Ayer mi marido y yo llevamos a nuestra hija de un año, Naomi Rose, a dar un paseo por el barrio. Hacía un frío feroz, el tiempo estaba lo que los meteorólogos de por aquí llaman, no sé por qué, «borrascoso».
Huyendo del viento helado nos refugiamos en la librería Brookline Booksmith. Hay que decir que, cuando Saul se mete en una librería, lo más seguro es que pase ahí un buen rato, de modo que saqué a Rosie de su traje de nieve y traté de distraerla con la cubierta de Ravelstein. «¿Quién es éste, Naomi Rose? ¿Quién es este hombre de la foto?» Y ella, volviéndose para señalar a Saul, me contestó con esa vocecita cantarina que se oía en toda la tienda: «Papá, papá, papá». Papá estaba envuelto en tejido polar hasta los ojos, pero sacó la cara para dedicarle una maravillosa sonrisa.
Esta mañana, mientras me dispongo a escribir, me imagino a Rosie la lectora, dentro de un par de décadas. Cuando Rosie esté en condiciones de leer los libros de Saul, ¿qué recuerdos de papá quedarán encima de su escritorio? ¿Necesita ayuda la memoria? ¿Le mostrará alguien un retrato exacto de su padre trabajando? Entonces me digo a mí misma: ¿por qué no empezar con este prólogo? Yo podría decir algo para Rosie y para los cientos de lectores que nunca lo verán sentado en su estudio trabajando: así es como se hizo todo.
Yo he gozado del privilegio de la proximidad. Yo estaba allí, por ejemplo, cuando nació «El contacto Bella Rosa».
Empezó de una manera de lo más inocente. En la primera semana de mayo de 1988 nos dirigíamos hacia Vermont procedentes de Chicago, e hicimos una parada en Filadelfia, donde Saul tenía que dar una conferencia. La conferencia llevaba por título «Un escritor judío en América», para la Jewish Publications Society. En las semanas que precedieron a esta charla, y durante el resto del mes —durante el camino en coche de Filadelfia a Vermont; mientras explorábamos Dartmouth, donde fue a dar una serie de conferencias; después en Vermont; mientras nos peleábamos con las moscas en el jardín—, nuestra conversación no versó de otra cosa más que del destino de los judíos en el siglo XX. Por aquel entonces, Saul se dedicaba a las revisiones finales de «El robo», y forcejeaba con Un caso de amor, novela que nunca terminaría. Mientras tanto, esperaba a ver si «El robo» había sido aceptado por The New Yorker. Tanto el Esquire como el Atlantic Monthly ya habían decidido que la historia era demasiado larga. A Saul no le sentaba bien quedarse solo pegado al teléfono. Todas las mañanas a la hora del desayuno me entretenía con juegos de palabras o con posibles temas para historias, y a menudo al bajar las escaleras me contaba que había soñado con un nuevo modo de comenzar Un caso de amor. ¿Por qué no presentar a un excéntrico pianista parisino que enseñase a la heroína lo que significaba el amor? Mientras tanto leíamos y volvíamos a leer las galeradas de «El robo». Normalmente, Saul revisa casi siempre en el último momento. El final no estaba bien: demasiadas ideas, poco movimiento. Él lo retocaba durante el día y yo lo pasaba a máquina por las noches. A mediados de mayo nos avisaron de que también The New Yorker había rechazado la historia, pero Saul estaba demasiado ocupado como para dejarse desanimar. Reflexionaba profundamente sobre lo que iba a hacer a continuación, y el tiempo no ayudaba mucho. Aquí tengo que aclarar que Saul es muy sensible a los cambios de tiempo. Un cielo azul y despejado —como por ejemplo los de finales de mayo y principios de junio— siempre lo ha animado. Pero en aquella primavera de 1988 no dejó de llover ni un día. Saul solía encender un fuego en la cocina, se tomaba su café y después se arrastraba hasta su estudio por el césped infestado de moscas. No estaba escribiendo, según me dijo; se encerraba allí para «rumiar». Y añadió: «Así es como siempre he hecho las cosas. Hay que separarse de editores, abogados, editoriales. Se dejan a un lado las preocupaciones y se pone uno a rumiar».
