Primos

Justo antes de que se dictara la sentencia contra Tanky Metzger en un caso memorable, sobre todo para sus familiares más inmediatos, le escribí una carta al juez Eiler del Tribunal Federal (me obligaron, me presionaron, me retorcieron el brazo). Tanky y yo somos primos, y la hermana de Tanky, Eunice Metzger, insistió en que yo intercediera, porque se había enterado de que yo conocía bien a Eiler. Eiler y yo nos conocimos hace años cuando él estudiaba Derecho y yo dirigía un programa de televisión en el Canal 7 en el que se debatían aspectos curiosos de las leyes. Más tarde fui maestro de ceremonias en un banquete del Consejo de Relaciones Exteriores de Chicago, y en los periódicos apareció una fotografía en la que yo y Eiler, vestidos de etiqueta, nos estrechábamos la mano con una sonrisa.

De manera que, cuando se rechazó la apelación de Tanky, como tenía que pasar, Eunice me llamó por teléfono. Primero se echó a llorar con un llanto tan apasionado que me inquietó muy a mi pesar. Cuando recuperó el control me dijo que debía hacer uso de mi influencia.

—Mucha gente dice que conoces al juez.

—Los jueces no son así… —me corregí—. Puede que algunos jueces lo sean, pero Eiler no.

Eunice siguió presionando con más fuerza.

—Por favor, Ijah, no puedes librarte de mí. A Tanky le podrían caer hasta quince años. No me encuentro en posición de contarte todos los detalles. Sobre sus socios, quiero decir…

Yo sabía muy bien a lo que se refería; me estaba hablando de sus contactos en la mafia. Tanky tenía que mantener la boca cerrada si no quería que los socios ordenaran su ejecución.

Le respondí:

—Lo entiendo más o menos.

—¿No te da pena?

—Claro que sí.

—Tú has llevado una vida muy distinta al resto de la familia, Ijah, pero yo siempre he dicho que querías mucho a los Metzger.

—Eso es verdad.

—Y querías a mi padre y a mi madre, en los viejos tiempos.

—Nunca los olvidaré.

Ella volvió a perder el control, y por qué sollozaba con tanta fuerza ningún experto, ni siquiera el más sabio, lo podría indicar exactamente. No lo hacía por debilidad. Eso puedo decirlo con certeza. Eunice no es uno de nuestros frágiles bajeles. Es fuerte como su difunta madre, tenaz y decidida. Su madre había sido honorable y directa, limitada y primitiva. Era un error decir: «Nunca los olvidaré», porque Eunice se consideraba la representante de su madre aquí entre los vivos, y era en parte por Shana por lo que sollozaba así. Unos sonidos como esos nunca habían pasado por la silenciosa línea de teléfono de mi oficina. Qué desgracia para Shana que su hijo fuera un delincuente condenado. ¿Cómo habría soportado la anciana una herida así? Aun negándose a abandonar a su madre a la muerte, Eunice (¡ella sola!) lloraba por lo que habría sufrido Shana.

—Recuerda que mi madre te idolatraba, Ijah. Decía que eras un genio.

—Eso es cierto. Era una opinión intramuros. El mundo no estaba de acuerdo con ella.

En cualquier caso, aquí estaba Eunice rogándome por Raphael (el auténtico nombre de Tanky). Por su parte, Tanky no se preocupaba un carajo por su hermana.

—¿Habéis mantenido el contacto, vosotros dos?

—No contesta a las cartas. Últimamente tampoco a las llamadas telefónicas. ¡Ijah! ¡Quiero que él sepa que me preocupo!

Aquí mis sentimientos, iluminados y brillantes por el recuerdo de los viejos tiempos, se volvieron oscuros y pesados. Ojalá Eunice no utilizara ese lenguaje. Me resulta duro de tragar. Hoy día NOS PREOCUPAMOS está escrito en las paredes de los supermercados y de las empresas de préstamos. Puede ser porque su madre no sabía inglés y también porque Eunice tartamudeaba cuando era niña por lo que le satisfacía tanto tener mucha desenvoltura y hablar como lo hacen los norteamericanos más avanzados.

Pero yo no podía decirle: «Por Dios santo, no me vengas con tonterías». En vez de eso tuve que consolarla porque estaba muy abatida, su corazón estaba rodeado por una gruesa capa de abatimiento. Le dije:

—Puedes estar segura de que él sabe cómo te sientes.

Aunque fuera un gángster.

No, no puedo jurar que el primo Raphael (Tanky) sea realmente un gángster. No debo dejarme llevar (ni enloquecer) por los clichés de su hermana hasta la exageración. Él tiene trato con gángsters, pero también lo tienen los concejales, los funcionarios del municipio, los periodistas, los grandes constructores y los que recaudan fondos para las instituciones de caridad (la mafia es un generoso donante). Y los gángsters no son los peores. Yo puedo nombrar a gente más mala. Si yo hubiera sido un Dante, lo habría descrito todo con gran detalle. Por guardar las formas, le pregunté a Eunice que por qué había acudido a mí. (No había que ser adivino para ver que era Tanky el que la había inducido a ello.) Ella respondió: «Bueno, tú eres un personaje público».

Se estaba refiriendo al hecho de que hace muchos años inventé el programa de televisión de juicios famosos, y también aparecía como moderador y maestro de ceremonias. Entonces me encontraba en una fase muy distinta de mi existencia. Tras haberme graduado casi el primero de la clase en la facultad de Derecho, había rechazado puestos ofrecidos por bufetes importantes porque me sentía demasiado activo, o cinético (hipercinético). No podía garantizar que fuera a portarme bien en ninguna de las prestigiosas sociedades del centro de la ciudad. De manera que imaginé un programa llamado Tribunal de Leyes, en el que brillantes estudiantes de Chicago, Northwestern, DePaul o Johri Marshall volvían a juzgar casos importantes, muchas veces famosos, de los anales del derecho. Hacíamos hincapié en la inteligencia, no en el puesto que se ocupaba. Algunos de nuestros oradores más diabólicos venían de las escuelas nocturnas. Las oportunidades para la sutileza dialéctica, la impostura, el descaro, el alarde excéntrico, el narcisismo de mal gusto, la locura y otras cualidades para ejercer el derecho eran obvias. Mi cometido era elegir a concursantes entretenidos (defensa y acusación), presentarlos y mantener el ritmo: establecer el tono. Yo elegía los casos con ayuda de mi mujer (la que era mi mujer entonces, que también era abogada). A ella le atraían los casos criminales relacionados con los derechos civiles. Yo prefería las rarezas personales, los misterios de carácter, las ambigüedades en la interpretación, que tenían menos probabilidades de proporcionar un buen espectáculo. Pero demostré que tenía un don para representar esos dramas. Antes del programa siempre invitaba a los concursantes a cenar temprano en Fritzel’s, en la avenida Wabash. Para mí siempre pedía lo mismo: un filete solo, sobre el que vertía un pequeño jarro de salsa roquefort. De postre, un helado de caramelo, con el que tragaba tanta ceniza de cigarrillo como chocolate. No hacía ningún papel. Más tarde decidí moderar esta excentricidad y desparpajo de los primeros tiempos, y al final desapareció por completo. Si no yo podría haberme convertido en un «desmadre total», en palabras de Variety,un chiflado. Pero pronto me di cuenta de que a aquellos jóvenes listos a los que iba a conducir al debate (en su mayor parte trabajadores tenaces a punto de examinarse para obtener el título de abogado, que ya buscaban con avidez clientes y publicidad) les complacía enormemente mi extraño comportamiento. La cena en Fritzel’s relajaba a los participantes. Durante el programa los guiaba, los aguijoneaba, los provocaba y los azuzaba unos contra otros, haciendo al mismo tiempo caso omiso de ellos. En la conclusión, Sable, mi mujer (Isabel, yo la llamaba Sable[2] por el oscuro color de su piel), leía el veredicto y la decisión del tribunal. Desde entonces muchos de nuestros participantes se han hecho líderes de la profesión, ricos y famosos. Tras el divorcio, Sable se casó primero con uno y después con otro de ellos. Al final tuvo un gran éxito en las comunicaciones, en la Radio Pública Nacional.

El juez Eiler, que entonces era un joven abogado, apareció más de una vez como invitado del programa.

De manera que, para mis primos, treinta años después, yo seguía siendo el presentador y estrella de Tribunal de Leyes, una personalidad de los medios de comunicación. Alguien mágico, con atributos de inmortalidad, casi como si hubiera ganado una tonelada de dinero, como Klutznick o Pritzker. Y ahora me enteraba de que para Eunice no solo era una figura de los medios de comunicación, sino también alguien lleno de misterio.

—En los años en que no estuviste en Chicago, ¿no trabajaste para la CIA, Ijah?

—No. Durante cinco años, en California, trabajé para la Rand Corporation, depósito de ideas para estudios especiales. Investigaba y preparaba informes y análisis. Se parecía mucho a lo que hace ahora para los bancos el grupo privado al que pertenezco…

Yo quería desvanecer el misterio: esparcir el mito de Ijah Brodsky. Pero por supuesto a ella las palabras «investigación» y «análisis» le sonaban a espías.

Hace unos años, cuando Eunice salió del hospital después de una operación importante, me dijo que no tenía a nadie en el mundo con quien hablar. Me dijo que su marido, Earl, no la «apoyaba emocionalmente» (me sugirió que tenía los puños duros). Sus hijas se habían ido de casa. Una de ellas se había alistado en el Peace Corps y la otra, a punto de graduarse en medicina, estaba demasiado ocupada para ir a verla. Yo invité a Eunice a cenar, tomando unas copas primero en mi apartamento de Lake Shore Drive. Ella me dijo:

—Todas estas habitaciones viejas y oscuras, y los cuadros viejos y oscuros, las alfombras orientales apiladas una encima de la otra, y los libros en lenguas extranjeras… y viviendo solo. —Lo que significaba que yo no tenía horribles peleas matrimoniales por una cuenta de gas de ocho dólares—. Pero debes de tener chicas, ¿amigas?

Estaba insinuando la «cuestión de los chicos». ¿Ocultaba el lujo sombrío en el que yo vivía el hecho de que me había vuelto rarito?

Oh, no. Eso tampoco. Solo soy raro (para Eunice). Ni siquiera es que vaya a otras fuentes. Es que yo no voy.

Pero, para volver a nuestra conversación telefónica, por fin le saqué a Eunice que me había llamado por sugerencia del abogado de Tanky. Me dijo:

—Tanky llegará esta noche en avión desde Atlantic City —vaciló— y ha preguntado si puede cenar contigo mañana.

—Vale, dile que nos encontraremos en el Italian Village, en la calle Monroe, arriba, en uno de los reservados, a las siete de la tarde. Que pregunte por mí al jefe de los camareros.

Yo no había hablado realmente con Tanky desde que le dieron de baja en el ejército, en 1946, cuando aún era posible mantener una conversación con él. Una vez, en O’Hare, hace aproximadamente diez años, nos encontramos por casualidad cuando yo me disponía a subir a un avión y él venía en el vuelo que llegaba. Entonces él era alguien importante en su sindicato. (Exactamente lo que significaba esto lo he sabido después por los periódicos.) En fin, él me reconoció en medio de la gente y me presentó al hombre con el que viajaba. «Quiero que conozcas a mi famoso primo, Ijah Brodsky», le dijo. En ese momento me sorprendió una visión particular. Vi lo que podíamos parecerle los dos a una mente sin cuerpo que flotara por encima de nuestras cabezas. Tanky tenía el cuerpo de un jugador de fútbol profesional con suerte que en su madurez podría ser el propietario de un club propio. Sus anchas mejillas eran como sonrosadas porcelanas de Meissen. Lucía una barba rubia y rizada. Sus dientes eran grandes y cuadrados. ¿Cuáles son las palabras que describirían mejor a Tanky en ese momento? Voluminoso, copioso, lleno de vitaminas, potente, rico, insolente. Para divertirse exhibía a su primo: al calvo de Ijah, con sus ojos de orangután y el rostro plano y redondo, que transmitía una candidez más adecuada para una bestia del zoo: los brazos largos y el pelo naranja. Debía de ser que yo no emitía ninguna de las señales que podían exigir que me tomaran en serio, un hombre al que no le preocupaba el trabajo del mundo en ninguna categoría que tuviera un sentido completo. Se me ocurrió que una vez, a principios de siglo, cuando le preguntaron a Picasso lo que hacían los jóvenes de Francia, él respondió: La jeunesse, c’est moi. Pero yo nunca había estado en posición de ilustrar o representar nada. Tanky, para divertirse, me ofrecía a su colega como intelectual y, aunque no me importaba que me consideraran listo, confieso que sí me molesta que me consideren un intelectual.

Por contraste, piensen en Tanky. Le había ido bien con sus tinglados. Era una de esas personas corpulentas que necesitan media hectárea de tela para hacerse un traje, que comen filetes de cuarto trasero de Nueva York en Eli’s, que firman contratos de millones de dólares y van en avión a Palm Springs, Las Vegas o las Bermudas. Tanky decía: «En nuestra familia, Ijah era el genio. En todo caso, uno de ellos; teníamos dos o tres».

Yo ya no era el niño prodigio de la facultad de Derecho al que le habían previsto un futuro brillante: hasta ahí era cierto. El tono de desdén estaba justificado, en la medida en que yo había disfrutado de ser la «rosa de esperanza» de la familia.

En cuanto al oscuro socio de Tanky, yo no tenía ni idea de quién podía haber sido: quizá Tony Provenzano, o Sully (Buga) Brigruglio, o Dorfman, o el grupo de seguros de la Unión de Sindicatos. No era Jimmy Hoffa. Por aquel entonces, Hoffa estaba en la cárcel. Además, yo, como otros millones de personas, lo habría reconocido. Lo conocíamos personalmente, porque, después de la guerra, Tanky y yo habíamos sido empleados los dos de nuestro primo Miltie Rifkin, quien en aquella época dirigía un hotel en el que se suponía que Hoffa tenía intereses. Cada vez que Hoffa y su banda venían a Chicago se alojaban allí. Por aquel entonces, yo le daba clases al hijo de Miltie, Hal, que era demasiado rápido y astuto como para perder tiempo con los libros. Como estaba deseando ver acción, Miltie lo puso con solo catorce años a cargo del bar del hotel. En aquel verano, a sus padres les divirtió dejarlo hacer de director, de manera que cuando los viajantes de licores se acercaban a él, Miltie podía permitirse decirles: «Tendrá que hablar usted con mi hijo Hal, él es el que hace las compras. Pregunte por el joven que se parece a Eddie Cantor». Y en la oficina se encontraban con un muchacho de catorce años. Yo estaba allí para supervisar a Hal y para enseñarle las normas que regían el uso del ablativo (era alumno de una escuela de latín). No le quitaba la vista de encima. Era un niño listo del que sus padres estaban inmensamente orgullosos.

Tenía que pasar necesariamente mucho tiempo en el bar, y así conocí al grupo de Hoffa. Eran en su mayoría matones, aparte de Harold Gibbons, que era muy fino y cortés y en su conversación, al menos conmigo, mostraba interés por los libros. Los otros eran muy duros, desde luego, y el primo Miltie cometió el error de tratar de plantarles cara, hombre a hombre, como una bestia viril. No estaba a la altura de este desafío que se había impuesto a sí mismo. Él podía ser duro, y en principio aceptaba el nihilismo, pero la voluntad ejecutiva de una fuerza superior simplemente no la tenía. Miltie no podía decir, como le dijo César a un centinela que tenía orden de no dejarlo pasar: «Para mí es más fácil matarte que discutir contigo». Los Hoffa son así.

Tanky, que acababa de terminar el servicio milítar, fue contratado por Miltie para que le buscara bienes procedentes de desahucios. Aquel era uno de los negocios secundarios de Miltie. Los desahucios eran muy corrientes en aquella época. De manera que fue por Miltie Rifkin por quien el primo Tanky (Raphael) conoció a Red Dorfman, el antiguo boxeador que hacía de enlace entre Hoffa y el crimen organizado de Chicago. Dorf man, que entonces era profesor de gimnasia, heredó a Tanky de su padre, de Red, el viejo boxeador. Todo un conjunto de contactos que, con las bandas, formaba parte del legado. Estas eran algunas de las personas que dominaban el mundo en el que yo pretendía llevar a cabo lo que a menudo se denomina «actividades de orden superior». «Deseaba alcanzar lo mejor que hubiera existido nunca»: este no era un proyecto abstracto. Yo no lo aprendí en un pupitre del seminario. Era una necesidad física, fisiológica, temperamental, basada en simpatías que no podían adquirirse. Una absorción humana en los rostros, los actos, los cuerpos, todo me atraía hacia la metafísica. Yo me apoyaba en esta metafísica especial como las criaturas que vuelan se apoyan en las alas. Al madurar descubrí que la metafísica estaba en mi cabeza. Y la escuela, como acabo de decir, tenía poco que ver con ello. Como estudiante universitario que viajaba todos los días y que pasaba horas sentado en trenes elevados que hacían ruido, chirriaban, rechinaban y aceleraban a velocidad máxima, por encima de los barrios del South Side, yo me ponía al día en Platón, Aristóteles o santo Tomás para la clase del señor Perry.

Pero estas preocupaciones no importan ahora. Allí, en el Italian Village, estaba Tanky, en libertad bajo fianza de quinientos mil dólares, esperando a que dictaran sentencia contra él. No tenía buen aspecto. Después de todo, sus colores no eran indelebles. Su gran rostro estaba hinchado por años de trato brutal. El médico aficionado que yo llevaba dentro diagnosticó hipertensión: 250/165 fueron las cifras que se me ocurrieron. El hombre coqueteaba en su interior con un ataque como alternativa a la cárcel. Tanky mantenía recatada la barba eduardiana, en honor de la moral, y aquella precisa mañana, como estábamos en un momento otoñal, era posible que el barbero le hubiera dado un toque de dorado. Sin embargo, había desaparecido de ella aquella onda de vigor excesivo. A Tanky no le hubiera gustado mi lástima. Estaba bastante animado, un hombre preparado para afrontar su destino. El menor indicio de que yo le tenía lástima lo habría irritado. A pesar de eso, los que tienen experiencia en sentirla por los demás me comprenderán si digo que había una masa de problemas condensada en su lado del comedor. Esa masa emitía unas señales para las que a mí me faltaba el código completo.

Se trataba de un tugurio de los viejos tiempos enfrente del edificio del First National, donde yo tengo mi oficina en la planta cincuenta y uno (aquellas curvas sin barrer que suben y suben). El Italian Village es uno de los pocos restaurantes de la ciudad que tienen reservados para la seducción o el trapicheo. Se remonta a los años veinte y está decorado como una feria en medio de Litde Italy, con tiras de bombillas y ruedas de luces. También recuerda a una galería de tiro. O a un escenario expresionista. Como la ley seca ya casi no existía, el viejo laberinto lo habían convertido en oficinas, y el Village se había transformado en un lugar respetable, conocido de todas las estrellas de los musicales. Allí las divas de paso y los grandes barítonos se inflaban de risotto después de cantar en el Lírico. En las paredes colgaban fotos dedicadas de artistas. Sin embargo, el sitio conservaba su atmósfera estilo Al Capone: una salsa tan roja como la sangre, el olor a pies de los quesos y muchos platos compuestos por invertebrados sacados del fango del mar.

Hablamos poco de cosas personales. ¿Trabajaba yo enfrente?, me preguntó Tanky. Sí. Si me hubiera preguntado cómo pasaba los días, habría empezado por decirle que me levantaba a las seis para jugar al tenis de mesa y que la sangre empezara a circular, y que cuando llegaba a la oficina leía el New York Times, el Wall Street Journal, el Economist y el Barron’s, y que hojeaba algunos recortes y mensajes que me preparaba mi secretaria. Cuando había tomado nota de los principales hechos, los ponía todos a mi espalda y dedicaba el resto de la mañana a mis intereses privados. Pero el primo Tanky no me preguntó cómo pasaba yo los días. Mencionó nuestras edades respectivas —yo tengo diez años más que él— y dijo que mi voz se había vuelto más profunda con los años. Sí. Mi bajo profundo no servía para nada más que para añadir profundidad a las pequeñas galanterías que pronunciaba. Cuando le ofrezco una silla a una dama en una cena, se siente envuelta en la profundidad de mi voz. O cuando consuelo a Eunice, y Dios sabe que lo necesita, mis murmullos incoherentes parecen darle una sensación de seguridad.

