impulsar las ventas de juguetes para niños en la quinta planta de unos almacenes. El cuidador del animal había tenido problemas para meterlo en el ascensor de carga. Después de tantear el suelo con un pie y encontrarlo móvil, ella había frenado, pero Nirad, el cuidador indio, la había convencido por fin de que entrara. Una vez en la tienda lo había pasado muy bien. Las ventas fueron fabulosas. El nombre de la elefanta era Margey, pero los periódicos, que no paraban de hablar de ella, la llamaban Largey. La dirección del local estaba entusiasmada. Pero cuando terminó el mes y llevaron de nuevo a Margey-Largey al ascensor de carga y ella tanteó el suelo con su pata, nada pudo convencerla para que entrara. Ahora se habían quedado con una elefanta en la última planta de unos almacenes de la avenida Wabash, y a nadie se le ocurría una manera de sacarla de allí. Hubo conferencias y asambleas de la dirección. Se llamó a expertos. Legiones de gente imaginativa inundaron las líneas telefónicas con sugerencias. ¿Abrir el tejado y sacar al animal con una grúa? ¿Drogarla y, una vez inconsciente, meterla en el ascensor de carga? Pero ¿cómo la iban a mover cuando estuviera dormida? La sociedad protectora de animales no estaba de acuerdo. El circo al que habían alquilado a Margey-Largey tenía que abandonar la ciudad y exigió a los almacenes que respetaran su contrato. Nirad el cuidador estaba frenético. La gran criatura estaba triste y sufría de insomnio. ¿No había ninguna solución? Katrina no tenía suficiente imaginación como para sacar una. Simplemente no le llegaba la inspiración. Krieggstein se preguntaba si las Fuerzas Armadas no tendrían un helicóptero de gran tamaño. O si el almacén no tenía una galería central o un pozo como Marshall Field’s. Después de dos o tres intentos, Katrina había dejado de tratar de hablar de esto con Victor. Uno no podía molestarlo con tonterías. La diferencia entre Victor y Krieggstein se podía medir.

Si hubiera estado muy enfermo, Victor habría cancelado la conferencia, de manera que debió de mandarla a buscar porque deseaba verla (el máximo de lo deseable), o simplemente porque necesitaba compañía. Estas razonables conclusiones la ponían cómoda, y durante por lo menos una hora voló por el brillante cielo como si estuviera dentro de un cuadro. Entonces, justo al este de Cleveland, la luz empezó a marcharse, lo que significaba que el avión estaba descendiendo. Volvió la oscuridad. Por debajo de ella estaba el lago Erie, un retrete abierto, como había oído ella que lo llamaba un defensor del medio ambiente. Y ahora el avión llegaba a la gris Buffalo, y ella estaba cada vez más nerviosa. ¿Para qué la había llamado? Porque estaba viejo y enfermo, a pesar de la inmortalidad en la que parecía estar envuelto, y era culpa de Katrina que estuviera en la carretera. Lo había hecho por ella. No solía viajar con asistentes (como Henry Moore u otros dignatarios de su calaña) porque tener una aventura sexual imponía el secreto; porque Alf red la estaba persiguiendo, él, que siempre había estado por encima de ella y que estaba rabioso por este cambio de las circunstancias. Y si Alf red ganaba el caso, Victor tendría a Katrina en sus manos. Pero ¿la aceptaría él? Ella creía que nunca llegaría tan lejos.

Después de aterrizar en Buffalo, se detuvo en un baño y cuando se miró en el espejo no estaba nada satisfecha con el grosor de su rostro y sus nerviosos ojos. Se puso lápiz de labios (la rabia de Alfred asomaba y ardía en el horizonte si ella se ponía lápiz de labios). Hizo lo que pudo con el peine y salió a buscar indicaciones para el salón de reposo de los pasajeros de primera clase.

Victor nunca viajaba en primera clase… ¿Para qué desperdiciar el dinero? Solo hacía uso de los servicios. Los ejecutivos que viajaban en primera no eran de su tipo. Él siempre había vivido como un artista, y por tanto su sitio estaba al final de la cabina. Debido a la rodilla hinchada, sí que pedía que lo sentaran primero, junto a los niños pequeños y a los parapléjicos. No alardeaba de su enfermedad, pero necesitaba un sitio al lado del pasillo para su pierna rígida. Lo que sí era cierto es que asumía una especie de inmunidad presidencial con respecto a todos los inconvenientes. Por algún motivo esto irritaba especialmente a Dorothea, que adoptaba un tono de ¡quién demonios se ha creído que es! Cuando ella decía:

—Lo da todo por hecho. Cuando vino a la Northwestern, ¡aquella visita fatal!, pidió prestado un coche que más bien era un cacharro y ni siquiera se gastó cincuenta pavos para una batería, sino que todos los días telefoneaba a algún imbécil para que viniera con los cables y le diera un empujón. Y estamos hablando de un hombre que debe de poseer más de un millón solo en pinturas modernas.

—No lo sé —dijo Katrina (cuando estaba en un momento testarudo bajaba los ojos y cuando parecía que estaba sometiéndose era cuando más resistía)—. Victor cree realmente en la igualdad. Pero no creo que en su caso un poco de consideración especial sea inadecuada.

Es cierto que cuando Victor aparecía en una fiesta la gente le abría paso y que le traían un escabel y le ponían una bebida en la mano. Cuando lo elogiaban, él no interrumpía su conversación. Incluso sus amigos más ricos se alegraban de hacer un esfuerzo por él. Enviaban coches. Liberaban apartamentos (en lugares como el Waldorf) que él rara vez utilizaba. Él era un habitante del Village de siempre, y seguía manteniendo una habitación para poder escribir en ella en la calle Sullivan, en medio de vecinos italianos, y mientras trabajaba agarraba un trozo de provolone y unos cuantos pedazos de la panera, bebía un whisky o un café de su recipiente de pirex, se echaba en la cama (las sábanas se cambiaban quizá una vez al año) para refinar sus ideas y las pasaba por su mente como si la mente fuera una sucesión de cámaras de alta energía. Lo que importaba era pensar. Tenía aquellos oscuros ojos pensando y brillando detrás de aquellos párpados de largas pestañas, las grandes y diabólicas cejas, autoritarias pero no poco amables. Los ojos estaban colocados, o tirados en sus mejillas, en un ángulo raro. El motivo del ángulo raro se le aparecía en muchas formas. Y en la calle Sullivan no necesitaba ninguna consideración especial. Compraba su propio salami y su propio queso, y los cigarrillos, en la tienda italiana, se los llevaban a su habitación de la tercera planta (trasera), trabajaba hasta la hora de las copas, perfectamente independiente. En las afueras de la ciudad era posible que aceptara que lo llevaran en limusina. Una vez, en la cámara aislada de un Rolls, Katrina lo había oído hablar durante media hora de paseo hasta el centro con un multimillonario de Berlín. (Escapó de los nazis en los años treinta con las patentes para la goma sintética y había comprado docenas de cuadros de Matisse a un precio barato.) Victor estaba siendo serio con él, y Katrina había tratado de prestar atención a los temas de los que hablaban entre la calle Setenta y seis y Washington Square: la política de la Alemania moderna desde el Sacro Imperio Romano Germánico hasta el Pacto Molotov-Ribbentrop; de qué había tratado realmente el comunismo surrealista; la arquitectura de Kiesler; la influencia de Hans Hoff mann; los límites que imponía la democracia liberal al desarrollo de las artes. Y otros tres o cuatro temas interesantes que ella no recordaba. Diversas opiniones sobre la crisis económica, la Guerra Fría, la metafísica, la física del sexo. El inteligente y afortunado viejo judío de Berlín, que tenía la cabeza como un pan redondo con demasiada masa, toda irregular y espolvoreada de harina, había planteado las preguntas correctas. No era como si Víctor hubiera estado cantando por el paseo que le daban. Él no hacía esas cosas.

Dorothea intentaba, y lo intentaba demasiado, encontrar la peor palabra posible para definir a Víctor. Decía por ejemplo:

—Es un Tartufo.

—A mí me llamaste Madame Bovary —decía Katrina—. ¿Qué tipo de pareja nos haría eso?

Dotey, conseguiste tu título universitario bien. Ahora quédate con tus bolsas de plástico.

Aquellos comentarios, censurados con tacto, parecían hinchar los labios de Katrina. Muchas veces se veía una especie de movimiento silencioso en su boca. Si lo interpretabas, te decía que Victor era un personaje realmente importante y que ella estaba orgullosa de… bueno, de aquella intimidad especial. Él confiaba en ella. Ella conocía sus verdaderas opiniones. Eran compinches. Ella estaba con él en su ligero y rápido despego de todo a lo que la gente (casi todos) estaba apegada. En un país en que la opinión pública importaba, él hacía sus propias opiniones. Ella era su única alumna, y pagaba su matrícula con alegría.

Éste al menos era uno de los posibles resúmenes de sus relaciones, el que ella prefería.

Al pasar por los pasillos de paredes de cristal del aeropuerto, a Katrina no le gustó el aspecto del cielo: una especie de cólico en las nubes, y los copos de nieve que venían y se retorcían encima de los campos de hormigón. Sin embargo, el tráfico era normal. Los aviones llegaban y rodaban hasta las pistas de aterrizaje. El cielo tenía un aspecto tenebroso, pero una no quería trasladar sus miembros a las condiciones meteorológicas. En todo caso, el tiempo se quedaba fuera cuando uno entraba en el salón VIP. Los salones de primera clase eran siempre habitaciones interiores, con poca luz, zonas de tranquilidad y reposo. Las bebidas eran gratis y Victor, con un vaso en la mano, descansaba las piernas en una mesita baja. Tenía el bastón junto a él en medio de los cojines del sofá. La acción del whisky no era suficiente, sin embargo, porque tenía el abrigo de pana amarillo verdoso abotonado y subido hasta el cuello para darse calor. Cuando ella lo besó el aroma de Cabochard subió de su vestido, pañuelo, garganta: ella misma era capaz de olerlo. Entonces se miraron uno a otro a la cara para ver qué sucedía. Ella no habría dicho que él estaba enfermo: no lo parecía, y no tenía en él el sabor enfermo con el que ella se había familiarizado durante la enfermedad. ¡Por lo menos! De manera que no había motivo para el pánico. Sin embargo, estaba incómodo; definitivamente, algo le pasaba, disgusto o irritación. Ella conocía la fuerza de aquellos humores silenciosos. Había depositado varios bultos al lado del sofá. La bolsa de viaje que ella conocía tan bien; de tejido pesado, manchado, podría haber contenido las herramientas de un fontanero, pero había algo más al lado, justo detrás del sofá.

Bueno, me llamaste y he venido. ¿Me necesitabas o era solo una irritabilidad suprema?

—Justo en el clavo —dijo ella, dando vueltas al reloj en su muñeca.

—Bien.

—Todo lo que tengo que hacer es llegar de vuelta a tiempo.

—No hay motivo para que no puedas. No te habrá causado muchos problemas prepararlo, ¿verdad?

—Solo posponer una cita con el psiquiatra del tribunal y arriesgarme al enfado consiguiente de Alfred.

—Ese comportamiento en los tiempos que vivimos —dijo Victor—. ¿Por qué tiene que interponerse tu marido como si fuera el director, y comportarse como un loco de opereta?

—Bueno, ya sabes. Alfred siempre fue muy seguro, pero su autoestima no podía soportar la rivalidad contigo.

Victor no era del tipo de los que se interesan por los problemas de personalidad. En la medida en que no fueran nada más que personales, no le importaban los problemas de nadie. Eso incluía los propios.

—¿Qué tienes ahí en la bolsa?

—Te lo diré tan pronto como hayamos pedido un whisky para ti.

Beber tan temprano no era usual; significaba que necesitaba un empuje adicional. Cuando levantó el brazo, nadie podía hacer caso omiso de aquella señal, y la camarera vino enseguida. En el antiguo mediterráneo o en Asia se podrían haber encontrado ejemplos del tipo físico de Victor. Era muy alto. También se inclinaba, debido a la pierna. Katrina nunca había averiguado exactamente qué es lo que le pasaba desde el punto de vista médico. Para drenarla, estaba pinchada en dos lugares, exactamente a través de la carne. A veces había un depósito alrededor de los agujeros, y era algo granular, como el azúcar moreno. Aquello necesitaba que uno se acostumbrara, un poco por lo menos. Él hacía bromas sébre su tamaño. Decía que era demasiado grande para las operaciones humanas más sutiles. Hablaba de los mamuts, ellos no lo habían conseguido, y él señalaba cuántos genios eran pequeños.

Pero aquello eran solo palabras. En el fondo le agradaba como era. Nada parecido a un mamut. Seguía siendo uno de los hombres con aspecto más dramático del mundo, y además, como tenía motivos para saber, sus reacciones nerviosas eran muy buenas. Un rostro como el de Victor podría haber se puesto en la portada de un libro sobre el mundo antiguo: los poderosos planos horizontales: frente, mejillas, los grandes e inteligentes ojos, las cejas, agotadas ahora por la edad, y con mechas que podían ser malvadas. Su boca era grande y el cuidado bigote era amplio. Por la manera en que todo el rostro se dilataba cuando hablaba con énfasis, uno reconocía que en el fondo era una especie de tirano del pensamiento. Tenía las mejillas rojas, como un actor maquillado; el agudo color no lo había abandonado incluso en los momentos críticos. Parecía un error que se estuviera muriendo. Además, era tan grande que uno se preguntaba qué es lo que hacía en una cama para pacientes ordinarios, pero cuando abría los ojos, aquellos anchos canales visuales, el mensaje era: «¡Me estoy muriendo!». Y sin embargo, solo un par de meses más tarde volvía a estar circulando, comiendo y bebiendo, escribiendo críticas: plenamente en control. Una persona formidable, Victor Wulpy. Era formidable incluso la forma en que cojeaba, no como si arrastrara la pierna sino más bien como si golpeara las cosas a su paso. Todo el respeto de Victor se reservaba para las personas que vivían de acuerdo a sus ideas. Porque, lo supiera uno o no, uno siempre tenía una idea, elevada o baja, inteligente o estúpida. Solía llegar como si fuera el rey de algo, quizá de los judíos. Al final, uno se daba cuenta del contraste tan grande que había en Victor; no estaba tanto por encima como por debajo. Para decirlo de forma simple, tenía los zapatos viejos y llevaba los pantalones caídos, pero cuando se había calentado con la segunda copa y se quitaba la chaqueta de pana, descubriendo una de sus típicas camisas, se parecía a uno de los lienzos de Paul Klee, aquellos que estaban llenos de diminutas formas rectilíneas: verdes, color rubí, amarillas, violeta, gastadas pero aún hermosas. Su enorme tronco era una cálida obra de arte. Después de todo, era un cacique y entendido en el mundo del arte, un hombre poderoso; incluso sus rarezas (naturalmente) tenían poder. Era real, artístico, democrático, y siempre había estado ahí. Sin embargo, se estaba gastando. Pero incluso ahora lo perseguían las mujeres.

Con la voz fortalecida por la bebida, empezó a hablar.

Dijo:

—Vanessa dice que sus profesores la calentaron para que me trajera a dar una conferencia, pero fue sobre todo idea de ella. Y encima después ella no asistió. Tenía que tocar música de cámara.

—¿Conociste a su novio cubano?

—Ahora voy a llegar a eso. Es mucho mejor que los otros.

—¿De manera que no hay más religión?

—Después de todo el lío para convertirse en rabina, y los problemas para que entrara en el Hebrew Union College, se marchó. Parece que su idea era mandar en los judíos, adultos, en sus templos y gritarles desde el púlpito. Muchos de ellos están tan hechos polvo que no solo lo aceptarían sino que no dejarían de hablar de ello. Hoy día uno se aprovecha de la gente y encima ellos van y ponen anuncios en el periódico para decir lo progresista que es que a uno le peguen en la cara.

—Ahora se ha enamorado de este estudiante cubano. ¿Siguen siendo católicos con Castro? Te embarca en una conferencia y da un concierto en la misma noche.

—Y no solo eso —dijo Víctor—. Me ha hecho llevar el violín a Chicago para que se lo repare. Es un instrumento valioso y tengo que llevarlo a Beins and Fushi en el Fine Arts Building. No puede dejar que lo reparen en Buffalo. Es un Guarnerius.

—¿De manera que os visteis para desayunar?

—Sí. Y después me llevó a conocer a la familia del chico. Parece ser que es una especie de joven Arquímedes, un prodigio. Son refugiados, probablemente viven del Estado. Después de todo, es justo que entre todos los criminales que nos han soltado los cubanos haya un genio o dos…

—Por cierto, ¿estás seguro de que es un genio?

—A mí no me puede engañar. Tiene una gruesa beca de cuatro años en fisiología. Sus hermanos son ayudantes de camareros, si vamos a eso. Y ahí es donde se está metiendo Nessa. La madre está frenética.

—Y entonces te dio el violín: ¿un encargo?

—Acepté para evitar algo peor. Pagué un buen precio por el instrumento y ahora ha quintuplicado su valor. Quiero que Bein and Fushi lo valoren, por si acaso a Nessa se le ocurre vender el violín y comprarle este Raúl a su madre. Fugarse. Quién sabe qué… Podemos ir juntos a Bein.

Más encargos para Katrina. Victor había mandado lejos a Vanessa para evitar que se encontrara con su amiga, su Madame Bovary.

—Podemos poner el violín debajo de un asiento. Supongo que hubo estudiantes de izquierdas en tu charla.

—¿Por qué? Tuve más gente que eso. La aplicación de El

18 brumario a la política y la sociedad americana …, la farsa del segundo imperio. Muy oportuno.

—A mí no me suena muy norteamericano.

—¿Qué, más exótico que la electrónica japonesa, los automóviles alemanes o la cocina francesa? ¿O que los exiliados de Laos asentados en Kansas?

Sí, ella comprendía eso, como también comprendía por qué ese tema le podría parecer natural a Victor Wulpy de Nueva York, originario del East Side, chico de la calle, al que le gustaba la Nortemérica mezclada, inmigrante y extranjera; muy tolerante con el novio cubano; él mismo exótico, con aquella cara, y la gorra griega que probablemente había sido fabricada en Taiwán.

Victor había seguido hablando. Le estaba hablando de una nota que había recibido en el hotel de un tipo que había conocido hacía años: una sorpresa que no le había gustado.

—Adopta el tono de un viejo colega. Maravilloso encontrarse de nuevo después de treinta años. Da la casualidad de que está en la ciudad. Y aquellos tiempos de Greenwich Village… Odio revivir estas relaciones que nunca existieron. Mientras tanto, es verdad que se ha convertido en alguien muy famoso.

—¿Lo conozco yo?

—Larry Wrangel. Hace poco tuvo mucho éxito con una película llamada El factor Cronos. Del tipo de 2001 o La guerra de las galaxias.

—Por supuesto —dijo Katrina—. Es el Wrangel que apareció en la revista People. Un éxito ya mayor, lo llamaron. Hace diez años seguía haciendo películas pornográficas. Interesante. —Hablaba con cautela, porque ya había metido la pata en San Francisco. Incluso ahora no podía estar segura de que Victor la hubiera perdonado por arrastrarlo a ver MASH. En algún lugar de su mente seguía habiendo seguro una marca negra. Mal gusto cercano a la criminalidad, le había dicho una vez él—. Debe de ser muy rico. En People decían que poseía por lo menos cuatrocientos millones. ¿Asistió a tu conferencia?

—Me escribió diciendo que tenía un compromiso, así que podía llegar un poco tarde, y que si podíamos tomar una copa después. Me dio un número pero no lo llamé.

—Estabas ¿qué?… ¿Cansado? ¿Contrariado?

—En los viejos tiempos podía soportarlo alrededor de diez minutos cada vez… Era solo un personaje que deseaba que lo tomaran en serio. Del tipo de los que aburren más mientras más interés ponen. Vino del Medio Oeste para estudiar filosofía en la Universidad de Nueva Ydrk y se enganchó con los pintores del bar Cedar y con los escritores de la calle Hudson. Lo recuerdo bien: un tipo pequeño, estrafalario, astuto, fuera de lo común. Supongo que vivía de lo que escribía para libros de tiras cómicas: Buck Rogers, Batman, Flash Gordon. Llevaba un cuaderno en la chaqueta y anotaba las ideas. Perdí el contacto con él y no me interesa volver a encontrarlo: Trina, me preocuparon algunos descubrimientos que hice sobre mi invitación de la Asociación de Ejecutivos.

—¿Qué pasa con los ejecutivos?