Nuestros amigos y vecinos de Vermont, Herb y Libby Hillman, con intención de levantarnos el ánimo, nos invitaron a cenar. Mientras saboreábamos el delicioso pan casero y el pollo asado de Libby, la conversación volvió al problema judío, y Saul introdujo una idea que habíamos estado debatiendo desde la conferencia de Filadelfia. ¿Deberían sentir los judíos vergüenza por el Holocausto? ¿Es especialmente malo ser la víctima? Yo me oponía a esta opinión con rotundidad. Mientras esperábamos el postre nos enzarzamos en la discusión. El color del chocolate nos anunciaba que se acercaba el somnoliento fin de la velada. Dejamos a un lado los temas serios para dedicarnos a los chistes y bromas. No obstante, cuando nos preparábamos para salir, nuestro anfitrión, químico jubilado especializado en las pinturas caseras, empezó a contar la historia de uno de sus colegas. Este hombre, que ahora se moría de cáncer después de haber estado toda una vida expuesto a las toxinas, había sido uno de los refugiados europeos de principios de los cuarenta. Lo confieso: mientras con mi cuchara raspaba los últimos restos del chocolate, mi mente estaba ya pensando en la lluvia y en el resbaladizo camino a casa. No estaba prestando toda la atención que hubiera podido.
El 24 de mayo: el primer día bueno de la primavera. Cuando Saul vino a comer después de pasar la mañana en el estudio, tenía en la mirada ese brillo que siempre presagiaba algún anuncio: «He empezado algo nuevo. De momento no quiero hablar de ello». Al día siguiente, mientras nos dirigíamos a Brattleboro para hacer la compra, me contó un poco más: «Aún no he encontrado una forma que pueda darle a la nueva historia, pero se basa en lo que Herb nos contó anoche». ¿Recordaba yo los detalles? No, pero afortunadamente Saul sí los recordaba: un refugiado es hecho prisionero por los fascistas italianos, pero antes, dándose cuenta de que pronto lo van a detener, le ha escrito al empresario de Broadway Billy Rose, como le aconsejó un amigo. (En la historia, tal y como la escribió Saul más tarde, el héroe no recurre de esta manera a Billy Rose; en realidad, ni siquiera ha oído hablar de él.) Mientras él espera en su celda, alguien traza un misterioso plan. Le dicen que a determinada hora de determinada noche alguien dejará abierta la puerta de su celda. Alguien se encontrará con él en la calle que hay detrás de la prisión y le indicará que lo envía Billy Rose. Le darán dinero e instrucciones sobre la ciudad a la que tiene que dirigirse hasta que aparezca el próximo contacto. Todo sucede como estaba planeado, y con ayuda de estos emisarios nuestro héroe consigue huir a Estados Unidos. Una vez allí, le niegan la entrada por las cuotas, pero consigue llegar a Cuba. Años después, cuando vuelve a Estados Unidos, trata de ponerse en contacto con Billy Rose para darle las gracias en persona. Pero, al parecer, Rose, que ha ayudado a muchas personas, no quiere tener contacto con ninguno de los refugiados que ha salvado, quizá por miedo a que traten de vivir a costa de él indefinidamente. Nuestro héroe queda muy sorprendido por el frío recibimiento que le da Billy.
Éste era el esquema de la historia, tal y como me lo contó Saul aquel día que íbamos a la ciudad. Ya no era la historia del amigo de Herb, sino la de un personaje —Harry Fonstein— o Harry el Superviviente, como lo llamaría Saul más tarde, inspirándose en la Canción del sueño de John Berryman (dedicada a Saul) sobre Henry el Superviviente. Resultó que Saul sabía muchas cosas de Billy Rose. En su época de Greenwich Village había conocido a Bernie Wolfe, que escribía los libros de Rose. Un personaje del estilo de Wolfe podría haber sido el intermediario entre Rose y el protagonista. Wolfe había sido un hombre muy brillante, muy espabilado y extraño que se interesaba de manera poco usual por los habitantes de Nueva York y sus oscuras motivaciones. Un hombre así tendría puntos en común con el personaje de Fonstein. Saul me contó también una historia sobre una visita que había hecho al apartamento de Wolfe en el Village en la que vio a una mujer vieja y decrépita limpiando el apartamento. Cuando Saul ya se marchaba, Wolfe se volvió hacia él y le dijo: «Esa señora es mi madre». Hasta entonces no la había presentado ni le había prestado la más mínima atención. ¿Por qué confesar entonces? Bueno, en aquella época la gente tenía sus propias ideas sobre lo que significaba ser abierto, añadió Saul. Valoraban mucho sus peculiaridades. Por aquel entonces se preocupaban mucho por la salud mental. Menudo contraste proporcionaría un retrato de la América deltrabajo con respecto a la sombría gravedad de las historias europeas.