Tanky dijo:

—Por alguna razón, tú estás al tanto de la vida de todos los primos, Ijah.

El profundo sonido que emití en respuesta era neutro. No me parecía bien hacer referencia, ni siquiera levemente, a la carrera de él en el sindicato o a su reciente proceso.

—Cuéntame lo que fue de Miltie Rifkin, Ijah. Me dio un respiro cuando me licenciaron del ejército.

—Ahora Miltie vive en el Sunbelt. Se casó con la telefonista del hotel.

Vaya, Tanky me podría haber proporcionado a mí una información fascinante sobre Miltie, porque sé que el primo Miltie había estado deseando meter más a Hoffa en lo del hotel. Hoffa tenía unas enormes reservas de dinero detrás, todos aquellos miles de millones en el fondo de pensiones. Miltie era grueso, casi obeso, con un agradable rostro de halcón, un perfil orgulloso, su animado cuerpo más vestido de la cuenta, de manera barata y ostentosa, y la mirada desafiante y guerrera. Un tío listo para hacer dinero, de temperamento colérico y, cuando le daban los ataques, peligrosamente rápido para dar puñetazos. Era una locura que peleara tanto. Su anterior mujer, Libby, que pesaba más de ciento diez kilos, andaba siempre deprisa por el hotel con sus tacones de aguja: era lo que solíamos llamar una «rubia suicida» (teñida por su propia mano). Se ocupaba de los suministros, las reservas, la dirección, las amenazas, los rapapolvos del garde manger, los despidos de las gobernantas y la contratación de camareros. Libby tenía exactamente el físico de un actor de teatro tradicional japonés. Tratar de contener a Miltie (eran menos marido y mujer que socios en el negocio) era el trabajo ideal para ella. Varias veces Miltie se quejó a Hoffa de uno de sus matones, cuyos cheques personales no se podían cobrar. El matón, cuyo nombre he olvidado, pero recuerdo que para aparcar el coche tenía una pegatina de clérigo en el parabrisas de su Chrysler, tumbó a Miltie a puñetazos en el vestíbulo, para después estrangularlo hasta casi matarlo. Este suceso llamó la atención de John F. Kennedy, que por entonces trataba de atrapar a Hoffa, de modo que Kennedy firmó una orden de comparecencia para que el primo Miltie testificara ante la Comisión McClellan. Prestar testimonio contra la gente de Hoffa habría sido una locura. Libby se puso a pegar gritos cuando se enteró de que había una orden de citación en camino: «Mira lo que has hecho. ¡Te van a cortar en pedazos!».

Miltie huyó. Se fue en coche a Nueva York, donde embarcó el Cadillac en el Queen Elizabeth. No huyó solo. La telefonista le hacía compañía. En Irlanda fueron huéspedes del embajador norteamericano (por mediación del senador Dirksen y de su ayudante especial, Julius Farkbash). Mientras se alojaba en la embajada de Estados Unidos, Miltie compró nas tierras en lo que más tarde se convertiría en el nuevo aeropuerto de Dublín. No obstante, compró en el lugar equivocado. Después de aquello él y su futura esposa volaron al continente en un avión de transporte que llevaba también el Cadillac. Durante los vuelos se entretuvieron haciendo crucigramas. Aterrizaron en Roma…

Le ahorré a Tanky estos detalles, muchos de los cuales probablemente conocía. Además, aquel hombre había visto tanta acción que no habría valido la pena mencionarlos. Habría supuesto una infracción de algún tipo hablar de Hoffa o hacer referencia a la evasión de una orden de citación. Tanky, por supuesto, se había visto obligado a rechazar la oferta usual de inmunidad federal. Habría sido fatal aceptarla. Uno entiende estas cosas mejor ahora que han salido a la luz las cintas del FBI y otros elementos de prueba del juicio Williams-Dorfman. Mensajes como: «Dile a Merkle que, si no nos vende el control de su empresa con nuestras condiciones, nos vamos a ocupar de él. Y no solo de él. Dile que también cortaremos en pedazos a su mujer y estrangularemos a sus hijos. Y de paso dile a su abogado que le haremos lo mismo a él, a su mujer y a sus hijos».

Tanky no era ningún asesino. Él era la mano derecha de Dorfman, un miembro de su equipo jurídico y financiero. No obstante, sí que lo enviaban a intimidar a personas que tardaban en cooperar o en pagar. Él aplastaba su puro en las delicadas terminaciones de los escritorios y rompía retratos enmarcados de esposas e hijos (lo cual en algunos casos me parece buena idea). Tenía que haber en juego millones de dólares. Él no se ponía violento por menudencias.

Naturalmente, también habría sido ofensivo hablar de Hoffa, porque Tanky podía ser uno de los pocos que sabían cómo había desaparecido Hoffa. Yo mismo, después de leer mucho (teniendo como motivo un primo preocupado), estaba convencido de que Hoffa había entrado en un coche para ir a una reunión «de reconciliación» en Detroit. De inmediato lo golpearon en la cabeza y es probable que lo asesinaran en el asiento de atrás. Su cuerpo lo hicieron jirones en una máquina y lo incineraron en otra.

En el aspecto de Tanky se veía que sabía mucho de esos acontecimientos, en la hinchazón de su cara: un edema lleno de secretos mortales. Este conocimiento lo hacía peligroso. Porque por eso iba a ir a prisión. La organización, convencida de que era inquebrantable, se ocuparía de él. Lo que necesitaba de mí no era más que una carta privada al juez. «Su Señoría: le presento este escrito en nombre del acusado en el caso Estados Unidos versus Raphael Metzger. La familia me ha pedido que interceda como amigo ante el tribunal y lo hago plenamente convencido de que el jurado ha hecho bien su trabajo. No obstante, voy a tratar de persuadirlo de que sea indulgente a la hora de dictar sentencia. Los padres de Metzger eran personas buenas, decentes…». Podría añadir, quizá: «Yo lo conocí en su infancia» o «Yo estaba presente en su circuncisión».

Estos no son asuntos que haya que contarle al tribunal: que era un niño enorme; que nunca se instaló algo tan grande en una sillita alta; o que sigue teniendo la misma expresión con la que nació, una expresión de seguridad, de alegre insolencia. Su caso es el del proverbio español: «Genio y figura hasta la sepultura». El sello divino o, como la mayoría preferiría decir, el sello genético, es visible incluso en la corrupción y la ruina. Él y yo pertenecemos a la misma fuente genética, con una cierta diferencia de escala. Yo tengo una constitución mucho más estrecha. No obstante, algunos de esos mismos rasgos se encuentran allí: los pliegues en las mejillas, un aire en la punta de la nariz y, sobre todo, la tendencia a tener el labio inferior grueso. Esa manera en que la boca se inclina hacia el mundo normal. Estas características se podrían encontrar también en los retratos familiares de la patria: los ortodoxos, un tipo humano totalmente diferente. Y sin embargo los homólogos de los hombres con barba, una banda deferente debajo de un ancho cráneo, el choque de una mirada fija procedente de un par de ojos esotéricos, todavía pueden reconocerse en sus descendientes.

Unos primos en un restaurante italiano, examinándose el uno al otro. No era ningún secreto que Tanky me despreciaba. ¿Cómo podía ser un secreto? El primo Ijah Brodsky, que hablaba con palabras extrañas, que nunca tenían sentido realmente, y que actuaba por motivos extraños, raros. Estudió piano, lo promocionaron como una especie de prodigio, causó sensación en el Kirnball Building (el arca de Noé de los maestros músicos europeos extraviados), trabajó para la Enciclopedia Compton, editó una revista, estudió idiomas (griego, latín, ruso, español) y también lingüística. Yo había tornado Norteamérica de la manera equivocada. Solo había un idioma para un realista, y ese era el idioma de Hoffa. Tanky pertenecía a su escuela, que en más de la mitad de sus postulados era prácticamente idéntica a la escuela de Kennedy. Si uno no hablaba auténtico, hablaba falso. Si uno no era duro, era blando. Y no olvidemos que, en una época, cuando sus jefes estaban en prisión, Tanky, el ayudante, dirigió una institución que posee más propiedades que el Chase Manhattan Bank.

Pero volvamos al primo Ijah: la música, no; la lingüística, tampoco; lo siguiente que hizo fue distinguirse en la escuela de Derecho de la Universidad de Chicago, después de desengañarse con los metafísicos de la universidad. Pero tampoco ejerció el derecho; aquella era simplemente una fase más. Una estrella que nunca significó nada. Se enamoró de una concertista de arpa que solo tenía ocho dedos. Como no fue correspondido, la cosa no resultó; ella le era fiel a su marido. La mujer de Ijah, que organizaba el programa de televisión, había sido astuta como el diablo. Tampoco pudo hacer nada con él.

Como era ambiciosa, lo desechó cuando estuvo claro que Ijah no estaba hecho para trabajar en equipo y que carecía de los instintos del cazador. Ella era como Libby, la mujer del primo Miltie, y se consideraba a sí misma parte de una pareja imperial, la pareja dominante.

¿Qué iba a hacer Tanky con alguien como Ijah? Ijah no era pasivo. Ijah sí tenía un plan de vida. Pero ese plan era incomprensible para sus contemporáneos. De hecho, parecía que no tenía ningún contemporáneo. Tenía contactos con los vivos. Y eso no era exactamente lo mismo.

La característica principal de nuestra existencia es el suspense. Nadie, nadie en absoluto, puede decir cómo va a acabar. Lo curioso y cómico para Tanky era que Ijah fuera tan respetado y que tuviera contactos tan importantes. Aquel Ijah de la voz profunda, miembro de tantos clubes y asociaciones de la clase alta, era un caballero. ¡El primo de Tanky un caballero! La calva cabeza de Ijah, con el rostro razonablemente arreglado, salía en la prensa. Era obvio que ganaba bastante dinero (menudencias para Tanky). Era posible que se resistiera a desvelarle a un juez federal que era pariente cercano de un delincuente convicto. Pero, si eso era lo que pensaba Tanky, se equivocaba. Años antes, Ijah era una especie de loco. Su programa de televisión era como una comedia, uno de los números de los hermanos Marx. Era una sucesión de absurdos. La conducta de Ijah es muy distinta hoy día. Hoy día es tranquilo, un caballero. ¿Qué hace falta para ser un caballero? Solía ser necesario heredar tierras, tener linaje y conversación. Hacia finales del siglo pasado, con el griego y el latín bastaba, y yo conozco un poco de cada uno de ellos. Si vamos a eso, yo tengo una ventaja suplementaria porque no tengo que ser antisemita ni fortalecer mis credenciales de persona civilizada atacando a los judíos. Pero eso no importa ahora.

«Su Señoría, podría resultar instructivo conocer los hechos tal y como se produjeron en un caso que ha juzgado usted. En el banquillo, uno se entera rara vez de las circunstancias que rodean un caso. Como primo de Metzger, yo puedo ser amicus curiae en un sentido más amplio.

»Recuerdo a Tanky en su silla alta. Tanky es como lo llamaban en el equipo de fútbol del Instituto Schurz. Para su madre era R’foel. Ella lo llamaba Folya, o Folka, porque era una mujer de pueblo, nacida detrás de la valla de la granja. Era un niño tremendo, ahí atado, luchando con sus ataduras. Tenía una voz potente y los mofletes sonrosados. Como a otros niños, debieron de alimentarlo con Pablum o Farina, pero la prima Shana también le daba de comer otras cosas más fuertes. En su cocina preparaba platos primitivos como la gelatina de pies de ternera, y yo recuerdo haber comido pulmones estofados, que tenían una textura esponjosa, sabrosa pero correosa, con mucho cartílago. La familia vivía en la calle Hoyne, en una casita de ladrillo con toldos rayados, unas rayas anchas alternadas en blanco y naranja. La prima Shana era una persona de mucha fuerza, y llevaba la casa como se había hecho durante cientos de años. Era una mujer ancha, una especie de caldera humana. Su conversación era de estilo exclamativo. Empezaba diciendo, en yídish: “¡Oídme, oídme, oídme, oídme!”. Y entonces te decía su opinión. Es posible que las personas de su clase se hayan extinguido en Norteamérica. A mí me impresionaban enormemente. Nos queríamos mucho, y yo iba a casa de los Metzger porque allí me sentía en casa y también para ver y oír una vida familiar normal.

»La tía de Shana era mi abuela. Mi abuelo paterno formaba parte de aquella decena de hombres que habían memorizado el Talmud babilónico al completo (¿o era el de Jerusalén?, no lo sé). Toda mi vida me he preguntado para qué harían eso. Pero lo hicieron.

»El padre de Metzger vendía artículos de mercería en el Boston Store, abajo en el Loop. En el imperio austrohúngaro había recibido una formación de cortador y también de diseñador de ropa de hombres. Era un hombre muy habilidoso y siempre iba bien vestido, bajo y fornido, calvo a excepción de un rizo en la frente, peinado para que el rizo se desviara hacia la derecha. Algunos hombres son calvos calladamente; la calvicie de Metzger era una calvicie expresiva; en la piel se le formaban bultos por el estrés, que se disolvían cuando volvía la calma. No hablaba mucho; en vez de eso, sonreía y sonreía, y, si es que hay un meridiano celestial del buen humor, ese meridiano pasaba por su rostro. Tenía unos dientes cándidos y breves separados por espacios considerables. ¿Qué más? Insistía mucho en el respeto. Nadie debía dar por hecha su amabilidad. Cuando se enfurecía, como no encontraba palabras, su aspecto se volvía sofocado, mientras que bajo su cuero cabelludo se formaban grandes bultos. Siq embargo, esto se veía rara vez. Tenía un tic en los párpados. Además, sobre todo a los chicos, les decía obscenidades inofensivas en yídish (esto era señal de que te otorgaba su confianza). Y que seríais amigos cuando tú tuvieras edad suficiente.

»Solo una cosa más, Su Señoría, si le importan los antecedentes personales del acusado. Al primo Metzger, su padre, le gustaba darse un paseo al caer la tarde y a menudo venía a jugar a las cartas con mi padre y mi madrastra. En invierno bebían té con confitura de frambuesa; en verano me enviaban al almacén a comprar un paquete de un cuarto de helado de tres sabores: vainilla, chocolate y fresa. Había que pedir un napolitano. Jugaban al póquer con peniques y muchas veces se quedaban hasta más de medianoche.»

—Tengo entendido que eres amigo de Gerard Eiler —dijo Tanky.

—Conocido …

—¿Has ido alguna vez a su casa?

—Hace unos veinte años. Pero la casa ha desaparecido, al igual que su mujer. También solíamos vernos en las fiestas, pero el hombre que las celebraba falleció. Aproximadamente la mitad de aquel círculo social está en el cementerio.

Como de costumbre, di más información de la que necesitaba mi interlocutor, ya que aprovechaba cualquier ocasión para transmitir mi visión de la vida. Antes de mí, mi padre también solía hacer lo mismo. Pero esa costumbre puede ser irritante. A Tanky no le importaba quién estaba en el cementerio.

—¿Conocías a Eiler antes de que fuera juez?

—Oh, mucho antes…

—Entonces tú podrías ser la persona que le escribiera sobre mí.

Sacrificando una hora en mi escritorio, podía ahorrarle a Tanky un montón de años de prisión. ¿Por qué no iba a hacerlo por los viejos tiempos, por sus padres, a los que yo quería tanto? Tenía que hacerlo si quería continuar con estos ejercicios de memoria. Mis recuerdos serían una porquería si dejaba en la estacada al hijo de Shana. No tenía espacio para decidir si esta decisión era sentimental o moral.

También podía escribirle a Eiler para presumir de la influencia que tan extrañamente poseía. La interpretación que Tanky hiciese de mis motivos sería un tema curioso. ¿Deseaba yo dejar claro que, a pesar de parecerle a él un cerebro de mosquito, había motivos sensatos por los que una carta mía podía tener su peso con un veterano del poder judicial federal como Eiler? ¿O demostrar que yo había vivido bien? Él nunca iba a reconocerlo. En todo caso, con una condena larga encima de su cabeza, no estaba de humor para estudiar los misterios de la vida. Estaba muerto, muy deprimido.

—Ahí enfrente, en el First National, es todo bastante llamativo.

Abajo, en la plaza, está el gran mosaico de Chagall, que costó millones, y que tiene como tema el Alma del Hombre en América. Muchas veces dudo que el viejo Chagall tuviese la fuerza necesaria para hacer esa lectura. Es demasiado etéreo. Demasiada fantasía.

Yo expliqué:

—El grupo para el que trabajo asesora a los banqueros en lo referente a los préstamos extranjeros. Nos especializamos en derecho internacional: economía política y todo lo demás.

Tanky dijo:

—Eunice está muy orgullosa de ti. Me manda recortes de prensa sobre cómo hablas en el Consejo de Relaciones Extranjeras. O cuando te sientas con el gobernador en el mismo reservado de la ópera. También acompañaste a la esposa de Anwar el-Sadat cuando le concedieron el título honorífico. Y juegas al tenis de mesa con políticos.

¿Cómo era posible que los intereses esotéricos del primo Ijah le dieran acceso a esas personas destacadas: mecenas, políticos, señoras de la alta sociedad, viudas de dictadores? Tanky atacaba mucho a los políticos. Sobre políticos él sabía más de lo que yo sabría nunca, conocía a la gente de verdad; había hecho negocios con la gente de la maquinaria del Estado, tenía relaciones de hecho con ellos. Podía decirme a mí quién tomaba dinero de quién, qué grupo poseía cada cosa, quién era proveedor de las escuelas, los hospitales, la cárcel del condado y otras instituciones, quién ordenaba las viviendas públicas, quién concedía las franquicias y quién cerraba los mejores tratos. A menos que uno estuviera dentro desde hacía tiempo, no era posible averiguar los oscuros manejos entre la mafia y la maquinaria del Estado. A veces se revelaban algunos. Hace muy poco, dos sicarios trataron de asesinar a un proveedor de droga japonés en su coche. Su nombre era Tokio Joe Eto. Le dispararon tres veces en la cabeza y los expertos en balística aún no son capaces de explicar por qué ninguna de las balas penetró en el cerebro. Como no tenía nada más que perder, Tokio Joe dio los nombres de los asesinos, uno de los cuales resultó ser ayudante del sheriff del condado. ¿Había otros empleados de la ciudad o del condado haciendo horas extra para la mafia? Nadie se ofreció a investigarlo. El primo Tanky conocía la respuesta a muchas preguntas de ese tipo. De ahí la mirada burlona que me dirigió en el comedor. Pero incluso esa mirada estaba diluida, muy por debajo de su fuerza habitual. Al enfrentarse a las sombras de prisión, no se sentía bien. En la familia teníamos nuestra relación de delincuentes, pero pocos habían acabado en la penitenciaría. No obstante, él no tenía intención de hablar de eso conmigo. Todo lo que quería es que yo hiciera uso de la influencia que pudiera tener. Valía la pena intentarlo. Otra plancha en el fuego. En cuanto a mis motivos para aceptar interceder, eran demasiado oscuros para que mereciera la pena examinarlos. Sentimientos. Locura excéntrica. Vanidad.

—Muy bien, Raphael. Le escribiré una carta al juez.

Lo hice por el tic del primo Metzger. Por las tres capas de helado napolitano. Por el furioso crecimiento hacia arriba del pelo teñido de la prima Shana y por las ávidas venas que tenía en las sienes y en medio de la frente. Por la fuerza con que avanzaban sus pies desnudos mientras pasaba la mopa por el suelo y extendía las páginas del Tribune por encima. Era también por el tartamudeo de la prima Eunice y por las lecciones de dicción que lo curaron, por los recitados de James Whitcomb Riley que le hacía a la cautivada familia y la determinación del «a-a-a-a-a-a-a-a» con que se enfrentaba al reto de «El hielo envuelve a la calabaza». Lo hice porque yo había estado presente en la circuncisión del primo Tanky y había oído su llanto. Y porque su descomunal cuerpo estaba ahora rodeado de derrota. Le había desaparecido el rizo de la barba. Parecía el contrincante de la muerte y tenía las mejillas maltratadas bajo los ojos. Y si él creía que yo era el sentimental y él el nihilista se equivocaba. Yo mismo tengo algo de experiencia del mal y de la disolución de los viejos lazos de la existencia; de las heridas que han surgido en el cuerpo de la humanidad, que yo, sin embargo, siento el impulso de tocar con mis propias manos.