—Descubrí que un tipo llamado Bruce Beidell es el principal asesor del comité de oradores, y resulta que fue él el que preparó lo de la invitación, pero procuró que fueran otros los que me lo dijeran a mí. Él sabe que no me gusta. Es una rata, un académico del Departamento de Inglés que se convirtió en político en Washington. En los primeros años de Nixon levantó grandes expectativas con respecto a Spiro Agnew. Él solía decirme que Agnew siempre estaba estudiando libros valiosos y serios, pidiéndole mejores y mayores clásicos. ¡Leyendo! Para leer la mente de Beidell habría que utilizar un proctoscopio. De pronto me encuentro con que estará allí esta noche, y será uno de los oradores. Y eso no es todo. Es incluso más curioso. El hombre que me presentará es Ludwig Felsher. Supongo que el nombre no significará mucho para ti, pero es uno de los viejos. Antes de 1917 había un grupo de inmigrantes rusos en Estados Unidos, y Lenin utilizó a algunas de estas personas después de la revolución para que hicieran negocios para él: gente del tipo de Armand Hammer, que hicieron ingeniosas combinaciones con grandes sumas de dinero y la política mundial comunista y se hicieron enormemente ricos. Felsher trajo aquí obras maestras del Hermitage para conseguir divisas para los bolcheviques. Duveen y Berenson ofrecieron un bajo precio por esos tesoros.

A Victor lo había ofendido personalmente Berenson y lo detestaba incluso póstumamente.

—De manera que tendrás mala compañía. Es verdad que nunca te gusta compartir el estrado.

Él utilizó ambas manos para poner la pierna en una posición más confortable. Después de este esfuerzo era siempre muy seco.

—He estado en medio de imbéciles antes. Puedo soportarlo. Pero es desagradable aparecer con estos estúpidos. Por unos miles de pavos: despreciable. Conozco a este Felsher. Desde la GPU hasta la KGB, y su situación con los capitalistas norteamericanos es impecable. Es viejo, gordo, calvo, con la cara roja y parece un servidor que se va a caer. No importa quién seas, si tienes suficiente pasta recibirás abrazos de oso del director ejecutivo. Has hecho contribuciones a la campaña, llevas mensajes extraoficiales a Moscú, y te abrazan en el despacho oval.

Inquieto. Caído en medio de ladrones. Por eso era por lo que la había mandado llamar, no porque de pronto sospechara que se había producido una metástasis.

—Odiaré ver a Beidell. Tiene el noventa por ciento de la cabeza lleno de alcohol. El resto es todo malicia e intriga. ¿Por qué son tan tontos estos tipos de las empresas?

Katrina lo animó a decir más. Cruzó sus piernas enfundadas en las botas y le ofreció un rostro atento. Tenía la barbilla apoyada en los brazos cruzados.

—Con estos auspicios, no me importa decirte que estoy a la que salta —dijo él.

—Pero, Victor, podrías volver la situación contra todos ellos. Podrías darles lo suyo.

Naturalmente que podía. Si quería. Le costaría mucho sin embargo. Pero no era uno de esos neuróticos sin escrúpulos e intelectuales maquilladores de hoy día. De esos se apartaba cortésmente. Katrina lo veía principalmente bajo dos aspectos. En uno de ellos, Victor le recordaba cómicamente al tipo enorme y malo de una película muda de Chaplin, el matón que doblaba farolas de gas en la calle para encender el puro y tenía grandes cejas llenas de pintura. Al mismo tiempo, era una persona de la mayor delicadeza y con más contrastes de lo que nunca podría ella distinguir. Cada vez más a menudo desde que se puso enfermo había estado diciendo que necesitaba guardar sus fuerzas para lo que importaba. ¿Importaban aquellos ejecutivos? No importaban en absoluto. Según decía, el Chase Manhattan, el Banco Mundial y las conexiones del Consejo Nacional de Seguridad no importaban un pimiento. Él no les había buscado. Y no era como si ellos no supieran lo que pensaba. Más de una vez había escrito, sobre el tema que se anunciaba para esta noche, que en la cima de cualquier jerarquía, al este o al oeste, no podía encontrar la verdadera personalidad. Entre ellos las superpotencias tenían la capacidad de matar a todos, pero no había pruebas de facultades humanas superiores que se pudieran encontrar en aquellos líderes. Ambos lados del poder estaban en manos de comediantes y seudopersonas. El descuido, humillación y rechazo del arte era una causa primaria de esta degeneración. Si Victor estaba lo suficientemente animado, los ejecutivos dirían cosas atrevidas y poco usuales sobre el valor de la vida cuando estaba atada con la valoración activa del arte. Pero estaba enfermo, contrariado; su mente no estaba despejada. Esta era la condición del propio Victor. Estaba pensando que no debía ni siquiera estar allí. ¿Qué estaba haciendo allí en el aeropuerto de Buffalo en medio del invierno? ¿En esta sala? ¿Ir a Chicago? No estaba exactamente en el centro de su propia experiencia en días como este. Había sensaciones que debían hacerse desaparecer por completo. Y tampoco podía hacer eso. Se sentía rehén de unas fuerzas oblicuas y no identificadas.

Le dijo:

—Sin embargo, sí que tengo un recuerdo agradable de este Wrangel. Tocaba el violín al revés. Como era zurdo, tuvo que hacer que le recolocaran las cuerdas y que movieran los puestos de sonido. En aquel entonces era importante tener una pequeña especialidad. Se tomó muchas molestias, considerando la pequeña escala de su ingenuidad. Se convirtió en un gran ilusionista.

La azafata le había llevado a Katrina una pequeña botella de Dewar’s. Al servírsela, sujetó el vaso contra la luz para observar la poderosa fuerza de aquella bebida, como una espiral, más fina que el humo. Entonces dijo:

—Puede que sirva de algo mirar las notas que te pasé a máquina.

—Sí, hagámoslo.

Ella usaba gafas para leer; Víctor no las necesitaba. En algunos aspectos, no había envejecido en absoluto. Para ser un hombre grande tenía gracia, y para ser viejo tenía juventud. Era posible que Krieggstein tuviera razón y que la excitación del pensamiento evitase la decadencia: el policía debía de haber oído esto en alguna parte o haberlo sacado de la sección «femenina» del Tribune. Él solo no era capaz de hacer esas observaciones.

La decoración de aquella sala se parecía a la de la cabina de un avión, y Víctor tuvo que agarrarse al periódico para coger la inclinada barra de la luz del techo.

—Una cosa rápida —dijo—. No espero mucho. «¿Por qué le ha dado a la gente por decir que la verdad es más extraña, o he dicho “más fuerte”, que la ficción? Porque la democracia liberal permite formas debilitadas de timidez: ¿quién dijo que hablar por uno mismo nunca cambiaría el mundo público, con toda su dureza e imperfecciones, por el ahogo de un mundo privado? Son mitos estúpidos, historias pobres. La falta de una idea. La compra colectiva de ideas por parte de grupos profesionales (abogados, médicos, ingenieros). Hacen un simulacro de “normas”, y este simulacro se convierte en la moralidad de su profesión. Desaparece todo sentido de engaño individual. Para ellos, el primer paso hacia la “estabilidad” es la cancelación de las ideas individuales. Entonces se puede asumir el liderazgo por parte de personajes ficticios.»

—¿Dirías tú que nuestros líderes son personajes ficticios? —dijo Katrina.

—¿Tú no?

Ahora Víctor no tenía buen aspecto. El rojo de sus mejillas era de irritación y había otros signos peligrosos de mal humor. La miraba a ella en aquella forma que tenía de parecer, una vez más, que estaba examinando sus credenciales. Era humillante. Pero se unió a él en sus dudas y sintió pena por él. A él le convenía más no hablar. Incluso cuando tenía que superar la certeza de que lo entendían. Agachó la cabeza como un toro mientras decidía si corneaba o no, y después siguió hablando. Ella prefería cuando la conversación de él era perversa y traviesa: cuando decía que un hombre no tenía cerebro sino una vejiga de pez en el cráneo. La seriedad era más preocupante y en este momento él estaba siendo serio. Le dijo a Katrina ahora que no creía que estas notas fueran útiles. Las mismas cosas las había dicho en su conferencia sobre Marx y las había dicho mejor. Marx conectó la conciencia individual con la lucha de clases. Cuando a las clases sociales les impedían actuar políticamente, y la lucha de clases caía en desuso, temporalmente, la conciencia también se confundía: despertar, dormir, soñar, todo mezclado.

¿Seguía considerándose a sí mismo marxista? Katrina quería saberlo. La asustaba su propia temeridad, pero la asustaba aún más ser tonta.

—Te lo pregunto porque hablas de lucha de clases. Pero también porque tú consideras que los países comunistas son un gran fracaso.

Él contestó que, bueno, él había formado su mente con textos marxistas duros en sus primeros años y eso le había influido permanentemente. ¿Por qué no? Después de volver a leer El 18 brumario, estaba convencido de que Marx tenía el número actual de Norteamérica. Y aquí Victor, con la pierna extendida como uno de los cañones del almirante Nelson envuelto en trapos, le dirigió una mirada característica y deslumbradora desde debajo de la primigenia maraña de sus cejas y le dijo que la charla de Buffalo y la de Chicago estarían relacionadas. Cuando los asalariados, la clase media, los profesionales, perdían la pista de sus verdaderos intereses materiales, se salían de la historia, por así decir, y entonces tomaban la primacía los intereses no clasistas, y cuando eso sucedía la propia sociedad se derrumbaba por sus neurosis. Comenzaba una era de fingimiento. Los enormes cambios revolucionarios los ocultaban las trivialidades de los actores. Regían todo los payasos y los actores, o al menos parecían hacerlo. La realidad profunda era todo menos eso.

En su conjunto era un ser tan excepcional que debido a la enorme diferencia (con gente menos importante, según Katrina) él mismo podía parecer un actor. El intervalo de conversación seria lo había hecho parecer a sí mismo: lo había revivido. Ahora Katrina admitió:

—Estaba preocupada por ti, Vic.

—¿Por qué? ¿Porque te pedí que vinieras? Estoy molesto por esos tipos de Chicago y quería contártelo. Me sentía frustrado y agotado.

A mí me puede contar cosas que es demasiado digno para decir de otra manera. Puede comportarse como un niño, concluyó Katrina. Cosa que ni mis propias hijas son para mí. Como madre yo parezco un producto artificial. ¿Será porque no puedo poner nada de sexo en ser una madre? A Víctor le dijo:

—Supongo que el mal tiempo y el agotador viaje pudieron contigo.

Vaya, hablando de mal tiempo. Examinándola a ella, llegó a la conclusión de que «malo» significaba algo diferente para él. Como tampoco se refería a tener la moral baja cuando había dicho «agotado». No tenía la moral baja, sino más alta de lo que quería, muy alta, en peligro de sufrir una desconexión. Estaba más que lúcido, lo que siempre quería estar, pero esta lucidez tenía un precio: las ideas claras se volvían incluso más claras cuanto más se abría el terreno bajo tus pies. La iluminación aumentaba a medida que avanzaba tu progreso fisiológico hacia h muerte. Nunca he esperado vivir para siempre, pero tampoco esperé esto. Y no se podía decir lo que era precisamente esto. Era tanto definido como borroso. Y aquí Katrina le daba apoyo, materialmente. Katrina, una señora de cuerpo entero, sentada en su hinchada parte de abajo. Llevaba un traje de punto verde oscuro. Sus gruesas piernas enfundadas en botas negras. Donde una vez habían crecido las plumas del avestruz, la superficie del cuero tenía burbujas. Para él destacaban mucho en su figura las grandes fuerzas físicas del tronco humano y la enormidad del cuerpo, la separación de los muslos. La compostura con que ella se sentaba tenía en él el efecto contrario: ¿lo sabía ella o no? ¿Era consciente de que su pulcritud lo calentaba? Él no se lo decía, de manera que ella no tenía ni idea de la atracción que ejercían sus manos, especialmente los nudillos y las puntas de lo que llamaba, solo para él, los dedos de tocarme la polla. Katrina era para él la manifestación de Eros, esta señora preocupada y cómica con respecto a la que sentía unas emociones tan complejas, por la que aguantaba tantas idioteces, y luchaba con tantas invitaciones. Ella podía irritarlo hasta el punto del desengaño, de manera que se preguntaba si valía la pena y por qué no largaba ya a esta estúpida tonta; ¿no podía pasar mejor su vejez, o habían perdido totalmente su influencia las estrellas que lo protegían? Él solía ser capaz de ir a donde le diera la gana. Aquella disponibilidad pagana se estaba apagando. Al principio, ella había sido para él un trocito de amor. Él contó las fases. Al principio solo fue diversión. La siguiente fase fue de risa, como él reconocía en realidad que su época erótica podía ser después de todo victoriana, con sus efectos especiales. Entonces pareció haber una especie de fase tipo Baudelaire,

tu connais la caresse

qui fait revivre les morts…

Pero en realidad él no creía eso. Su sexualidad no era un ejemplo de problema clínico. Se sentía muy lejano de todas aquellas tonterías. Ella tenía de hecho el efecto de revivir a los muertos: los muertos de él. Pero en ello no había brujería ni oscuridad sádica. Él estaba más allá de sentir la desgracia de lo común que era. Ella lo mantenía vivo y él tenía que confesar que no sabría lo que hacer en absoluto si no siguiera vivo. Por tanto iba de aquí para allá. No esta listo para sucumbir. No prestaba más atención a la muerte de la que prestaría a un montón de cachorros que le tiraran de los pantalones.

En cuanto al invierno tan crudo, le dijo a Katrina:

—Tengo problemas para sentir calor. He oído que el pimiento picante ayuda. Para los capilares. Anoche fue terrible. Tuve que meter los pies en agua caliente. Me puse dos pares de calcetines y aún sentía frío.

—Yo puedo ocuparme de eso.

Son maravillosos los poderes que se apropian las mujeres.

—Y Vanessa, ¿cómo fue esta mañana?

—Bueno —dijo él—, lo que quieren realmente estos niños es hacer que obedezcas a los mismos poderes que ellos tienen que servir. En realidad, la generación más vieja coopera con ellos. La madre cubana estaba sorprendida. Se le notaba en la mirada: «¿Qué demonios están haciendo ustedes?».

—Entonces la has conocido.

—Puedes apostar a que sí. Esta mañana estaba sentado en su cocina y el chico era el intérprete. El coeficiente intelectual de ese chico debe de ser más alto de lo que uno ve a primera vista. La mujer dice que no tiene nada contra Vanessa. Vanessa se ha convertido en parte de la familia. Se ha ido vivir con ellos. Pela patatas y lava cacharros. Ella y el chico no van a restaurantes ni al cine porque él no tiene dinero y no la deja pagar a ella. De manera que estudian día y noche y están ambos en la lista del decano. Pero mi hija solo se está metiendo. Ha secuestrado al genio de la familia que se supone que tenía que ser la salvación de sus hermanos y de su mamá.

—Pero ella dice que lo quiere y te mira con esos grandes ojos que heredó de ti.

—Es una tunanta. Descubrí que le estaba dando a su madre consejos sobre sexo. Cómo una esposa moderna puede satisfacer mejor a su marido. Y uno tiene que encontrar nuevas formas para satisfacer a un viejo. Le contó a Beila todo lo que había que saber sobre una especie de enciclopedia homosexual. Le dijo que no la comprara pero le dio la dirección de una tienda donde podía leer algunos pasajes.

En esto Katrina no veía nada de gracioso. Estaba furiosa.

—¿Se acercó a ti? ¿Cómo?

—¿Quién, Beila? Todo el mundo se tendría que volver loco.

No, no Beila. Solo había que pensarlo para ver lo imposible que sería. Beila se comportaba con el orgullo de la mujer que presidía, la esposa. Sus derechos los mantenía una especie de dignidad nativa norteamericana. Era una persona triste. (Victor la había hecho triste, eso podía comprenderse.) Era como la mujer de un jefe indio, o Catalina de Aragón. Había algo de cada tipo de mbjer en los trajes alegre-tristes que diseñaba Beila para ella misma. Era tremendo aquel silencioso aire de respeto por sí misma. Que una persona tan orgullosa experimentase algo sugerido por un manual homosexual estaba fuera de cuestión, totalmente. Sin embargo, Katrina se había sentido herida. Falta de respeto. Mala voluntad. También era falta de respeto por parte de Beila. Beila era una mujer que sufría. En su corazón, era una mujer generosa. Katrina lo había adivinado.

—De manera que esa es la nueva generación —dijo Victor—. Cuando se consideran los hechos, a veces parecen llevarte a la conclusión de que es mejor el aborto. ¡Mi hija pequeña! La más salvaje de las tres. Ahora ha abandonado el plan de ser rabina y parece más judía que nunca, con esos tirabuzones de pelo junto a las orejas.

Era curioso lo impersonal que podía ser Victor. Categorías como esposa, padre, hijo, nunca podrían afectar a su criterio. Podía hablar de una hija como de cualquier otro tema que se presentara a su consideración concentrada y radiante: con la misma distancia generalizadora. No era que no fuera amable. Tampoco era egoísmo ordinario. Katrina no sabía qué palabra aplicarle.

En todo caso, ahí estaban los dos en aquella sala, y tenerlo todo para ella era uno de sus mayores placeres. A él siempre lo estaban reconociendo por las calles de Nueva York, acorralándolo los lectores, fastidiándolo los pintores (y había millones de personas que se dedicaban a la pintura), pero aquí, en este rincón tranquilo, Katrina no esperaba que los molestaran. Se equivocaba. Apareció un hombre; claramente entró buscando a alguien. Aquel alguien solo podía ser Victor. Ella le dio una señal de aviso —levantó la cabeza— y Victor prudentemente se volvió y dijo en voz baja, un poco taciturna:

—Es él, el personaje que me mandó la nota.

—Oh, oh.

—Es un tipejo decidido… Menudo abrigo de pieles lleva puesto. Debe de estar diseñado por F. A. O. Schwartz. —El decir esto pareció suavizar su malhumor. Sonrió un poco.

—Es una prenda cara —dijo Katrina.

Era una cosa llamativa, hermosa pero llevada de manera descuidada. Tenía círculos de piel, algo parecido a los círculos neumáticos de Michelín, y llegaba casi al suelo. Larry Wrangel era delgado, menudo, y tenía una cabeza calva y desmesuradamente larga. El lado de pelo gris, sin cepillar, tenía un aspecto como si hubiera dormido sobre algo mojado. Sobre la piel le caía una larga y sucia bufanda blanca, de pesado tejido. Bajo la bufanda tenía atado un pañuelo rojo de Woolworth’s. El abrigo de piel blanco lo debía de haber llevado para el viaje. Porque no le debía de haber servido de mucho en California del sur. El bronceado rostro era delgado, con la piel estirada: ¿quizá una operación?, se preguntó Katrina. Tenía el cráneo manchado con pecas californianas. Las oscuras cejas formaban un arco agradable. La boca delgada, tímida y también astuta.

Mientras se estrechaban la mano Victor dijo:

—Anoche no pude llamarlo.

—Realmente no lo esperaba.

Wrangel tiró de una de aquellas sillas modernas suecas y se sentó hacia delante envuelto en sus rollos de piel blanca. No quitarse el abrigo era quizá su manera de resolver la diferencia de tamaño entre ellos: volumen contra altura.

Dijo:

—Imaginé que estaría rodeado y también agotado al final de la noche. Teniendo en cuenta el tiempo, había bastante gente.

Wrangel no era indiferente a las mujeres. Mientras hablaba inspeccionaba a Katrina. Podría haber estado tratando de determinar por qué Victor se había enganchado con esta. A Victor solían perseguirlo clases enteras de chicas estudiantes. Katrina se reconcilió rápidamente con Wrangel: un hombre pequeño y listo que no era altanero con ella ni se comportó como su enemigo. Solo tenía ganas de hablar, desde hacía mucho tiempo, de tener una conversación seria y de primera. Victor, enfermo, herido, pensaba desde luego en cómo librarse de aquel hombre.

Wrangel hablaba rápidamente, pues quería impresionar positivamente y al mismo tiempo evitar perder el tiempo. Su próximo movimiento sería el bar Cedar y el club de los artistas de la calle Octava. Habló de Baziotes y de Arshile Gorky, del ático de Gorky en Union Square. Recordó que Gorky no podía pronunciar bien el nombre de Walt Whitman y que se refería a él como «Vooterman». Mencionó a Parker Tyler, y el libro de Tyler sobre Pavel Tchelitchev, y nombró también a Edith Sitwell, que había estado enamorada de Tchelitchev (ante este último nombre Wulpy sonrió y dijo: «Poemas tintineantes, como cascabeles»). Wrangel se echó a reír, lo que dejó ver mucha tensión en su risa. La timidez y la astucia lo hacían parecer díscolo e incluso burlón. Quería ser expansivo, agradable. Pero no tenía habilidad para eso. Como ella era experta en complacer a Victor, Katrina podría haberle dicho en lo que se estaba equivocando. La actitud de Victor era de enfadada circunspección e impaciencia mal disimulada. Trina pensó que estaba siendo demasiado severo. Este Wrangel merecía al menos una pequeña oportunidad. Lo estaban rechazando con demasiada fuerza porque era famoso.