Saul también había visto a Billy Rose en Jerusalén. ¿Qué aspecto tenía?, le pregunté. «Bueno, era pequeño, judío; podría haber sido guapo de no ser por las líneas de tensión que le marcaban el rostro. Tenía un aspecto tenso, ansioso, insatisfecho.» Cuando llegamos a la ciudad, Saul sacó de la biblioteca un libro sobre Billy Rose. No logramos conseguir más información sobre Wolfe.
Al día siguiente el sol volvió a brillar, y cuando Saul volvió de su trabajo lo único que dijo fue: «Ya se me ha ocurrido la forma de escribir la historia».
El 29 de mayo fuimos juntos al estudio y Saul me leyó las primeras páginas, escritas a mano en un amarillento papel rayado. Lo que más me sorprendió al principio fue con cuánto interés había escuchado el relato de Herb. Saul se acordaba de que el protagonista estaba en Italia cuando lo encarcelaron. En Roma consiguió un empleo de conserje en un hotel. Gracias a su talento para los idiomas y a los documentos falsos que llevaba, tenía tanta libertad de movimientos que incluso se había atrevido a asistir a una reunión en la que apareció Hitler. Y otras cosas por el estilo. Yo siempre he presumido de la atención que presto a las cosas. Saul me llama «la genio». Pero esta vez no me importó tanto haber estado menos alerta: Saul se había encontrado plenamente presente. Cuando está pensando en una historia, su capacidad de escucha y absorción de detalles aumenta exponencialmente. Entonces me di cuenta de que un escritor no necesita estar atento todo el tiempo. De hecho —que me perdone Henry James— el ser alguien a quien «no se le escapa nada» es demasiado difícil. El escritor permanece callado, rumia, se queda en un rincón. Sin embargo, desde el momento en que se interesa por una historia, todo cambia. De pronto, como dice Saul, el escritor tiene «antenas por todas partes».
De una historia contada después de la cena surgió una maravillosa hebra de seda, y en los días y semanas sucesivos observé cómo Saul entretejía acontecimientos, accidentes, memoria y pensamiento —lo que había leído, hablado, y sus sueños— hasta llegar a formar el tapiz oriental de un relato: «El contacto Bella Rosa». No obstante, esta mezcla de elementos tiene muy poco que ver con la realidad o con la autobiografía. Es una utilización de material humano tan excepcional y extraña… E incluso si tuviera cada una de las hebras que pasaron a formar parte de la obra, o pudiera describir el proceso por el cual cada una de ellas fue cardada, teñida, tejida y anudada, aún me quedaría mucho para acercarme al secreto de su composición.
Saul ya había decidido que la historia tendría dos personajes principales: no solo Fonstein, el judío europeo que consiguió escapar, sino también un judío norteamericano. Quería que el lector apreciase la diferencia de tono entre las vidas de ambos hombres. Podía depender de su propia experiencia y sus recuerdos sobre Wolfe para el norteamericano, pero ¿quién podía ser el modelo para el europeo? El 2 de junio, Saul me contó una larga historia sobre el sobrino de su madrastra. El invierno anterior le había llegado la noticia de que ese sobrino estaba muerto, y le había angustiado el hecho de que esa muerte se había producido algún tiempo antes, sin que él lo hubiera sabido. En una época le había tomado mucho cariño a este joven refugiado serio que gustaba de jugar al ajedrez. Se habían buscado mutuamente en las aburridas reuniones que organizaba su madrastra los domingos. ¿De qué sirve decir que te sientes muy cercano a una persona, se preguntaba Saul, cuando te das cuenta de que esto depende solo de unos pocos retazos de memoria sobre esa persona? De estas reflexiones surgió la idea del «almacén de buenas intenciones» que tenía Saul. Una persona ocupa un lugar en tu vida, tiene un significado especial. No eres capaz de decir en qué consiste exactamente, pero has conectado de algún modo con ella. Esta persona ha pasado a formar parte de tu vida. Pasa el tiempo, no ves a la persona, no sabes lo que ha sido de ella, que tú sepas podría incluso haber muerto, y sin embargo te aferras a la idea de la importancia de esa persona. Menudo disgusto cuando descubres que esos recuerdos han pasado a sustituir a esa persona «almacenada».