Escribí aquella carta porque los primos son la elección de mi memoria.

«Su Señoría, los padres de Raphael Metzger era gente trabajadora, respetuosa de la ley, ni siquiera una multa de tráfico en su expediente. Hace más de cincuenta años, cuando los Brodsky llegaron a Chicago, los Metzger les acogieron durante semanas. Dormimos ambos en el suelo, como hacían entonces los inmigrantes sin dinero. A nosotros, los niños, nos vestía, nos bañaba y nos daba de comer la señora Metzger. Esto era antes de que naciera el acusado. Es cierto que Raphael Metzger se convirtió en un tipo duro. Sin embargo, no ha cometido ningún delito violento y es posible que, con esos antecedentes familiares, llegue a convertirse en un buen ciudadano. En la sentencia previa de la vista, los especialistas han testimoniado que padece enfisema y también presión sanguínea alta. Si tuviera que cumplir una condena en una de las presiones más duras, su salud podría resultar dañada de manera irreparable.»

Esto último eran puras bobadas. Una buena prisión federal es como un sanatorio. Más de un ex convicto me ha dicho: «En la cárcel hicieron de mí un hombre nuevo. Me arreglaron la hernia y me operaron las cataratas, me dieron dientes postizos y me proporcionaron una ayuda para el oído. Yo solo no habría podido permitírmelo».

Un veterano como Eiler ha recibido muchas cartas pidiendo clemencia. Miles de ellas las envían líderes de organizaciones cívicas, miembros del Congreso y, aseguró, otros jueces federales, y todos ellos hacen uso del lenguaje bajo de la moralidad: cartas hablando a favor de votantes con buenos contactos o amiguetes de la política, o viejos amigos de negocios. Se podía confiar en el juez Eiler para que leyera entre líneas. Puede incluso que yo resultara eficaz. A Tanky le cayó una condena corta. Desde luego, Eiler comprendía que Tanky actuaba por instrucciones de sus superiores. Si hubo sobornos, no guardó mucho dinero. Es probable que algunos pavos se le pegaran a los dedos, pero nunca habría sido propietario de cuatro grandes casas, como algunos de sus jefes. Creo también que el juez conocía las investigaciones secretas que se estaban llevando a cabo entonces y las acusaciones que preparaban los grandes jurados. El gobierno buscaba presas más grandes. Estos no son asuntos que Eiler vaya a tratar nunca conmigo. Cuando nos vemos, hablamos de música o tenis, y a veces del comercio exterior. Cotilleamos sobre la universidad. Pero Eiler sabría que una condena dura podía poner en peligro la vida de Tanky. Habría sospechado que habían dado información para salir antes. Todo el mundo sabe que al patrón de Tanky, Dorfman, lo asesinaron el año pasado después de cumplir condena por el caso del soborno de Nevada, porque lo iban a mandar a cadena perpetua y por tanto era probable que lo hubieran elegido para hacer un trato con las autoridades. A Dorfman le pegaron un tiro en la cabeza el invierno pasado dos hombres, lo ejecutaron con mucha destreza en un aparcamiento. Las cámaras de televisión tomaron muchos planos cercanos de la nieve fangosa manchada de sangre. Nadie se molestó en limpiarlo, y en mi imaginación la ratas venían por las noches para lamerlo. Como esperaba morir, Dorfman no tomó ninguna medida para protegerse. No contrató a ningún guardaespaldas. Un tiroteo generalizado entre los guardaespaldas y los matones podría haber tenido como consecuencia represalias para su familia. De manera que soportó en silencio la sensación de ser un hombre condenado mientras esperaba el golpe inevitable.

Hay un comentario sobre cómo piensa la gente sobre esas cosas en Chicago, sobre una cierta estabilidad que han aceptado todos. Compra barato y vende caro constituye el alma misma del negocio. Los cimientos de la estabilidad política, de la democracia, incluso según sus eminentes filósofos, son la estafa y el fraude. Ahora bien, si el fraude se hace bien, se gana la propia inmunidad. A los grandes directivos, los abogados y los centros de poder, que son los que extienden las redes más fatales, a esos nunca los cortan en pedazos y los incineran, esos nunca se dejan la sangre y los sesos por los aparcamientos. Por tanto, la gente de Chicago les tiene un cierto respeto a esos delincuentes con cuatro mansiones que arriesgan la vida en delitos de alta visibilidad. Estamos ante el miedo a la muerte que define al burgués básico. El público de Chicago no examina sus actitudes tan de cerca, pero ahí lo tienen: el pez gordo de la mafia ha preparado su alma para la ejecución. Tiene que hacerlo. El hombre de la calle sigue agradeciendo recordatorios tan elementales como que la justicia existe. (Estoy sufriendo un momento de indignación impotente; dejémoslo ya.)

Tengo que confesar que me avergonzaron con la entrega de una caja de Lafite Rotschild antes de que se dictara la sentencia. Yo aún no le había enviado mi carta al juez. Como miembro (no en activo) del colegio de abogados, recuerdo este detalle como algo desagradable. Nadie tiene que saberlo. El camión de los licores Zimmerman me trajo una docena de deliciosas botellas demasiado contaminadas por la conciencia como para poder beberlas. Se las di a mis anfitrionas, como regalos en cenas. Por lo menos, Tanky sabía lo que era un buen vino.

En el ltalian Village yo había pedido Nozzole, un Chianti bastante decente que Tanky apenas probó. Peor para él si no se permitía beber un poco. Yo le podía haber hecho una divertida confidencia entre primos (sin que nadie lo supiera). En realidad, también participo en el préstamo de grandes sumas. Tanky trataba con millones. Yo, en calidad de la persona que prepara los documentos, participo en el préstamo de miles de millones a México, Brasil, Polonia, y otros países sin arreglo. Aquel mismo día, el representante de un Estado del oeste africano había sido enviado a mi oficina para debatir algunos aspectos de los problemas que tenía su país con el dinero en efectivo; en particular, la restricción a las importaciones de productos europeos de lujo, especialmente los automóviles alemanes e italianos que utilizan los miembros de su gobierno (en ellos hacen excursiones los domingos con sus esposas y sus hijos para presenciar las ejecuciones públicas: la mayor diversión de la semana; esto me lo dijo en su encantador inglés de la Sorbona).

Pero Tanky nunca habría respondido con confidencias sobre su equipo, de manera que realmente no hubo oportunidad de iniciar esa conversación que prometía ser tan interesante entre dos primos judíos que manejaban sumas tan grandes de dinero.

En lugar de ese diálogo privado y confidencial, se produjo un profundo silencio. Los pozos de silencio son lo que da a un bajo profundo como el mío su resonancia oceánica cuando se reanuda la conversación.

Hay que decir que lo que más me absorbe no es el trabajo de la oficina. Me consumen distintos intereses y pasiones. A eso voy.

Si le quitaban algún tiempo por buen comportamiento, Tanky tendría que cumplir únicamente unos ocho meses en una cárcel decente del Sunbelt, donde, por su formación de contable, podía estar seguro de que le asignaran algún trabajo ligero, sobre todo relacionado con ordenadores. Uno creería que eso lo iba a satisfacer. Pues no, estaba inquieto e impaciente. Al parecer, creía que Eiler sentía debilidad por el raro y estrambótico primo Ijah. Puede que incluso llegara a la conclusión de que Ijah «sabía algo» del juez, si es que yo sé algo sobre la manera en que funcionan las mentes en Chicago. En todo caso, la prima Eunice volvió a telefonear para decir: «Tengo que verte». Si hubiera sido para ella, habría dicho: «M e gustaría verte». De manera que supe enseguida que era para Tanky. ¿Y ahora qué?

Reconocí que no podía negarme. Estaba atrapado. Porque cuando Coolidge era presidente, los Brodsky habíamos dormido en el suelo de la prima Shana. Estábamos hambrientos y ella nos dio de comer. Las palabras de Jesús y los profetas nunca pueden extraerse de la sangre de algunas personas.

Vaya, yo estoy completamente de acuerdo con Hegel (conferencias en Jena, 1806) en que toda la masa de ideas que han estado vigentes hasta ahora, «las propias ataduras del mundo», se están disolviendo y derrumbando como una visión en un sueño. Está a punto de surgir —o más vale que así sea— un nuevo espíritu. O, como lo ha expresado otro pensador y visionario, durante mucho tiempo a la humanidad la sostuvo una música no escuchada que la mantenía a flote y le daba continuidad, coherencia. Pero esa música humanística ha cesado y ahora surge una música distinta y bárbara, ha empezado a manifestarse una fuerza elemental y diferente, que hasta ahora no tiene forma.

Eso también es una buena manera de presentar la cuestión: una orquesta cósmica que envía música ha cancelado de pronto su concierto. ¿Y dónde nos deja eso en lo referente a primos? Yo me limito a los primos. Es cierto que tengo hermanos, pero uno de ellos es un funcionario de Exteriores al que nunca veo, mientras que el otro tiene una flota de taxis en Tegucigalpa y ha renunciado por completo a volver a Chicago. Yo estoy bloqueado en un pequeño puerto histórico, a decir verdad. No puedo navegar hacia delante; ni siquiera puedo liberarme de los lazos judíos de los primos. Puede que la disolución de los lazos del mundo afecte a los judíos de distintas maneras. Toda la masa de ideas que hasta ahora eran corrientes, los propios lazos del mundo…

Pero ¿qué tiene que ver Tanky con lazos o ataduras? Pasó años en los bajos fondos. Desprecia a su hermana. Piensa que su primo Ijah es un tío raro. Aquí, ante nuestros ojos, hay una vida que todos han aceptado. Pero no el primo Ijah. ¿Por qué se resiste? ¿De qué espera él que proceda todo? Si no se mete en las cosas tan satisfactorias para las personas más poderosas e importantes de por aquí, entonces, ¿dónde satisface sus instintos?

Muy bien, nos vimos en el Italian Village para beber Nozzole. El Village tiene tres plantas y tres comedores, que yo llamo el Inferno, el Purgatorio y el Paradiso. La ternera al limón la comimos en el Paradiso. En su momento de necesidad, Tanky se volvió hacia Ijah. La consanguinidad judía: un fenómeno especial, un arcaísmo del que los judíos se estaban despojando hasta que el presente siglo los frenó. El mundo, en su disolución, se derrumbó al parecer en sus cabezas, y ese despojo no pudo continuar. Muy bien, pues ahora llevo a Eunice a comer en la planta de arriba del rascacielos del First National, uno de los más curiosos monumentos del presente (¿hasta dónde puede llegar la rareza de este presente?). Le muestro la vista y a lo lejos, muy lejos, por debajo de nosotros, está el Italian Village, una pequeña porción de arquitectura del viejo mundo, de la época de Hansel y Gretel. El Village está rodeado de un lado por los exuberantes y opulentos espacios verdes de la nueva central de Xerox y del otro por la Bells Savings Corporation.

Soy dolorosamente consciente de que a Eunice la han operado de cáncer. Sé que debajo de la blusa lleva una atormentada rosa de tejido en carne viva y la última vez que nos vimos me contó los dolores que tiene debajo del brazo y el terror a que se reproduzcan. Por cierto, que su dominio de la terminología médica es impresionante. Y nunca encuentra uno la oportunidad de olvidar cuánta ciencia del comportamiento ha estudiado. Para contrarrestar los viejos afectos y la piedad, yo doy un rodeo de autodefensa para evitar mencionar cualquier hecho negativo sobre la familia Metzger. Primero la brutalidad de Tanky. Después el hecho de que el viejo Metzger solía frecuentar los espectáculos burlescos y subidos de tono cuando podía sacar una hora de sus deberes en el Boston Store. Yo lo veía en aquellos tugurios oscuros y verdosos de la calle South State cuando yo hacía novillos. Pero aquello no era tan negativo. Era más conmovedor que pecaminoso. Era su manera de volver a la vida; una especie de respiración artificial. Cualquier hombre que tenga un poco de delicadeza sexual puede sentirse golpeado en los genitales por un paso de baile atrevido después de cumplir con sus obligaciones conyugales en los suburbios. La prima Shana era un encanto pero en ella no había nada del ideal erótico de mujer. En todo caso, la calle South State no era más que lujuria barata en el Chicago barato. En el refinado Oriente, incluso en las ciudades santas, se ofrecían al público espectáculos infinitamente más corruptos. Entonces traté de buscar cómo podía condenar a la prima Shana, e incluso cómo podía renegar de ella.

Hacia el final de su vida, propietaria de un gran edificio de apartamentos, hacía autoestop en Sheridan Road para ahorrarse el billete del autobús. Para dejarle más dinero a Eunice, se mataba de hambre, según decían algunos primos. Añadían que ella, Eunice, iba a necesitar hasta el último penique porque Earl, su marido, empleado de Park District, depositaba en el banco su cheque semanal tan pronto como se lo pagaban, lo encerraba en su cuenta personal de ahorros. Rechazaba toda responsabilidad financiera. Eunice pagó completamente sola todos los gastos escolares de sus hijas. Era psicóloga en la junta de Enseñanza. Su profesión eran los tests mentales (su «especialidad», como habría dicho Tanky).

Eunice y yo nos sentamos a la mesa que tenemos reservada en la cima del First National Bank y ella me transmite la nueva petición de Tanky. La ansiedad de servir a su hermano la consume. Es una madre como su propia madre, toda sacrificio, y una hermana que acompaña. Tanky, que procuraba ver a Eunice una vez cada cinco años, ahora está en contacto permanente con ella. Ella me trae los mensajes de él. Yo soy como el gran pez del cuento de Grimm. El pescador lo liberó de su red y se le han concedido tres deseos. Ahora estamos en el deseo número dos. El pez escucha en el comedor de ejecutivos. ¿Qué pide Tanky? Otra carta al juez, para pedirle exámenes médicos más frecuentes, una visita a un especialista, na dieta especial. «Las cosas que le dan de comer lo ponen enfermo.»

Ahora el gran pez debería decir: «¡Cuidado!». En vez de eso lo que dice es: «Puedo intentarlo».

Habla con sus tonos más profundos, una profundidad hermosa, tres notas sacadas del bajo doble, o ese barítono extraño: un antiguo instrumento de cuerda, en parte guitarra y en parte viola baja; Haydn, que amaba el barítono, escribió unos tríos conmovedores para él.

Eunice dijo:

—Mi misión especial es sacarlo vivo de allí.

Para que reanude su existencia aún más metido dentro de la esfera del dinero ilícito, trabajando con hoteles del tipo de Las Vegas, con buen aspecto (para su enfermedad) en medio de artefactos brillantes diseñados para representar ante todo el mundo el retrato de la salud perfecta.

Eunice estaba llena de sentimientos para los que no había expresión. Ella dedicaba sus habilidades articulatorias a temas más accesibles. Lo que hacía difícil la comunicación era que estaba muy orgullosa del vocabulario especial que había llegado a dominar. Estaba muy orgullosa de su título en Psicología de la Educación. «Soy una profesional», decía. Esto lo metía en la conversación todas las veces que le era posible. Ella era la que cumplía los oscuros y fuertes designios de su madre, su ambición por su hija. Eunice no era bonita, pero Shana la amaba infinitamente. La habían vestido con tanta delicadeza como a las otras niñas, con vestidos de fiesta estampados y pololos (visibles) del mismo tejido estampado, al estilo de los años veinte. Para las demás niñas de su edad era, sin embargo, una giganta. Además, la tensión del tartamudeo le congestionaba el rostro. Pero después aprendió a hablar con atrevidas frases declarativas que absorbían y contenían la terrible energía del tartamudeo. Con una disciplina admirable, había conseguido dominar las fuerzas de su desgracia.

Me dijo:

—Siempre has estado dispuesto a aconsejarme. Siempre sentí que podía volverme hacia ti. Te estoy agradecida, Ijah, por tener tanta compasión. No es ningún secreto que mi marido no es una persona que me apoye mucho. Dice que desprecia todo lo que yo sugiero. Todo el dinero tiene que estar totalmente separado. «Yo, el mío; tú, el tuyo», me dice. No quería que las niñas fueran más allá del instituto: toda la educación que tuvo él. Tuve que vender el edificio de mamá, yo misma hice la hipoteca. Es una pena que los precios estuvieran tan bajos entonces. Ahora están por las nubes. Financieramente, con ese negocio metí la pata hasta el fondo.

—¿No te aconsejó Raphael?

—Me dijo que estaba loca por gastarme toda mi herencia en las niñas. ¿Qué iba a hacer cuando fuera vieja? Earl utilizó el mismo argumento. Nadie debería depender de nadie. Él dice que todos debemos ser independientes.

—Tu dedicación a tus hijas es algo fuera de lo común… Yo solo conocía a la menor, Carlotta, que tenía ese tipo oscuro y el porte altivo de un esquimal. Para mí eso no es nada peyorativo. Por el contrario, me fascinan las regiones polares y sus pueblos. Carlotta tenía unas uñas largas, afiladas y pintadas, una mirada febril, una conversación apasionada e inconsecuente. En una cena familiar a la que asistí, tocó el piano tan mal que la conversación estaba descartada, y cuando la prima Pearl le pidió que tocara más bajo se echó a llorar y se encerró en el baño. Eunice me dijo que Carlotta iba a dimitir del Peace Corps para irse a vivir a un asentamiento armado de la Ribera Occidental.

Annalou, la hija mayor, tenía unas ambiciones más firmes. Sus notas no habían sido lo suficientemente buenas como para entrar en las mejores escuelas de medicina. Ahora la prima Eunice me hizo un relato sorprendente de su educación profesional.

—Tuve que pagar más —me dijo—. Sí, tuve que comprometerme a hacer una gran donación a la escuela.

—¿Habías dicho que era la Escuela de Medicina Talbot?

—Eso es lo que dije. Incluso para hablar con el director había que hacer un pago. Se necesita una recomendación de una persona de su confianza. Tuve que prometerle a Scharfer…

—¿Qué Scharfer?

—Nuestro primo Scharfer, el recaudador de impuestos. Hay que tener un mediador. Scharfer me dijo que arreglaría la entrevista si yo le hacía primero un regalo a su organización.

—¿Por debajo de la mesa, en una escuela de medicina?

—dije yo.

—Si no no podía entrar siquiera en el despacho del director. Bien, pues a Scharfer le hice una contribución de veinticinco mil. Aquel fue su precio. Y después tuve que comprometerme con Talbot por cincuenta mil dólares.

—¿Aparte de las matrículas?

—Aparte. Ya puedes imaginarte lo que vale luego un título en medicina, los ingresos que garantiza. Una escuela pequeña como Talbot, sin legados, no cuenta con fondos. No se puede contratar a un personal decente a menos que sea uno competitivo en cuestión de salarios, y no se puede conseguir acreditación si no se tiene un personal adecuado.

—¿De modo que tuviste que pagar?

—Hice un primer pago de la mitad, y prometí pagar el resto antes de la graduación. «No tendrá el título hasta que no esté hecho el pago», me dijeron. Es una de esas interfaces ocultas que el público en general nunca ve.

—¿Y tuviste que pagar todo eso?

—Incluso a pesar de que Annalou era delegada de su clase, me hicieron saber que estaban esperando el último pago. Me desesperé bastante. Ten en cuenta que yo tenía una hipoteca al cinco por ciento y que hoy día el tipo de interés es de aproximadamente el catorce. Earl ni siquiera quería hablar de ello. Entonces le planteé el problema a mi psiquiatra, quien me aconsejó que le escribiera al director de la escuela. Entre los dos redactamos una declaración, una promesa de que pagaría los veinticinco mil restantes. Yo declaré que era una persona de la «máxima integridad». Cuando fui a ver a mi abogado para que verificara el lenguaje, me aconsejó que quitara lo de «máxima». Con «integridad» bastaba. De manera que escribí: «Les doy mi palabra como persona de conocida integridad». Y entonces permitieron que Annalou se graduara, por eso.