Más de cerca, la blanca piel que debería haber sido inmáculada estaba manchada de comida y bebida; tampoco había ninguna razón (¡era tan rico!) para que la bufanda blanca estuviera tan sucia. A ella le gustó Wrangel, sin embargo, porque él insistió en incluirla a ella en la conversación. Si mencionaba un nombre como Chiaromonte o Barrett, decía, en un aparte: «Uno de los mayores intelectuales de ese círculo», o: «La persona que introdujo a los norteamericanos en la fenomenología alemana».

Pero Víctor no quería admitir nada de esta nostalgia, y dijo:

—¿Qué es lo que está haciendo usted en Buffalo? Es una estación muy mala para salir de California.

—Tengo un motivo disparatado —dijo Wrangel—. Como usted sabe, los psicólogos muchas veces me envían sugerencias para películas, inspirados por las fantasías de sus pacientes locos. De manera que una vez al año me paseo por algunos manicomios seleccionados. Y aquí en Buffalo he visto a algunos jóvenes locos por la informática, una cosa que ahora está institucionalizada.

—Esa cosa es nueva —dijo Victor—. Yo habría creído que para eso no había que dejar California.

—¿Que los locos más locos están en la tosta? ¿Eso cree?

—Bueno, ahora no, quizá —dijo Victor. Entonces hizo una de sus afirmaciones características—: Hace falta una vida política seria para mantener la realidad tal y como es. De manera que hay partes del país donde la blandura del cerebro se acelera. Y desde el principio, el sur de California se ha distinguido por el máximo de lo que sea que no va bien en las cabezas norteamericanas. Cultivan tontos igual que cultivan lechugas y naranjas.

—Sí, supongo que así es —dijo Wrangel.

—En cuanto al papel que desempeñan los intelectuales … Bueno, supongo que a ese respecto no hay mucha diferencia entre California y Massachusetts. Están en esto juntos con todos los demás. Me refiero a los intelectuales. Es imposible resistir. Además, están tan mal educados que ni siquiera distinguen el mal. Hasta Vespasiano cuando recolectaba su impuesto de retretes tuvo que justificarse: Pecunia non olet. Pero hemos llegado a un punto en que solo es el dinero lo que no apesta.

—Cierto, los intelectuales están en una forma penosa …

Katrina observó que los ojos de Wrangel tenían el color del yodo. Tenían un tono de yodo incluso en la parte blanca.

—La principal gente del dinero desprecia a la intelligentsia, me refiero especialmente a los tipos que llevan las sugerencias de la industria del entretenimiento para agravar la catalepsia general. O la histeria.

Wrangel recibió esto con bastante modestia. Parecía que todo eso ya se le había ocurrido a él y que ya estaba pensando en otra cosa.

—Por supuesto, los bancos… —dijo—. Hace falta alrededor de veinte millones de pavos para hacer una de esas grandes películas, y se necesitan unos beneficios cercanos al trescientos por ciento. Pero en lo que respecta al dinero, todavía recuerdo cuando Jackson Pollock conducía a máxima velocidad por entre los árboles de East Hampton mientras cortejaba a una chica en su jeep. Si hubiera vivido no lo habría hecho por cupones de comida o por la beneficencia. Jugaba con las chicas, con el arte, con la muerte, y con los dólares. ¿Qué consiguen ahora esos lienzos llenos de goterones? —Wrangel dijo esto en un tono tan moderado que lo consiguió—. Es cierto que los golem de las inversiones piensan en mí como una mina de oro e invierten en ella. Yo también los detesto a ellos en contrapartida. —A Katrina le dijo—: ¿Escuchó usted la conferencia de Victor anoche? Era la primera vez en cuarenta años que me encontré de hecho tomando notas como un estudiante.

Katrina no podía saber exactamente qué opinión se estaba formando Victor de este Wrangel. Cuando tuviera suficiente se levantaría y se marcharía. Ningún hombre aburrido podría atraparlo nunca. Pero todavía no había ningún signo de que fuera a largarse. Ella se alegraba de eso; encontraba a Wrangel entretenido y era tan discreta como podía serlo mientras le daba vueltas a la pulsera del reloj en su muñeca. Con mucho tacto se levantó la manga para ver la hora. Al cabo de muy poco las niñas estarían tomando la merienda. Pearl la silenciosa y Soolie sin palabras. No había conseguido impresionarlas con la historia de los elefantes. Una respuesta aguda le habría ayudado a terminarla. Pero simplemente no se podía hacer que esas niñas reaccionaran. Es posible que Krieggstein las confundiera cuando se levantó los pantalones y mostró la funda de la pistola atada a su corta y gruesa pierna. Además, a veces llevaba peluca y a veces no. Aquello también podría confundirlas.

Victor había decidido darle a Wrangel una oportunidad. Si al final resultaba una pérdida de tiempo, se echaría hacia delante, recogería sus piernas, agarraría el bastón desde arriba hacia abajo como un bastón de polo y se marcharía, tan silencioso como Pearl, sin palabras como Soolie. Como le encantaba la conversación, su salida sería un juicio implacable para el hombre.

—Durante la noche me ha dado mucho que pensar —dijo Wrangel—. Sus comentarios sobre la no revolución de Luis Napoleón y su muchedumbre de vagos, y especialmente la aplicación de esa idea al momento presente: lo que usted llamó el presente proletarizado. —Sacó un pequeño cuaderno de notas, que Trina reconoció como producto de Gucci, y leyó en voz alta una de sus notas—: «Proletarización: personas privadas de todo lo que antes definía a la humanidad como humana».

No importaba lo que pensara aquel tipo para la noche, Victor estaba tratando de ajustarse al día, cambiando de marco, buscando una posición que no disparara dolores por su muslo. Desde la operación, su estómago estaba especialmente tierno, distendido y abultado, y los pequeños pelos lo pinchaban como dardos ardientes. Como si estuvieran creciendo hacia dentro. Las terminaciones nerviosas de alrededor de la herida eran como la punta de un hilo de cobre con los filamentos deshechos. Por su parte, Wrangel parecía estar en forma: mayor pero juvenil, frágil pero duradero, probablemente vegetariano. Mientras intentaba fijar la posición de Wrangel, en algún lugar entre los clásicos del pensamiento (Hegel) y las tiras cómicas, se presentaron ante Victor las figuras del Happy Hooligan y del Capitán de Los chicos Katzenjammer con los habituales colores separados, tiras de bermellón chino y bloques de verde bosque. Con aspecto majestuoso pero sintiéndose muy nervioso, Victor permaneció sentado y escuchó. Los ojos de Wrangel estaban inflamados; debía de haber pasado realmente una mala noche. Tenía en el rostro una expresión irónica, nostálgica, ambientada, y su estandarte de seda hacía pensar en el pañuelo que había roto el cuello de lsadora. Ahora estaba empezando su principal extremo. Había leído El 18 brumario, y podía probarlo. ¿Por qué se había hecho la Revolución francesa al estilo romano? Todos los revolucionarios habían leído a Plutarco. Marx señaló que se había inspirado en la «poesía antigua».

—Las antiguas tradiciones que yacían como una pesadilla en el cerebro de los vivos.

—Veo que ha estudiado a Marx.

—Es maravilloso. —Wrangel se negaba a sentirse ofendido. Toda la simpatía de Katrina estaba con él. Se estaba portando bien. Dijo—: Ahora veamos si puedo combinarlo con sus conjeturas. Sigue siendo una lucha con la carga de la historia. Le mort saisit le vif Y usted sugiere que la avant-garde moderna esperaba liberarse de esta barra mortal de la tradición. Que el arte se convirtiera en una actividad en que la vida proporciona a los artistas material en bruto y el artista utiliza su imaginación para producir un mundo propio sin deber nada al viejo humanismo.

—Sí, muy bien. ¿Y qué? —dijo Victor.

La impresión de Katrina era que Wrangel estaba complacido consigo mismo. Pensaba que estaban haciendo un examen oral.

—Entonces dijo usted que la parodia de una revolución en 1851, la historia como farsa, podría interpretarse como preludio a la política actual de engaño: el gobierno de comediantes que utilizan técnicas de entretenimiento de masas. Personalidades amañadas, seudoacontecimientos.

Ahora Katrina estaba preocupada por él, por lo que se movió hasta el filo del asiento. Pensó que podría ser necesario levantarse pronto, marcharse, cortar.

—De manera que viaja usted por el país y habla con psiquiatras —dijo.

Su intervención no fue acogida con agrado, aunque Wrangel fue educado:

—Sí.

—Un acercamiento sensato al entretenimiento popular —dijo Victor—. Hacer que participen los psicópatas.

—Trato de dejarlos fuera, en cualquier nivel —dijo Wrangel, solo ligeramente tenso. Añadió—: En Detroit voy a visitar a una persona llamada Fox. Ha publicado un documento de un cierto D’Amiens, que a veces también se llama Boryshinski. Se supone que los dos han desaparecldo sin dejar huella. Había hecho el peligroso descubrimiento de que el planeta está controlado por poderes de otros mundos. Todo esto según el libro del señor Fox. Estos poderes de otros mundos han programado la transformación y control de la especie humana mediante algo que se llama CORP-ORG-MIENTO. Trabajan a través de un banco de datos central y ya controlan las mayores empresas, círculos bancarios y élites políticas. Algunos de sus dirigentes son David Rockef eller, Whitney Stone de Stone and Webster, Robert Anderson de Arco. Y el plan general es destruir nuestro sistema de supervivencia y después evacuar el planeta. Trasladarán la raza humana a un lugar más adecuado.

—¿Y qué pasará con la Tierra? —dijo Katrina.

—Se convierte en el infierno, el infierno para los inadaptados a los que la CORP planea dejar atrás. Cuando comience el largo reino de la Cuantificación, según Boryshinski, la humanidad aceptará una mentalidad puramente artificial, y la mente divina será desplazada por la mente tecnócrata.

—¿Y esto le suena como una posible película? —dijo Katrina.

—Si no piden mucho por los derechos, podría interesarme.

—¿Y qué haría usted para salvarlos, quiero decir en la película? —dijo Victor—. Puede que Marx sugiera algún ángulo por el que conectar con la mente divina.

Katrina esperaba que Wrangel reaccionara ante Victor como hizo. El ser diferente no te lleva a ningún sitio; había que pelear con él si quería uno su buena opinión. Wrangel dijo:

—Había olvidado lo gran escritor que era Marx. ¡Quéimágenes tan maravillosas! Los fantasmas de Roma rodeando a la cuna de la nueva era. La revolución burguesa yendo de éxito en éxito. «Éxtasis para el espíritu diario.» «Hombres y cosas talladas en brillantes.» Pero una revolución que saca su poesía del pasado está condenada a terminar en depresión y aburrimiento. Una revolución auténtica no es indicativa ni histriónica. Es un acontecimiento real.

—Muy bien —dijo Victor—. Se muere usted por decirme lo que piensa. Así que dígamelo y acabemos de una vez.

—Mi problema es con la lucha de clases —dijo Wrangel—. El destino de las clases sociales. Usted argumenta que la parálisis de las clases produce estos efectos de ilusión: mentira, engaño, falsas apariencias. Todo parece real, pero lo auténticamente real es la convulsión escondida que hay por debajo de las apariencias. Usted impone ideas de clase europeas a los norteamericanos.

Katrina pensó: Ay, quiere jugar con los grandes. Tenía miedo de que lo hirieran.

—¿Y cuál es su idea? —dijo Victor.

—Bueno —dijo Wrangel—. Tengo un amigo que dice que las almas creadas de la gente, de los norteamericanos, se las han quitado. El alma creada ha sido sustituida por un alma artificial, de manera que ya no hay nada real a lo que puedan referirse los seres humanos cuando tratan de juzgar cualquier cosa por sí mismos. Viven principalmente por las rationales. Tienen sistemas de orientación artificiales.

—Esa es la mentalidad artificial de su Boryshinski —dijo Victor.

—No tiene nada que ver con Boryshinski. Boryshinski vino mucho después.

—Ese amigo suyo, ¿es de California? ¿Es un gurú? —dijo Victor.

—Ojalá tuviéramos tiempo para hablar en general —dijo Wrangel—. Usted siempre da un gran valor a las ideas, Victor. Eso lo recuerdo. Bien, pues yo he estudiado esto desde muchos ángulos, y estoy convencido de que la mayoría de las ideas son triviales. Una idea de lo real es también una imagen de lo real; si es una idea auténtica, es una imagen auténtica y va acompañada también de un sentimiento auténtico. Sin esto, nuestras ideas son cadáveres…

—¡Bueno, por Dios!

Victor agarró el bastón, y Katrina temió que empezara a golpear a Wrangel, que se ensañara con él, pero no, plantó el bastón delante de él y empezó a levantarse. Era una operación complicada. Inclinándose hacia delante, se apoyó en sus nudillos. Levantó la pierna hinchada; tenía un color agitado. Recuerda (Katrina recordó) que casi siempre le dolía.

Katrina explicó mientras agarraba la bolsa y la funda del violín:

—Tenemos que coger un avión.

Wrangel respondió con una sonrisa triste:

—Ya veo. No puede uno luchar contra los planes de vuelo, ¿verdad?

Victor se colocó bien la gorra y se dirigió a la puerta, con pasos grandes a pesar de su incapacidad.

Fuera ya de la sala, Katrina dijo:

—Todavía nos queda alrededor de media hora.

—Nos ha echado.

—Esto lo ha desilusionado terriblemente.

—Seguro. Ha venido al este solo para hablarme. Puede que su gurú le dijera que era lo suficientemente fuerte, por fin. Se traicionó cuando mencionó a Parker Tyler y Tchelitchev Tchelitchev me atacó, ¿sabes? Me dijo que tenía una visión del mundo, mientras que la pintura abstracta que yo defendía era como una señora loca que esperase una visita del médico y se untase de excrementos para estar más atractiva: como una poción amorosa. Wrangel estaba tratando de colarme este insulto.

Un tiempo amenazador, el malvado viento del norte canadiense que cruzaba la frontera a ráfagas blancas, no retrasó el embarque. El primero en entrar en el avión fue Víctor. Su necesidad especial, un asiento en el pasillo de atrás, lo hacía legítimo. A Katrina la deprimía entrar en la cabina vacía y oscura. El cielo parecía sucio y ella estaba nerviosa. Sus asientos estaban en la cola, cerca de los baños. Ella colocó el violín encima de sus cabezas y la bolsa debajo del asiento. Víctor se acomodó en su asiento, se estiró, se echó hacia atrás y cerró los ojos. O estaba muy cansado o quería que lo dejaran solo con sus pensamientos.

El avión se llenó. Confortaba un poco que, a pesar del mal aspecto del tiempo, la gente práctica nunca dudara que se levantarían del suelo en Buffalo y aterrizarían en Chicago: el negocio de costumbre. En manos de Dios, pero también una rutina. Katrina, que tenía el mismo aspecto sensato del resto de los pasajeros, no sabía qué hacer con sus nerviosas dudas, no se sentía capaz de arrinconarlas y echarles la llave. Había algo en lo que Dotey tenía toda la razón: Katrina saltaba ante la oportunidad de ir corriendo a estar con Victor. Victor, aunque estuviera enfermo, aunque no fuera realmente posible vivir con él —no podía durar mucho—, era completamente distinto de las demás personas. Las demás personas generalmente tenían una especie de aspecto sombrío. Tenían sobre ellos las marcas de la privación. Alrededor de ellos había una falta de espacio y de aire, estaban humanamente vacíos, mientras que Victor desprendía una gran luz. El extraño y pequeño Wrangel podía ser un idiota pretencioso. Quería intercambiar ideas serias; es posible que se estuviera hinchando de manera absurda, que exigiera, como sospechaba Victor. Pero cuando había hablado de éxtasis como el espíritu de todos los días o de los hombres y las cosas engarzados en brillantes, ella había entendido exactamente lo que decía. Había entendido incluso mejor cuando dijo que, cuando la corriente se paraba, el aburrimiento y la depresión eran peores que nunca. Para seguir con esa metáfora, ella nunca podría generar ningún brillante por sí misma. Si tenía a alguien que la pusiera en marcha, podía sumarse a él y quizá hacer alguna contribución. Esta contribución sería femenina y sexual. Podría ser importante, podría incluso ser indispensable, pero no sería inventiva. Sin embargo, ella podía ser ihventiva en el engaño. Y realmente había hecho un esfuerzo para engancharse con la historia del elefante. Sin embargo, había metido la pata gravemente con lo de MASH. El propio cine había formado parte de su desgracia. Estaban rodeados de hippies, y además no muy jóvenes, y en la fila de delante había un tipo con barba que sorbía helados y se levantaba hacia un lado para echarse sonoros pedos. Victor dijo:

—Ese es un cambio del general por el caviar que se ha comido. —A Katrina aún no se le había ocurrido aquella. Entonces Victor se puso de pie y dijo—: ¡Nome voy a quedar en este sitio sucio!

Cuando llegaron a la calle, la desgracia y el horror de haberse expuesto con MASH y de que la asociaran con los degenerados de San Francisco hizo que Katrina deseara tirarse delante de un tranvía que corría colina abajo desde el Mark Hopkins.

Ahora se puso una mano sobre los ojos y miró lejos, al otro lado de Victor, que estaba mirando el campo. ¿Había algo que ella pudiera hacer con ese maldito elefante? Supongamos que surgiera un hombre que hipnotizara a los jugadores de fútbol y pudiera hacer lo mismo con un animal. Ahora se estaban descubriendo nuevos poderes mentales en los mamíferos grandes. Por ejemplo, las ballenas cantaban; incluso se creía que eran capaces de hacer rimas. Las ballenas construían muros de burbujas de aire y podían rodear y atrapar a millones de gambas. ¿Y si un zoólogo excéntrico visitara a la dirección con una nueva idea? Mientras tanto la dirección tenía que mandar a buscar pasto para la elefanta mientras la elefanta echaba al suelo auténticas pirámides de mierda. La criatura estaba melancólica y lloraba unas lágrimas tan grandes como albaricoques. El cuidador pedía barro. Si Margey no tenía pronto un buen lugar donde volcarse, se enfadaría y destrozaría la planta completa. Abercrombie y Fitch (¿seguían en Chicago?) ofrecieron enviar a un cazador de caza mayor. Para ellos sería una publicidad increíble matarla de un disparo. Los de las protectoras de animales estarían indignados. ¿Y si una chica bonita de un instituto salía con una solución? ¿Y si fuera una chica china? En la mitología china, eran los elefantes y no los hombres los que alguna vez fueron dueños del mundo. ¿Entonces?

La mente de Victor también estaba trabajando, aunque uno no podía decir lo que pensaba. Sobre su cuerpo parecía haberse extendido algo suave y pesado. Recordaba el delantal de plomo que te ponían encima los técnicos de los rayos X. Victor estaba extendido bajo este peso muerto y suave y sintiéndose como se sentía uno cuando se despertaba de un profundo sueño: incapaz de levantar el brazo. En el campo, a la luz del invierno, las máquinas eran más pálidas que el aire, y todo el aeropuerto estaba envuelto en un marco de nieve, con aspecto de grabado de hierro. A él le recordaba el Lower East Side de 1912 (o alrededor de esa época). Los niños (que hoy día eran ancianos, los que estaban vivos) leían el Pentateuco. La calle, la acera sucia, era también como una página de texto hebreo, algo que se podía traducir si se sabía cómo. Jacob soñaba con una escalera que subía al cielo. V’hinei malachi elohim: contempla a los ángeles de Dios que suben y bajan. Esto no le había causado ninguna sorpresa a Victor. ¿Qué edad tenía él entonces, unos seis años? Para él no era un sueño. Jacob soñaba, mientras que Victor estaba despierto, leyendo. No había ningún «tiempo lejano». Todo estaba sucediendo ahora. La clase del sótano tenía una estrecha ventana a nivel de la acera, lo justo para permitir una limitada mirada hacia arriba que mostraba salidas de incendio bajo la nieve, el dorado cartel de la lavandería china colgado de un poste de hierro, y los ángeles que subían y bajaban. Esto no había que interpretarlo. Te venía en un trance, como si estuviera debajo del peso de plomo del flexible delantal. Ahora el avión estaba empezando su carrera de despegue, y pronto se apagaría el indicador de PROHIBIDO FUMAR. A Victor le habría gustado fumar, pero el peso de sus manos hacía impbsible todo movimiento.