Gran parte de nuestra conversación sobre los judíos versó sobre los recuerdos. A veces se trataba de los recuerdos de Saul sobre esta tardía llegada de inmigrantes con su sonoro acento polaco, su talento para los idiomas y su don de negocios, que son los que darían sabor al personaje europeo, Harry Fonstein. El narrador norteamericano de «El contacto Bella Rosa» se entera de la muerte de Fonstein del mismo modo que Saul se enteró de la muerte del sobrino de su madrastra.
Cuando los retazos de vida empiezan a introducirse en una obra, siempre hay algo mágico en la manera en que se elevan del pasado reciente (o lejano) para ser amasados y moldeados y transformados con sutileza en narrativa. Saul tuvo realmente una pesadilla como la que despierta a su narrador. Describió lo que sentía al verse abrumado por los temores nocturnos, encontrarse en ese pozo y no tener fuerzas para salir de él. También él tenía una madrastra que se peinaba con la raya al medio y hacía un strudel delicioso. Además, durante la época de las conferencias en Filadelfia, habíamos visitado una gran mansión muy parecida a aquella en la que el narrador de Saul se encuentra tan extraño. ¡Hay tantas cosas que se cuelan en un relato! La siguiente me encantó: el europeo, Harry Fonstein, le cuenta al norteamericano cómo sufrió por su madre, a la que había enterrado en Ravena, hablándole de su aversión por un matiz concreto del color gris. Éste era el color de la mortaja con que había enterrado a su madre. En nuestra habitación de hotel de Filadelfia, Saul y yo habíamos estado hablando de la manera en que algunos colores impresionan a las personas. Él me había contado que a su madre la habían enterrado con una mortaja gris azulada.
Ser testigo de cómo estos detalles se introducen dentro de la novela no se parece en absoluto a la introducción de los hechos reales. Cuidado, biógrafos: Saul trabaja con una varita mágica, no con unas tijeras. No se trata de un coleccionista de hechos. Es más acertado imaginarse a una especie de Próspero en plena acción. O pintar a Saul a su salida del estudio: un niño pequeño con su cartera del colegio y su fruta.
Muchas mañanas nos entretenemos. Que espere el trabajo. Damos una vuelta por el jardín para ver las nuevas flores. En este mes de junio tenemos una anémona blanca de la que Saul está especialmente orgulloso (nunca hemos tenido una igual). Las enormes amapolas anaranjadas están en flor, las peonías florecerán este año a tiempo para el cumpleaños de Saul, y ya ha salido un cosmos de un púrpura brillante. Nos quedamos extasiados ante una atrevida y rechoncha serpiente que se pavonea entre las aguileñas salvajes. «El mundo entero es como un gran helado para ella», dice Saul riendo mientras desaparece por la puerta de su estudio.
Hay que asumir todo ágilmente, con soltura, o no asumirlo en absoluto. No se puede leer algo escrito por Saul sin apreciar la risa que yace oculta detrás de cada palabra. Siempre ha sido muy juguetón. Ahora también es firme y sobrio. Está también la cuestión del gusto. A veces toma un detalle porque le da el sabor adecuado al relato (como lo de Charlus y el teléfono en la mansión del narrador, a pesar del anacronismo). Generalmente Saul evita los enigmas y las adivinanzas. Los amantes de los juegos de palabras deben dirigirse más bien a Joyce o Nabokov para disfrutar del sobrio placer de resolver un anagrama. En vez de eso, la obra de Saul se distingue por su brío de tipo stendhaliano: ligereza, capricho, risa. Quizá puede parecer extraño que hable de risa al referirme a lo que podría ser uno de los temas más serios tratados por Saul con respecto a este siglo, pero «Bella Rosa» no fue concebida con rabia. Todo lo que en aquella época conmovió profundamente a Saul está reflejado en el relato y, a pesar de su gravedad, constituyó una fuente de energía y en última instancia de placer. En aquella época nos levantábamos a menudo antes del amanecer: hablábamos de la historia, de sus recuerdos de Nueva Jersey o de Greenwich Village, y muchas veces de la historia de los judíos. Pero quizá porque en aquel entonces empezábamos a ser amantes, mis recuerdos de aquella primavera son muy claros. Saul estaba escribiendo este libro poderoso, incluso horrible, con intenso ardor y alegría, aprovechando al máximo sus colores más brillantes.