—¿Y…? —le dije.

Mi pregunta la intrigó.

—Un sello de veinte centavos me ahorró una fortuna.

—¿No vas a pagar?

—Ya escribí la carta… —respondió.

Nos separaba una diferencia de énfasis. Ella estaba sentada en posición más recta, rechazando el respaldo de la silla, estirándose hacia arriba desde la base de la espina dorsal. La pequeña Eunice se había vuelto muy huesuda, era solo una tía vieja, a excepción del atractivo de la nobleza, el perfil alto y prominente, el rostro cargado del color de su madre, en parte la sangre, en parte la irracionalidad. Juntos, si se podía, pero ella estaba orgullosa de esos reflejos de antigüedad patricia.

Pero si uno de nosotros era un anacronismo, ese era yo. Una vez más, el primo Ijah, sin decir nada. ¿Por qué motivo? Por motivos no especificados, yo no felicité a Eunice por su logro. Ella estaba deseando que yo le dijera qué cosa tan inteligente había hecho, qué lista era, y yo parecía decidido a decepcionarla. ¿Qué podía significar mi sorprendente resistencia?

—¿Solo esas palabras, «máxima integridad», te ahorraron veinticinco mil dólares?

—Solo «integridad». Te lo acabo de decir, Ijah. Quité el «máxima».

Bueno, ¿y por qué no iba Eunice a utilizar una buena palabra? Todas las palabras estaban ahí para ser utilizadas. Su comprensión de la política era mejor que la mía. A mí no me gustaba que jugaran con la palabra «integridad». Supongo que la mejor razón que yo podía aducir era la defensa de la poesía. Era una razón estúpida, teniendo en cuenta que ella estaba defendiendo aquel cuerpo suyo con un solo pecho. Una metástasis la podía dejar en bancarrota.

Cambiamos de tema. Hablamos un poco de su marido, que había trabajado mucho en Grant Park, a la orilla del lago. Por el aumento alarmante de la tasa de criminalidad, la junta de administración del parque había decidido cortar todos los arbustos que podían servir de escondrijo y demoler los servicios a la antigua. Los violadores usaban los arbustos para esconderse y ya habían apuñalado a varias mujeres en los retretes, de manera que lo que había ahora eran latas de tipo centinela, que solo admitían una persona cada vez. Karger administraba las nuevas instalaciones. Eso me dijo Eunice toda orgullosa, aunque el relato que me hizo de su marido, cuando se tenían en cuenta todas las referencias, no dejaba una impresión favorable. Era extraño y callado y rechazaba todos los intentos de entablar conversación con él. La conversación no le servía de nada. Puede que tuviera razón, yo lo comprendía. Por el lado de las ventajas, no le importaba un carajo lo que pensara la gente de él. Era un solitario excéntrico. Su independencia me atraía. En todo caso, no interpretaba ningún papel.

—Yo tengo que pagar la mitad del alquiler —dijo Eunice—. Y también los gastos.

De nuevo la historia de su mala suerte.

—¿Por qué seguís juntos? Ella me explicó:

—Yo estoy cubierta por su Escudo Azul de la Cruz Roja…

—A la mayoría de la gente ya la habría convencido con esta explicación. Pero mi respuesta fue neutra; yo estaba tratando de tener en cuenta todos los datos.

Cuando terminamos de comer, ella quiso saber cómo era mi despacho.

—Mi primo el genio —me dijo, muy complacida por el tamaño de la habitación. Yo debía de ser importante si ocupaba tanto espacio en el piso cincuenta y uno de un gran edificio—. No te voy a preguntar lo que haces con todos estos cachivaches, documentos y libros. Por ejemplo, estos libros verdes y enormes. Estoy segura de que te aburre tener que explicarlo.

Los enormes libros de un verde desvaído, que databan de comienzos de siglo, no tenían nada que ver en absoluto con lo que a mí me pagaban por hacer. Cuando los leía estaba en realidad haciendo novillos. Eran dos volúmenes de la serie de informes sobre la expedición Jesup, publicada por el Museo de Historia Natural de América. Etnografía de Siberia. Fascinante. A mí esas monografías me distraían de mis penas (unas penas considerables). Dos tribus, los koriakos y los chukchos, como los describían Jochelson y Bogoras, me absorbían completamente. Igual que al viejo Metzger lo habían atraído magnéticamente las fulanas desde el Boston Store (distrayéndolo de sus funciones de vendedor), así descuidaba yo el trabajo de la oficina por estos libros. Los radicales políticos Waldemar Jochelson y Wald emar Bogoras (curiosos nombres de pila para un par de judíos rusos) fueron exiliados a Siberia en la década de 1890 y, en la región en la que los soviéticos establecieron después sus peores campos de trabajo, Magadan y Kolyman, los dos Waldemar dedicaron años al estudio de las tribus primitivas. Sobre este desierto ártico, purificado por hielos tan inclementes como el fuego, yo leía para mi placer como si estuviera leyendo la Biblia. En la oscuridad del invierno, incluso dentro de un campamento siberiano, podrías perderte si el viento te tumbaba, porque la velocidad de caída de la nieve era tan grande que te enterraba antes de que pudieras volver a ponerte de pie. Si uno ataba a los perros podían encontrarlos a veces asfixiados cuando cavaba al buscarlos por la mañana. En esta oscura tierra se entraba en las casas por una escalera que había dentro de la chimenea. A medida que iban subiendo las nieves, los perros trepaban para oler lo que se estaba cocinando. Se peleaban por un sitio en las cimas de las chimeneas y a veces caían dentro del caldero. Había fotografías de perros crucificados, una forma común de sacrificio. Los poderes de la oscuridad los rodeaban. Un informador chukcho le dijo a Bogoras que había enemigos invisibles que acosaban a los seres humanos por todas partes, espíritus exigentes cuyas bocas siempre estaban abiertas. La gente se arrastraba y pagaba el rescate, para comprar la protección de estos fantasmas delirantes.

La geografía del viaje mental no puede ser la misma de un siglo para otro; los reinos del oro se trasladan, flotan en el pasado. En todo caso, en mi oficina se formaba a mi alrededor un maravilloso silencio cuando yo leía sobre estas tribus, sus espíritus y chamanes. Se duplicaba y cuadruplicaba. Se convertía en diez veces el mismo silencio, justo en medio del Loop de Chicago. Mis ventanas dan a Grant Park. De vez en cuando, yo posaba la vista en la orilla del lago, donde el primo Karger había arrancado los arbustos en flor para privar de su escondite a los maniacos sexuales y había colocado estrechos inodoros para un solo ocupante. El monumental parque, y el estanque para los yates, con elegantes barcos que pertenecían a abogados y ejecutivos de grandes empresas. Días laborables con brutalidades sexuales allí ancladas; y los domingos esos mismos maniáticos navegaban pacíficamente con esposa e hijos. Y nos estamos preparando para un renacimiento del espíritu o la agonía de la disolución final (y este es el suspense al que se hace referencia varias páginas atrás), dependiendo de lo que uno creyera, sintiera y deseara sobre ese tipo de manifestación o aparición, sobre las habilidades cabalísticas que se desarrollan en la interpretación de estas formaciones contemporáneas. Mi intuición es que los koriakos y los chukchos me llevan en la dirección adecuada.

De mapera que entro en trance con Bogoras y Jochelson en la oficina. Nadie me molesta mucho. En épocas de conferencias me despierto. Me convierto en una especie de vidente y a los socios de la empresa les gusta escuchar mis análisis. Yo tenía razón en lo de Brasil, también en lo de Irán. Yo preví la revolución de los mulás, cosa que no hicieron los asesores del presidente. Pero tuvieron que rechazar mis opiniones. Con unas ganancias tan enormes para las entidades crediticias, y protegidas por garantías del gobierno, no podía esperar que se aceptaran mis recomendaciones. Mi compensación es que me elogian y me califican de «profundo» y «brillante». Donde los niños de Logan Square solían ver los ojos de un orangután, mis colegas ven la mirada de un clarividente. A nadie se le ocurre, pero todo el mundo lee mis informes y lo principal es que me dejan solo para proseguir mi investigación espiritual. Yo me enfrasco en una vieja fotografía de unas mujeres yukaghir a orillas del río Nalemna. La orilla más alejada está desierta: nieve, rocas, árboles clavados. Las mujeres están entretenidas colgando una captura de grandes pescados blancos apilados en primer plano, trabajando con hilo y aguja a treinta y cinco grados bajo cero. El trabajo las hace sudar, de manera que pueden quitarse la parte de arriba de las pieles y están medio desnudas. Incluso se «arrojan grandes pedazos de nieve al pecho». Mujeres primitivas con demasiado calor a treinta y cinco bajo cero y refrescándose los pechos con trozos de nieve. Mientras leo me pregunto quién en este edificio, este rascacielos que apunta hacia arriba y contiene a miles de personas, tendrá las imaginaciones más extrañas. ¿Quién sabe las ideas secretas que tienen otros, los sueños de estos banqueros, abogados, mujeres de carrera: sus sueños y visiones proféticos? Ellos mismos no podrían manifestarlos, asustados por su loca intensidad. Seres humanos que por definición están locos la mitad del tiempo.

¿A quién le va a importar que yo devore estos libros? De hecho, los estoy releyendo. Mi primera aproximación a ellos se remonta a hace muchos, muchos años. Yo tocaba el piano en un bar cerca del Capitolio en Madison, Wisconsin. Incluso cantaba algunas especialidades, una de las cuales era La princesa Papooli tiene bastante papaya. Compartía habitación con mi primo Ezequiel en el lado equivocado de las vías. Zeke, al que llamábamos Seckel en la familia, daba para entonces clase de lenguas primitivas en la universidad del estado, pero su empresa principal lo llevaba a los bosques del norte todas las semanas. Todos los miércoles conducía su polvoriento Plymouth para grabar cuentos populares mohicanos. Había encontrado a algunos supervivientes mohicanos y, en la península superior, hacía exactamente lo mismo que había hecho Jochelson, con la ayuda de su mujer, la doctora Dina Brodsky, en Siberia oriental. Seckel me aseguraba que esta doctora Brodsky era prima nuestra. A principios de siglo, los Jochelson habían llegado a Nueva York para trabajar en el Museo Americano de Historia Natural con Franz Boas. Seckel insistía en que en aquella época la doctora Brodsky había buscado a la familia.

¿Por qué eran los judíos unos antropólogos tan ávidos? Entre los fundadores de la ciencia se encontraban Durkheim y Lévy Bruhl, Marcel Mauss, Boas, Sapir y Lowie. Puede que creyeran que eran científicos y que su motivación era destruir mitos y su objetivo último aumentar el universalismo. Yo no lo veo así. Una explicación más cercana a la realidad sería la proximidad de los guetos a la esfera de la revelación, con lo que suponía un movimiento fácil para la mente desde calles putrefactas y platos rancios, un ascenso directo a la trascendencia. Esta era por supuesto la situación de los judíos orientales: Los occidentales estaban saltando y bailando como alemanes cultos. ¿Y estaban los judíos polacos y rusos (enemistados con el juicio civilizado, afligidos con tuberculosis y ojos enfermos) tan lejos de la imaginación de prácticas salvajes? No tenían que tomar una decisión simbolista para enajenar los sentidos; habían nacido así. Eran la gente exótica que se dedicaba a hacer ciencia sobre gente exótica. Para que después saliera todo en forma rabínico-germánica o cartesiano-talmúdica.

El primo Seckel, por cierto, no tenía ninguna inclinación a teorizar. Su talento se decantaba por el aprendizaje de idiomas extraños. Se desplazaba a la tierra bayou de Luisiana para aprender un dialecto indio de su último hablante, que estaba moribundo. En cuestión de meses hablaba perfectamente el idioma. De manera que, en su lecho de muerte, el viejo indio por fin tuvo a alguien con quien hablar, y cuando murió solo quedó Seckel en posesión de aquellas palabras. La tribu sobrevivió solo en él. Yo aprendí una de las canciones de amor de los indios: «Hai y’hee, y hee y ho», «Bésame antes de partir». Él fue el que me animó a tocar en el salón de cócteles. También me transmitió una receta para hacer jambalaya criollo (jamón, arroz, cangrejo de río, pimientos, pollo y tomates), que como soltero que soy nunca tengo ocasión de preparar. También tenía mucha habilidad para hacer cunitas primitivas, y tenía en su haber una historia sobre figuras indias hechas con cuerda. Algunas de esas crónicas todavía me las arreglo yo para contarlas, cuando hay niños a los que distraer.

Seckel, un joven fornido, de espalda encorvada, tenía una palidez hasídica. Su relleno rostro estaba lleno de líneas graves y las arrugas de su frente parecían los trastes de un instrumento musical. Su cabeza estaba cubierta de cabello oscuro en viriles rizos, algo polvorientos por sus viajes semanales de ochocientos kilómetros a la región india. Seckel no se bañaba mucho y no se cambiaba a menudo la ropa interior, pero eso no le importaba a la mujer que lo amaba. Era holandesa, se llamaba Jennie Bowsme, y transportaba sus libros en una mochila. En mis recuerdos la veo con una boina y calcetines a la altura de la rodilla, las piernas medio desnudas y aspecto hinchado en medio del invierno de Wisconsin. Cuando estaba en el saco con Seckel, gritaba fuerte. No había puertas, solo cortinas en nuestros cuartitos. Seckel se afanaba para salir y entrar. Tenía las pantorrillas y los glúteos muy desarrollados, blancos, musculosos. Me pregunto cómo entró en la familia una musculatura tan clásica.

Le alquilábamos las habitaciones a un maquinista ferroviario. Ocupábamos la planta baja de una vieja casa con estructura de madera.

El único libro que Seckel escogió aquel año fue El último mohicano, cuyo primer capítulo leía para irse a dormir. Del lado de la teoría, decía que era pluralista. El marxismo estaba pasado de moda. También rechazaba la posibilidad de una ciencia de la historia: sobre esto adoptaba una postura muy enérgica. Se describía a sí mismo como difusionista. Toda la cultura había sido inventada una vez, y procedía desde una sola fuente. Había leído de hecho a G. Elliot Smith y creía firmemente en una teoría según la cual todo tenía orígenes egipcios.

Sus ojos soñolientos eran engañosos. Su mirada aturdida era una pantalla para trabajos de lingüística que nunca cesaban. O hacían un doble trabajo, porque a veces eran críticos (y aquí me refiero a la crisis moderna, la fuente del suspense). Una vez me encontré a Seckel en Ciudad de México en 1947, no mucho antes de que muriera. Encabezaba una delegación de indios que no hablaban español y, como ninguno de los funcionarios mexicanos hablaba la lengua de ellos, Seckel hacía de intérprete y sin duda también de instigador de sus quejas. Estos indios silenciosos, hombres con sombreros, y con caídos calzones blancos, con el negro pelo creciéndoles en las comisuras de los labios, salían del sol, que era su elemento, para meterse allí, en medio de las columnatas del edificio del gobierno.

Todo esto lo recuerdo muy bien. Lo único que he olvidado es lo que estaba haciendo yo en México.

Fue a través de Seckel, por mediación de la doctora Dina Brodsky, como supo del trabajo de Waldemar y Jochelson (del que probablemente era primo por matrimonio) sobre los koriakos. En una venta de damas caritativas compré un libro encantador llamado Los confines de la Tierra (de John Perkins y el Museo Americano de Historia Natural), y encontré en él un capítulo sobre las tribus de Siberia oriental. Entonces recordé las monografías que había visto por primera vez hacía años en Madison, Wisconsin, y tomé prestados los dos volúmenes de Jesup en la biblioteca Regenstein. Las mujeres de los mitos koriakos, según he leído, eran capaces de arrancarse los genitales en caso necesario y colgarlos de los árboles; y Raven, un comediante sobrenatural, el mítico padre de la tribu, cuando exploró el interior de su esposa, penetrando en ella desde atrás, se encontró para empezar de pie en una vasta cámara. Al contemplar aquellas invenciones o fantasías, uno debería tener en cuenta la vida tan dura que llevaban los koriakos, y cómo luchaban para sobrevivir. En invierno los pescadores tenían que cavar en el hielo sólidos agujeros de dos metros de profundidad para que sus cañas llegaran al río. Durante la noche esos agujeros se llenaban y se volvían a helar. Las cabañas koriakas estaban repletas de gente. En una mujer, sin embargo, había espacio. La madre mítica de la tribu era como un palacio.

Muy compasiva conmigo (estoy seguro de que no solo está siendo entrometida), mi ayudante, la señorita Rodinson, entra en la oficina para preguntarme por qué me he pasado una hora inclinado sobre el alféizar de la ventana, al parecer mirando fijamente la calle Monroe. Es solo que estas monografías gigantes de cubiertas verde mate tornadas del Regenstein son difíciles de sostener a pulso, y por eso las apoyo en el alféizar de la ventana. En la ansiedad de su compasión por mí, la señorita Rodinson desea quizá poder entrar en mis pensamientos y hacer algo útil. Pero ¿en qué puede ayudarme? Es mejor no entrar en este verde pelágico sin brillo, la puerta de entrada a una Siberia salvaje que ya no existe.

Dentro de dos semanas me envían a una conferencia en Europa, sobre la reorganización de la deuda, y ella quiere que yo prevea las disposiciones para el viaje. ¿Aterrizaré primero en París? Le digo, vagamente, que sí. ¿Y me quedaré dos noches en el Montalernbert? Después Ginebra, y el regreso vía Londres. Todo esto es rutinario. Ella es consciente de que no llega a mí. Entonces, como le he hablado de Tokio Joe Eto (ya que mi interés por esos ternas ha aumentado desde que asesinaron al patrón de Tanky, Dorfman), me entrega un recorte del Tribune. Los dos hombres que prepararon la ejecución de Tokio Joe han sido ejecutados a su vez. Encontraron sus cuerpos en el maletero de un Buick aparcado en el Naperville residencial. El coche despedía un terrible hedor y había moscas desfilando por la tapa del maletero, una nube más densa que el Primero de Mayo en la Plaza Roja.

Eunice me volvió a llamar, esta vez no para hablarme de su hermano sino de su tío Mordecai, el primo carnal de mi padre, el cabeza de familia, en la medida en que hay una familia, y en la medida en que tiene una cabeza. Mordecai —el primo Motty, como lo llamábamos— había resultado herido en un accidente de automóvil, y como tenía cerca de noventa años era algo grave, de manera que yo estaba al teléfono con Eunice, hablando desde un rincón oscuro de mi oscuro apartamento. Evidentemente, yo no sabría decir por qué tenía que ser tan oscuro. Está claro que yo prefiero la luz y las líneas simples, pero me gusta también crear la atmósfera adecuada. Me he dado un entorno para el que no estaba preparado, una atmósfera del Santo Sepulcro, demasiadas alfombras orientales compradas al señor Hering, de Marshall Field’s (hace poco se retiró y se dedica a sus caballos), y unos libros con encuadernaciones antiguas, que hace mucho tiempo que dejé de leer. Durante meses, mi única materia de lectura han sido los informes de la expedición Jesup, y me atraen ciertos libros de Heidegger. Pero no se puede hojear a Heidegger; es un trabajo duro. A veces también leo los poemas de Auden, o sus biografías. Esos no están ni aquí ni allí. Sospecho que creé este entorno tan antipático en un esfuerzo por revisarme o recolocarme desde dentro. Lo fundamental está todo presente. Lo único que hace falta es ordenarlo de manera adecuada.