No era su estilo tener ese tipo de recuerdos, aunque los tenía, y últimamente habían sido más frecuentes. Ahora empezó a recordar que su madre le había dado la tráquea de un ganso después de secarla en el horno holandés de la cocina de carbón, y que le había hecho un agujero con la navaja de su padre y se había hecho un silbato. Cuando lo hizo no le gus tó. A pesar de estar seca había conservado su terrible color rojo, era muy áspera al tacto y le había dejado un sabor desagradable en la boca. Esto no era exactamente la pesadilla de la historia de Marx de la que había que liberar a la humanidad. El gusto crudo del ave era desagradable. Los ángeles de la salida de incendios, sin embargo, eran muy agradables, y su conciencia de ellos, aunque tuvieran cuatro mil años de edad, había sido también exactamente contemporánea. Aún no le habían impuesto ideas distintas sobre el tiempo y el espacio. Una luz amplia contenía a todos. Entre el resto —padres, patriarcas, ángeles, Dios— estabas tú. Víctor no se sentía obligado a comprender el misterio de esto; era solo un trance, probablemente efecto de la fatiga y la herida. De pronto pensó en el Hospital General de Massachusetts, donde le habían quitado un tumor de un pozo de sangre en su barriga, y se acordó de que seguía siendo convaleciente: se acordó también de que Baudelaire creía que el artista siempre se encontraba en un estado convaleciente desde el punto de vista espiritual. (Realmente este era el día de Baudelaire; hacía muy poco había sido el tacto el que devolvía a los muertos a la vida.) El convaleciente, que acababa de volver de la sombra de la muerte, inhalaba con agrado los cercanos colores humanos del avión. La contaminación no importaba, ya que el estado del convaleciente era el estado de un niño emborrachado por las impresiones. El genio debía ser la recuperación de los poderes de la infancia por un acto de la voluntad creativa. Víctor conocía todo esto como la palma de su mano o la nariz que tenía en la cara. Al combinar la fuerza de un hombre (el poder analítico) con el éxtasis de un niño, podía descubrir lo nuevo. Lo que suponía la revelación de Dios era que los judíos (sus niños) desearían con obstinación (y con inteligencia madura) la promesa divina al adulto. Esto les conseguiría el odio de todo el mundo. Siempre fueron arcaicos y siempre fueron contemporáneos: eso se podía resolver más tarde.

Pero ahora supongamos que esto no fuera complacencia sino otra cosa distinta y que él estuviera en el circuito no porque se estaba recuperando sino porque estaba perdiendo terreno. ¿Se estaba desmoronando? Aquí era donde entraba Katrina. Gracias a ella resucitaba, o reunía y reintegraba sus poderes físicos que si no se estarían desintegrando. Se preguntó: El hecho de que le guste, ¿quiere decir que me quiere o significa simplemente que pertenezco a la clase de mujer que él necesita? No le gustó la pregunta que se estaba haciendo. Pero estaba teniendo muchas sensaciones difíciles, innumerables impresiones de invierno, los inviernos de siete décadas uno encima del otro. El mundo del invierno incluso le trajo un sonido, no para el oído sino para otro órgano. Y nada de esto podía comunicarse claramente, ni siquiera valía la pena. Era simplemente parte de la continuidad de la vida de todo ser humano. Todo el mundo estaba lleno de visiones que se habían reprimido y amasado involuntariamente y cuando estabas enfermo eran más difíciles de dispersar.

—Ahora puedo decirte, ahora que ya estamos en el aire, Victor, que estoy aliviada. No estaba segura de que fuéramos a volver. —El avión les proporcionó una sola mirada sobre el lago Erie, que se inclinaba verde hacia la derecha, y después se elevaba en nubes de nieve gris oscuro. Fue un vuelo accidentado. El viento era fuerte—. ¿Alguna vez te he hablado del marido de mi ama de llaves? Es un negro viejo y guapo que solía ser camarero en un tren. Ahora juega. Es impresionante a la vista. Ysole le tiene miedo.

—¿Por qué hablamos de él?

—Me pregunto si no debería hablar sobre Ysole con su marido. Si acepta dinero de Alfred, mi ex marido, si va a testificar contra mí en el caso, podría ser grave. El abogado de Alfred podría averiguar que fue ella quien me crió, y por lo tanto conoce todos mis puntos flacos.

—¿Querría ella hacerte tanto daño como eso?

—Bueno, siempre ha estado un poco loca. Solía creer que era una hechicera. Es astuta y está llena del demonio.

—Me pregunto por qué estamos volando a esta altitud. Ya deberíamos estar encima de las nubes —dijo Victor.

Habían estado quince minutos en cielo abierto y entonces volvieron a bajar a la oscuridad.

—Sí, ¿por qué volamos tan bajo? —dijo Katrina—. Así no vamos a ningún sitio.

La señal del cinturón de seguridad seguía encendida y el piloto anunció:

—Debido al mal tiempo, el aeropuerto de O’Hare está provisionalmente cerrado. Dentro de cinco minutos aterrizaremos en Detroit.

—¡Yo no puedo quedarme en Detroit! —dijo Katrina.

—Tranquila, Katrina. En Chicago no es ni siquiera la una. Probablemente nos sentaremos un rato en el aeropuerto y despegaremos enseguida.

De pronto podían ver los campos por debajo de ellos: almacenes, hangares, autopistas, agua. El tren de aterrizaje se colocó en posición, como Katrina había visto que lo hacía muchas veces desde el suelo, cuando se abría la barriga del Boeing y descendían sus tripas negras y erizadas. Victor consiguió atraer la atención de una de las ocupadas azafatas, quien le dijo que en Chicago la situación se presentaba mal. «Está todo cubierto de nieve.»

Cuando desembarcaron se encontraron inmediatamente en medio de un gentío de pasajeros que también procedían de aterrizajes de emergencia. Una vez que uno se metía en un gentío de ese tipo, su mayor temor era no volver a salir. Qué suerte que Victor no estuviera molesto. Avanzaba con ese paso a saltitos peculiar de él, y sus cejas parecían esos champiñones en forma de estante que crecen en los viejos troncos de árbol. Por su parte, Katrina estaba paralizada por la tensión. Las señales que iba leyendo le decían bien poco. RECOGIDA DE EQUIPAJES: no había ningún equipaje. Ella llevaba en la mano el precioso violín de Vanessa. TERMINAL: ¿por qué tenía Victor que arrastrarse todo el camino hasta la terminal únicamente para que volvieran a enviarlo a alguna de las puertas?

—Deberían tener aquí a algún agente que diera información.

—De ningún modo. No están organizados para eso —dijo Victor—. Y no podemos acercarnos a los teléfonos. Hay al menos diez personas esperando para cada uno. Veamos si podemos encontrar dos asientos y tratar de imaginarnos lo que podemos hacer.

Fue todo muy lento. Alternativamente les llegaba un soplo de viento helado de las puertas y calor de los calefactores en las piernas y en el rostro. Encontraron un solo sitio, y Victor se sentó en él. Él poseía aquella imperturbabilidad superlativa frente al accidente y los problemas mundanos que invitaba a Katrina a compartir si podía. Beila parecía haber aprendido a hacerlo. Trina aún no. Victor apoyó el pie en la bolsa de viaje. La funda del violín se la puso entre las piernas. Con el bastón improvisó una barrera para mantener a la gente alejada y que no le pisaran.

Al ir a buscar información, Katrina encontró a un hombre con uniforme azul grisáceo que tenía aspecto de ingeniero de vuelo. Estaba apoyado contra el muro, con los brazos cruzados. Ella se dio cuenta de lo bien lustrados que tenía los negros zapatos y de que tenía el rostro fresco. Pensó que podría hablarle. Pero cuando le dijo:

—Perdone. —Él se negó a darse cuenta de que le hablaba y se volvió de espaldas. Ella insistió—: Me pregunto si podría usted ayudarme. Mi vuelo ha aterrizado. ¿Dónde puedo averiguar lo que sucede?

—¡Cómo lo puedo saber yo!

—Porque usted lleva uniforme, y yo pensé… Él le puso la mano en el pecho y la empujó.

—¿Qué hace usted? —dijo ella. Sintió cómo se le inundaban los ojos de lágrimas, se le nublaban—. Pero ¿qué le ocurre?

Lo que vino a continuación fue aún peor. Mientras la miraba directamente el rostro, no hacia abajo, le pisó un pie. La estaba pisando con fuerza. Y esto no lo hacía con rabia. No parecía rabia en absoluto; era algo distinto por su intensidad. Ella trató de leer el nombre en la insignia que aquel hombre llevaba prendida al pecho, pero ya se había ido antes de que ella pudiera poner juntas las letras. Pensó: Me he puesto en una posición en la que la gente puede herirme impunemente. Como si hubiera salido de Evanston para hacer algo malo y lo llevara escrito por todo el cuerpo. Puede que haya sido un misógino u otro tipo de psicópata con uniforme. De pronto le llegó una corriente caliente y amarga desde muy abajo, se le metió por las tripas como un calor interno y empezó a subirle por el pecho, la garganta y las mejillas. Con lo acalorada que estaba, imaginó que podría haber sido la falta de respeto por su profesión lo que lo puso tan furioso, como si fuera un general al que han abordado como a una azafata. O puede que estuviera expulsando ondas de magnetismo de odio y rogando que se le acercara alguien, para cargarle con eso. Victor, si hubiera estado allí, habría golpeado a aquel tipo en la cabeza con su bastón. Enfermo o sano, tenía presencia de ánimo.

Mientras esperaba en la cola de información sobre los vuelos, Katrina se concentró en restar importancia al incidente y recobrar la calma. Probablemente aquel hombre pertenecía a una familia agradable de los suburbios, gente de clase media y confortable, a juzgar por el modo en que llevaba su uniforme; lo que Victor, cuando se calentaba, llamaba la «medianía humana animal» y, citando a uno de sus escritores, «la oscura masa equívoca y saturada de falsedad». Le gustaba utilizar aquellas expresiones tan duras. Qué suerte llevar puestas las botas de avestruz. Si no el hombre podría haberle roto algo. Cuando le llegó el turno, la mujer que había detrás del mostrador tenía poca información que darle. Los nuevos vuelos se anunciarían tan pronto como O’Hare abriera sus pistas.

—Todo el mundo querrá asientos. Será mejor que compre asientos en primera clase —dijo Katrina.

—No puedo darle una reserva. El ordenador no tiene información, no importa a qué tecla le dé.

—Sin embargo, voy a comprar dos pasajes abiertos de primera clase. Los cargaré a mi tarjeta de crédito. Pueden devolverse si no los utilizo.

Mientras se acercaba a Victor desde un lado, él tenía un aspecto bastante agradable con su gorra: silencioso, divertido, distraído. Era en la parte inferior del rostro donde los signos de la edad eran más perceptibles, en el acortamiento de la mandíbula y en el afilamiento de sus lados. De perfil los signos se notaban más, preocupaban más, inspiraban más pena. Katrina no creía que la traicionara su rostro, con la boca recién pintada, y como llevaba el pecho tan erguido, pero estaba desanimada: la enfermedad de él, el lío de los pasajeros, el desprecio del hombre que la había pisado, la agonía de estar atrapada allí. Por delante, Victor tenía un aspecto tan «de rico» como siempre. Y sin embargo ella no podía obtener mucha fuerza de él. Hasta aquí en Detroit había seguidoras de Wulpy que habrían venido corriendo al aeropuerto en una maraña de coches si hubieran sabido que estaba aquí. Seguro que ellas estaban mucho más preparadas para apreciarlo que una mujer que lo había convencido para ver MASH. Estas admiradoras de la ciudad hablarían, beberían con él, lo llevarían a casa. Todo lo que ella podía hacer era quedarse en la Casilla Número Uno: una mujer de Evanston, a la que la desesperación no animaba sino que la desanimaba, que no tenía en ella ni una sola partícula de inventiva.

Rara vez podía ver uno a Victor como loco. No estaba muy disgustado, por lo menos no todavía.

—¿No tienes hambre? Yo sí —dijo.

—Deberíamos comer, supongo.

—Supongo que podríamos encontrar un sitio de comida rápida.

—Algo más sustancioso que una hamburguesa.

—… Para no estropear el banquete de esta noche —dijo él.

Empezó su paseo por el pasillo. Normalmente Víctor andaba bastante rápido, paciente con su enfermedad. Pero una masa sólida como la suya era desalentadora. El movimiento se complicaba aún más por los carros de equipajes, los barrenderos y las sillas de ruedas, y pronto Katrina dijo:

—No estamos volando a ninguna parte, y ya es más de la una en Chicago.

Víctor dijo:

—Yo no me desesperaría todavía. Está allí el ama de llaves. Tu hermana. Tu amigo el policía.

—Mi hermana no es que me ayude exactamente.

—Muchas veces me hablas de lo crítica que es. Pero no creo que te vaya a dejar en la estacada.

—Yo la apoyé incluso en los malos tiempos. El verano pasado se presentó en casa con una pala en el maletero del coche y dijo que iba al cementerio a sacar a su marido. Dijo que simplemente tenía que volverlo a ver. Yo la llevé al jardín y la emborraché. Entonces me dijo que yo la había dejado en la estacada, que me había ido a Boston contigo cuando a ella la estaban operando. Le quitaron aquel tumor del cuello del útero.

Víctor, lejos de sorprenderse, asintió mientras ella hablaba: esposas en duelo, hermanas histéricas. Leer sobre esas cuestiones en un libro bien escrito podría haber tenido interés; oír hablar de ellas, no. Katrina no podía transmitir lo horrible que había sido llevar a su hermana a que la escayolaran: el calor húmedo, el delgado rostro de Dotey sudando. Por qué el color de yeso bajo tus pies te recordaba a una tumba. Solo había que tratar de imaginarse a Dotey con sus brazos delgados, cavando. Se habría muerto en cuestión de minutos.

Víctor estaba lleno de escenas de la historia mundial, de un conocimiento plenamente documentado del mal: batallas, deportaciones a los campos de concentración desde la Umschlagplatz de Varsovia, las terribles escenas de la evacuación de Saigón, y desde luego podía imaginarse a Dorothea tratando de recuperar el cadáver de su marido. Pero en qué momento uno podía dedicar su imaginación a fenómenos de esta clase seguía siendo poco claro. Él había escrito sobre lo «inhumano» como elemento de lo moderno, sobre la debilidad, la maldad, la borrachera del hombre moderno, y sobre las consecuencias de esto para el arte y la política. Su reputación se basaba en los análisis que había hecho del fenómeno modernista. Él era profesor de famosos pintores y escritores. Ella se había concentrado en sus libros admirables y sin embargo, como comprenderán, tenía que tratar con él en el plano personal. Y en el plano personal, bueno, él tenía más que decir sobre el arte como solución para el vacío, como cubierta para la desnudez moderna, que sobre cómo rellenar los vacíos prsonales o las deficiencias. Y sin embargo incluso aquí no era totalmente predecible. Nunca se acababan las sorpresas.

—Veo que te inclinas sobre tu pie izquierdo. ¿Te pincha la bota?

—Me han pisado.

—¿Has tropezado con alguien?

—Un agradable hombre rubio salió corriendo cuando lo paré para pedirle información, pero antes me pisó.

Victor se detuvo, mirándola desde su altura.

—¿Por qué no lo has denunciado?

—Ha desaparecido.

—Cada vez hay más locos que se nos acercan. ¡Cómo ha cambiado todo!… Cuando se hundió el Titanic las mujeres y los niños iban primero. La galantería de la clase media desapareció con el Biedermeier.

—No me ha hecho tanto daño. Solo me duele un poco. Pero, Victor, piensa en el tiempo que hemos perdido para comer algo malo. ¿No podemos hacer nada para salir de aquí?

—Podía tratar de telefonear al tipo que se encarga de las disposiciones de esta noche. Deja que mire en mi cartera. —Enganchando el bastón en el hombro, examinó su cartera de bolsillo del ejército—. Sí. Banco Continental. Horace Kinglake. ¿Por qué no lo llamamos? Si quiere que yo hable esta noche será mejor que organice nuestro rescate. ¿Por qué no lo llamas tú, Katrina?

—¿Quieres que hable yo?

—¿Por qué no? Seguro que tiene contactos de alto nivel con la United o la American. Espero que hayas traído la tarjeta de crédito para el teléfono.

—Sí —dijo Katrina.

—Los aeropuertos solían tener buenos servicios centrales. Incluso Grand Central tenía operadoras de teléfono. Veamos si encontramos uno. —Acababan de empezar a andar cuando Victor detuvo a Katrina, diciéndole—: Allí veo a nuestro amigo Wrangel. Se dirige hacia nosotros.

—Seguro que nos ve. Eres bastante llamativo.

—¿Y qué?… La verdad es que Wrangel dijo que iba a Detroit, ¿verdad?

—Cuando tú te largaste yo me sentí avergonzada —dijo Katrina.

—No era asunto suyo perseguirme hasta la sala de espera.

—Una forma distinta de verlo es que hizo todo el camino desde California para oír tu conferencia y hablar contigo.

—Para saldar una vieja deuda, me parece a mí. Hoy es un día en que los acontecimientos tienen una tendencia al sueño —dijo Victor—. Hay un verso sobre les revenants qui vous raccrochent en plein jour.

—Será mejor que me des la tarjeta con el número de ese tal Kinglake.

Victor, curiosamente, no trató de evitar a Wrangel, y Wrangel, para sorpresa de Katrina, se mostró sumamente complacido de encontrárselos de camino. Habría estado justificado que estuviera un poco enfadado. En absoluto. A su manera, un poco tímida, estaba encantado.

—No me han dicho que también fueran a Detroit.

—No íbamos. No tenemos más remedio por el mal tiempo de Chicago.

—Ah, y tienen que esperar. En ese caso, ¿por qué no almuerzan conmigo?

—Ojalá pudiéramos —dijo Katrina—. Pero tenemos que conseguir un teléfono. Es urgente.

—Será mucho más fácil telefonear desde un restaurante. Hace solo un minuto pasé por delante de un bar grill de aspecto decente.

Era un sitio grande y oscuro, con un techo bajo y decoración Tudor. Tan pronto como apareció la camarera, Katrina vio cómo algo de dinero cambiaba de manos. Lo que Wrangel le deslizó a aquella mujer parecía un billete de diez dólares. ¿Y por qué no, si con El factor Cronos había ganado cuatrocientos millones? Inmediatamente tuvieron a su disposición un comedor con asientos de cuero. Víctor ocupó la esquina, extendiendo la pierna a lo largo del sofá que tenía a su derecha.

—¿Bebemos algo? —dijo Wrangel—. ¿Pedimos antes de que haga usted su llamada? Señorita —le dijo a la camarera—, indique por favor a esta señora dónde está su teléfono. ¿Qué pedimos para usted, querida?

—Un sándwich de pavo, con la carne blanca y el pan tostado.

—Para mí, pato a la naranja —dijo Víctor. En una sala tan oscura como aquella, donde no se podía ver lo que se estaba comiendo, Katrina habría preferido que también él tomara una comida más sencilla. La luz de tono ámga¡. descendía desde una lámpara que estaba encima de la cabeza de Wrangel y sobre las espesas y blancas pieles.

—Será mejor que hagas esa llamada —le aconsejó Víctor a Katrina.

Y era un buen consejo, porque Horace Kinglake era difícil de localizar. Fue necesario que pasara por diversas personas antes de dar con él. Por la voz que puso cuando dijo «Kinglake», reconoció que era un tipo eficaz y acostumbrado a mandar. De Víctor ella había heredado un cierto desprecio por aquellos ejecutivos tan pulidos. Y, sin embargo, era reconfortante hablar incluso con un hombre cuyas cortesías eran artificiales.

—¿Cómo? ¿Que están atrapados en Detroit? Vaya, eso no podemos consentirlo. Van a venir alrededor de doscientas personas. Un público de todos los rincones del país. Sería un desastre que el señor Wulpy… Esto me preocupa realmente. Y lo siento mucho. ¿No había un vuelo más temprano? —Probablemente por detrás estaba maldiciendo a Víctor por este problema de última hora.

—¿De verdad es tan malo el tiempo en Chicago? —Katrina pedía información que estuviera acorde con sus sentimientos.

Pero el señor Kinglake estaba recibiendo su llamada en un comedor privado, ¿y qué iba a saber un ejecutivo de alto nivel en sus oficinas de setenta pisos sobre el tiempo que hacía en la calle? Había oído algunos anuncios de una tormenta terrible.

—De todas maneras conseguiremos traer aquí al señor Wulpy. Dedicaré a ello a mi mejor empleado. Deme una media hora.

—Puede usted ponerse en contacto con nosotros en este número de Detroit … Me pregunto: ¿está el aeropuerto O’Hare cerrado para todo el día?

—Si no está Midway, y también está Meigs Field.

Un poco más tranquilizada, Katrina volvió al comedor. Una mujer de su posición, poniéndose en peligro, haciendo locuras solo con objeto de estar al lado de Víctor, como la consorte del gran hombre; pero cuando lo había visto de perfil (justo después de que el ingeniero de vuelo la pisara, y cuando sintió que había unos sollozos que tenía que expulsar de su pecho), tuvo una nueva visión del deterioro que él había sufrido desde que empezó su relación con ella.

El doble trago de alcohol que se había bebido aparentemente le había hecho bien. Tenía un vaso grueso y grande en la mano: otra copa. Esto era lo que necesitaba su sistema, comida y bebida y un lugar tranquilo en el que descansar. Se podía haber permitido llevarla allí él mismo, y también deslizarle a la azafata diez pavos para conseguir el uso del teléfono. Pero él nunca habría hecho eso. Habría significado sacrificar sus principios. Y por eso es por lo que se había alegrado de ver a Wrangel. Wrangel lo había despertado. El pato a la naranja sería horrible. Él necesitaba un servidor, un asistente que se ocupara de aquellas menudencias. También alguien que corriera con los gastos. Ella admitió que esto era importante para él.