Esto no quiere decir que la escritura fuera siempre fácil ni que no tuviera interrupciones. Para principios de junio, Saul había empezado a convertir las amarillentas páginas en un manuscrito. Recuerdo haber oído el sonido de la máquina de escribir una mañana y sentir la emoción de que se estaba cumpliendo lo que había anunciado durante el desayuno: «Me parece que esto está saliendo bien». Estaba trabajando dentro de casa, y, cuando le llevé su té, me quedé un momento a su lado mientras escuchaba otra salva de tecleado en la máquina. Saul busca sus palabras con las teclas de su Remington. Revisa los textos a medida que los va pasando a la máquina, de modo que a un momento de silencio le sigue una explosión de ritmo. Le encanta tomarse su taza de té caliente con una rodaja de limón flotando encima. Es la bebida adecuada para un judío europeo en un día nublado, como comentó Saul por primera vez cuando visitó los vacíos barrios judíos de las ciudades polacas. El limón representa al sol; el azúcar y la cafeína proporcionan el impulso necesario cuando remite la fuerza del café matinal. Cómo se las estaba arreglando para escribir me parecía bastante misterioso, ya que no quería que le evitase las distracciones. Y no había habido pocas: una visita de un vecino; las llamadas telefónicas de un agente, un abogado y un amigo (siempre era fácil adivinar por las carcajadas que estaba hablando con Allan Bloom). Después de cada una de estas interrupciones, la puerta del estudio se cerraba y volvía a empezar el maravilloso tac tac tac de la máquina de escribir. Una semana antes del 10 de junio, día de su cumpleaños, Saul me leyó la primera docena de páginas de su historia. Por aquel entonces, el relato de la huida de Fonstein de la prisión italiana me hizo contener el aliento, y nunca ha dejado de producirme ese mismo efecto. El narrador era un anciano que contaba una historia que a su vez le había contado Fonstein años antes.
Aunque Saul estaba agotado, se dedicaba a escribir a toda máquina para tener terminado lo más posible antes de que nos fuéramos a París y Roma a mediados del mes. ¿Qué? ¿Europa? Íbamos a ver a Bloom en París, y en Italia le habían otorgado a Saul el premio Scanno. Los detalles del mismo (una bolsa de monedas de oro y una estancia en una cabaña de caza en la remota región de Abruzzi) tenían demasiado sabor de aventura como para poder resistirse. Saul nunca lo lleva bien cuando está muy cansado y se empieza a sentir mal. Siguió dando paseos en bicicleta, cortando leña, quitando rocas enormes del jardín y transportando troncos para encender el fuego. Yo estaba convencida de que aquel año era un año de mala suerte. Tropezó mientras cortaba la maleza y se llenó la cara de rasguños; se había hecho un corte en la espinilla en una caída de la bicicleta; tenía los ojos rojos y un día le sangró la nariz. Por supuesto, aquel día no dejó de trabajar, y se limitó a reclinarse en el fotón del estudio cada vez que empezaba a sangrar, para levantarse y arrastrarse hasta la máquina para escribir otro párrafo. Como no se presentó a la hora de comer, le llevé un bocado y lo encontré tecleando con energía, con la cara y la camiseta cubiertas de sangre. Para Saul, escribir equivale a hacer aeróbic. Transpira y se va quitando capas de ropa. Cuando está especialmente concentrado, mueve de manera extraña el ojo izquierdo y emite un sonido que es un cruce entre el jadeo del corredor de fondo y un silbido entrecortado: «Pesados suspiros de respiración forzada».
El cumpleaños de Saul (al menos durante los catorce años que lo he celebrado con él) resulta ser siempre, con respecto al tiempo, el tipo de día ideal para trabajar: cielo azul, un sol espléndido, altas presiones. Pero ese día se escribe. Tengo que decir que para Saul no hay días libres. Ni vacaciones ni fiestas. El cumpleaños es un día normal: la oportunidad para escribir un par de páginas más. Sin embargo, aquel día en concreto estaba de muy buen humor. Iban a venir algunos familiares, y a petición suya yo estaba preparando un pastel de chocolate con coco.