Ahora bien, el porqué alguien tendría un proyecto así en una de las capitales de la superpotencia norteamericana es también un tema interesante. Nunca he hablado de esto con nadie, pero algunos colegas me han dicho (sintiendo que yo estaba haciendo algo diferente) que en una ciudad como Chicago había tanta acción espectacular, sucedían tantas cosas en el mundo exterior, que la propia ciudad estaba tan llena de oportunidades para un progreso real, que era un centro semejante de riqueza, poder, drama, un lugar rico incluso en crímenes inicuos, en enfermedades y en monstruosidades intrínsecas —no accidentales—, que era tonto e infantil concentrarse en uno mismo. La vida diaria era más absorbente que cualquier cosa interior de nadie. Bueno, sí, yo creo que tengo menos ilusiones románticas sobre estas cosas interiores que la mayoría. Lo más recóndito y consciente, cuando uno va a mirarlo, es piadosamente vago. Además, yo evito todo lo que pueda parecer una iniciativa grandiosa. Tampoco estoy aislado por gusto. El problema es que no consigo encontrar a los coetáneos que necesito.

Después volveré a hablar de esto. El primo Mordecai tiene bastante que ver con ello. Eunice, al teléfono, me estaba contando lo del accidente. La prima Riva, la mujer de Motty, iba al volante, ya que a Motty le habían quitado el permiso de conducir años antes. Mala suerte. Acababa de descubrir para lo que servía el espejo retrovisor, después de llevar conduciendo cincuenta años. A Riva le tenían que haber quitado el permiso también, según Eunice, a la que nunca le había gustado Riva (había habido una larga guerra entre Shana y Riva; que prosiguió a través de Eunice). Riva anulaba a todo el mundo y no soltaba su Chrysler. Se había vuelto demasiado pequeña para conducir una máquina tan enorme. Bien, pues por fin la había destrozado.

—¿Se han hecho daño?

—Ella en absoluto. Él sí: la nariz y la mano derecha, bastante mal. Además, en el hospital pilló una neumonía.

Al oír esto sentí una punzada en el corazón. Pobre Motty, ya estaba en bastante mal estado antes del accidente.

Eunice prosiguió. Noticias desde las fronteras de la ciencia:

—No pueden ocuparse ahora de la neumonía. Esa enfermedad solía llevárselos tan rápido que los médicos la llamaban «la amiga de los viejos». Ahora lo han mandado a casa…

—Ah.

Habíamos conseguido otra suspensión. No podía aplazarse por mucho tiempo, pero cada uno de los aplazamientos era un alivio. Mordecai era el superviviente más anciano de los de su generación, y su extinción estaba próxima, de modo que había que preparar los sentimientos para el desenlace.

La prima Eunice tenía más cosas que decir:

—No le gusta levantarse de la cama. Incluso antes del accidente tenían con él ese problema. Después del desayuno se volvía a meter bajo las mantas. Esto era duro para Riva, porque a ella le gusta estar activa. Fue al trabajo con él todos los días de su vida. Decía que daba miedo que Motty estuviera tapado y en la cama. Era un comportamiento anormal, y ella lo obligó a ir a una asesora familiar en Skokie. La mujer era muy buena. Les dijo que Motty se había tenido que levantar toda su vida a las cinco de la mañana para ir a la tienda y que no era extraño que después de haber perdido tanto sueño quisiera recuperarlo.

Yo no estaba de acuerdo con esta interpretación. No obstante, no dije nada.

—Ahora déjame que te cuente las últimas noticias —dijo Eunice—. Sigue teniendo líquido en los pulmones y tienen que obligarlo a sentarse. A la fuerza.

—¿Cómo lo hacen?

—Tienen que atarlo a una silla.

—Me parece que prefiero no hacer esa visita.

—No puedes hacer eso. Siempre fuiste uno de sus favoritos.

Eso era verdad, y yo comprendía ahora lo que había hecho: había buscado el afecto de Motty, le había dado el mío, lo había tratado con respeto, había recordado sus cumpleaños y había compartido con él el amor que había sentido por mis propios padres. Con estas acciones, yo había rechazado ciertos avances revolucionarios de los pasados siglos, las opiniones avanzadas de los iluminados, el desprecio por los mayores ilustrados por el encanto y la agudeza de Samuel Butler, quien había dicho que la mejor forma de nacer era solo, con un billete de veinte mil libras agarrado con un alfiler al pañal. Yo me había perdido las clásicas lecciones de Mirabeau y de su padre, de Federico el Grande, de Papá Goriot y sus hijas, de los parricidas de Dostoievski: había rechazado lo que Heidegger nos presenta como «lo horrendo», haciendo uso de las antiguas palabras griegas deinon y deinotaton y diciéndonos que lo horrendo es la puerta para lo sublime. Las propias masas están volviendo la espalda a la familia. El primo Motty, en su inocencia, no era consciente de estos cambios. Por estas y otras razones —razones perdidas— yo me resistía a visitar al primo Motty, y Eunice tenía bastante razón al recordarme que esto ponía en entredicho mi afecto. Estaba en un aprieto. Una vez iniciadas, estas relaciones tienen que llevarse hasta el final. Yo no podía rajarme. Ahora bien, Tanky, que era sobrino de Motty, no le había puesto los ojos encima al viejo en veinte años. Esto era plenamente racional y coherente. La última vez que lo vi el viejo no podía hablar, o no quería. Estaba hundido. Volvió la espalda y no quiso ni verme.

—Siempre te quiso, Ijah.

—Y yo lo quiero a él. Eunice dijo:

—Se da cuenta de todo.

—Eso es precisamente lo que yo temo.

El autoexamen, si se dejaban a un lado todas las consideraciones teóricas, me decía que yo seguía queriendo al viejo. Un amor imperfecto, lo reconozco. Y sin embargo, ahí estaba. Siempre había estado ahí. Eunice, como había descubierto hasta qué punto yo estaba dominado por los sentimientos hacia mis primos, aumentaba su influencia sobre mí. Y aquí estaba yo recogiéndola en mi coche y llevándola a Lincolnwood, donde Motty. y Riva vivían en una casa tipo rancho.

Cuando entramos por la puerta, la prima Riva alzó los ahora retorcidos brazos en un gesto de bienvenida, y dijo:

—Motty se va a alegrar tanto…

Bastante distinta de este cordial saludo era la mirada que nos echaron sus astutos ojos. No apreciaba a Eunice en absoluto, y a mí me había mirado durante cincuenta años con ojos escépticos, no sin simpatía sino más bien esperando a que yo manifestara unos signos fiables de normalidad. Para mí ella se había convertido en una dulce ancianita que era al mismo tiempo muy dura. Recordaba a Riva como una mujer de cuerpo entero, pelo oscuro, lozana y de piernas rectas. Ahora toda la geometría de su figura había cambiado. Las rodillas se le habían venido abajo como el gato de un automóvil, hasta alcanzar una postura de diamante. Seguía esforzándose por moverse con rapidez, como si estuviera bailando detrás de la Riva que había sido en otro tiempo. Pero ya no lo era. El redondeado rostro se había alargado y había adquirido un aspecto voltariano. Su mirada azul te lo decía directamente: Explícame esta absurda transformación, el pelo blanco, la voz cascada. Mi transformación, y ya que estamos en eso la tuya. ¿Dónde está tu pelo, y por qué estás inclinado? Y quizá había algunas premisas comunes. Todas estas alteraciones físicas parecen liberar la mente. Para mí hay aún otras sugerencias: que a medida que el orden social se desbarata y se eliminan las barreras de siglos, y se abren las costuras de la historia, sea como sea, se abren también los muros por las esquinas, se disuelven los lazos y quedamos libres para pensar por nosotros mismos —suponiendo que podamos encontrar la fuerza para aprovechar la oportunidad—, para escapar por los huecos, sin sucumbir en medio de lamentos sino trepando a la cima de toda esa pila dormida.

Había hijos y nietos, y eso satisfacía a Riva, sin duda, pero no era una abuelita típica. Había sido mujer de negocios. Ella y Motty habían construido un gran negocio partiendo de una tienda con dos carretillas de reparto. Hace sesenta años el primo Motty y su hermano Shimon, junto con mi padre, que era su primo hermano, y un pequeño ejército de panaderos polacos, habían surtido a unos cientos de tiendas de inmigrantes de pan y bollos del káiser, y de pasteles —buñuelos, pasteles rellenos, pasteles de café y de crema, pasteles tipo Bismarck, palos de nata—. Todo ello lo habían fabricado en tres hornos alimentados con restos de leña, retazos del molino que todavía conservaban la corteza, apilados junto a las paredes, y con sacos de harina y azúcar, barriles de gelatina, bañeras de manteca, cajones de huevos, grandes cubas de amasar en forma de capachos, y unas delgadas palas de cuatro metros de largo que entraban y salían del horno para sacar las barras de pan. Todo el mundo estaba cubierto de harina salvo la prima Riva, que trabajaba en un despacho debajo de la escalera, donde guardaba los libros y preparaba las cuentas y la nómina.

El título de mi padre en la tienda era director, como si los ardientes hornos y la fragancia que envolvía todo el bloque tuvieran algo que ver con «dirigir». De todos modos, él nunca fue capaz de dirigir nada. Un título más apropiado para él habría sido «centro nervioso de angustias», con el principal punto de concentración en medio de su frente, como una especie de tercer ojo para ver todo lo que podía estropearse durante la noche, cuando era él el encargado. Construyeron un gran negocio (no mi padre, que se independizó y nunca tuvo ningún éxito considerable), y el negocio se amplió hasta que alcanzó los límites de su época, cuando no pudo adaptarse a las condiciones impuestas por los supermercados: envío a larga distancia en cámaras frigoríficas, uniformidad del producto, volumen (una demanda de millones de docenas de bollos káiser). De manera que se liquidó la empresa. No fue culpa de nadie.

La vida inició una nueva fase, un periodo maravilloso o supuestamente maravilloso de retiro: Florida y todo lo demás, lugares en que el cálido clima favorece el sueño y la gente, si no se ha vuelto demasiado inquieta y distorsionada, puede recuperar la exaltación de un estado anterior. Imposible, como todos sabemos. Bueno, pues Motty hizo un serio esfuerzo por convertirse en un buen norteamericano. Un buen norteamericano le hace propaganda a lo que sea que la existencia lo ha obligado a convertirse. En Chicago, Motty iba a su club del centro a nadar todos los días. Allí era «un personaje». Durante una década entretuvo a la clientela con sus chistes. Eran unos chistes excelentes. Yo se los había oído casi todos a mi padre. Muchos de ellos requerían conocer un poco la patria: textos hebreos, parábolas, proverbios. La gran mayoría era material fosilizado, de manera que si uno no sabía que en el shtetl los ortodoxos, mientras realizaban sus tareas, se recitaban a sí mismos los salmos en voz baja, tenía que pedir explicaciones. Motty deseaba, y merecía, que lo conocieran como un anciano respetable y alegre que había tenido una carrera distinguida, quizá como el mejor panadero de la ciudad, rico, magnánimo, una persona de probada integridad. Pero, cuando fueron muriendo los miembros más ancianos del club, no quedó nadie con quien intercambiar unos valores de tanto peso. Motty, que se acercaba a los noventa, seguía esperando a la gente para contarles cosas graciosas. Aquellos eran sus únicos dones. Se repetía. Los corredores de Bolsa, políticos, abogados, negociantes y tunantes, vendedores y promotores que se entrenaban ahora en el club perdían la paciencia con él. Les molestaba en los vestuarios, envuelto en su toalla. Nadie sabía de lo que hablaba. En sus cantos había demasiado chino, demasiado provenzal. El club pidió a la familia que no lo dejaran ir más.

—Y ha sido socio durante cuarenta años —dijo Riva.

—Sí, pero todos sus contemporáneos están muertos. Los nuevos no lo aprecian.

Yo siempre había creído que Motty, con sus chistes interminables, lo que estaba pidiendo era aceptación, defendiendo su caso, y que al divertir a la gente en los vestuarios experimentaba una transformación en su carácter. Cuando era más joven solía hablar mucho menos. Cuando era jovencito en los baños rusos, en medio de un montón de hombres hechos y derechos, yo había admirado el tamaño de Motty cuando nos agachábamos en medio del vapor. Cuando estaba desnudo parecía un guerrero indio. Por el centro de su cabeza crecía una banda de pelo rizado. La dignidad era algo innato en él. Ahora ya no tenía ninguna banda de pelo en el medio. Había menguado. Su rostro se había reducido. Durante la década feliz en que nadó y brilló, siempre le encantó verme, rebosando de afecto. Me decía:

—He llegado a los shmonim —ochenta— y todos los días me hago veinte largos de piscina y proseguía—: ¿Has oído la historia de…?

—Seguro que no:

—Escucha. Un judío entra en un restaurante. Se supone que el restaurante es bueno, pero en realidad es asqueroso.

—Ah.

—Y no hay menú. La comida la pides de lo que hay en el mantel, por las manchas. Señalas una mancha y dices: «¿Qué es esto? ¿Tzimmes? Tráigamelo».

—Ah.

—Y el camarero no te trae la cuenta. El cliente se dirige directamente a la cajera. Ella le agarra la corbata y dice: «Ah, ha tomado usted rábanos también».

Esto ya no es un chiste sino un ingrediente básico de la vida mental. Cuando uno lo ha oído cien veces se convierte en un mito, como el del Raven introduciéndose en el interior de su esposa y encontrándose en una vasta cámara. Ahora, sin embargo, todos los chistes han cesado.

Antes de que subamos, la prima Riva dice:

—Ya veo dónde el FBI ha efectuado una especie de Operación Greylord en toda tu profesión y va a haber cientos de acusaciones.

No tiene intención de molestar. Está bromeando, sin auténtica maldad, simplemente ejercitando sus facultades. Le gusta pincharme, consciente de que no practico la abogacía, no toco el piano, no hago ninguna de las cosas por las que era famoso (una fama intramuros). Entonces dice, sin cambiar la forma mesurada de hablar:

—No debemos permitir que Motty se acueste, tenemos que obligarlo a estar sentado, si no el líquido se acumula en sus pulmones. El médico nos ha ordenado que lo obliguemos.

—Eso no le debe de gustar mucho.

—Pobre Motty, lo odia. Se ha escapado un par de veces.

Yo me siento mal por él. Todos hacemos…

Motty está atado a un sillón con correas. Tiene las hebillas detrás. Mi primer impulso es desatarlo, a pesar de las órdenes del médico. Es cierto que los médicos prolongan la vida, pero no podemos saber cómo se siente Motty con las condiciones que le han impuesto. Reconoce nuestra visita con un gesto seco, más leve que un saludo, y después vuelve la cabeza. Es humillante que lo vean a uno así. Se me ocurre que al escribir la carta al juez Eiler se me había pasado por la cabeza que Tanky en su sillita alta había luchado en silencio, decidido a liberarse de sus ataduras.

Motty no va a hablar, no puede. De manera que no decimos nada en absoluto. Es una visita y nos limitamos a visitarlo. De todas formas, ¿qué quiero yo ahora de Motty, y por qué he hecho un viaje al Loop para molestarlo? Su rostro es incluso más pequeño que la última vez que lo vi: genio y figura hacen su última aparición, y los componentes están a punto de perderse. Ahora ya está a la altura de la naturaleza y se las entiende directamente con la muerte. No es ninguna amabilidad venir a presenciar esto.

En mis primeros recuerdos, Eunice tenía un papel pequeño, se chupaba el dedo. Ahora es ella la protagonista, y es a Riva a quien casi no se ve. La prima Riva parece haber menguado. No hay manera de imaginar lo que está pensando. El televisor está apagado. Su abultado cristal es como la frente de algún intruso que se haya metido en su malvado secreto, dentro de las oscuras y pequeñas células grises de la pulida pantalla. Detrás de las corridas cortinas está la calle North Richmond, estática y vacía como todas las demás calles residenciales, pues todo el interés humano que puedan tener está absorbido por fuerzas mayores, por la acción principal. Lo que no está relacionado con la acción principal se marchita y es devorado por la muerte. Motty se convirtió en el patriarca chistoso cuando liquidó su negocio, pero ahora no quedan formas para que las asuma la vida.

Hay que decir algo para terminar, y Eunice recurre a sus habilidades, que son científicas-y de asesoramiento. Además, parece que la mueve una especie de instinto para la comicidad. Dice:

—Deberías conseguir un fisioterapeuta que trate la mano del tío Motty. Si no, va a perder el uso de esa mano. Me sorprende mucho que hayáis descuidado este aspecto. —Ante lo cual la prima Riva se pone furiosa. Ya se culpa a sí misma por el accidente, le habían advertido que no condujera, y también por la silla con las correas, pero no va a permitir que la prima Eunice adopte ese tono crítico.

—Me parece que se puede confiar en mí para que cuide de mi marido —le contesta, y abandona la habitación.

Eunice la sigue, y yo oigo explicar todo con detalle a la testaruda «profana». La cura de su tartamudez hace cincuenta años la vendió para siempre a los profesionales. Su lema es «Consigue lo mejor».

Para sentarme en la cama aparto a un lado los libros y revistas de Riva. De pronto me acuerdo de que solían gustarle Edna Ferber, Fannie Hurst y Mary Roberts Rinehart. Una vez, en el lago Zurich, en Illinois, me prestó un ejemplar de La escalera circular para que lo leyera. Con esto me vinieron todos los detalles nimios, circunstanciales e innecesarios. La familia salió de la ciudad un día de verano en tres coches y por el camino el primo Motty se detuvo en un almacén de la avenida Milwaukee y compró una cuerda de tender ropa para atar las cestas de picnic al techo del Dodge. Se puso de pie sobre los parachoques y la parte de delante del vehículo y ató las cestas por todos lados, con muchos cruces y nudos.

Como el plato en el que uno limpia los pinceles de la acuarela, el lago Zurich es amarillo verdoso, el lodo es profundo, los juncos son espesos, el aire está cargado y el bosquecillo no huele a naturaleza sino a bocadillos y a plátanos. En la mesa de picnic hay una partida de póquer que preside la madre de Riva, que ha bajado el velo de su gran sombrero para apartar a los mosquitos y quizá también para disimular su mirada ante los demás jugadores. Tanky, que entonces tiene alrededor de dos años, se escapa desnudo de su madre y del puré de patata que ella le grita que se tiene que comer. Los hermanos de Shana, Motty y Shimon, se pasean por el bosque hablando de asuntos de la panadería. El montañoso Shimon tiene una joroba, pero es una joroba de fuerza, no una desfiguración. De sus mangas cuelgan unas manos enormes. No le preocupa en absoluto la chaqueta de fieltro que cubre su abultada espalda. Él la compró, él es su dueño, pero por el modo en que la lleva la vuelve contra sí. Se convierte en una especie de broma antiamericana. Sus enérgicos pasos destruyen las plantitas. Es tremendamente astuto y tus secretos de adolescente arden en el fuego azul de su negativa sonrisa. Yo no le gustaba a Shimon. Mi cuello era demasiado largo; mis ojos, demasiado raros. Yo era estudioso. Yo apoyaba una norma falsa, una negación de la vida auténtica. El primo Motty me defendía. No soy capaz de decir que yo tuviera toda la razón. La prima Shana solía decir de mí: «Este chico tiene la cabeza abierta». Con eso quería decir que aprender de los libros era fácil para mí. En la medida de lo posible, la intuición del primo Shimon era más acertada. A la orilla del lago Zurich yo debería haber estado gritando en el barro con los otros niños, no leyendo un libro estúpido (tenía la cubierta en relieve marrón monocromo) de Mary Rinehart. Yo me resistía a entregar mi alma a las «condiciones reales», que son las condiciones que ahora: descubre el aguijón del FBI. (Las revelaciones de la corrupción no llegarán muy lejos; los peores de los tipos malos tienen poco que temer.)

La prima Shana estaba equivocada. Lo que decía se interpreta mejor como metafísica. No era la cabeza lo que estaba abierto. Era otra cosa. Entramos en el mundo sin previo aviso, nos manifestamos antes de que seamos conscientes de la manifestación. Existe una conciencia original o, si se prefiere, un alma original. Puede que sea como sugirió Goethe, que el alma es un teatro en el que puede mostrarse la Naturaleza, el único teatro de ese tipo que tiene. Y esto tiene sentido cuando trata uno de explicar algunas clases de observación apasionada: la observación de los primos, por ejemplo. Si fuera solo observación en el sentido habitual del término, ¿para qué serviría? Pero si se expresa: «Como es el hombre, así de pronto como se forma el ojo, así son las posibilidades», entonces es algo distinto. Cuando me encontré con Tanky y su colega matón en O’Hare y se me ocurrió que podía ser un William Blake etéreo, estaba invocando mi propia perspectiva fundamental, la de una persona que se dedica a reconocer las distorsiones en la forma ordinaria de ver pero nunca ha abandonado el hábito de referir todas esas observaciones verdaderamente importantes a esa conciencia o alma original.