Trina hizo su informe, y Victor dijo:

—Bueno, ahora podemos relajarnos hasta que nos vuelvan a llamar. Hablaré yo mismo con él, sobre el programa de esta noche. Siéntate, niña, y tómate algo.

Katrina se sentó con él en su rincón. El violín de Vanessa estaba de pie junto a ellos. Justo en ese momento, Katrina sintió agradecimiento hacia Wrangel. Ella necesitaba ayuda con Victor. Le parecía inestable, descentrado. El término que se usaba a menudo en Psychology Today era «variable». Él era variable. Y no podía negar que ahora mismo le agradaba haberse encontrado a Wrangel. Parecía haber olvidado el comentario venenoso sobre Tchelitchev. Katrina pensó que era probable que Wrangel nunca hubiera oído aquel comentario. Por supuesto, Victor creía que las películas del tipo de las que hacía Wrangel infectaban la vida mental del país (y de la comunidad internacional), pero en aquel momento no staban estudiando las películas de Wrangel. Evidentemente, sin embargo, habían estado hablando de películas eróticas, porque Wrangel estaba diciendo que no había participado personalmente en esos proyectos.

—Las producciones de ese tipo no necesitan guionistas.

—¿No? —dijo Victor—. ¿Solo parejas interraciales ligadas unas con otras?

—Me pregunto si puedes hacer que la camarera me traiga un bloody mary —dijo Katrina.

—Desde luego —respondió Wrangel—. Y ahora, para hablarle de mi carrera desde los días del Village, hice muchos tipos de trabajo escrito. Uno de los mas curiosos fue con el equipo que ayudó a preparar en Texas las memorias del presidente Johnson.

—¿Y cómo le salió eso? —dijo Katrina.

—En la Bread Loaf Conference, conocí a algunos periodistas de Washington. También a J}obert Frost, y a algunos caballeros de Harvard. Y a mí me recomendó Dick Goodwin, de manera que allí me encontré, en Austin, rodeado por el equipo de escritores de Johnson. Para entonces ya se había retirado.

—¿Cómo se hizo aquello? Me refiero al trabajo —dijo Victor.

—Empezó con un curso de lavado de cerebro. Solíamos reunirnos en la última planta del Federal Building de Austin, construido por LBJ hacia el final de su administración. Él tenía su propia suite y llegaba en helicóptero, desde su rancho, y bajaba desde el tejado para pasar el día con nosotros. Repitió su versión de cada uno de los hechos hasta que lo teníamos grabado en la mente. Muchas veces se cruza uno con estas leyendas que te hipnotizan a base de repetición. Uno se convierte en el receptáculo de su historia. Robert Frost era otra de aquellas leyendas de la versión autorizada. Ellos lo dicen todo y se repiten hasta que tu mente empieza a rechazar las versiones alternativas. Johnson también nos llevó a su rancho. Conducía por medio de los pastos en su Lincoln, y los guardaespaldas lo seguían en el suyo. Cuando necesitaba más bebida, bajaba la ventanilla y los guardias se colocaban al lado y le servían más whisky. A la mayoría de nosotros nos intimidaba: eso es más fácil de hacer con una persona como yo, Victor, que con alguien como usted.

—Oh, lo han intentado. Una vez en la Villa Berenson. Sacaron la famosa momia: otro Lirvak como yo. A mí me criaron para que respetara a mis mayores, pero a mí no me preocupaba tener tantas lindezas culturales encima.

—Las citas en latín… —le recordó Katrina.

—Las lacrimae rerum. ¡Guau! Si lo pudiera haber hecho besando el culo a sus patrones y patronas, B. B. habría secado muchísimas lágrimas. Entonces dijo que comprendía que yo era una persona importante en la vida bohemia de Nueva York. Y yo le dije que llamarme a mí bohemio era como describir a Juan el Bautista como defensor de la hidroterapia. Yo había esperado hablar de pintura moderna, pero por supuesto eso nunca sucedió.

Una conversación amigable. Ya eran las dos y media. Y pensar que a mediodía Katrina había temido que Victor golpeara a Wrangel en la cabeza con el bastón por decir «la mayoría de las ideas son triviales». Qué bien se estaban llevando ahora.

—¡No querría usted decir que fuera una especie de Juan el Bautista! —dijo Wrangel.

—No, solo me molesta que me traten con condescendencia.

Por el momento, Victor estaba siendo encantador.

—A la mayoría de la gente no se le escapan las virtudes del encanto —le había dicho una vez a Katrina—. Hasta la gente seca tiene su propio encanto seco. Algunos solo tienen encanto, como Franklin D. Roosevelt. Otros rechazan todo tipo de encanto, como Stalin. Cuando se reunieron los del encanto y los que no lo tenían en Yalta, ganaron los segundos sin duda.

En el fondo, Victor despreciaba el encanto. Estilo sí; el estilo era fundamental; pero el encanto tendía a dispersar las ideas. Y si ahora Victor estaba siendo encantador con Wrangel, bromeando sobre Juan el Bautista, se debía a que quería evitar que Wrangel sacara su agenda de Gucci y empezara a citar tópicos de El 18 brumario.

Estaba claro que el objetivo de Wrangel era reanudar o iniciar una conversación en serio. Era la motivación de tener una conversación en serio la que lo había hecho cruzar el continente desde Los Ángeles hasta Buffalo. Trina estaba empezando a ver una cierta eficiencia y dureza en Wrangel. No era por casualidad por lo que había ganado tantos millones. Aunque parecía «humildemente contento» en compañía de Victor, era también dogmático y obstinado. En el pasado, e incluso ahora, Victor lo había despreciado —porque no era una mente de categoría A— y Wrangel estaba decidido a obtener una puntuación mayor. Él creía que lo merecía. Esa era la opinión de Katrina. Aquel hombre tímido y astuto con el abrigo de zorro polar tenía a Victor Wulpy para él solo: un Victor enfermo, pero Wrangel no podía saberlo, ya que Victor tenía un aspecto muy firme, y después de unos cuantos tragos de whisky tenía el aspecto principesco de siempre. Sin embargo, estaba muy lejos de ser el de siempre. Se encontraba en uno de esos restaurantes de tierra de nadie mal iluminados (a propósito) en que se especializan los aeropuertos; ya se había comido todas las barritas de sésamo y todas las galletas de la mesa, y cuando metió una de las manos por debajo de la espalda del jersey que llevaba Katrina, ella sintió algo helado dentro de la braga de seda.

Sirvieron la comida justo cuando llamaban a Victor al teléfono, y Wrangel le pidió al camarero que la devolviera a la cocina para mantenerla caliente.

Indinándose hacia la derecha para no golpearse con las colgaduras, Victor siguió a la camarera al teléfono.

—¿Sabe usted … —dijo Katrina, en parte para eludir una conversación sobre Victor— que a mí me interesó oír que usted empezó inventando argumentos para tebeos de ciencia? Debe de ser usted muy rápido. Yo llevo mucho tiempo intentando escribir una historia para niños sobre una elefanta atrapada en la planta más alta de unos grandes almacenes de Chicago, y no tiene usted ni idea de cómo me desconcierta y preocupa esa historia. Cuando subieron al animal en el ascensor de carga tanteó el suelo y se resistió a caminar sobre él. Su cuidador —su mahout— la convenció para que diera el paso. Tuvo un gran éxito, pero cuando llegó el momento de bajar y volvió a probar el ascensor con el pie, se negó a entrar en él.

—¿Y está allí atrapada? ¿No saben cómo sacarla? —le dedicó una de sus intensas pero tímidas sonrisas—. ¿Qué se le ha ocurrido para resolverlo?

—Transportistas de pianos; los bomberos; drogarla; hipnotizarla; deshacer una pared; una rampa de madera por las escaleras…

—¿Y una grúa de construcción? —dijo Wrangel.

—Claro, pero habría que abrir el techo.

—Por supuesto. Aunque hubiera una trampilla. Pero mire: ¿y si refuerzan el suelo del ascensor desde abajo? Unas vigas de acero temporales. Y ella entra. Quizá porque una persona en la que ella confía está dentro y le da heno mezclado con algo dulce mientras unos mecánicos retiran los soportes a gran velocidad. Así la bajan y la pueden pasear triunfalmente por bulevar Michigan.

—¡Esa solución es perfecta! —dijo Katrina.

—Solo depende de que el suelo esté firme cuando ella lo pruebe.

—¡Fabuloso! ¿Les gustan los dulces a los elefantes? Es usted un mago. Ahora creo que podré terminar la historia. No tengo nada de experiencia, ¿comprende?

—Me alegro de haberla ayudado. Si vuelve a quedarse atrancada, aquí tiene mi tarjeta con todos los números a los que puede llamarme.

—Es muy amable. Gracias.

—Y es una idea muy brillante para un libro para niños.

Encantador. Espero que venda muchos.

Durante un momento, Trina consideró la posibilidad de decirle la diferencia que significaría para ella tener un éxito independiente; Ahora, a pesar de sus propios éxitos y celebridad, aquel hombre se le aparecía como un hombre que lo había pasado muy mal, que había tenido derrotas, decepciones, de manera que se sintió tentada a contarle la verdad. Eso llevaría algo de luz y calor a este día oscuro y helado, algo de emoción. Pero no sería prudente abrirse tanto. Era cierto que la había ayudado con la elefanta. Sin embargo, tenía que pensar en Víctor. Este Wrangel podía estar esperando a utilizar lo que le dijera ella para obtener un conocimiento privilegiado sobre Víctor, para el que quizá tenía un apetito desmesurado y excesivo.

—Víctor es un hombre maravilloso —dijo Wrangel—. Yo siempre lo he admirado mucho. Solo era un niño cuando lo conocí y no era posible que me tomara en serio. Durante mucho tiempo he tenido con él una relación de la que él no podía ser consciente. Lo he estudiado, ¿comprende? He pensado muchísimo en él. Tengo que confesar que ha sido para mí una obsesión. He leído todos sus libros y coleccionado todos sus artículos.

—Él cree que vino usted al este con el único objetivo de hablar con él.

—Es cierto, y no me sorprende que lo haya adivinado. El año pasado estuvo enfermo, ¿verdad?

—Casi se muere.

—Ya se ve que no es el de siempre.

—Espero que no tenga usted la intención de ampliarle sus ideas, señor Wrangel.

—¿Quién, yo? ¿Cree usted que me escucharía a mí? No soy tan tonto como eso.

—Y no quiero que piense que si me cuenta sus opiniones yo se las voy a transmitir.

—¿Y por qué haría eso? Sería mucho más fácil enviarle mis opiniones por escrito. Puede creerlo o no, señorita Gallagher, pero es más bien una cuestión de afecto.

—¿Aunque no lo haya visto en treinta años?

—La psique tiene un calendario distinto —respondió él—. De todos modos, no me ha captado muy bien. Cualquiera que conozca a Víctor naturalmente quiere hablar sobre él. Hay tantas cosas que se pueden decir…

—Hay muchos temas sobre los que podría hablar en relación con él: los famosos pintores a los que influyó, o personas como Clement Greenberg o Kenneth Burke o Harold Rosenberg, o los teóricos del arte importantes. Además de todo un regimiento de esposas de otras personas.

—Supongo que se dedica usted a la música, señorita Gallagher. Lleva usted un violín.

—Pertenece a la hija menor de Victor y lo llevamos a Chicago para que lo reparen. Si yo fuera violinista, ¿para qué escribiría una historia sobre un elefante? Pero me parece que es usted el que solía tocar el violín.

—¿Ha recordado Victor cuando yo punteaba con la mano izquierda: mi instrumento especial?

—En todo caso, ¿qué iba usted a decir sobre Victor, señor Wrangel?

—Victor tendría que haber sido un gran hombre. Es muy, muy inteligente. Una mente poderosa. Una mente sutil. Completamente independiente. Tampoco es realmente un marxista. La semana pasada visité a Sidney Hook, que fue profesor mío en la Universidad de Nueva York, y hablamos de los radicales de la generación anterior en Nueva York. Sidney habló de ellos con un cierto desprecio. Nunca habían sido serios, nunca se organizaron para tomar el poder como hizo la izquierda europea. Se contentaban con hablar. Hablar de Lenin, hablar de Rosa Luxemburgo, o del fascismo alemán, o del Frente Popular, o de Léon Blum, o de la interpretació11. que daba Trotski al Pacto Molotov-Ribbentrop, o de James Burnham o de quien fuera. Se pasaban la vida hablando de todo. Si sentían que sus ideas eran correctas, eso los satisfacía. Eran un puñado de colibríes mentales. Desde luego las flores eran rojas, pero no era posible que hubiera en ellas ningún néctar. Sin embargo, a ellos les bastaba con ser muy ingeniosos, y con pintar un gran, gran cuadro, el mayor. Ahora apliquemos esto a lo que dijo Victor antes de tomar el último avión, en Buffalo, eso de que hace falta una vida política seria para mantener real la realidad…

Katrina imaginó que esto se lo estaba diciendo a la persona inadecuada.

—Yo no tengo ninguna habilidad teórica —dijo, y se inclinó hacia él como si fuera a llamar la atención sobre su frente, que no podía tener ninguna idea real detrás.

Ella era la hija de un granjero que no recordaba cuántas unidades había en una docena. Pero de la silenciosa carcajada de Wrangel —tenía la piel muy tirante, ¿se había estirado la piel o no en California?— dedujo, y de las líneas que tenía alrededor de la boca, que no se estaba engañando en absoluto.

—Víctor era uno de esos escritores que se adueñaban de muchos pintores, les decían lo que estaban haciendo y lo que debían hacer. De todas formas, a la sociedad no le importaba el arte, estaba ocupada con otras cosas, y el arte se había convertido en el juego de los intelectuales. Los pintores de verdad, la pintura de verdad, son muy raros. Hay masas de gente educada que dirán que les encanta la poesía, la filosofía o la pintura, pero no las conocen, no se dedican a ellas y no les importan de verdad, no sacrifican nada por ellas y realmente no pueden dedicarles ningún momento al día: ni para leer ni para ver ni para oír. Sus auténticos intereses son comerciales, profesionales, políticos, sexuales y financieros. No viven por el arte, con el arte, a través del arte. Pero de algún modo desean que se les imponga, y eso es lo que hacen los expertos. También lo hacen con los artistas. A la gente del pincel la dirige la gente de la palabra. Es como una especie de general con una gran banda de música que lleva a los artistas a un cielo abstracto.

—Se expresa usted de manera inteligente, señor Wrangel. ¿Me está diciendo que Víctor no es más que un promotor?

—Ni por un momento. Víctor es un hombre vistoso, poderoso y complejo. A diferencia de los otros cretinos de críticos, él sí tiene alma. De verdad. En cuanto a lo de ser un promotor, no veo de qué otro modo podría mantenerse a la vanguardia si no se dedicara en cierta medida a promover y manipular. De todos modos, ¿para qué sirve la inocencia?, y ¿puede uno llegar a algún lado sin hipocresía? No es que yo lo esté llamando hipócrita; todo lo que digo es que no tiene tiempo que perder en tonterías, y es perfectamente consciente de que Norteamérica es un lugar en el que ser tonto no mata. Podemos permitirnos estar confusos, porque nuestro país es seguro y confortable. Por supuesto, esto ha sido fatal para el arte y la cultura…

—¿Es esta su manera de decirme lo corrupto que es Víctor? —preguntó Katrina.

De pronto le entró una gran angustia, aún más porque tenía sentimientos mezclados. ¿Debía hacer callar a este Wrangel? ¿Estaba siendo desleal al escucharlo? Pero por otro lado estaba fascinada y quería oír más. El propio Víctor la habría tachado de tonta si le hubiera planteado la cuestión de la lealtad. Él era demasiado grande para las trivialidades de la moralidad, las descartaba de un plumazo. Y Wrangel estaba aprovechando la breve ausencia de Víctor, metiendo tantos comentarios como podía. Era muy listo, y ahora sí que se sintió tonta por haberle contado lo del elefante.

Estaba tratando de impresionarla, pavoneándose un poco (¿estaba tratando también de agradarle a ella?), pero su pasión por entender. a Víctor era genuina.

—Víctor es un promotor. Se las ha arreglado bien solo, sólidamente. Pero no ha fingido nada. De verdad estudió las cuestiones importantes del arte: arte y tecnología, arte y ciencia, arte en la era de la vida de las masas. Él entiende de qué manera se obstaculizan las facultades artísticas en Norteamérica, aunque no sea realmente una tierra de arte. Aquí el arte no es serio. No del modo en que una vacuna para el herpes es seria. E incluso para los profesionales, los críticos, los cuidadores, los editores, el arte es solo «¡bah!» Y debería ser como el aire que se respira, el agua que se bebe, algo básico, como el alimento o la verdad. Víctor sabe cuáles son las cuestiones reales y si se le pregunta qué es lo que pasa aquí contestará que sin arte no podemos juzgar lo que es la vida, no podemos entender nada en absoluto. Entonces la esfera «práctica» de la persona, en la que funcionan los «planificadores», generales, los hacedores de opinión y los presidentes, no es más real que la pelusa de debajo de la cama. Pero incluso para Víctor el interés real es la política. A veces su política también es idiota, como lo fue durante la crisis de los estudiantes franceses, cuando admitió como Sartre que estábamos a punto de tener una revolución auténtica e inspiradora. Se dejó llevar. Su política habría sido un arte malo. En política, Víctor sigue siendo un poco sentimental. Tiene algunas ideas de Dios, y una percepción muy aguda de las complejidades humanas. Pero no podría entretenerse con los colores del cielo cerca de Combray, como le pasaba a Proust. No se le dan bien los brotes de espino ni las cúpulas de las iglesias, y nunca lo han matado cruzando la calle por tener visiones.

Katrina dijo:

—En el lugar de Víctor no sé yo cómo me sentiría con un estudio tan acertado.

—¿Me permite que le diga algo? Había más que una sospecha de Víctor Wulpy en las aventuras de Buck Rogers.

Este tipo pequeñín, el famoso al que entrevistaba People testarudo, sensible, emocional), era definitivamente un caso raro. Bajo las bombillas en forma de llama con sus hilos incandescentes de azafrán, en su rostro se mezclaban la delicadeza, la obstinación y la felicidad.

Ahora empezó a hablar de su hijo, hijo único.

—De mi segunda esposa —aclaró—. Una mujer más joven que yo. Mi Hank tiene ahora veintiún años. Fue un problema desde el principio. Nació para sorprender. Algunos niños te echan ácido encima, otros roban coches: eso era lo de menos. Si firmaba cheques con mi nombre, yo podía resolverlo manteniendo la cuenta con poco dinero. Hizo que en la casa se estuviera tan mal que fue él el que echó a su madre. Ella no podía soportarlo y ahora vive con otra persona. Hank empezó con los tratos ilegales cuando tenía catorce años. Lo perseguía la policía por las autopistas. Engañó a algunos traficantes de droga y trataron de matarlo. No hay comunicación entre el chico y yo: él tiene demasiado ruido en su cabeza. Ahora está en un correccional donde no me permiten visitarlo. Allí tratan a los reincidentes como si fueran bebés. Incluso la dieta es infantil (papilla) y los obligan a llevar pañales. La teoría debe de ser que el problema reside en la infancia, de manera que el programa consiste en una regresión obligatoria. Así es como interpretan los especialistas en psicología la vida humana.

—Descorazonador —dijo Katrina.

—Oh, yo no puedo permitirme que me descorazonen. Él es mi Absalón, el loco. Su madre ha terminado con él. Me habla solo a mí. Nunca a él. Él se parece físicamente a ella: rubio y delicado. Nació para ser mecánico y es un genio con los motores, el único problema es que desmontaba mi Porsche y dejaba las piezas tiradas por el suelo.

—¿Lo odia a usted?

—Él no usa ese lenguaje.

Vaya, ese niño puede acabar matando, pensó Katrina. El más ilegal puede ser el que pague con su vida.

—Pero ya basta de eso —dijo Wrangel—. Volvamos a Victor. No fue con sus opiniones como influyó en mis actitudes hacia el arte, sino por cómo era él. A mí no me gustan realmente sus ideas. En los viejos tiempos lo comparaba mentalmente con Franklin D. Roosevelt, al que yo admirnba personalmente aunque criticaba su política.

¡Como Roosevelt! ¡Por supuesto! Los dos eran hombres impedidos. Katrina hizo algunas comparaciones rápidas. Beila era como Eleanor Roosevelt. Ella era como Missy Le-Hand, con la que Roosevelt había tenido una aventura amorosa. Missy cayó enferma y se preparaba para morir,’pero Roosevelt, que estaba ocupado con la guerra, no tenía tiempo para pensar en ella y no preguntó siquiera lo que había sido de ella. FDR era tan frío como grande. Victor también hablaba de la frialdad y el aislamiento de la gente: la marca de la modernidad. La verdad moderna era muy severa. Para hacer el amor a una mujer de clase media era necesario soportar sus sentimientos de calidez, pero para un juicio severo estos sentimientos carecían de realidad histórica. En el hombre moderno había monstruosidad y horror. Era inútil negar la deshumanización. Así era como hablaría Víctor, cuando yacía en la cama como uno de los viejos sátiros desnudos de Picasso. Pero tú, echada junto a él (la mujer completa, quizá la mujer gorda, con olor a mujer), quizá sabías más de él de lo que sabía él mismo.