Un ligero respiro del trabajo siempre es señal de que la maquinaria mental está funcionando bien. Dos días después, Saul volvió del estudio para anunciar: «He vuelto a empezar la historia desde cero. Ya ves, a veces es más fuerte que uno». Durante la cena lo presioné un poco para que me contara el nuevo comienzo. Fue muy comunicativo: había demasiadas ideas apiladas al principio, era demasiado esperar que el lector digiriese tanto de una sola vez. Todo lo del judío norteamericano frente al europeo. Esto debería desdoblarse gradualmente. En realidad, el tema de la historia es la memoria y la fe. No existe religión sin recuerdos. Los judíos recordamos lo que nos dijeron en el Sinaí; en el Seder recordamos el éxodo; en el Yizkor recordamos a un padre o una madre. Se nos dice que no olvidemos a los patriarcas; nos decimos a nosotros mismos «Si te olvido, Jerusalén…». Y estamos recordándole constantemente a Dios que no olvide su Alianza con nosotros. En esto consiste ser el «pueblo elegido». Nos han elegido para que seamos los adivinadores de Dios. Todo ello, lo que nos une, es nuestra historia, y somos un pueblo porque recordamos.
A continuación, Saul me dijo que su narrador estaba empezando a cobrar vida. Había decidido no ponerle nombre. Este anciano, al que llamaremos X, está empezando a perder la memoria. Un día va por la calle tarareando «Mientras bajaba por el…» y no recuerda el nombre del río. Esto lo atormenta, ha perdido una palabra, hasta el punto de que se atreve a abordar a un transeúnte, a hacer lo que sea para recuperar la palabra (esto le pasó de hecho a Saul durante el invierno que pasamos en Chicago, cuando volvía del dentista, y no descansó hasta que recordó la palabra «Suwanee»). El narrador no puede permitirse que pase mucho tiempo porque, como explica Saul, toda su vida ha dependido de la memoria. Él será el fundador de un instituto —el Instituto Mnemosyne— en el que se ayuda a los hombres de negocios que necesitan mejorar su memoria. Con objeto de presentar una imagen coherente, se propone recordar la vida de Fonstein, escribir una memoria acerca de este refugiado europeo.
Durante los dos días siguientes nos dedicamos a un ensayo sobre la idea que tenía Nietzsche de la voluntad de poder, que según Saul era fundamental para componer la parte estadounidense de la historia. El «nihilismo de piedra» de que habla Nietzsche ha degenerado, según Saul, en un «nihilismo de sordidez». Parece ser que ahora la voluntad de poder genera energía creativa. El Hollywood de Billy Rose, el Las Vegas del hijo jugador de Fonstein, el caos de la vida norteamericana actual, ¿son lo mejor que tenemos en materia de creación? Quizá el narrador de «El contacto Bella Rosa» tiene la intención de acabar con la idea de que la vida humana se ha convertido en un caos sin sentido con respecto a la memoria, lo que equivale a decir fe.
Aquella primavera que había empezado con frío y lluvia terminó con una ola de calor. El 13 de junio teníamos treinta y cinco grados, y de camino al estanque al mediodía me encontré a Saul, que iba en la misma dirección, apartando las hierbas a su paso. Cuando nos hallamos delante del agua le pregunté:
—¿Has pasado una buena mañana?
—Sí. He empezado algo nuevo.
—¿Cómo?
—Ahora me encuentro mucho mejor, estoy escribiendo algo que tenía intención de escribir.
Completamente desnudos (sí, Rosie, hubo un tiempo en que tus padres fueron jóvenes y alocados), nos dispusimos a darnos el primer baño de la temporada. Saul se tiró el primero al agua. Después, mientras nos secábamos al sol sobre las rocas, Saul me preguntó: «¿Quieres que te lea un poco?». Yo no sé lo que esperaba. Con probabilidad un nuevo comienzo de «Bella Rosa». Pero, cuando abrió el cuaderno que había llevado hasta el estanque, empezó a leer los primeros miles de palabras de algo completamente nuevo: lo que sería al final Marbles, novela que lleva reescribiendo cerca de una década y que hasta ahora nunca ha completado.
Cuando pienso en Saul trabajando, me viene a la mente la imagen de un malabarista: unas bolas luminosas transportadas por el aire, cada una de un color distinto, en contraste con un cielo azul, que se mantienen en alto por la infinita habilidad de un mago, que está al mismo tiempo relajado, de humor irónico y concentrado. Denle un teléfono, pregúntenle algo sobre la cena o invítenlo a dar un paseo y seguirá con sus bolas. Si uno es consciente de que están ahí, y camina detrás de él, podrá incluso verlas por encima de su cabeza.
JANIS BELLOW