Yo creía que Motty en su silencio estaba consultando a la «persona original». La distorsionada podía morir sin arrepentimiento, puede que incluso ya estuviera muerta.

. Cuando se abren las costuras, las ataduras se disuelven, y la insostenibilidad de la existencia te vuelve a soltar a la conciencia original. Entonces estás libre para buscar un ser real bajo los desechos de las ideas modernas, y en un trance mágico, si se quiere, o con una lucidez completamente distinta de la lucidez de los tipos de conocimiento aceptados.

Fue alrededor de ese momento cuando el primo Motty me hizo un gesto con la cabeza. Tenía algo que decir. Era muy poco. Casi nada. Desde luego, no era nada que yo estuviera preparado para oír. Yo esperaba que me pidiera que lo desatara. Cuando me incliné sobre él le puse una mano en el hombro, sintiendo que eso era lo que él quería que yo hiciera. Y quizá habría sido apropiado hablarle en su idioma nativo, como Seckel con los bayou le había hablado a su indio, el último de su pueblo. La palabra que dijo ahora Motty no podía haber sido Shalom. ¿Por qué me iba a dirigir un saludo tan formal? Al ver cómo me había sorprendido, volvió sus ojos hacia mí con interés: eran muy grandes. Lo volvió a intentar. Así que le pregunté a Riva por qué decía eso y ella me contestó:

—Ah, está diciendo «Scholem». Una y otra vez me recuerda que hemos estado recibiendo correspondencia para ti de Scholem Stavis.

—¿Del primo Scholem? ¿No Shalom?

—No debe de tener tu dirección.

—No estoy en la guía. Y no nos hemos visto en treinta años. Tú le podrías haber dicho dónde encontrarme.

—Querido, yo estaba muy ocupada. Ojalá te llevaras todo esto. Me llena un cajón entero de la despensa, y ha estado en la mente de Motty como algo sin terminar. Se sentirá mucho mejor cuando te lo lleves.

Mientras decía «Ojalá te llevarás todo esto» miraba a Eunice. Era una mirada cargada de sentido. «Quítame esta cruz», era su mensaje. Suspirando, me llevó a la cocina.

Scholem Stavis, que era Brodsky por parte de madre, era uno de los primos de ojos azules, como Shimon y Seckel. Cuando Tanky había hablado en aquel momento memorable en el aeropuerto O’Hare de los genios de la familia, «Teníamos dos o tres», se estaba refiriendo también a Scholem, elevándonos a los dos al ridículo. «Si eres tan listo, ¿cómo es que no eres rico?», era la categoría en la que entraba su comentario, junto a: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?». Las familias de inmigrantes a la antigua habían buscado prodigios desesperadamente. Algunos de sus hijos habían tratado de colmar esas esperanzas. No se podía culpar a Tanky por sonreír ante el fracaso de esas expectativas.

Scholem y yo, que crecimos en calles vecinas, y fuimos a las mismas escuelas, habíamos intercambiado libros y, como Scholem no se interesaba por nada trivial, se trató siempre de Kant y Schelling, Darwin y Nietzsche, Dostoievski y Tolstói, y en nuestro último año de instituto fue Oswald Spengler. Un año entero le dedicamos a La decadencia de Occidente. En sus cartas (Riva me regaló una bolsa de la compra de la isla del tesoro para que las transportara), Scholem me recordaba estos intereses comunes. Escribía con una dignidad anticuada que yo apreciaba bastante. Sonaba un poco como las traducciones de Dostoievski hechas por Constance Garnett. Se dirigía a mí como «Brodsky». Sigo prefiriendo las traducciones de Garnett a todas las posteriores. No es auténtico Dostoievski si no dice «Así debe ser, Porfiri Petrovich», o «Yo adoraba a Tania, como quiera que fuera». Yo abordo las cosas con un estilo más brusco. Tengo debilidad por la velocidad moderna e incluso un toque de blasfemia. Ofrezco como ejemplo el comentario de Auden sobre Rilke: «El mayor poeta lesbiano desde Safo». Solo para subrayar que no podemos permitirnos olvidar la disolución de los lazos (anunciada en Jena, 1806). Peropor supuesto yo no discutía la superioridad de Dostoievski o Beethoven, a los que Scholem siempre se refería como los Titanes. Scholem siempre había sido y seguía siendo un seguidor de los Titanes. Los documentos que me llevé a casa de la despensa de Riva me mantuvieron despierto hasta las cuatro de la mañana. No dormí nada.

Scholem creía que había hecho un descubrimiento en biología que hacía con Darwin lo que Newton había hecho con Copérnico y lo que Einstein había hecho con Newton, y el desarrollo y aplicación del descubrimiento de Scholem iban a posibilitar un avance en la filosofía, el primer avance importante desde la Crítica de la razón pura. Yo podía haber predicho, por mis primeros recuerdos de él, que Scholem no haría nada a medias. Estaba hecho de un material duradero. ¿Gastarse ese material? Bien, en el ciclo de la naturaleza todos nos gastábamos, pero la vida nunca iba a acabar con él. En los viejos tiempos solíamos pasear por Raveswood, y Scholem era capaz de meter más palabras en un solo aliento que cualquier conversador que yo hubiera conocido nunca. De hecho se resistía incluso a respirar, por considerarlo una interrupción. De rostro blanco, delgado, y paso extrañamente elástico, con los pulgares colgados de los bolsillos del pantalón, siempre iba por delante de mí, enfebrecido y pálido. Su aliento tenía el olor de la leche hervida. Mientras conversaba se le iba formando una pasta blanca en las comisuras de los labios. En su estado visionario, apenas oía lo que tú estabas diciendo, sino que te envolvía con anillos galácticos con una voz ahogada por la urgencia. Más tarde volví a pensar en él cuando leí a Rimbaud, especialmente el «Le Bateau lvre»: era una intoxicación y revolución del cosmos similar, con la única diferencia de que Scholem la complicaba, no la hacía sensual. En nuestros paseos elegía algún tema como las categorías de la muerte para Kant, y el paseo con su tema nos llevaba hacia el oeste por la avenida Foster, después hacia el sur al gran Cementerio Bohemio y después dando vueltas y vueltas por North Park College y arriba y abajo por los puentes del canal de drenaje. Al proseguir nuestra conversación enfrente de los escaparates de automóviles de la avenida Lawrence, no era probable que observáramos nuestros gestos distorsionados en los cristales.

En la foto en color que acompañaba a muchos de los documentos que había enviado tenía un aspecto totalmente distinto. Ahora tenía las cejas espesas y pobladas, un color oscuro, un aspecto triste, los ojos más cerrados, la boca comprimida y llena de arrugas profundas. A Scholem no lo habían destruido, pero se veía cuánta presión había tenido que soportar. Esa presión había dejado una gran marca en su rostro y había aplastado el cabello contra su cráneo. En uno de los rincones del santo sepulcro de mi apartamento yo estudié la fotografía con más detalle. Era un hombre que realmente valía la pena examinar, un primo admirable, un luchador hecho de materia pura.

Por contraste, yo me parecía a mí mismo, un hombre más ligero. Podía entender por qué yo había probado suerte en el mundo del espectáculo en vez de lo que había hecho él, una serie cómica en el Canal 7: material de cabaret de la Segunda Ciudad, cena entre los matones y aspirantes a matones en Fritzel’s, incluso dar saltos en el estúpido programa de entrevistas de Kupcinet antes de que mi autoestima me aconsejara que lo dejara todo. Ahora tenía de mí mismo una visión más equilibrada. Y sin embargo reconocía que en las cuestiones del intelecto le había cedido los honores principales al primo Scholem Stavis. Incluso ahora, la inquebrantable intensidad de su rostro, la dilatación de su nariz respirando fuego hacia la tierra, te dicen el tipo de hombre de que se trata. Como la fotografía se tomó cerca de su edificio de apartamentos, se ve la magnitud de su desafío, porque detrás de él está la ciudad de Chicago residencial, una calle de Chicago, un edificio de seis pisos, que era un buen domicilio hace sesenta años, con todas las ventajas de la clase media a disposición de los constructores de los años veinte: un entorno terrible para un hombre como Scholem. ¿Era esa una calle en la que escribir filosofía? Es por lugares como ese por lo que yo odio el evolucionismo que nos dice que debemos morir en fases de aburrimiento sucesivas para alcanzar la perfección definitiva de nuestra especie.

Pero en estas calles el primo Scholem escribió de hecho filosofía. Antes de cumplir los veinticinco años, ya había descubierto cosas nuevas. Me dijo que él había realizado el primer avance real desde el siglo XVIII. Pero, antes de que pudiera terminar su obra maestra, los japoneses atacaron Pearl Harbor y la lógica de sus revolucionarios descubrimientos en biología, filosofía e historia mundial hizo que fuera necesario para él alistarse en las Fuerzas Armadas: como voluntario, por supuesto. Trabajé duro con las páginas que me había enviado, tratando de comprender las bases biológicas e históricas de todo esto. La evolución de gametos y zigotos; la división de las plantas en monocotiledóneas y dicotiledóneas, de los animales en anélidos y vertebrados: estas cosas me resultaban familiares. Cuando se trasladó de estos a un debate sobre los cimientos biológicos de la política moderna, fue solo mi buena voluntad la que arrastró consigo, no mi entendimiento. Las grandes masas terrestres estaban en manos de naciones pasivas y receptivas. Los estados más pequeños eran las fuerzas agresivas que lo impregnaban todo. Ningún resumen me podía ayudar; iba a tener que leer el texto completo, me escribía. Pero ahora deseaba decirme que la derecha y la izquierda eran fenómenos secundarios. La corriente principal se volvería al final un continuo revolucionario y amplio, centrista y libre que justo ahora estaba empezando a revelar su promesa en las democracias occidentales. Por esto es fácil de comprender por qué se alistó Scholem. Iba a la defensa no solo de la democracia sino también de sus ideas.

Fue fusilero de infantería y luchó en Francia y Bélgica. Cuando las fuerzas norteamericanas y rusas se encontraron en el Elba y partieron en dos a los ejércitos alemanes, el primo Scholem formaba parte de una de las patrullas que cruzaron el río. Los soldados rusos y norteamericanos vitorearon, bebieron, bailaron, lloraron y se abrazaron. No es difícil imaginar el estado de ánimo especial de un niño del noroeste de Chicago cuyos padres emigraron desde Rusia y que se encuentra de soldado en Torgau, en la patria de Kant y Beethoven, una nación que había organizado y llevado a cabo el asesinato en masa de los judíos. Solo hace un poco observé que un tal Ijah Brodsky, con su alma embelesada y entregada a los chukchos y los koriakos, no podía estar seguro de que sus pensamientos fueran los más curiosos dentro de la masa mental reunida en el edificio del First National, en la vanguardia del capitalismo norteamericano en su fase contemporánea más útil. Bueno, tampoco puede estar uno seguro de que entre los soldados que se abrazaban, lloraban y bebían armando jolgorio en Torgau (y tampoco olvido a las chicas que iban con las tropas rusas, ni a las viejas que se sentaron a refrescarse los pies en el río, muy rápido en aquel punto) no había alguien tan preocupado como él por las teorías biológicas e históricas. Pero el primo Scholem en la tierra de… bueno, Spengler (¿por qué teníamos que dejar fuera a Spengler, cuyos paralelos entre la antigüedad y la modernidad nos habían estimulado de manera intolerable cuando éramos niños en Ravenswood?). El primo Scholem no solo había estudiado la historia mundial, no solo meditó sobre ella y desentrañó algunos de sus nudos y enredos más sorprendentes y paralizantes justo antes de alistarse, también estaba experimentándola personalmente, y de hecho era fusilero. Los soldados de ambos ejércitos, y Scholem en medio de ellos, hicieron el juramento de ser amigos para siempre, no olvidarse unos a otros y construir un mundo en paz.

Durante años después de aquello mi primo se dedicó a labores de organización, llamadas a los gobiernos, actividades en las Naciones Unidas y en conferencias internacionales. Fue a Rusia con una delegación norteamericana y en el Kremlin le entregó a Kruschev el mapa que había utilizado su patrulla cuando cruzó el Elba: un regalo del pueblo norteamericano al pueblo ruso, y una prueba de amistad.

La terminación y publicación de su obra, que él consideraba la única contribución genuina a la filosofía pura del siglo XX, tuvo que ser pospuesta.

Durante unos veinte años, el primo Scholem fue taxista en Chicago. Ahora estaba retirado, era pensionista de la empresa de los taxis, y vivía en el North Side. Hacía poco que lo habían operado de cáncer en el hospital VA. Los médicos le dijeron que no le quedaba mucho tiempo de vida. Por eso es por lo que recibí tanto correo de él, una pila de documentos que contenía reproducciones de Barras y estrellas, fotos de las tropas abrazándose en Torgau, fotocopias de cartas oficiales y declaraciones finales, tanto políticas como personales. Yo miré por segunda y luego por tercera vez la fotografía más reciente de Scholem. La bizquera interior de sus ojos alargados, la fuerza emocional de su rostro… Había tratado de dar un sentido a su vida. Creía que su muerte tendría también un sentido. A veces yo mismo pienso qué será de la humanidad cuando yo me haya ido, y no puedo decir que prevea ningún efecto especial de mi desaparición final, mientras que el primo Scholem tiene la íntima convicción de haber logrado algo, y cree que su influencia proseguirá para mayor honor y dignidad de nuestra especie. Al final llega a esta conclusión de despedida. Me hace muchas peticiones especiales, algunas de ellas ceremoniales. Quiere que lo entierren en Torgau, en el Elba, cerca del monumento que conmemora la derrota de las fuerzas nazis. Pide que la ceremonia de su funeral comience con la lectura de la conclusión de Los hermanos Karamazov, en la traducción de Garnett. Pide que la ceremonia termine con el segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven, en la grabación de Solti con la Filarmónica de Viena. Me escribe la inscripción para su lápida. En ella se identifica con el duradero don intelectual que le lega a la humanidad y con su participación en aquel juramento histórico. Concluye citando a Juan 12,24: «En verdad os digo que si un grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto».

Como apéndice de la despedida, hay una carta del Departamento del Ejército, Oficina del Asistente General, en que se informa al señor Stavis de que tendrá que averiguar qué normas tiene la República Democrática Alemana (Alemania Oriental) con respecto al traslado a su país de restos mortales con fines de enterramiento. Puede preguntar en la cancillería de la RDA, en Washington DC. En cuanto a los gastos, desgraciadamente, las posibilidades del Gobierno de Estados Unidos son limitadas, y no puede permitirse pagar el transporte del cadáver de Scholem, mucho menos los pasajes de su enlutada familia. Las asignaciones de los cementerios y tumbas pueden obtenerse a través de la Administración de los Veteranos. La carta es decente y compasiva. Por supuesto, no puede esperarse que el coronel que la firma sepa lo extraordinario que es Scholem como persona.

Hay una última comunicación, acerca de una reunión que se celebrará en París el año próximo (septiembre de 1984) para conmemorar el septuagésimo aniversario de la batalla del Mame. Será una oportunidad de reunir a los taxistas que participaron en la defensa de la ciudad llevando los soldados al frente. Han invitado a taxistas de todo el mundo a esta celebración, incluso a los que pedalean en el sudeste asiático. La gran procesión se formará cerca de la tumba de Napoleón y después seguirá la ruta que se siguió en 1914. Scholem tiene intención de saludar a los últimos de los venerables taxistas expuestos en los Invalides. Como miembro del comité de organización, pronto irá a París para participar en los preparativos de este acontecimiento. De camino a casa se detendrá en Nueva York, donde visitará a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad para pedirles que respeten el espíritu de gran día de Torgau, y para despedirse cálidamente de todos. Visitará la delegación de Francia en las Naciones Unidas a las nueve y media de la mañana, la de la Unión Soviética a las once, la de China a las doce y media, la de Gran Bretaña a las dos de la tarde y la de Estados Unidos a las tres y media. A las cinco de la tarde presentará sus respetos al secretario general. Después volverá a Chicago y comenzará una nueva vida, la vida que se promete en Juan 12,24.

Al final pide ayuda financiera en nombre de la propia humanidad y vuelve a hacer referencia a la dignidad de la humanidad en este siglo.

Otros documentos menos importantes contienen declaraciones sobre el desarme nuclear y sobre las esperanzadoras perspectivas de una posible reconciliación entre las superpotencias, en el espíritu de Torgau. A las tres de la mañana mi cabeza no está lo suficientemente clara como para estudiarlas.

Dormir está descartado, de manera que, en vez de irme a la cama, me preparo un poco de café bien cargado. No sirve de nada irse al catre; solo seguiría pensando.

Insomnio no es la palabra con que yo defino los agudos estremecimientos de la conciencia que me sacuden en la profundidad de la noche. Durante el día los hábitos rezongones de toda una vida evitan que haga un descubrimiento real. He aprendido a agradecer las horas de la noche que aclaran los nervios y abren las venas: a «yacer en un éxtasis inquieto». Para desear esto, y soportarlo, se necesita un alma fuerte.

Me tiendo con el café en uno de mis rincones sirios (pero no pretendía crear este entorno oriental; ¿cómo llegó a crearse solo?), me echo cerca de la suave, iluminada y vacía superficie lunar del Outer Drive para reflexionar sobre lo que puedo hacer por el primo Scholem. ¿Por qué hacer nada? ¿Por qué no limitarse simplemente a enviarlo al departamento de las buenas intenciones? Después de que hubiera estado en la cámara de las buenas intenciones cinco o seis veces, yo podía casi sentir que había hecho algo por él. Sin embargo, las habituales técnicas de evasión no parecían funcionar en el caso del primo Scholem. Hijo de inmigrantes judíos (su padre se dedicaba a vender huevos en el mercado Fulton), el primo Scholem estaba decidido a encontrar ayuda para la libertad en la naturaleza y la historia y a mitigar, impedir o prohibir el miedo a la muerte que gobierna a la especie, la convulsiona. Además, era un patriota norteamericano (un afecto terriblemente anticuado) y un ciudadano del mundo. Por encima de todo, deseaba afirmar que todo iba a ir bien, hacer un don distinguido, bendecir a la humanidad. En todo esto, Scholem se ajustaba en realidad a la norma clásica de los judíos de la diáspora. Con el telón de fondo del Chicago de los salones de juntas y del anonimato, del fraude, el incendio, el asesinato, los matones, los sicarios, la ideología de la violencia diseminada desde unas fuentes de poder ocultas, la ley moral, que nunca fue más intensa en Chicago, esa piel de cebolla o papel de tela, era ahora un gas raro como el argón. En cualquier caso, imagínenselo, mientras la mente más brillante se paseaba por las carreteras al volante de un taxi, sus pasajeros descendientes de Belial hacían que la segunda carta a los corintios pareciera cosa de enfermos. Y a todo esto, Scholem, en medio de una decadencia sin igual, mantenía incluso más puros sus pensamientos. El esfuerzo le provocó un tumor maligno. Yo siempre he estado convencido también de que la tensión de estar conduciendo diez horas al día en el tráfico de la ciudad basta para provocarte un cáncer. Es la inmovilidad forzosa la que lo hace; y está también la mala voluntad agravada, el flujo de furia que desprenden los organismos, y quizá también los mecanismos. Pero ¿qué podía hacer yo por Scholem? No podía ir corriendo a su casa y llamar al timbre después de treinta años de ausencia. Tampoco podía aportarle ayuda financiera: no tengo bastante dinero para imprimir esos miles de páginas. Él necesitaría al menos diez mil, y a lo mejor esperaba que Ijah los sacara del aire del Loop. ¿No pertenecía Ijah a un grupo de vanguardia, de analistas financieros de élite? Pero el primo Ijah no era uno de los operadores que se habían hecho con una parte del dinero importante disponible para los proyectos «intelectuales» o las reformas iluminadas, de los que conseguían subvenciones políticas y tienen millones con los que jugar.