Ahora vieron cómo Víctor volvía con dificultad al reservado, y Wrangel hizo señas a la camarera para que les sirvieran el almuerzo. El pato a la naranja glaseado tenía un aspecto claramente peligroso. Había círculos de grasa flotando en la especiada salsa. Hambriento, Víctor atacó su comida. Pronto su vaso de whisky estuvo lleno de huellas dactilares grasientas. Cortó a pedazos el pan encima del plato y se comió con la cuchara las grasientas sopas. Estaba irritable. Wrangel trató de iniciar una conversación, como debe hacer un buen anfitrión. Víctor le dirigió una mirada sombría, cuando no siniestra (para ser más exactos iracunda), cuando Wrangel trató de señalar las relaciones entre los personajes de cómic y las ideas abstractas. Cuando la gente hablaba de que las ideas eran «claras», ¿no querían decir mas bien reactivas? Seres humanos reducidos, representados como cosas. Era bastante aceptable si eran graciosos. Pero supongamos que la intención no fuese hacer gracia, como a menudo ocurre con las representaciones averiadas de los humanos, cuando se obtiene una condensación abstracta del tema moderno. Tomemos por ejemplo a Picasso y Daumier como caricaturistas (en esto mostró mucha deferencia hacia Víctor, el experto). Podría ser justo decir que Daumier trató un tema social: la clase media, la sala de estar. Picasso no. En Picasso se obtenía el sabor del nihilismo que iba acompañado de una abstracción cada vez mayor. Wrangel, enfundado en sus rollos de pieles y con la barbilla sostenida por una bufanda de seda y un pañuelo de algodón, estaba nervioso, inseguro, inquieto.

—¿Qué quiere decir eso sobre la razón? —dijo Víctor—. Primero me dice que las ideas son triviales, que están muertas, y, después, ¿qué es lo que hace sino hablar de ideas conmigo?

—No hay contradicción si digo que las ideas abstractas y la caricatura van juntas, ¿o sí?

—Tengo muy poco interés en hablar de esto —dijo Víctor—. Va a continuar hasta que usted vuelva a California, ¿no es cierto?

—Supongo que sí.

—Bueno, pues entonces escóndalo, sálteselo, guárdelo.

—Es una pena que mi éxito en la ciencia ficción se utilice contra mí. En realidad, tengo una formación más que buena en filosofía.

—Bueno, pues yo no estoy de humor para filosofía. Y no tengo ganas de hablar del nihilismo que va con la razón. Supongo que usted ya habrá hecho suficiente para fastidiar la conciencia de millones de personas con esa mezcolanza de astrofíica y divinidad que lo ha hecho tan famoso. Su problema es que le gustaría colarse en lo auténticamente serio. Bueno, pues ya ha hecho su contribución. Hemos tomado nota de su afirmación.

—Usted mismo ha escrito sobre la «enfermedad divina», Víctor. Supongo que cualquier criatura, independientemente de su situación en el mundo, tiene derecho una entrada simple si ha sufrido, si ha pagado su precio.

Pero Víctor no tenía intención de oírlo hasta el final. Puso una cara tan satírica, violenta y asesina que Katrina habría evitado mirarla si no hubiera sido tan extraordinaria: un aspecto de Víctor que nunca se había manifestado antes ante ella. Apretó los labios en expresión de ataque. Fingió que graznaba, aunque ni un solo sonido salió de su boca. Sacó la lengua como un perro al que se le acaba el resuello. Apretó los ojos tanto que no se veía nada más que las cejas y las pestañas, como si fueran un ciempiés. Se puso los pulgares a ambos lados de la cabeza y movió los dedos. Entonces salió del reservado, agarró su bolsa y empezó a caminar hacia la puerta. Katrina también se puso de pie. Tenía en los brazos el violín de Vanessa, y dijo:

—Me disculparía por él si usted no lo conociera tan bien como yo. Se encuentra muy mal, señor Wrangel, eso puede verse. El año pasado casi lo perdemos. Y todos los días tiene dolores. Trate de recordar eso. Siento este incidente. No deseo que le afecte.

—Bueno, es una lección. Por supuesto, me entristece mucho. Sí, ya veo que no está en forma. Sí, realmente es una pena.

Lo había dejado cortado, y Katrina sentía pena por él.

—Gracias —dijo, retirándose y dándose la vuelta, mientras pensaba: «Espero no tener un aspecto demasiado torpe por detrás».

Victor la esperaba en la explanada y ella le habló enfadada:

—Eso ha sido un comportamiento muy grosero. No me ha gustado formar parte de él.

—Cuando empezó a hablarme de Daumier y Picasso, no pude resistirlo, ni un minuto más.

—Te sientes fatal y la pagaste con él. Él reconoció esto en silencio.

—Conmigo tampoco te has portado bien. No has dicho ni una palabra sobre tu conversación con Kinglake, ni sobre si vamos a salir de aquí o no.

—Nos va a enviar un avión de la empresa. Me asegura que puede llegar.

—Pero tú sabes que yo tendré problemas si me quedo atrapada en Detroit esta noche.

—No vas a quedarte atrapada. Va a venir un avión a buscarnos.

Una vez más, miles de personas. Nada de lo que ella pudiera pensar la libraba de la pena que sentía en aquella explanada llena de gente. Víctor se detuvo frente al brillante escaparate de una joyería y la miró a la cara. Le estaba hablando pero ella no podía oírlo. Parecía que tenía los oídos tapados.

—Podrías habérmelo dicho antes. Ya sabes lo nerviosa que me pongo cuando me siento atrapada.

—¿Y por qué tengo que aguantar yo a un tipo como Wrangel? —dijo él—. A mí me abordan miles de personas. Vienen a justificarse o a tratar de cambiar del todo. Quieren que yo les proporcione clichés mejores por los que vivir. Un hombre como Wrangel tiene que conseguir una nueva «identidad» porque se encuentra en una posición que nunca esperó alcanzar. Cuando llegó al Village hace mucho tiempo, se hizo notar por la forma tan extraña en que tocaba el violín o por dedicarse a escribir tiras cómicas cuando en realidad sus intereses estaban con Hegel y Pascal. Ahora se ha convertido en un gran símbolo, así que está completamente perdido. Viste pieles de zorro polar. Muy bien; si uno no está a la altura de las condiciones reales de la vida con fuerza y astucia, está condenado a vivir por una ficción u otra, de la que uno es únicamente un vulgar intérprete. Estos tipos se sienten profundamente heridos por su vulgaridad, y esto los lleva a tratar de ser originales. Mira con cuánto interés lo intentaba Wrangel. Quería que yo lo adoptara y fuera su tío espiritual o algo así: es demasiado viejo para que yo sea su padre. Hace algún tiempo recibí una carta de un tipo, un artista, que se dedica a trabctjar con material de extinción de incendios. En la carta me decía que se dedicaba a proteger el alma humana del fuego del mal. Nunca pintaba nada más que extintores. Quería mi bendición. Yo no tengo ningún servicio secreto que me proteja a mí. Yo me tengo que defender solo.

—Muy bien… Pero, ahora, ¿qué se supone que vamos a hacer hasta que llegue el avión?

—En este local hay un hotel, arriba, fuera de este manicomio. Kinglake nos ha reservado una habitación.

—¡Gracias a Dios! No podría soportar más empujones y tirones por estos pasillos —dijo Katrina—. ¿Qué tipo de avión nos envían?

—Un avión corriente. ¿Cómo puedo saberlo yo? Estás exagerando la nota. Esta situación no es tan terrible. Esa mujer negra no va a abandonar a las niñas. Y además está tu hermana.

—Eso es lo que he estado tratando de decirte. Mi hermana está medio loca.

—Hablé con Kinglake sobre Felsher, el hombre que se supone que me va a presentar. Le dije que era un viejo estúpido estalinista y que le quitaría importancia a la ocasión. Es demasiado tarde para cambiar el programa, pero quería que contara mi desacuerdo.

—¿Podemos subir a la habitación, Victor? Tú descansas mientras yo utilizo el teléfono.

Se acercaron a la recepción del hotel. Los esperaban. Victor firmó la tarjeta y rechazó al botones.

—No necesitamos ayuda. No tenemos nada que llevar. Solo estamos esperando un avión. —¿Por qué debía costarle un pavo que alguien le abriera la puerta?

Cuando entró en la habitación, Victor se arrojó pesadamente sobre la cama y Katrina le quitó los zapatos. Debían de ser por lo menos de la talla dieciséis. Sin embargo, tenía unos pies de aspecto delicado. Cuando le quitó los zapatos de ellos surgió una especie de calor humano. Le colocó almohadas detrás de la cabeza. Mientras se ponía cómodo, él se dio cuenta de que se le volvían a erizar las terminaciones nerviosas en el estómago. Eso eran los daños de la cirugía. Las terminaciones deshilachadas de unos hilos de cobre. Una especie de dardos de pelo que le crecían dentro.

—Voy a llamar a mi hermana. No te preocupes, le diré al operador que corte.

Repasó la lista de números que le había dado Dotey. La gente que le contestó era desagradable y colgaba: cada vez era peor el comportamiento que se encontraba. Por fin logró dar con su hermana, quien le dijo que estaba en el extremo del South Side, a veinticinco kilómetros de su casa y a cuarenta de Evanston. Conducción peligrosa.

—Mala suerte lo de la nieve —le dijo. Sin embargo, notó que su voz expresaba satisfacción y no comprensión.

—¿Has llamado a Evanston? ¿Está allí Ysale?

—Ysale quería que yo le dijera dónde estabas tú. No creía que estuvieras en Schaumburg. Me dijo que Krieggstein había llamado varias veces. Él sí que te apoya, ¿no es cierto? Está enamorado de ti, Trina.

—Es un buen amigo.

—¿Dónde estás tú, por cierto?

—Tuvimos que aterrizar en Detroit.

—¡Detroit! ¡Jesús! Yo oí que iban a cerrar O’Hare. ¿Podrás volver?

—Un poco tarde. No mucho. ¿Dijo Ysole si había llamado Alfred? A estas alturas el psiquiatra le habrá dicho al abogado que cancelé mi cita, y si lo ha oído su abogado también lo habrá oído el mío.

—Tú le das demasiadas esperanzas a Krieggstein —dijo Dotey.

—Soy una entre tantas. Corteja a diez señoras a la vez.

—Eso dice él. Pero está fascinado contigo. Cuando Victor se vaya, se acercará más aquí. Puede que estés tan derrotada que no seas capaz de resistir.

—Estás siendo muy desagradable conmigo, Dorothea. Victor se había colocado una almohada encima de la cabeza a modo de capucha. Tenía los ojos cerrados, y dijo:

—No te dejes enredar por ella. Oculta tus sentimientos.

—Acabemos. Estoy bloqueando una línea de clientes —dijo Dotey.

—Cuento contigo para que estés…

—Que yo vaya a Evanston esta noche está descartado.

He aceptado una invitación a cenar.

—Eso no lo mencionaste anoche.

—Estoy rodeada de socios del negocio —le dijo Dotey—.

Puedes llamarme a casa entre las seis y las ocho.

—Muy bien —dijo Katrina. Muy calladamente, obedeciendo a Victor, colgó el teléfono.

—Sé buena y apaga el aire acondicionado, Katrina. Odio este maldito flujo de aire falso de los hoteles. El motor me mata. Estos lugares cada vez se parecen más a funerarias.

El rostro de Katrina cuando le dio al interruptor estaba hinchado por los pinchazos que le había dado su hermana.

—Dotey tiene una especie de instinto contra mí. Cuando tengo problemas siempre está dispuesta a contribuir.

—Te las arreglarás sin ella. Volaremos de vuelta en un jet privado. Tú volverás a Evanston en limusina. —A estas palabras de consuelo Victor añadió—: A los niños les encanta la nieve. Tus hijas estarán fuera jugando y contentas. Te apuesto lo que quieras.

Hasta él estaba un poco sorprendido por la gentileza de su tono. Se sentía tierno. Le parecía que incluso cuando le había puesto los morros a Wrangel no se había sentido duro: más bien con ganas de bromear. De qué manera se podía ver una ocurrencia de este tipo: el jefe Iffucan, un indio con su túnica, un viejo con el pelo erizado y teñido de henna. Un encanto bárbaro. Era posible para Wulpy adoptar esa actitud. La habitación le había calmado sus heridas. No escuchó la siguiente conversación de Katrina, que fue con Ysole. Lo que empezó a pensar (que, una vez más, se le ocurría con frecuencia) eran los límites con los que hasta ahora nunca había contado. Ahora tenía límites por todos lados: «Has fijado unos límites que no puedes sobrepasar». Para el representante de la energía y de la acción norteamericanas estos límites omnipresentes y tangibles resulta han graciosos y al mismo tiempo lamentables. ¿Para qué servía un «bárbaro» débil? Los hombres modernos necesitaban fuerza. Los filósofos de la acción debían poder actuar. Por supuesto, Wulpy había tenido sus presentimientos de indefensión (los «límites fijados» de la Biblia no contaban, esos se referían a otra vida: el yivrach katzail, que «se mueve como una sombra», que había estudiado de niño). La pierna mala no había sido una limitación. Había sido una ayuda para ascender. Como lo fue quizá el pie de Edipo. Pero, solo tres años antes, había tenido a su madre acostada en el asiento de atrás de su gastado Pontiac, que durante aquella tarde sirvió de ambulancia. Una prima lo había telefoneado para decirle que su madre estaba prácticamente sin habla en el asilo donde vivía. Por fin había ido a inspeccionar aquel edificio indescriptible. Le hizo la maleta y la sacó de allí. Aquella tarde, con un calor terrible, fue de un sitio a otro para tratar de colocarla. Visitó asilos, encerrándola en el coche (barrios peligrosos) mientras él subía escaleras —con el tormento de tener que poner los pies en cada peldaño— para visitar habitaciones, inspeccionar cocinas y baños y discutir las condiciones con una variopinta población de «administradores», también conocidos como «locos por el dólar», que le arrancaban el dinero de las manos. (Y no es que él no luchara por cada pavo. «Esto es un abuso permitido —les dijo—. Un robo indescriptible».) A las cuatro de la tarde todavía no había encontrado un lugar adecuado para ella, aquel monumento semiinconsciente acostado en el asiento de atrás de aquel cacharro.

Y mientras iba con su coche por Astoria y Jackson Heights —en su fantasía— llevaba a Katrina detrás en otro coche, pegado por entre muros de ladrillo muerto. Aquella Katrina imaginaria no llevaba puesto más que un abrigo, debajo del cual iba desnuda, en un estado de buena disposición sexual. Cuando aparcaba y entraba en un edificio, imaginaba que ella había frenado detrás, invisible, y que lo seguía cubierta por el abrochado abrigo Aquascutum. Él sabía bien que aquella era una fantasía muy corriente. Pero lo aceptaba. Al parecer necesitaba imaginar el olor a mujer —aquel olor como de cloacay la fiebre que lo acompañaba era muy suya. Por fin Wulpy encontró un buen sitio, o puede que solo renunciara, y llevaron a su madre al interior mientras él escribía un cheque. Para entonces la vieja parecía indiferente. En cuestión de meses estaba muerta, dejando a Victor con sus ideas y sus viajes, sus actividades eróticas, en suma, con su razón de vivir: él era un hombre importante que hacía declaraciones importantes y publicaba artículos importantes. Poco después de que muriera su madre, él mismo ingresó en el Hospital General de Massachusetts. Allí estuvo a punto de morir, pero se dio cuenta de que era necesario respetar los límites fijados. Algo parecido a un gran río iba a cambiar de curso. Una especie de Mississippi estaba a punto de encontrar un nuevo lecho. Ciudades enteras se iban a hundir. Las mansiones flotarían por el golfo de México, levantadas de sus cimientos, y llegarían a tierra sobre las arenas de Venezuela.

—¿Dónde está usted en todo caso, Trina? —le dijo Ysole.

—Tuve que asistir a una reunión en Schaumburg, y estoy atrapada aquí.

—Muy bien —dijo Ysole—. Deme el número de la casa en la que está —cuando Katrina no contestó, Ysole dijo—: Nunca diría usted la verdad si pudiera decir una mentira.

VeámosJo de este modo: había un inhóspito espacio de invierno entre ellas. La cuadrada mujer negra con sus bajas y deformadas caderas que acerca el teléfono a su oreja, rodeada de pelo blanco, era mucho más astuta que Katrina y (con su negra nariz y su boca marrón que fueron formadas por naturaleza para la diversión) le divertían las mentiras e historias de Katrina. Katrina se paró a pensar. Y se dijo: «Estoy en un hotel de Detroit con Victor Wulpy. Y ahora mismo se levanta de la cama para ir al baño». ¿De qué le servirían esos hechos a ella? Ysole dijo:

—Su amigo el policía y su hermana han llamado para ver cómo estaba.

—Si no estoy en casa para las cinco, cuando llegue Lilburn, sírvale una copa, y beba usted también.

—Esta es la noche en que vamos al bingo. Hoy toca la cena de la iglesia.

—Le pagaré cincuenta pavos, que es más de lo que puede ganar en la iglesia.

Ysole volvió a decir que no.

De nuevo Katrina sintió: Todo el mundo tiene poder sobre mí. Alfred me castiga, el juez, los abogados, el psiquiatra, Dotey, incluso las niñas. Todos ellos me aplican normas que a nadie más le sirven, como no sea para liarlo. Eso es lo que me atrajo hacia Victor, que no dejaba que nadie le impusiera condiciones. Que sean otros los que cedan. A mí me gustaría ser así. Lo que pasa es que yo no tengo un ego como el suyo, porque él tiene toda una montaña de ego. Ahora le toca a Ysole.

—¿Me estás dejando plantada, Ysole? —le dijo.

—Trina, no me quedaría ni por quinientos. Tuve que pelearme con Lilburn por esta noche única de la semana. ¿Cuándo cree que volverá a casa?

—Lo antes posible.

—Bueno, las niñas están bien. Las puertas están cerradas con llave y ellas pueden ver la televisión.

Nos odian, se dijo Trina a sí misma cuando Ysole colgó. Nos odian terriblemente.

Necesitaba Visine para aliviarse el dolor de los ojos. En invierno se le inflamaban. Ella creía que era porque los gases de los tubos de escape se quedaban más cerca del suelo por las bajas temperaturas y por eso el aire del invierno apestaba más. Abrió el bolso y se sentó en el borde de la cama buscando por entre llaves, maquillajes, pañuelos de papel, billetes de dólar, tarjetas de crédito y limas de uñas.

—Ya veo que no has conseguido nada al teléfono —dijo Victor.

Ahora estaba por encima de él, y él le pasó la mano por el pelo. Siempre había un poco de escepticismo mezclado con su ternura cuando se acercaba a ella, como si le tuviera lástima, por todo lo que ella nunca entendería, o lo que él nunca haría por ella. Entonces hizo unas cuantas observaciones distraídas: una cosa muy rara en él. Volvió a mencionar el aire acondicionado. No encontraba el interruptor que lo apagaba. Le recordaba la máquina que había oído por primera vez cuando de niño le pusieron éter para operarle una pierna. Inconsciente, vio una luna brillante y llena. Una vieja trató de pasarle una barra por encima: el diámetro de aquella luna tan grande. Si lo hubiera hecho se habría muerto.

—Aquellas máquinas podrían haber sido los propios latidos de mi corazón. Desde entonces siempre me ha afectado la maquinaria que no se puede ver. Y ya se sabe cuántas máquinas invisibles hay en un lugar como este: todos esos motores y ordenadores con chips de silicio… Ahora, Katrina, haz algo por mí. Mete la mano debajo de mi cinturón. Ponla ahí, es delicioso. Necesito que me toques. Es una de las pocas cosas que todavía me sirven de algo.

Ella lo hizo. No era mucho pedir para una mujer madura. Una cuestión de amigos. Los signos de ansiedad eran siempre instantáneos. Nunca fallaban.

—¿Qué te parece uno rápido, Trina?

—Pero podría sonar el teléfono.

—Mucho mejor, con presión.

—¿Con estas botas?

—Limítate a bajarte la ropa.

Victor se agachó hacia ella. A todo lo que estaba al aire le aplicó sus mejillas, calidez con calidez, a sus muslos, a su estómago con su leve traza de vello por debajo del ombligo. El teléfono permaneció en silencio. No sonó. Estaban ganando, ganando, ganando, ganando. ¡Ganaron!

Eso es lo que le dijo Victor.

—Hemos conseguido algo.

—Se supone que íbamos a descansar —dijo Katrina—.

Mala suerte. Me da vueltas la cabeza.

—No nos movamos inmediatamente. No te levantes. Hay un proverbio ruso que dice: Si vas tarde, avanza despacio. Estamos mejor tal y como estamos. Kinglake nos habría llamado si el avión fuera de camino.

—¿Crees que ya se ha puesto el sol, Víctor?

—¿Cómo podemos saberlo desde aquí? Estamos en el interior del interior del interior. ¿Para qué preocuparse? Solo llegarás un poco tarde. Ellos tienen que llevarme allí. Si no está Wulpy, no hay festival. Para ellos es una prueba, un reto que han aceptado.

Se quedaron al filo de la cama, con las piernas colgando. Él tomó la mano de ella entre las suyas y le besó los dedos. Era un hombre poderoso y cínico, pero a veces, como en este caso, estando con ella, dejaba a un lado el cinismo. Ella lo tomaba como signo de cuánto la quería. A él le gustaba hablar cuando estaban acostados juntos así. Ella recordaba muchas cosas memorables que él había dicho en esas ocasiones:

—Tú podrías escribir mejor que Fonstine —era uno de sus enemigos— si te quitaras los zapatos y golpearas el teclado con los hombros o los pies. O simplemente levantándote la falda y sentándote en la máquina con tu hermoso trasero. Los resultados serían más inspiradores.

Ahora Víctor mencionó a Wrangel.

—Solo quería establecer una relación conmigo.

—Te respeta mucho, te admira —respondió Katrina—. Eso ya se lo dijo cuando llegó al Village a finales de los cincuenta, era solo un niño: tú estabas en la misma clase que Franklin D. Roosevelt. Ya estabas destinado a ser un gran hombre.

—Estaba seguro de que hablaría mucho contigo mientras yo estaba al teléfono. Bueno, no voy a ser modesto sobre ello, Katrina… —¿Y qué es lo que había por lo que pudiera ser modesto? Se quedaron allí echados juntos al pie de la cama, desnudos de cintura para abajo. Él seguía rodeándole a ella los hombros con su brazo—. En algunos aspectos comprendo… Creí que sabía lo que iba a hacer con el poder. Me daba una ventaja sobre los intelectuales que nunca trataban de pensar en el poder. Por eso es por lo que no podían pensar. Yo tengo más hierro en mi interior. Mis ideas tenían más autoridad porque yo concebía lo que podría hacer con la autoridad. Yo soy así por naturaleza… —Hizo una pausa—. Era así por naturaleza. Ahora voy a tener que separarme de mi naturaleza. Esto es un motivo más para aumentar la visión desapasionada que siempre preferí.

—¿Y hablar así, justo después del sexo? —dijo Katrina.

—Me habría ido bien en un puesto de mando. Tengo las características temperamentales. No me importa que me desaprueben. Soy naturalmente político, y siento un desprecio natural por la gente que en su vida privada no se deja llevar por el poder. Puede ser en el pensamiento o en la pintura. Tiene que ser una lectura poderosa de la verdad de la existencia. Una pasión metafísica. Uno consigue tanta verdad como tiene el valor de conseguir.

Y no tiene a nadie más que a mí para decirme esto. Esta era una de las ideas frecuentes de Katrina: ella se sentía decepcionada por él. Si hubiera tenido un cuaderno a su lado habría tomado notas. Porque ella tenía en efecto una idea de lo que decía.

—Algunos de los dolores más agudos que sentimos vienen del silencio que impone en nuestro interior más profundo lo que hacemos. La gente que menos lo parece puede ser la más profunda. Muchas veces he pensado: «Este, o esta, trabaja intensamente, busca en una galería distinta, pero las galerías están muy separadas, en paralelos que nunca se encuentran, y los cargadores son sordos para el trabajo de los demás». Debe de ser una de las. formas más sofisticadas de sufrimiento humano. Y puede explicar las formas horribles que a menudo toma lo que llamamos «originalidad».

—¿Nada de lo que dijo Wrangel tenía ningún valor?

—Me podría haber interesado su gurú. Yo tenía un sentido para apreciar las opiniones de segunda mano. No creo que Wrangel tuviera nada nuevo que aportarme. Si estamos en algo parecido al final de los tiempos, para esta civilización, ya está todo bastante claro y legible para las mentes que están alerta. En nuestros pensamientos reales, y no quiero decir en lo que decimos, lo que decimos son sobre todo tonterías, en lo que pensamos, las personas que están alerta reconocen lo que está sucediendo. Puede que hubiera algo en lo que dijo Wrangel, porque sigue haciéndose eco de su gurú, sobre las relaciones que adoptan las ideas reales: una idea real puede que no tenga una imagen real que le corresponda. ¿Sabes por qué se rompió la comunicación con Wrangel? Era poco agradable oír una parodia californiana de las cosas que yo ya había pensado. He estado muy preocupado, Katrina. Y las ideas que he desarrollado durante sesenta años no parecen ayudarme a resolver este problema. Me comprometí hasta el extremo con la lucidez…

—¿Pero no estás lúcido?

—Esa es mi lucidez mental. He estado teniendo impresiones lúcidas (sueños o visiones) en vez de ideas lúcidas.

—¿Qué quiere decir eso?

—Bueno, hay algunos conocimientos compartidos de los que no hablamos. Esa búsqueda sorda en la mina.

—¿Como por ejemplo?

—Algunas sugerencias crípticas persistentes: los muertos no están realmente muertos. Ahora bien, nosotros no creamos las ideas, como parecía sugerir ese tonto que hace películas. Una idea es algo real, que ya está creado, y una idea real puede decidir visitarte. Me parece que comprendo por qué esto me sucede a mí. Después de tantos años dedicado a las artes, uno empieza a comprender que el valor de la vida está ligado al valor del arte. Y para esto no hay ninguna base racional. Entonces uno empieza a sospechar que es a lo «racional» a lo que le falta un sentido real. Los racionales contestarían que esto lo sugiere el debilitamiento del organismo. Pero es un argumento estúpido.

Víctor evitó hablar del lado erótico de todo esto —mágico, estético, erótico— o de lo que podría significar este estallido final de erotismo. Podría significar que estaba pagando con sus últimos vestigios la lucidez de la impresión y la confirmación sexual del hecho de que seguía existiendo. Pero la fuerza plena, unas cifras fuertes, solo te hacían más capaz de mentirte aquí mismo, de mantener la mauvaise foi, la descripción falsa de tu realidad personal. No le mencionó a Katrina la música underground que significaba (había significado para Marco Antonio) que el dios Hércules se estaba marchando.

Cambió de tema. Le dijo a Katrina:

—En realidad es gracioso que Wrangel me confunda en su mente con FDR.

También Roosevelt se estaba muriendo en un momento en el que era más necesario que nunca tener fuerza. ¿Y acaso no había habido una mujer con él en Warm Springs cuando tuvo la hemorragia cerebral?

—¿Se te ocurrió alguna vez a ti? —dijo Katrina.

—Se me ocurrió, pero traté de no pensar en ello. Stalin se burló totalmente de ese hombre. Aquellos viajes a Teherán y Yalta debieron de matarlo al pobre. Lo arruinaron físicamente. Estoy seguro de que Stalin lo que quería era acelerar su muerte. Fueron unos viajes terribles. Roosevelt se sentía retado a demostrar su vigor. Stalin no cambió de opinión. Roosevelt se dejó destruir, mientras demostraba su fortaleza como dirigente de una gran potencia, y también su «nobleza».

Katrina, que había acercado aún más su redondeado rostro —como una chica posando para una «foto de novios», cara a cara—, le dijo:

—¿No tienes frío? ¿No quieres que te cubra con la manta? ¿No? Por lo menos pon los dedos bajo mi cuerpo para que se calienten.

Para alentarlo se volvió de lado. Aquella era una táctica con la que siempre podía contar: la suave forma de su trasero, su blancura de crema de Chantilly. Él siempre reía cuando ella se ofrecía así, y acercaba sus manos grandes y delicadas. Era realmente un tipo duro, y especialmente con las distorsiones de la edad: el destrozado Sileno de Picasso que intenta alcanzar a la belleza desnuda. Ella sentía en él una especie de delicadeza aristocrática cuando manipulaba sus formas redondas. Realmente era un poco una locura, el orgullo con el que trataba su trasero. Él agarró las marcas que tenía a cada lado (tenía dos marcas de nacimiento) como si fueran ojos.

—Ahora estás bizca. Ahora solo un poco. Ahora parece que planeas una conspiración. —Victor se detuvo y dijo—: Esto es lo que decía el pequeño Wrangel sobre las tiras cómicas y las abstracciones, ¿verdad? ¿Qué hacen estas caras? —Entonces la acarició suavemente y dijo—: No es una metáfora cuando digo que tu cuerpo me deja sin habla.

En ese momento el teléfono empezó a sonar, una vez y otra, sin piedad. Era la dirección del aeropuerto. Su avión estaba aterrizando. La limusina iba a buscarlos. Tenían que estar abajo en cinco minutos.

Esperar en medio del frío, bajo las brillantes luces. Victor tenía su bastón y la gorra de marinero: el amplio bigote, el maravilloso rostro, la noble soltura en todas las circunstancias. El Príncipe Pensador. Ella, nunca bastante a la altura, se sentía un poco torpe junto a él. Además le tocaba ocuparse del maldito violín. Llevar un instrumento que no sabía tocar. Eso la convertiría en una portadora nativa. Debería acostumbrarse a ello. Y allí estaban, en las afueras de Detroit, de pie debajo de un rayo de luz. Igual que las demás estúpidas ciudades de la constelación del norte —Buffalo, Cleveland, Chicago, Saint Louis— todos aquellos campos de ruina que de noche tenían un aspecto tan dorado y hermoso.

—Esto no es una limusina —dijo Victor, irritado, cuando llegó el coche—. Es un maldito Honda compacto.

Pero no volvió a protestar por ello. Abrió la puerta del coche y se agarró al filo del techo para instalarse en el asiento delantero. Primero tenía que meter la pierna tiesa, hasta el extremo del conductor, junto al embrague, y entonces metió la cabeza y la enorme espalda de manera que, cuando se volvió, el coche estaba lleno hasta arriba. Entonces se posó sobre el asiento laboriosa y pacientemente. Era como una operación difícil. Pero, tan pronto como estuvo colocado, y mientras Katrina se acomodaba en el asiento de atrás, ya había empezado a hablar. ¿Se estaba preparando para la próxima conferencia, afinando las cuerdas?

—¿Acabaste el libro de Céline que te presté?

—¿El Viaje? Sí que lo acabé, por fin.

—No es agradable, pero es importante. Es una de esas cosas francesas que he tenido en la mente.

—¿Como el de Baudelaire?

—Exacto.

El conductor había empezado a circular por una carretera oscura, junto a un borde de setos. Victor se estaba esforzando por volverse en el pequeño asiento; quería mirarla. Al parecer quería transmitirle algo no solo con palabras sino también con el gesto.

—¿No te pareció verdaderamente estupendo? Utiliza el lenguaje que utiliza realmente la gente en todas partes. Expresa las ideas y sentimientos que todos ellos comparten.

—La última vez que hablamos de ello me dijiste que esas eran las ideas que hicieron que Francia se hundiera en 1940. Y que los alemanes también tenían las mismas ideas.

—No creo que eso fuera exactamente lo que dije. Y hablando de nihilismo …

¿Por qué le había pedido a ella que leyera aquel libro? Hacia el final —una pesadilla— cierto aventurero de nombre Robinson se negaba a decirle a una mujer que la amaba, y aquella «amante» mujer, enfurecida, lo había matado de un disparo. Ni siquiera cuando le apuntó con la pistola dentro de un taxi fue capaz de hacer que dijera las palabras «te amo». La «amante» mujer era en realidad una maniaca, mientras que el hombre, el «amante», aunque él mismo era un sinvergüenza, una escoria, un asesino, tenía aún un atisbo de honor, aunque aquello también estuviera en fase terminal. Era mejor estar muerto que ser transportado de por vida por esa ogresa loca a la que tendría que decirle que la «amaba». No era tanto el libro lo que le había chocado a Katrina —al fin y al cabo, un libro era solo un libro— sino más bien el hecho de que él, Victor, le hubiera dicho que lo leyera. Por supuesto, siempre estaba presionando para que ella tuviera la perspectiva más amplia posible sobre la realidad histórica. Su campo de operaciones era todo el universo. Era un cosmopolita en el más amplio sentido de la palabra, un gigante de la comprensión, y él ocupaba el puesto central de mando de la comprensión.

—Hay que enfrentarse a los hechos destructivos. No sirven los paliativos —era el tipo de cosa que solía decir.

—Ese libro era algo muy cercano a los campos de concentración —le dijo ella.

—No lo niego.

—Bueno, pues en el hotel dijiste que la gente atenta en todo el mundo reconocía los mismos hechos. Pero ésa no es exactamente la manera en que se trataba en el libro de Céline. Ni siquiera para ti, Victor.

No hubo tiempo para contestar. El coche se detuvo en el pequeño aeropuerto privado. Cuando el chófer acudió corriendo para abrirle la puerta, ella creyó ver que tenía el rostro desencajado. Quizá era solo el frío el que le hacía poner ese gesto. Tratando de liberarse del coche, Victor volvió a agarrarse al techo y saltó hacia atrás, para recoger la pierna mala.

Entraron en una nave con demasiadas luces. En el mostrador, donde no dejaban de sonar los teléfonos, Trina le dio el nombre de Wulpy al encargado. El hombre le dijo:

—Sí, su Cessna los está esperando. Dentro de unos minutos podrán embarcar.

Ella le comunicó la noticia a Victor, quien asintió con la cabeza pero siguió hablando.

—Es cierto que a los franceses les jugó una mala pasada su ideología. Una ideología es una maldición que echan los que mandan, una red de mentiras, y el descubrir esto puede enfurecer a la gente. Por eso es por lo que Céline es violento.

—¿La gente? Alguna gente.

Tiene uno una aventura amorosa y le pide a su amante que lea un libro en el que se desacredita el amor, y es el libro más extremo que se puede elegir. Menudo regalo de San Valentín.

Con sus botas de piel de avestruz, ella no se sentía muy elegante delante de él para entrar en el Cessna. Se sentía torpe y gorda, todas las cosas inelegantes que puede ser una mujer, y llevaba el instrumento de Vanessa pegado al pecho. A la luz de la refulgente burbuja del fuselaje, observó cómo ayudaban a Victor a subir al avión. Los dos hombres que componían la tripulación recibieron a Victor y Katrina con una consideración especial. Así es como formaban al personal para estos trabajos ejecutivos. Los pasajeros eran invitados. ¿Querían un café? ¿Un donut fresco, algunos bizcochos? ¿O preferían un whisky? Los periódicos de la tarde aún no estaban disponibles cuando salieron de Chicago. Sin embargo, tenían Barran‘s y The Wall Street ]ournal. Los asientos eran lujosos: mucho espacio para las piernas y unas luces para leer excelentes. Había un panel con muchos interruptores. Ninguno de los pasajeros tenía intención de leer en aquel momento.

El piloto dijo:

—Aterrizaremos en Midway, y allí tomarán ustedes un helicóptero para Meigs.

—Bueno, esto ya está mejor —dijo Victor—. ¿Ves?

Ella interpretó ese «¿ves?» como una afirmación de que él no la había engañado. La había mandado llamar, y la volvía a llevar a Chicago. Él tenía el poder de convertir en realidad todas las promesas. Levantó el vaso de whisky. Bebamos por ti y por mí. Algo parecido a una sonrisa apareció en su rostro, pero también tenía aspecto cansado y triste. Sus ojos, aquellos estrechos canales, estaban negros, heridos mortalmente. Ninguno de aquellos poderes —mandar llamar máquinas especiales, ordenar privilegios especiales— parecía significar nada realmente. Eran tonterías para la jaula que ocupaba.

—Ah, sí, es verdad que tú misma eres piloto —recordó él.

—No de uno de estos aviones —respondió Katrina. Levantó el reloj de pulsera hacia la luz. Para esta hora, Ysole ya se habría marchado de la casa.

De pronto el silencio de la cabina se rompió con un rugido furioso. No se oía nada. El avión empezó a dar saltos por las heladas rayas del campo. Entonces empezaron a correr y (¡gracias a Dios!) se elevaron del suelo. Aquel viaje los llevaría hacia el sur cruzando el lago Michigan. Poco importaba, con aquel tiempo, que el agua no pudiera verse. La impoluta limpieza de la cabina tenía por objeto infundir seguridad. Ella probó el café: estaba helado, no estaba caliente. Cuando mordió el donut de mermelada, le gustó la fragancia de la pasta frita pero no la gelatina rosada que salió de dentro.

Era posible que él no tuviera ninguna intención especial cuando le dio a leer el libro de Céline. Si era así, ¿por qué lo sacaba a colación ahora? ¿Y qué pasaba con Beila la matrona, a la que Vanessa había recomendado el libro sobre la homosexualidad? Eran todos una familia de lectores, ciertamente. Pero aquello no reflejaba bien quién era Beila. A veces Victor hablaba de «las esposas de cierto tipo». «Para las esposas de cierto tipo la felicidad completa consiste en inmovilizar a sus maridos.» Con esto quería sugerir que un hombre con más de setenta años que había estado a punto de morir en el hospital de Massachusetts y que tenía la pierna mala era un candidato perfecto para la inmovilización. Era igual que tratar de inmovilizar las cataratas del Niágara. Un juicio perfectamente objetivo de Beila, del que se eliminaba toda rivalidad y culpa, era el de que al menos se comportaba con dignidad. Cuando pareció que Víctor no iba a conseguir sobrevivir en el hospital, Beila le preguntó si quería ver a Katrina, que estaba escondida en una de las salas de espera. Claro que Victor quería verla, y Beila la mandó llamar, y ademas se retiró de la habitación, para dejarlos que se despidieran. Entonces Katrina y Victor se agarraron de la mano. Parecía que no eran capaces de hablar. Ella lloró con el corazón destrozado. Le dijo que siempre lo querría. Él le apretó la mano y le dijo: «Ha llegado el final, niña». Tenía la lengua trabada, pero hablaba serio y claro, eso lo recordaba ella. Desde entonces, ella pensó lo importante que había sido que le confirmaran su derecho de acceso, y que reconocieran lo que él sentía por ella. Aquel no era un adulterio como los otros. Ella no era una de las mujeres de paso. Antes de la muerte, las emociones estaban abiertas, y ella vino: cuando entró corriendo le pareció que iba a explotar. Le concedieron el derecho a sufrir. Certificaron su relación; hizo falta una especie de impresión formal de la habitación del enfermo. El último adiós. Él se estaba muriendo. Cuando le soltó la mano, con lo que quería decir que era el momento de marcharse —quizá era demasiado para él, demasiado doloroso— y ella se marchó sollozando, vio en la distancia la figura inconfundible de Beila, que la observaba o la estudiaba.

Bueno, ¿y qué había logrado Beila con su generosidad, cuando Victor volvió a ponerse en pie? Aquello solo facilitó las cosas para los amantes. Y entonces aquella hija estúpida, rabínica, metomentodo y malcriada le aconsejó a su madre, con sesenta y muchos años, que aprendiera a dar masajes y a succionar, a utilizar técnicas avanzadas de seducción. (Por dos centavos le tiraría el violín en medio del lago. ¡Maldita putita!) Beila necesitaba toda la dignidad que pudiera reunir. Y especialmente con un marido cuya descripción podía ser: «¡Otros obedecen nuestros juicios, pero tú estás libre!». Y por último el propio Victor que le venía con aquella idea definitiva e infernal sobre el «amor» (que el amor era algo dégueulasse. Como la carne podrida; hasta los perros la rechazarían, pero los «amantes» le echaban encima un poco más de «salsa de ternura» y entonces se convertía en un plato delicado, digno de ser presentado ante un rey) al darle a leer aquel libro.

Así no había sido cuando estaba en el hospital, cuando tenía la muerte encima.

De pronto se le ocurrió que lo que pretendía era quitarle sensibilidad para que cuando él muriera —como seguramente presentía que iba a suceder pronto— sufriera menos.

Pero era muy duro con ella. Unos años antes había sugerido que Joe No Sé Qué, un agradable poeta joven, y también muy guapo, aunque no era ninguna maravilla, era muy atento con ella. «¿Crees que podría gustarte?» Puede que aquello fuera una prueba. También era posible que fuera un intento de librarse de ella, y su estimación del talento de aquel hombre (no era ningún secreto que no tenía talento) también le dijo algo a Katrina, la clasificó a ella en una escala realista: una mujer sensual pero gorda, con venas varicosas, mejillas desiguales y muslos de color de crema, pero tampoco ninguna maravilla. Daba la casualidad de que sus defectos le gustaban a Víctor. Pero estaban ya las ideas formadas, y las normas establecidas. Desde que se recuperó milagrosamente no le había hecho ninguna otra sugerencia de emparejamiento. Incluso parecía sospechar, celoso, que ya estaba mirando a su alrededor, al mundo de glamour al que él la había introducido. A ella no le habría sorprendido si, al insultar a Wrangel y tratar de hacer que ella participara en el insulto, Víctor hubiera tratado de eliminar a aquel productor famoso como rival. Víctor era un hombre muy astuto. Por ejemplo, el sexo de aquella tarde, ¿había sido el deseo o un soborno? No, no; hasta Dotey decía: «Tú eres la única que lo excita». Aquello era verdad. Ella lo devolvía a la vida. Era la caresse quifait revivre les morls. La resurrección sexual para aquel hombre.