Tampoco me apetecía sentarme con él en la soledad de su piso para hablar de la obra de su vida. Yo no tenía el lenguaje necesario para eso. La biología que estudié en la universidad se quedaría corta. Mi Spengler estaba más muerto que el cementerio bohemio en el que solíamos hablar de los grandes temas (un entorno digno, tumbas enormes, flores marchitas).

Tampoco tenía yo un lenguaje que compartir con el primo Motty, para abrirle mi mente por completo; y por su parte el primo Scholem no podía obtener mi apoyo para su sistema filosófico hasta que yo me hubiera calificado con años de estudio. Pero quedaba tan poco tiempo que eso estaba descartado. En aquellas circunstancias, todo lo que yo podía hacer era tratar de conseguir fondos para enterrarlo en Alemania Oriental. Los comunistas, al necesitar tanto el dinero contante y sonante, no rechazarían una propuesta razonable. Y entonces, por la mañana, mientras me lavaba y afeitaba, recordé que teníamos un primo en Elgin (Illinois), que no era un primo cercano, pero con el que yo siempre había tenido unas relaciones amistosas e incluso afectuosas. Quizá él pudiera ayudar. Los afectos tienen que acomodarse como pueden en unos tiempos tan extraños. Se mantienen vivos y almacenados, como sea, porque uno no ve a menudo al objeto de su afecto. Estos cultivos hidropónicos de la mente pueden ser, sin embargo, curiosamente duraderos y tenaces. La gente parece ser capaz de mantenerse unos a otros «a la espera» durante décadas. Las separaciones como esta saben a eternidad. Una interpretación de «no tener contemporáneos» consiste en que todas las asociaciones valiosas se mantienen en suspenso en el tiempo. Los ausentes parecen sentir que no han perdido su valor para ti. La relación se desarrolla ritardando en un instrumento en trance del que el resto de la orquesta solo es consciente de manera subliminal.

La persona a la que me refiero seguía allí, en Elgin. Mendy Eckstine, que fue periodista por cuenta propia y publicista, estaba ahora medio retirado. Eckstine había sido mi primo para los billares, el boxeo y los clubes de jazz. Mendy había disfrutado especialmente ser un norteamericano de su tiempo. Nació en Muskingum (Ohio), donde su padre tenía una tienda de ropa de caballero, asistió a una escuela secundaria de Chicago y creció para convertirse en un hombre alegre, de la calle, especializado en los jugadores de béisbol, los actores de voz melosa, los trompetistas y los músicos del boogie-boogie, los artistas embaucadores y los tipos que se dedicaban a la estafa de poca monta en el ayuntamiento. Un tipo que le encantaba era el paleto listillo: «El paleto con sus calabazas». El denso y rizado cabello de Mendy estaba peinado hacia arriba, sus mejillas eran firmes, señaladas por el acné, y después curadas hasta convertirse en una superficie blanca a parches. Adoptaba una pose maravillosa alzando la cabeza, como si fuera a declarar que él lo iba a arreglar todo. Solía hacer ese gesto cuando depositaba el cigarrillo en el borde de la mesa de billar del Rathkeller de la Universidad de Wisconsin y agarraba su palo para estudiar su siguiente movimiento. De Mendy, como de Seckel, yo había aprendido canciones. Le encantaban las piezas palurdas de jazz como «A mí me suena un poco a pifia», y en particular la parte que dice:

Ay, las vacas se secaban y las gallinas no ponían

cuando él tocaba su corneta.

Era una persona totalmente admirable, y un norteamericano completo, tan formal y completo a su manera como una obra de arte. A finales de los años treinta él y yo íbamos juntos a las peleas, o al club de Lisa a escuchar jazz.

El primo Mendy era el hombre a quien tenía que dirigirme en nombre de Scholem porque en algún sitio había un fondo, creado por un pariente que llevaba muerto muchos años, el último de su rama de la familia. Tal y como yo entendía las disposiciones, este fondo se había creado para dar préstamos importantes a la familia y también para pagar la educación de los parientes pobres, si estaban dotados; quizá incluso sus actividades culturales superiores. Yo tenía una idea vaga de todo esto, pero estaba seguro de que Mendy lo sabría, y lo llamé por teléfono. Me dijo que iba a venir al centro al día siguiente, encantado, según me dijo, de que tuviéramos ocasión de charlar.

—Ha pasado demasiado tiempo, viejo.

El fondo era el legado de uno de los Eckstine mayores, Arcadius, al que llamaban Artie. Artie, del que no se esperaba nada y que nunca en su vida había sido capaz de atarse los cordones de los zapatos, no porque fuera demasiado corpulento (solo estaba rellenito) sino porque le había anunciado al mundo que él era una persona dégagé, había conseguido algún dinero hacia el final de su vida. Antes de la revolución había llevado a los norteamericanos la versión de un escolar de la vida de Pushkin, y también hacía recitados de Pushkin incomprensibles para nosotros. La experiencia moderna nunca lo había afectado. Vista desde arriba, la redonda y rubicunda cabeza de Artie era como la de un niño, peinada con la inocencia de un niño. Se le hincharon un poco las mejillas y los párpados. Tenía los ojos verde kiwi. Perdió un dedo en una fábrica de alambre de espino en 1917. Quizá lo sacrificó para evitar tener que soportar las corrientes de aire. Todavía hay por ahí un «retrato de gabinete» de Artie y de su madre viuda, tomado hace alrededor de setenta años. Él posó con el pulgar bajo la solapa. Su madre, Tania, era regordeta, baja y de tipo oriental. Aunque en la fotografía tiene aspecto sereno, en realidad tiene el rostro inflado por la risa. ¿Por qué? Pues bien, porque, si sus piernas son tan gordas y cortas que no alcanzan el suelo, para ella sin duda la causa es una cómica deficiencia del mundo físico, ridículamente incapaz de adaptarse a la tía Tania. El segundo matrimonio de Tania fue con un basurero millonario, un personaje destacado en su sinagoga, un hombre sencillo y estrictamente ortodoxo. A Tania, que adoraba las películas, le encantaba ver a Clark Gable y nunca se perdía las reposiciones de Lo que el viento se llevó. «Üy, Clark Gable, ¡cómo me gusta!», solía decir.

Su viejo esposo la precedió para morir. Ella lo siguió con ochenta y tantos años, cinco después. En el momento de su muerte, Artie era viajante de salsa de manzana deshidratada y hacía una demostración de su producto en un pequeño almacén de las afueras del estado cuando se enteró de la noticia. Él y su mujer, que no tenían hijos, se retiraron casi inmediatamente. Él dijo que iba a reanudar sus estudios de filosofía, que era de lo que había obtenido el título en Ann Arbor Dios sabe cuántos años antes, pero la administración de sus propiedades y de su dinero lo mantuvo alejado de los libros. A mí solía decirme:

—Ijah, ¿qué opinas tú de Chou Dewey, eh?

Cuando estos primos Eckstine murieron, supimos que habían creado un fondo para los estudios superiores, una especie de fundación, según Mendy.

—¿Y se ha utilizado alguna vez?

—Muy poco.

—¿Podríamos sacar dinero de él para Scholem Stavis? Mendy respondió:

—Eso depende. —Dando a entender que él podría ser capaz de sacarlo.

Yo ya había preparado mis argumentos para convencerlo. Rápidamente comprendió en esencia el problema de Scholem.

—No habría dinero bastante para publicar la obra de su vida. ¿Y cómo podemos saber si de verdad él es para Darwin lo que Newton fue para Copérnico?

—Sería difícil que lo decidiéramos nosotros.

—¿Y a quién le preguntarías? —dijo Mendy.

—Tendríamos que buscar algunos especialistas. Pero mi confianza en los académicos no es muy grande.

—¿Crees que le robarían a un genio amateur indefenso?

—A menudo el contacto con la inspiración molesta al trabajador constante…

—Suponiendo que Scholem esté inspirado. Artie y su mujer no vivieron lo suficiente para disfrutar de su herencia. No me gustaría malgastar mucho de su pasta en una idea que parece genial pero luego resulta no serlo —dijo Mendy—. Tendría más confianza en Scholem si no fuera tan dado a fanfarronear.

Hoy día, la gente no se fía de ti si no les muestras tu lado más humano. Leopold Bloom en el retrete, con su hedor cada vez mayor, las ubres de cabra de su mujer, o lo que fuera. Las normas elegidas para la humanidad común se han trasladado a estos niveles tan bajos.

—Además —dijo Mendy—, ¿qué es toda esa historia de cristiandad? ¿Por qué tiene que citar el más antisemítico de los evangelios? Después de todo lo que hemos pasado los judíos, no es esa la orientación que hay que tomar.

—Que yo sepa, es posible que sea el heredero de Immanuel Kant y no acepte una visión totalmente judía. También es un norteamericano que reclama su derecho natural a ocupar una posición importante en la historia del conocimiento.

—Incluso así —dijo Mendy—, ¿qué es eso de pedir que lo entierren detrás del telón de acero? ¿No sabe cómo odian esos rusos a los judíos… justo allí arriba con los alemanes? ¿Cree acaso que al yacer allí enjugará todo ese odio como si fuera papel secante? ¿Los va a curar? Puede que crea que sí…, que solo él puede hacerlo.

Se estaba preparando para acusar a Scholem de megalómano. Esos términos psicológicos que rondan por todas partes, tentándonos a que los utilicemos, son una amenaza. Deberían meterlos todos en camiones y tirarlos a un vertedero.

Era interesante examinar la evolución del propio Mendy. Él mismo era muy inteligente, aunque uno podía no creerlo si había observado cómo se había dramatizado a sí mismo como norteamericano medio del periodo Hoover o de la primera etapa Roosevelt. Copiaba las idioteces e incluso las penas de sus modelos protestantes, desgracias como la separación entre marido y mujer, o el autoflagelo sexual. Era capaz de emborracharse en el Loop y volver como una cuba en el tren, como otros norteamericanos. Se compró un bulldog inglés que irritaba a su mujer en grado sumo. Él y su suegra tenían todas las excentricidades cómicas norteamericanas del disgusto mutuo. Ella bajaba al sótano cuando él llegaba a casa y cuando ya se había acostado subía a prepararse una taza de cacao en la cocina. A mí solía decirme: «La he enviado a un especialista en nutrición porque no podía entender cómo podía tener ese aspecto tan sonrosado y saludable con un dieta de bollos y cacao». (Yo imaginaba que era toda aquella farsa la que la había conservado en un estado tan estupendo.) Mendy hizo de su hijo un aliado suyo; iban a pescar y visitaban campos de batalla de la Guerra Civil. Él era un hombre del Medio Oeste, un poco infantil, que representaba un guión del cómico W. C. Fields. Y sin embargo en los ojos que había debajo del ala de aquel sombrero siempre había habido un destello judío, y después de haber cumplido los sesenta era visiblemente más judío. Además, como ya he dicho, el modelo norteamericano que había adoptado estaba ahora totalmente obsoleto. Los patriarcas del Antiguo Testamento eran infinitamente más modernos que los listillos del pueblo. Mendy no estaba volviendo a la religión de sus padres ni nada por el estilo, pero, en su medio retiro, allí plantado en Elgin, debía de haberse vuelto tan difícil de entender como el primo Motty había llegado a serlo en los vestuarios de su club. Por consiguiente, no le sorprendía que yo me tomara tanto interés por mis primos. Él mismo estaba interesado. A menos que yo estuviera malinterpretando la expresión de su ahora deforme rostro cálido, lleno de bollos, me estaba pidiendo que extendiera mi interés a él. Deseaba un acercamiento.

—¿No estarás siendo sentimental, Ijah, solo porque tú y Scholem dabais juntos esos paseos tan maravillosos? Probablemente serías capaz de juzgarlo si lees su bomba de libro. En la Rand Corporation no contrataban a tontos: algún día te pediré que me hables más de aquel superdepósito de ideas.

—Yo prefiero llamarlo simpatía, no sentimentalismo.

En el aspecto moral, era una ignorancia salvaje, la anarquía más absoluta.

Mendy dijo:

—Si trataras de hablar con él, te largaría un sermón desde una posición superior, ¿verdad? Y, como tú no entiendes de zigotos y gametos, te verías obligado a sentarte y escuchar…

Lo que Mendy estaba tratando de decirme era que él y yo, nosotros, podíamos entendernos el uno al otro, porque éramos de la misma clase. Los judíos que habíamos crecido en las aceras de Norteamérica. No éramos extranjeros en ningún sentido, y habíamos aportado tanto entusiasmo, brío y amor a esta vida norteamericana que nos habíamos convertido en ella. Era extraño que ella empezara a rodar hacia el olvido justo cuando nos estábamos perfeccionando en esta democracia admirable. Sin embargo, nuestra democracia estaba passé. La nueva democracia con sus nuevas abstracciones era cruelmente descorazonadora. Ser norteamericano siempre había sido una especie de proyecto abstracto. Venías como inmigrante. Te hacían una propuesta de lo más razonable y decías que sí. Te habían encontrado. Con las nuevas abstracciones estabas perdido. Exigían un chocante abandono de la opinión personal. Por ejemplo, la carta de Eunice a la escuela de medicina. Al usar la palabra «integridad» uno podía engañar con la conciencia tranquila. Si tenías experiencia con las nuevas abstracciones, ya no tenías que preocuparte por la verdad y la mentira, el bien y el mal. Lo que te excusaba del bien y del mal era el esfuerzo que invertías en ese aprendizaje. Trabajabas duro en tu lección limitada, la aprendías y ya estabas absuelto para siempre. Podrías decir, por ejemplo: «La culpabilidad tiene que morir. Los seres humanos tienen derecho al placer sin culpabilidad». Habiendo aprendido esta valiosa lección, ya podías aceptar que se follaran a tus hijas, cosa que en el pasado te habría ahogado. Te compensaba la satisfacción de una lección bien aprendida. Bueno, pues esas son las nuevas ideas. Y es posiblemente de nuestra capacidad para las ideas de la que depende nuestra supervivencia: todas las decisiones racionales que tienen que tomarse. Y óiganme. No estoy divagando en absoluto. El primo Scholem era una criatura noble que vivía en los bosques de las ideas antiguas. Una criatura excelente, si de verdad era lo auténtico. El primo Mendy insinuaba que no lo era. El primo Mendy deseaba recordarme que él y yo éramos representantes de un peculiar híbrido entre judío y norteamericano (borrado por la historia) y que teníamos en común infinitamente más de lo que cualquier prodigio anticuado podría entender nunca.

—Quiero hacer algo por Scholem, Mendy.

—No estoy seguro de que podamos gastar el dinero del primo Artie para enterrarlo en Alemania Oriental.

—De acuerdo. Ahora bien, supongamos que consigues el dinero necesario para que se lea su gran obra, que encuentras a un biólogo que la examine. Y a un filósofo y a un historiador.

—Quizá. Lo examinaré con los albaceas. Me pondré en contacto contigo —dijo Mendy.

De esto supuse que él mismo era uno de los albaceas.

—Tengo que ir al extranjero —le dije—. Es posible incluso que vea a Scholem en París. En su carta de despedida menciona un viaje para planificar el asunto de los taxis del Mame.

Le di a Mendy el teléfono de la señorita Rodinson.

—Volarás en el Concorde, supongo —dijo Mendy, sin envidia. Me habría agradado su compañía.

Me detuve en Washington para consultar con la gente del Fondo Monetario Internacional la probable reanudación de los créditos de bancos comerciales a los brasileños. Encontré el tiempo para pasar unas horas en la Biblioteca del Congreso, buscando material sobre Bogoras y Jochelson, y para poner en marcha las indagaciones en la cancillería de Alemania Oriental. Después telefoneé a mi ex mujer a la Radio Pública Nacional. Isabel se ha convertido en una de sus voces más conocidas. Después de tres matrimonios, ha vuelto a adoptar su apellido de soltera. A veces oigo que la mencionan después de la saltarina música de la sintonía del programa: «Y ahora oiremos la voz de nuestra corresponsal Isabel Greenspan desde Washington». La invité a cenar conmigo. Me dijo que no, ofendida quizá porque yo no la había llamado antes desde Chicago. Me dijo que vendría al hotel Hay-Adams a tomar una copa conmigo.

La idea que me sugiere de manera persistente Isabel cuando nos encontramos es la de que el hombre es un animal que todavía no se ha estabilizado. Con esto no solo quiero decir que es común encontrar tipos defectuosos, enfermos, abortivos (Isabel no es ni defectuosa ni enferma, por cierto) sino también que la mayoría de los seres humanos nunca alcanzaron el equilibrio y son por naturaleza capciosos, fastidiosos, irritables, incómodos, buscan un alivio de su trabajo y se enfadan porque no lo encuentran. Una mujer como Isabel, decidida a dar la impresión de un equilibrio perfecto, refleja esta desgraciada inestabilidad. Me identifica con errores de los que ya se ha liberado; mide sus progresos por nuestra divergencia cada vez mayor. Es lo suficientemente lista como para pertenecer a la sociedad Mensa (alto coeficiente intelectual) y, en la radio, es una persona encantadora, pero conmigo siempre estaba algo seria, como si no estuviera satisfecha del todo con su «perspicacia». Como personaje conocido en el país, por un programa que ofrece una interpretación lúcida de la realidad a millones de oyentes, Sable está «comprometida», «ocupada»; pero, como mujer inteligente, en secreto está aterrorizada por esa lucidez.

Me habló de Chicago, con el que, en algunos aspectos, me identifica. «Concejales blancos como máquinas haciendo lo que quieren con el alcalde negro mientras despojan a la ciudad hasta del último pago. Mientras que tú, por supuesto, lo ves todo. Tú siempre lo ves todo. Pero prefieres seguir pensando en las musarañas.» Había una diferencia notable en Sable aquella tarde. A la hra del cóctel, estaba tan arreglada como si fuera el alba. Su oscuro cabello era la noche que se alejaba. Estaba más perfumada que el alba. Aparte de eso, era una buena comparación. No se puede negar que es una mujer atractiva. Llevaba un vestido de seda oscura, del color del té, con un dibujo en escarlata. No siempre se ponía tan atractiva para nuestros encuentros.

Es vano pretender que yo «lo veo todo», pero lo que ella quería decir con «pensando en las musarañas» estaba bastante claro. Tenía dos sentidos claros y relacionados entre sí:

1) mis preocupaciones particulares, y 2) mi relación soñadora de toda la vida con Virgie Dunton, de soltera Miletas, concertista de arpa de ocho dedos. A pesar de su defecto congénito, Virgie había conseguido dominar todo el repertorio del arpa, omitiendo unas pocas obras imposibles, y tenía una carrera de éxito. Es perfectamente cierto que a mí nunca se me habían curado mis sentimientos por Virgie: sus ojos negros, su rostro redondeado, su blancura, su tendencia a echarse hacia delante, sus emanaciones femeninas, las promesas de humanidad o amabilidad que despedían. Incluso la ligera mutilación de su corta nariz (consecuencia de un accidente de automóvil: se negó a someterse a la cirugía estética) era una atracción para mí. Es perfectamente cierto que para mí la palabra «hembra» tenía en ella a una representante de lo más significativo. Cuando me era posible, asistía a sus conciertos; caminaba por su barrio con la esperanza de tropezarme con ella, me la imaginaba paseando por los grandes almacenes. Los encuentros fortuitos (cinco en treinta años) los recordaba con minuciosa exactitud. Cuando su marido, un gran bebedor, me prestó el libro de Galbraith sobre sus logros en la India, lo leí de cabo a rabo, y esto solo puede explicarse por el efecto ampliado de concentración de la energía psíquica que se había producido en mí. Virgie Miletas, la Venus de los pulgares mutilados, con su fuerza de atracción eléctrica, era el auténtico objeto del comentario de Sable de «Tú prefieres seguir pensando en las musarañas». La perfecta felicidad que yo podía haber experimentado con la señora Miletas-Dunton, como la unión largamente ansiada de unos seres rotos en el mito del amor de Aristófanes (aquí evito invocar al Eros superior que describió Sócrates) durante los largos viajes de los estruendosos trenes del El que solían transportarme a mí, el estudiante de filosofía inspirado, desde la calle Van Buren y sus casas de empeño hasta la calle Sesenta y tres con su muchedumbre de yonquis: era un sueño de amor artificial y Sable tenía bastante razón al despreciarlo.