La puerta de la cabina de mando estaba abierta. Por detrás de los hombros de los pilotos se veían las luces del panel de instrumentos. De vez en cuando el copiloto miraba hacia atrás, a los pasajeros. Entonces dijo: «El avión está dando muchos saltos. Será mejor que se aten los cinturones». ¿Estaban atravesando una tormenta? Era mucho peor que eso. El avión estaba siendo golpeado y zarandeado como una lancha a toda velocidad por las olas. Víctor, que había estado muy silencioso hasta ese momento, por fin se dio por enterado. Agarró la mano de Katrna. Ahora los pilotos cerraron la puerta de la cabina. Debajo de sus pies, vasos de plástico, botellas de licor y donuts se deslizaban hacia la izquierda.

—¿Te das cuenta de lo inclinados que estamos, Victor?

—Deben de estar tratando de subir para evitar esta turbulencia. En un avión más grande no se notaría. Los dos hemos volado con un tiempo peor.

—No lo creo.

La luz de encima de sus cabezas se hizo cada vez más tenue. Pero diversas sombras oscuras eran lo que había en el rostro de Katrina. En las mejillas de Victor el color rojo parecía haber sido aplicado con un pincel.

—No es posible que haya un fallo en los motores. ¿A ti qué te parece, Victor?

—No lo creo.

Como era su costumbre, esbozó un resumen de la situación. En él incluía a Katrina y adoptaba el p’unto de vista más amplio posible. Estaban montados en un Cessna porque él había aceptado la invitación para dar una conferencia, un viaje que no era estrictamente necesario y que podría ser fatal (aunque por su parte se lo tomaba con calma). Para Katrina era incluso menos que necesario. Por ella lo sentía. Ella estaba aquí por él. Pero entonces se le ocurrió que no comprendía una vida tan distinta de la suya propia. ¿Por qué podía querer nadie llevar aquella vida que llevaba ella? Yo sé por qué he hecho lo que he hecho con la mía. ¿Por qué hace ella eso con la suya? Era una pregunta malévola, incluso si se la miraba desde la perspectiva cómica, porque es cierto que tenía visos de comedia. Pero cuando había planteado la pregunta se sintió expuesto, sin ningún tipo de aviso, a una especie de juicio doloroso. Supuestamente era su vida la que había tenido escala real, él había producido ideas genuinas, y esas ideas habían provocado innovaciones intelectuales y artísticas importantes. Todo aquello era algo serio. ¿Y Katrina? Ella no era seria. Se había divorciado para perseguir a una figura destacada: ¿iba detrás de la pasión, de un placer elevado? La misma historia de siempre… ¡Aquello no era serio! No obstante, ahora estaban juntos, y los dos se inclinaban igual en aquel avión que daba botes; el mismo destino para los dos. Él era el motivo de que ella se encontrara allí, y ella era (indirectamente) el de él. Vanessa, por razones femeninas, enfurecía a Katrina, pero sus rodillas (que incluso en este momento tenían un atractivo sexual) no dejaban de agarrar con fuerza el violín. A menudo había dicho, o admitido, que el misterio más oscuro y poderoso, más profundo que la política, era el del entendimiento entre un hombre y una mujer. Y él sabía muy bien que Katrina había formado visiones absurdas de lo que podría hacer con él: apartarlo de Beila para servirlo durante el resto de su vida, y así alcanzar una posición social elevadísima e inexpugnable, presidir un salón, y, después de la muerte de él, que hablaran de ella como una mujer legendaria de profundos conocimientos y gran sutileza. Esta Katrina mezclada era un revoloteo de imágenes, tanto comunes como mágicas. Ante ella este hombre de la palabra se quedaba a veces mudo. Él la adoraba porque… porque ella estaba justo en la línea de separación entre gracia y torpeza, por el efecto sensual que tenían sobre él sus dedos, por el patetismo de sus rodillas agarrando el violín. Y ahora, ¿puede alguien decirme qué tiene que ver todo esto con las ideas de Victor Wulpy? Lo que lo había enfurecido de veras con Wrangel era que había dicho que la mayoría de las ideas eran triviales (con lo que quiso decir, sobre todo, que las ideas del propio Victor eran triviales). Y, si Victor era incapaz de explicar la atracción sexual que ejercía sobre él Katrina, el Eros que (de forma muy justa) impedía que él se desintegrara del todo, Wrangel tenía razón, ¿no? Katrina, como objeto del pensamiento, era la menos trivial de todos. De todo lo que se podía omitir en el pensamiento, lo peor era omitir el propio ser. Entonces era cuando uno había perdido. Uno oía la música subterránea de su antepasado Hércules que se iba haciendo más débil a medida que lo abandonaban. Todo lo que le quedaba era la lucidez, la lucidez última, muy clara, que duraba hasta que se alcanzaba la frontera de la muerte. En cualquier momento iba a descubrir qué aspecto tenía el otro lado de la frontera.

No era la primera vez que oía aviones haciendo ruidos de estrés, pero nunca había oído nada parecido al crujido de metales que oía entonces, como si los remaches fueran a saltar a semejanza de antiguos botones de cuello. Después de todo, las alas eran muy ligeras. Incluso a la tranquila luz del día, cuando temblaban, pensabas: Son un par de tablas de planchar, eso es todo.

—Victor, nos inclinamos hacia el otro lado… Nunca he visto nada peor.

Sin comentarios. ¿Para qué negar lo evidente? El avión se venía abajo como un naipe.

—Si nos estrellamos…

—Será culpa mía. Yo te metí en esto.

Hubo un momento en que dejaron de descender. Victor se preguntaba por qué no había aumentado la frecuencia de sus pulsaciones. No se ahogaba, no transpiraba, cuando el avión volvió a caer.

—Ni siquiera te importa demasiado —dijo Katrina.

—Claro que me importa.

—Escúchame, Victor. Si vamos a morir pronto, si vamos a acabar en el agua… te voy a pedir que me digas una cosa.

—No empieces con eso, Katrina.

—Es muy sencillo. Solo quiero que lo digas.

—Déjalo, Katrina. Con tantas cosas en las que pensar, en Ún momento como este, ¿eso es lo que me pides? ¿Amor?

—La furia hizo que su voz volviera a sonar como un pífano. Abrió la boca, el bigote también se extendió. Estaba a punto de hablar con más violencia incluso.

Ella lo cortó.

—No seas horrible conmigo ahora, Victor. Si nos vamos a estrellar, ¿por qué no tendrías que decirlo?…

—Aprovechas esta oportunidad para forzarme a ello.

—Si no nos queremos, ¿qué estamos haciendo? ¿Cómo es que hemos llegado hasta aquí?

—Llegamos aquí porque yo soy un hombre y tú eres una mujer, y así es como llegamos aquí.

De pronto se le ocurrió una idea extraña: los ateos aceptan la extremaunción. La esposa insiste y el moribundo asiente con la cabeza. ¿Por qué no?

En el siguiente intervalo sintieron cómo la elevación de la nave era controlada. Habían vuelto a encontrar un aire más calmado y navegaban de forma más tranquila. Katrina, todavía inquieta, empezó a pensar en recomponerse el ánimo que la tormenta había descompuesto.

—Puede que todo acabe bien —dijo Victor.

Ella se sentía peor de lo que se había sentido nunca. ¡Dios mío! Cuánto terreno he perdido, pensaba.

La puerta de la cabina se volvió a abrir, y el copiloto dijo:

—¿Todo bien? Hemos atravesado una zona de inestabilidad, pero llegaremos al sur de Chicago dentro de un momento. Se oyeron unas palabras confusas, un crepitar incomprensible, que provenía de la torre de control de Midway.

Victor se había quedado callado, pero parecía de buen humor. ¡Vaya hombre para la compostura! Y no te echaba en cara cosas ridículas. Realmente por ese lado era muy decente. Lo de MASH, por ejemplo. Era incapaz de decir «Te quiero». Habría sido mala fe. Que hicieran frente a la muerte no era ninguna excusa. Ella volvió a examinar las palabras de él, una y otra vez, y las de ella, mientras el avión se preparaba para aterrizar. Lo estaba meditando todo incluso cuando se alejaron en el helicóptero, bajo las aspas batientes. Aquella forma de adoctrinar a las muchachas: no te preocupes, cariño, el amor resolverá tus problemas. Hazte digna de ser amada y te amarán. La gente está loca, pero no demasiado loca. De manera que no te vas a matar. Vas a estar bien. Y con esta explicación de una madre tonta (y su madre era realmente estúpida) una entraba en acción en el mundo.

Víctor le dijo:

—¿Ves cómo hacen las cosas estos ejecutivos?

—¿Qué hora es, sobre las seis? Voy a llegar a Evanston con dos horas de retraso.

—Cuando me dejen a mí, les diré que te lleven corriendo a casa. Hazme un favor y llévate el violín.

—Muy bien.

Al día siguiente tendría que llevarlo a Bein & Fu-shin. No le gustó el aspecto de él en Meigs Field. En otro momento es posible que le hubiera parecido excitante aterrizar allí. El azul de las luces del suelo era tan brillante, y el rojo dando vueltas, tan vívido, claro con la nieve de fondo. Pero Víctor descendió muy lentamente, cosa que a ella le llegó al alma. Un colega se adelantó a estrecharle la mano. Era el señor Kinglake, que los condujo a un gran automóvil. Salieron entre el acuario y el museo y prosiguieron, todo poder y lujo como una librea de funeral, hacia la calle Randolph, y hacia el norte por el bulevar Michigan hasta llegar al edificio 333. Víctor, que en todo ese tiempo había permanecido en silencio, le apretó los dedos cuando se apeó del automóvil.

—¿Mañana? —le dijo.

—Muy bien, mañana. Y merde, que tengas suerte. No dejes que puedan contigo.

—No te preocupes. Domino la situación —respondió Víctor.

Y era verdad. Además, la había traído de vuelta a Chicago. En la acolchada calidez de la limusina, en dirección norte, Katrina, mientras se imaginaba a Víctor elevándose a toda velocidad en el rápido y dorado ascensor de rico, sintió una punzada en el corazón y en las tripas: sentía pena por aquel hombre, una pena que él no sentía por sí mismo. Realmente no la sentía. Le faltaba tiempo. Tenía demasiadas cosas en que pensar. Todas aquellas cuestiones mentales sin terminar lo mantendrían ocupado por siempre. A él no le habría gustado que ella sintiera por él una punzada en el corazón.

Pero, entonces, ¿había sido correcto volverse hacia un hombre de su estatura y endosarle un cliché? Bueno, una de las cosas buenas que tenía Victor era que se tomaba muy a la ligera tus pecados veniales, especialmente los femeninos. Sin embargo, en ese caso, podría haberle dado gusto, podría haber pronunciado las palabras que ella quería oír. No necesitaba preocuparse porque ella fuera a utilizarlas más tarde contra él.

El lago se acercaba mucho a la orilla a lo largo del Outer Drive y golpeaba violentamente las piedras y las playas, horriblemente blanco de espuma en comparación con los cientos de millas de oscuridad que acababan de cruzar en el Cessna. En la calle Howard los blancos mausoleos y las enormes cruces celtas estaban justo frente al agua. Era una pena desperdiciar con tumbas unos terrenos tan buenos. Este trozo de la carretera no le gustaba. Le dijo al chófer:

—Esta parte es una de las favoritas de la policía para poner multas por exceso de velocidad. —El chófer ni contestó. Ella le dijo—: Por favor, lléveme a Ovington.

Desde el garaje condujo su propio coche a casa, y tuvo que aparcar en una cuneta a cierta distancia porque nadie había quitado la nieve de la entrada de la casa.

La casa estaba a oscuras. Allí no había nadie. Lo primero que temió fue que Alfred hubiera venido a llevarse a las niñas. Entró en el cálido vestíbulo, empujando la hermosa y pesada puerta contra la resistencia de un ser vivo: Sulkie, por supuesto, la pobre vieja, que no era tan sorda como para no oír el rascado de la llave de Katrina.

Al encender la luz del salón vio que Soolie y Pearl habían estado recortando papel después de la escuela. Probablemente Ysole les ‘había ordenado hacerlo. Tenían la costumbre de obligarte a darles órdenes. Pero ¿dónde se habían metido? Katrina miró en la cocina a ver si había un mensaje. No había nada en el tablón de corcho. Nada en la mesa del comedor. Llamó al número de Alfred. Si estaba allí, no contestó. Llamó a Dorotea y después de que el teléfono sonara dos veces oyó la pequeña grabación de Dotey, que Katrina nunca había oído con mayor desagrado. Dotey haciéndose la graciosa: «Cuando disminuyan las vibraciones del gong hagan el favor de dejar su nombre y su mensaje». El gong, para hacer juego con la cama, era chino también. Katrina dijo: «Dotey, ¿dónde demonios están mis niñas?». Inmediatamente apretó el botón, y cuando volvió a oír el tono del teléfono, marcó el número del teniente Krieggstein. Allí no había nadie tampoco. A continuación pensó en llamar a su abogado. Sabía que le molestaba sobremanera que lo llamaran a su casa, pero en aquel momento eso era lo que menos le importaba. Lo que sí le importaba era que no tenía nada que decirle aparte de que temía que el padre hubiera raptado a sus hijas mientras ella estaba ausente… Ausente, ¿dónde? En un avión con su amante.

Sulkie la había seguido hasta la cocina, y se apretujaba contra ella: necesitaba que la sacaran. Tierna y distraída, Katrina acarició el negro cuello del animal. Tenía el pelo espeso, pero fino al tacto. Será mejor que la saque mientras pienso en lo que voy a hacer, decidió Katrina, y ató la correa al collar de Sulkie. Todas las puertas de sus vecinos estaban despejadas de nieve; solo la casa de los Goliger seguía bloqueada. La perra se alivió inmediatamente. Estaba claro que nadie había pensado en ella en todo el día. Katrina se dirigió hacia la esquina con su paso lento y con gran movimiento de caderas, apartándose el sombrero de la frente: tan cansada que apenas se daba cuenta de que había nieve. Le dolía la cara por todas las tensiones del día. ¿Se había llevado Ysole a las niñas a su casa? ¿Al bingo de la iglesia? Aquello era lo más improbable.

Al volver de la esquina vio que un coche aparcaba enfrente de su casa. Como las luces la cegaban, no fue capaz de distinguirlo. Se echó a correr con las botas de piel de avestruz, tirando del perro por la correa, y diciendo: «Venga, chica, vamos».

En ese momento alguien levantaba a las niñas por encima de los montones de hielo y las posaba en la acera. Reconoció a Krieggstein por el sombrero. También por el impermeable, voluminoso e incómodo, y por sus movimientos.

—¿Adónde habéis ido? ¿Dónde habéis estado? No dejasteis ningún mensaje.

—Llevé a las niñas a comer.

—Soolie, Pearl… ¿Qué tal día habéis pasado? —dijo Katrina.

Ellas no respondieron nada, pero Krieggstein dijo:

—Lo hemos pasado muy bien en Burger King. No fríen las cosas como los demás sitios de comida rápida, sino que asan la carne a la parrilla. Después hicimos una parada en Baskin Robbins y compramos un cuarto de mousse de chocolate con gomitas de caramelo. Cosas ricas.

—¿Simplemente entraste aquí y te las encontraste?

—No, tomé el relevo de tu criada negra. Tú la llamaste, ¿no?

—Pues claro.

—Me puse de acuerdo con ella para venir —dijo Krieggstein—. ¿No te lo dijo ella?

—Me dio a entender que ella se marchaba a las cinco en punto.

—Su idea de una broma —dijo Krieggstein—. Le pedí que te dijera que yo estaría aquí.

—Gracias, Sam.

En el vestíbulo él la ayudó a quitarse el abrigo. Lo retiraron del cansado cuerpo de ella.

En aquel momento la mente de Katrina hizo una importante conexión. ¿Por qué tenía que declarar Victor «te quiero»? Era por ella por lo que viajaba. ¿Habría hecho un viaje así si no? Si de verdad era como FDR, cuya muerte Stalin había acelerado al obligarlo a viajar a Malta, Teherán, ¿por qué una mujer que pretendía amarlo le imponía aquellos esfuerzos?

—¿De quién es este violín? —dijo Krieggstein—. Nunca he visto un violín antes en esta casa.

Se estaba quitando el impermeable, retirando la chaqueta abultada por las pistolas, componiendo el rostro acalorado, frotándose los ojos enrojecidos por el frío.

Ella había tenido razón cuando dijo en el Cessna: «Ni siquiera te importa mucho». Victor lo había negado. Pero no podía hacer otra cosa. Ella imaginó que lo que deseaba era morir. Morir sería una iluminación. Había ideas estrechamente asociadas con la muerte que solo la muerte misma podía desvelar. Probablemente sentía que lo había pospuesto demasiado; aunque la quería no podía posponerlo mucho más.

—¿Llamaste al psiquiatra? —le preguntó a Krieggstein.

—Aún mejor, Trina. Como la recepcionista me dijo que te iba a cobrar la hora de todos modos, fui y tuve una charla con el tipo.

—¿Cobrarme a mi? Le cobrarán a Alfred. ¿Habló contigo?

—Cree en mí un poco. Uno no llega a teniente de la policía por torpe. Le di una impresión de estabilidad. Él y yo hablamos el mismo lenguaje. Yo trabajo en mi doctorado de criminología, de modo que nos entendimos bastante bien. Le expliqué que no habías podido ir por una emergencia femenina: habías tenido que ir al ginecólogo. Yo iba en tu lugar como amigo de la familia… Yo sé lo que es una mala madre por mi experiencia de policía: madres cocainómanas, ninfómanas, prostitutas armadas, madres alcohólicas. Le di mi palabra de lo estable que eres como persona.

—Voy a la cocina. Las niñas quieren su postre.

Habían colocado ya los cuencos y las cucharas. Ella aplicó la pala de helado a la mousse de chocolate. No le preguntaron «¿Dónde has estado, mamá?». No fue necesario que diera ninguna excusa. Sus pequeños rostros, con flequillos idénticos, no comunicaban nada. Realmente tenían unos ojos curiosos, ojos de ciencia ficción que deslumbraban y también amenazaban de lejos. Wrangel también podría haber visto aquello. Emisarias de otro planeta, que habían crecido de semillas venidas del espacio exterior, pequeñas invasoras con iridio en sus cráneos. Victor tenía razón, ¿saben?, sobre el modo en que las películas de La guerra de las galaxias corrompían a todo el mundo, implantaban la desconfianza en tu propia carne y tu sangre. Bueno, muy bien, pero ahora ya sé cómo liberar a mi elefanta.

Se volvió hacia Krieggstein para darle las gracias y para deshacerse de él. Sin duda él querría quedarse y regodearse en su agradecimiento.

—Qué bueno has sido al echarme una mano —le dijo—. Ysole me dio un susto, y creí que Alfred vendría a arrebatarme a las niñas.

—Yo haría cualquier cosa por ti, Katrina —dijo Krieggstein—. Ahora mismo estás obnubilada con Victor (por cierto, ¿cómo está?) y yo no espero nada a cambio de mi lealtad. No hay trampa…

Bueno, Katrina tenía que reconocer que Dotey había acertado de lleno. Krieggstein se ofrecía como sucesor, humilde pero decidido. Después de todo, quizá era un policía de verdad, y no un loco con pistolas. Había que concederle el beneficio de la duda. Supongamos que lo fuera de verdad. Estaba estudiando para obtener un título en criminología. Iba a ser jefe de policía, director del FBI, puede incluso que hiciera que el propio J. Edgar Hoover pareciese insignificante… pero, en todo caso, era estrafalario. Desde que Alfred se había llevado todos los objetos de arte, la casa había parecido muy vacía, pero con un hombre como Krieggstein ella conocería el verdadero significado de la palabra vacío.

—En este momento, lo más amable que podrías hacer, Sam, sería irte sigilosamente y dejarme sola. Yo me limitaré a cerrar la puerta con llave y tomar un baño. Tengo que darme un baño. Después acostaré a las niñas y me tomaré una píldora para dormir.

—Lo siento —dijo Krieggstein—. En el estado actual de tus asuntos, no tengo derecho a decir nada íntimo…

Ella se levantó y le acercó el impermeable.

—Si me dices algo íntimo ahora, Sam, me derrumbaré por completo. —Se cubrió los oídos con las manos y dijo—: Me desplomaré delante de ti.