En el Hay-Adams, bebiendo gin-tonic, Sable me hizo un comentario que me sorprendió; no se parecía en nada a los comentarios de costumbre, que ya no me sorprendían. Me dijo:

—No creo que pensar en las musarañas sea la expresión adecuada. Para ser más exactos, tienes una euforia que te guardas para ti. Una energía local que es absolutamente característica de tu ser. Por esta carga tan alta puedes hacer frente a los sucios hechos que otras personas tienen que padecer, quieran o no. Lo que tú eres es un acumulador de euforia, Ijah. Vives sumergido en medio de esa acumulación. Te mataría el estar deprimido, como lo están otros.

Este era un ataque curioso. Había algo detrás. Por eso le di todo el crédito que merecía. No obstante, opté por reflexionar sobre ello tranquilamente en vez de contestar de inmediato. De manera que empecé a hablarle del primo Scholem. Le conté todo el problema. Si lo fueran a entrevistar en la radio pública nacional, para así recibir la atención que merecía (el héroe de guerra-filósofo-taxista), podía lograr estimular el interés y, lo que es más importante, la extraña generosidad del público. Pero Sable rechazó esta propuesta inmediatamente. Dijo que sería demasiado pesado. Si anunciaba que en él se había encontrado por fin a un sucesor de Kant y Darwin, los oyentes dirían: ¿quiénes están locos? Admitió que los taxis del Mame podían tener mucho interés humano, pero la celebración no s haría hasta 1984; aún faltaba un año. Observó también que su programa no estaba a favor de las iniciativas de recolección de fondos. Me preguntó:

—¿Estás seguro de que se está moviendo de verdad? Solo tienes su palabra.

—Esa es una pregunta despiadada —respondí.

—Quizá. Pero tú siempre has sido muy blando con tus primos. La familia inmediata enfriaba tu euforia, y simplemente recurriste a tus primos. Yo solía pensar que serías capaz de abrir todos los cajones de la morgue si alguien te decía que podrías encontrar allí a un primo tuyo. Pregúntate a ti mismo cuántos de ellos irían a buscarte a ti.

Esto me hizo sonreír. Sable siempre había tenido un gran sentido del humor.

Me dijo también:

—En el momento en que se está rompiendo la familia nuclear, ¿a qué viene esta excitación por parientes más lejanos? La única respuesta que se me ocurrió venía de la izquierda. Le dije:

—Antes de la Primera Guerra Mundial, Europa estaba gobernada por primos, los reyes.

—¿Sí? Pues resultó muy bien, ¿no?

—Hay gente que piensa que esa época fue la edad de oro. La última ocasión para disfrutar la antigua douceur de viere y todo lo demás.

Pero yo no lo creía realmente. La milenaria historia del nihilismo culminó en 1914, y la brutalidad de Verdún y Tannenberg fue un preludio a la destrucción todavía mayor que comenzó en 1939. De manera que aquí está otra vez el omnipresente suspense, las costuras de la historia que se abren, los lazos que se disuelven (Hegel), las limitaciones de los hilos que desaparecen. A menos que uno tenga la cabeza dura, esto no le producirá nada más que ataques de vértigo, pero, si uno no cede ante esos ataques, puede que alcance una especie de libertad. El desorden, si no te mata, te da ciertas oportunidades. Eso no puedo imaginármelo cuando me siento por las noches en mi apartamento del Santo Sepulcro (el entorno que dejó a Eunice perpleja cuando vino a visitarme: «Todas estas alfombras orientales y lámparas, y tantos libros», me dijo), no podría imaginarlo cuando me concentro en las estrategias para saltar apasionadamente sobre la libertad que hace posible la disolución. Cientos de libros, pero solo medio estante que valga realmente la pena. No se consigue una mayor bondad con unos conocimientos mayores. Uno de los escritores a quienes recurro con frecuencia se dedica al estudio de la pasión. Te invita a comparar el amor y el odio. Para él, el odio no es ciego. Por el contrario, el odio es perspicaz. Si uno deja que germine el odio, le devora y consume todo su ser, lo que intensifica la reflexión. No ciega, sino que aumenta la lucidez, abre al hombre; lo hace llegar más lejos y concentra su ser de manera que es capaz de entenderse a sí mismo. El amor también es lúcido y no es ciego. El amor verdadero no es engañado. Como el odio, es una de las fuentes primitivas del saber. Pero el amor es difícil de encontrar. El odio lo hay a patadas. Y está claro que uno pone en peligro su ser en la espera de una pasión que es tan rara. De manera que tiene uno que confiar en el odio, que es tan abundante, y abrazarlo con toda su alma, si espera lograr algo de claridad.

Yo no iba a hablar de esto con Sable, aunque ella fuera perfectamente capaz de entenderlo. Ella seguía hablando de mi debilidad por mis primos. Me dijo:

—Si te hubieras preocupado por mí como te preocupas por esos tontos y cobardes primos tuyos, y por gente de ese estilo, nunca nos habríamos divorciado.

Lo de «gente por el estilo» era un golpe en la dirección de Virgie.

¿Me estaba insinuando que volviéramos a intentarlo? ¿Era por eso por lo que había venido maquillada como el alba y tan bien vestida? Me sentí muy halagado.

Por la mañana fui a Dulles y me marché en el Concorde. El Fondo Monetario Internacional estaba esperando a que el Parlamento de Brasil tomara una decisión. Tomé algunas notas para mi informe y después ya estuve libre para pensar en otras cosas. Examiné por qué Sable me estaba incitando a que le hiciera una propuesta. Me gustaba lo que me había dicho de que yo acumulaba euforia. En su opinión, a través de mis primos, o de Virgie, yo me daba el gusto de tener unos afectos fáciles de mantener. Carecía de la auténtica seriedad moderna. Quizá para ella yo satisfacía las necesidades del artista visitando viejas galerías, paseando por museos llenos de belleza, feliz con los encantos de la parentela, bastante contento con las reliquias, y no lo suficientemente duro como para disfrutar con las formas más enérgicas, ni purificado por el fuego nihilista.

En cuanto al matrimonio… La vida de soltero era cansada. Sin embargo, había en el matrimonio algunos aspectos desagradables que no debían olvidarse. ¿Qué iba a hacer yo en Washington? ¿Qué haría Sable si se viniera a vivir a Chicago? No, ella no iba a querer mudarse. Nos pasaríamos el tiempo volando de acá para allá. Para resumir el asunto, detenidamente, Sable se había convertido en una moderadora de la opinión pública. Y la opinión pública es el poder. Ella pertenecía a un grupo que ejercía un gran poder. No era, sin embargo, el tipo de poder que a mí me interesaba. Aunque los de su grupo no eran unos estúpidos peores que sus homólogos conservadores, sin embargo seguían siendo estúpidos, más numerosos en su profesión que en otras esferas, y desagradablemente influyentes.

Yo estaba ya en París, bajándome del taxi enfrente del Montalembert. Había renunciado a ir a un hotel que me gustaba más cuando encontré cucarachas en mi equipaje, de esas negras, que habían cruzado el Atlántico de vuelta conmigo y salieron listas para conquistar Chicago.

Inspeccioné la habitación del Montalembert y después caminé por la Rue du Bac hasta llegar al Sena. Es maravilloso cuánto bien le pueden hacer todavía estas capitales monumentales a un norteamericano. Casi podía sentir que aquí hasta el propio sol debía tomar una forma monumental, algo parecido al calendario de piedra mexicano, para brillar encima de la Sainte Chapelle, la Conciergerie, el Pont Neuf y otros vestigios medievales.

De vuelta al hotel después de la cena, encontré un mensaje de la señorita Rodinson desde Chicago: «El fondo Eckstine le concederá diez mil dólares al señor Stavis».

¡Bravo por el primo Mendy! Ahora ya tenía noticias para Scholem, y como mañana iba a ir a los Invalides, si estaba vivo y había conseguido llegar a París para la reunión de planificación, yo tendría algo más que ofrecerle que mera simpatía después de tantas décadas. Mendy quería que la subvención se utilizara para determinar si la filosofía pura de Scholem, basada en la ciencia, era todo lo que él pretendía que era, un avance de la Crítica de la razón pura. Inmediatamente empecé a pensar en formas de burlar la vigilancia de Mendy. Podía elegir yo mismo a los lectores de Scholem. Les ofrecería pequeñas cantidades; de todos modos no merecían más, esos idiotas académicos. (Yo estaba furioso con ellos, compréndanme, porque habían hecho muy poco para evitar que Estados Unidos se hundiera en la decadencia; de hecho, yo los culpaba por acelerar nuestra degradación.) Cinco expertos a doscientos pavos por cabeza, a los que podía pagar yo mismo, me permitirían darle los diez mil intactos a Scholem. Usando mi influencia en Washington, podía obtener un permiso de enterramiento de los alemanes orientales por dos mil o tres mil, incluidos los sobornos. Eso dejaría bastante dinero para el transporte y los últimos ritos. Porque si Scholem tenía la convicción clarividente de que si lo enterrábamos en Torgau se reduciría la ya muy grande locura del mundo, podía valer la pena intentarlo. Si lo enterrábamos en Waldheim, en Chicago, junto al escandaloso tráfico de camiones de la avenida de Harlem, no podíamos esperar que tuviera ningún efecto.

Para adaptarme a la hora europea, me quedé despierto hasta tarde jugando al solitario con un mazo de cartas demasiado grandes que hacían innecesarias las gafas y esto me puso de un humor proclive a meterme en la cama sin que me diera un ataque de euforia. Con la calma y la tranquilidad suficientes, yo soy capaz de entender mi situación. Pensando aquí y allá con mis cartas, comprendí la queja de Sable de que yo había arruinado nuestro matrimonio negándole una transfusión de esa euforia. Ella, al hablar de mis sentimientos por mis primos, había hecho referencia indirectamente al misterio de ser judío. Sable tenía una hermosa nariz judía, quizá un poco demasiado grande. Además, como quien no quiere la cosa, me había dejado entrever sus piernas, conociendo mi debilidad por ellas. Tenía un busto bien formado, un cuello agradable, unas buenas caderas y unas piernas que seguían siendo capaces de dar juego en el dormitorio: yo solía llamarlas «esas piernas de acero».

Ahora bien, ¿había seguido pensando Sable después de tres matrimonios que yo era su único marido de verdad, o estaba probando sus fuerzas por última vez contra su rival de Alejandría (la de Egipto)? La inocente Virgie era el principal objeto de su odio, y el odio te hacía perspicaz, si fallaba el amor. Heidegger habría aprobado esto. De hecho, su idea me había contagiado. Yo estaba empezando a obsesionarme con las dos pasiones que te hacían más perspicaz. Como de amor no hay mucho y el odio es tan omnipresente como el nitrógeno o el carbono, puede que el odio sea inherente a la propia materia y que por tanto sea un componente de nuestros huesos; nuestra propia sangre está quizá llena de odio. Porque la frialdad moral en la cadena ártica que yo había encontrado era una imagen física en el entorno siberiano de los koriakos y los chukchos: el desierto polar cuyos hielos queman tanto como el fuego, un emplazamiento adecuado para tener esclavos. Juntando todo esto, mi idilio con Virgie podía entenderse como una huida cobarde de la frialdad reinante.

Bueno, yo le podría haber dicho a Sable que no tenía posibilidades contra un amour no consumado de tantos años. Después de todo, la mujer que uno no ha poseído es la que tiene el efecto más mortal.

Reconozco, sin embargo, que el auténtico reto consiste en capturar y tomar la maldad. Sin esto se queda uno en suspenso. A la merced del suspenso sobre el nuevo renacimiento del espíritu… Pero de esto yo ya no entendía nada.

Por la mañana tenía en la bandeja del desayuno un sobre de la señorita Rodinson. En ese momento no estaba de humor para abrirlo; podía contener información sobre un compromiso profesional, y no quería eso. Yo iba a los Invalides a encontrarme con Scholem, si es que él había conseguido llegar. La reunión de organización de los taxistas del mundo, a la que asistirían, según leí en Le M onde, unos doscientos delegados procedentes de cincuenta países, empezaría a las once de la mañana. Me metí el sobre de la señorita Rodinson en el bolsillo junto a la cartera y el pasaporte.

Llegué aprisa en un taxi a la gran cúpula y entré. Era una maravillosa obra de arquitectura religiosa: Bruant en el siglo XVII y Mansart en el XVIII. Admiré su grandeza de manera intermitente. Hubo momentos en que la cúpula no era más que una huevera, debido a mi excitación errante: mi locura. Las manchas de sudor de debajo de mis brazos eran cada vez mayores. La pérdida de humedad me secaba la garganta. Pedí información sobre los taxistas del Mame y me indicaron un rincón. Los taxistas aún no habían empezado a llegar. Tuve que pasearme alrededor de media hora, y subir al primer étage para mirar hacia abajo a la cripta de la Chapelle Saint-Jérome. ¡Uuuuuh! ¡Qué magnificencia, qué belleza! Aquellos arcos y columnas y estatuas, y los frescos flotando y galopando. Y el suelo con aquellas teselas tan suaves. Me entraron ganas de besarlo. Recordé también las fúnebres palabras de Napoleón en Santa Elena: «Je désire que mes cendres reposent sur les bords de la Seine en medio de esa nación, ce peuple français, que yo tanto amé». Ahora Napoleón estaba apretado bajo treinta y cinco toneladas de hormigón.

Mientras bajaba las escaleras saqué el sobre de la señorita Rodinson y me sentí mareado, aturdido, mientras leía la carta de Eunice: eso era todo lo que contenía. En ella venía el tercer deseo de Tanky: que yo volviera a escribirle al juez Eiler para pedirle que los últimos meses de su condena pudiera cumplirlos en un centro de reinserción social en Las Vegas. En uno de esos centros, me explicaba Eunice, la supervisión era mínima. Uno se registraba al salir por la mañana y volvía a registrarse al entrar por la noche. El día era de uno, para dedicarse a sus asuntos privados. Eunice me escribía: «Me parece que la cárcel ha sido una experiencia muy didáctica para mi hermano. Como después de todo es muy inteligente, ya ha aprendido todo lo que había que aprender allí. Podrías tratar de decirle eso mismo al juez, con tus propias palabras». Bueno, pues, para ponerlo con mis propias palabras, aquel pez gordo se tambaleaba en aquel momento en las grandiosas escalinatas llenas de oscuridad, borracho y oyendo la llamada turbulenta de los mares. Una voz interior le decía: «¡Esta es la tuya!». Y en su interior sentía ganas de abrir su gran boca carmesí y romper el papel con los dientes.

Yo quería enviarle también un mensaje a ella: «Yo no soy el primo idiota, ¡soy un pez gordo que puede conceder deseos y que tiene unos poderes colosales!».

En vez de eso me calmé rompiendo el papel de carta de Eunice, seis, siete, diez veces, y después arrojé los trozos en una papelera. Para el momento en que llegué al lugar de la reunión, ya estaba más tranquilo, aunque no normal del todo. Aún me tambaleaba y la cabeza me daba vueltas.

Cerca de cien delegados se habían reunido en el rincón de los taxis, si reunión es la palabra adecuada para un grupo semejante de tipos exóticos y agitados. Había gente de todos los rincones del mundo. Llevaban gorras, uniformes, insignias militares, pantalones batik, bombachos, arrugados pantalones indios, túnicas carmesíes africanas, faldas escocesas, faldas griegas y turbantes sij. Toda la reunión me recordaba una gran sesión de las Naciones Unidas a la que asistieron Kruschev y Castro, y donde yo había visto a Nehru con sus hermosos ropajes blancos y una rosa roja en la solapa y una especie de gorra de panadero en la cabeza, yo había estado presente cuando Kruschev se quitó el zapato para golpear la mesa con furia. Entonces me acordé de cómo nos enseñaban geografía en las escuelas de Chicago cuando yo era un niño. Nos repartían una serie de folletos: «Nuestros amigos los japoneses», «Nuestros amigos los marroquíes», «Nuestros amigos los rusos», «Nuestros amigos los españoles». Yo leía todas aquellas amables descripciones del pequeño Iván y la pequeña Conchita, y mi corazón hambriento se abría a ellos. Claro, estábamos cerca; después de todo, éramos todos uno (igual que Tanky era muy inteligente «después de todo»). No éramos españoles, italianos o alemanes de mierda; éramos primos. Aquella era una idea espléndida, y aquellos de nosotros que abríamos nuestros excitados corazones a la unión mundial de primos éramos felices, como lo era yo, al dar nuestro dinero para caramelos a un fondo para la reconstrucción de Tokio después del terremoto de los años veinte. Después de Pearl Harbor nos vimos obligados a bombardearlo todo otra vez. Es poco probable que los niños japoneses leyeran libros sobre sus primos norteamericanos. A la junta de Educación de Chicago nunca se le había ocurrido pensar en esto.

Había presentes dos nonagenarios franceses, supervivientes de 1914. Eran el centro de una gran atención. Aquella era una ocasión de lo más agradable, pensé, o lo habría sido si yo hubiera estado menos nervioso. No vi a Scholem por ninguna parte. Supongo que tendría que haberle dicho a la señorita Rodinson que llamara a su número de Chicago para pedir información, pero le habrían preguntado quién llamaba y qué deseaba. Yo no me arrepentía de haber venido a este sitio tan imponente. De hecho, no me lo habría perdido por nada del mundo, pero estaba preparándome emocionalmente para encontrarme con Scholem. Incluso me había preparado unas palabras para decírselas. No podía soportar la idea de no verlo. Salí de la muchedumbre y la rodeé. A los delegados los estaban conduciendo al lugar de reunión y yo me coloqué estratégicamente cerca de una puerta. Los llamativos trajes aumentaban la confusión.

En todo caso, no fui yo el que encontró a Scholem. No habría podido. Había cambiado demasiado: estaba consumido. Fue él el que me reconoció a mí. Un hombre al que ayudaba una joven, que resultó ser su hija, me miró de frente a la cara. Se detuvo y dijo:

—No sueño mucho porque no duermo mucho, pero si esto no es una alucinación, este es mi primo Ijah.

¡Sí, sí! ¡Yo era Ijah! Y allí estaba Scholem. Ya no se parecía al anciano de la fotografía, la persona que bizqueaba un poco bajo unas espesas cejas. Como había perdido mucho peso, tenía el rostro consumido, y el estirado de la piel le había devuelto su aspecto juvenil. Era un hombre mucho menos visionario y fanático que el de la fotografía, que despedía un aliento profético. Parecía tener una especie de inocencia. El tamaño de sus ojos era excepcional: como los ojos de un recién nacido en la primera presentación de genio y figura. Y de pronto yo pensé: ¿Qué es lo que hago aquí? ¿Cómo le digo a un hombre como este que tengo dinero para él? ¿Se supone que tengo que decirle que le traigo el dinero para su entierro?

Scholem estaba hablando, y le decía a su hija: «¡Mi primo!». Y a mí me dijo:

—¿Vives en el extranjero, Ijah? ¿Recibiste mi correo? Ahora lo entiendo: no me contestaste porque querías darme una sorpresa. Pero ahora tengo que pronunciar un discurso, dar la bienvenida a los delegados. Siéntate con mi hija. Hablaremos más tarde.

—Por supuesto…

Pediría ayuda a la joven; la informaría de la beca Eckstine.

Ella prepararía a su padre para la noticia.

Entonces, de pronto, sentí que me abandonaban las fuerzas. ¿No era el peso excesivo de la existencia? Yo había recordado, estudiado y observado a mis primos, y esos estudios parecieron fijar mi propia esencia y mantenerme como había sido. Yo no me había incluido entre ellos, y de pronto alguien me hacía pagar por ese descuido. En la presentación de esta cuenta se me aflojaron extrañamente las piernas. Y cuando la chica, al darse cuenta de que yo parecía no poder caminar, me ofreció su brazo, me entraron ganas de decirle: «¿Qué significa esto? Yo no necesito ayuda. Todavía juego al tenis todos los días». Pero en vez de eso me agarré de su brazo y ella me condujo pasillo abajo.