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A la larga, a todo escritor se lo califica de «escritor hermoso», igual que, a la larga, todas las flores son bellas. Cualquier prosa que se eleve por encima de la más ordinaria es aplaudida; y todos los días se corona a «estilistas» de reinos cada vez más pequeños. En medio de toda esta relatividad, es fácil dar por sentadas las inmensas capacidades estilísticas de Saul Bellow, quien, junto a Faulkner, es el más importante prosista estadounidense.
Una vez más, a muchos escritores se les llama «importantes»; la palabra aparece por todas partes, su cultivo es industrial. En el caso de Bellow, «importante» significa abundante, preciso, variado, rico y enérgico de manera importante. Significa una prosa que registra la alegría de la vida: la alegre libertad arrolladora de sus frases atrevidas y no aseguradas. Estas cualidades están presentes en las historias cortas de Bellow tan plenamente como en sus novelas. Cualquier página de esta selección contiene una prosa de raíces augustas, llena de herencia (los ritmos de Melville y Whitman, Lawrence y Joyce, y, detrás de ellos, Shakespeare). Esta prosa a veces cae en cascada de adjetivos que se vierten (en «El viejo sistema», el río es descrito como poseedor de una fuerza «ondulada, verde, negruzca, vidriosa»), y en otras partes hiere con su agudeza metafórica («su calvicie era total, como una purga»). Controlando estos distintos modos de expresión, se encuentra una inteligencia firme, que siempre tiende a la ironía cómica y metafísica (como en la descripción de Behrens, el florista de «Algo por lo que recordarme»: «En medio de las flores, él era el único que no tenía color: algo así como el precio que pagaba por ser humano»).
Bellow es un gran retratista de la forma humana, comparable a Dickens en el rápido esbozo de gárgolas al minuto; todos recordamos a Valentine Gersbach en Herzog, con su pierna de palo «que se doblaba y estiraba con gracia como un gondolero». En estas historias, que por su forma han de ser más rápidas que las novelas, Bellow es incluso más resuelto y compacto. En «¿Qué tal día has pasado?» nos encontramos con Víctor Wulpy, el gran crítico y teórico del arte, que está despeinado y «llevaba los pantalones caídos»: «Por la manera en que todo el rostro se dilataba cuando hablaba con énfasis, uno reconocía que en el fondo era una especie de tirano del pensamiento». Y en «Primos», la prima Riva: «Yo recordaba a Riva como una mujer de cuerpo entero, pelo oscuro, lozana y de piernas rectas. Ahora toda la geometría de su figura había cambiado. Las rodillas se le habían venido abajo como el gato de un automóvil, hasta alcanzar una postura de diamante». En «La bandeja de plata», papá, que se pelea con su hijo por el suelo y de pronto se queda completamente quieto: «Tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, huraña. Como un pez grande». En «Él siempre metiendo la pata», el profesor Kippenberg es un gran sabio con cejas pobladas, «como gusanos del Árbol del Bien y del Mal»; en «Zetland», Max Zetland tiene «una hendidura negra en la barbilla», «imposible de afeitar», y a McKern, el borracho al que lleva a casa el joven protagonista de «Algo por lo que recordarme», nos lo presentan echado desnudo en un sofá: «Le eché un vistazo a McKern, que había tirado el abrigo y se había quitado los calzoncillos. La cara como si estuviera perdida, la corta nariz apuntando bruscamente los signos de vida en la garganta, el aspecto roto del cuello, el pelo negro en la barriga, el corto cilindro entre las piernas terminado en una espiral de piel floja, el brillo blanco de las espinillas, la trágica expresión de los pies».
¿Qué función tienen estas exuberantes y al mismo tiempo concisas descripciones? En primer lugar, el disfrute puro y simple de leerlas. La descripción de las pobladas cejas del profesor Kippenberg como gusanos del Árbol del Bien y del Mal no es solo un chiste muy bueno; cuando nos reímos, apreciamos al mismo tiempo una especie de ingenio cuya mejor definición es decir que es metafísico. Nos deleitamos con el ondulante proceso de invención por el que se combinan unos elementos aparentemente incompatibles —unas cejas, unos gusanos y el Edén; o unas caderas de mujer y un gato de coche—. De este modo, aunque después de leer a Bellow nos queda la impresión de que la mayoría de los novelistas no se preocupan en realidad por prestar la suficiente atención a las formas y marcas de la gente, sus retratos no existen simplemente como una forma de realismo. Se nos invita no solo a ver el parecido con la vida real de los personajes de Bellow, sino también a compartir el disfrute de la creación, el disfrute del autor al hacer que tengan ese aspecto. Esto no es solo el aspecto de la gente. Se trata también de esculturas en las que entramos gracias a la fuerza burlona y lúdica del artista. En «Memorias de Mosby», por ejemplo, en unas pocas líneas se describe a un pianista checo que toca a Schonberg: «Aquel hombre, con su calvicie muscular, trabajaba muy duro sobre las teclas»; ya sabemos el aspecto que tiene. Pero entonces Bellow añade que «los músculos de su frente que se alejaban en protesta contra su tabula rasa: el cráneo pelado». De pronto hemos entrado en el mundo de lo surrealista, el reino del fuego. Qué extraño y qué cómico, la idea de que los músculos de la frente del hombre se rebelan de algún modo contra el vacío, la vacuidad, la tabula rasa de su cabeza calva. Pero, por supuesto, Bellow también nos hace ver la forma humana, abre nuestros sentidos y disciplina nuestras sensibilidades, como Flaubert le dijo a Maupassant que debería hacer el buen escritor: «En todo hay una parte que está sin explorar —dijo Flaubert—, porque estamos acostumbrados a usar los ojos solo en asociación con la memoria de lo que antes de nosotros han pensado otros del objeto que estamos mirando. Hasta lo más pequeño tiene dentro algo desconocido». Bellow expone esta cualidad desconocida, ya sea por la fuerza del ingenio metafórico (caderas como el gato de un coche) o al señalar, con una ternura inesperada, lo que nos hemos acostumbrado a pasar por alto: el «brillo blanco de las espinillas» del pobre McKern mientras yace en la cama, o la cabeza calva de papá, tal y como la recuerda su hijo en «La bandeja de plata»: tenía «el cráneo bañado en sudor: más gotas que cabellos».
Y en estas historias ver es importante, nos pide algo. Muchas de ellas están narradas por hombres que recuerdan experiencias de la infancia, o al menos épocas más jóvenes, y hacen uso del recuerdo visual para conjurar personajes y héroes que para ellos están llenos de vida. El detalle físico, descrito con exactitud, es la cantera de la memoria y se defiende moralmente por sí solo: es la manera en que devolvemos los muertos a la vida, les damos una segunda vida en nuestras mentes. De hecho, estos recuerdos se convierten, por la fuerza de la evocación, en la primera vida de nuevo y empiezan a empujarnos como hacen en efecto los vivos. En «Primos», el narrador acepta intervenir en el proceso judicial de un pariente porque los recuerdos de su familia ejercen sobre él una presión: «Lo hice por el tic del primo Metzger. Por las tres capas del helado napolitano. Por el furioso crecimiento hacia arriba del pelo teñido de la prima Shana y por las ávidas venas que tenía en las sienes y en medio de la frente. Por la fuerza con que avanzaban sus pies desnudos mientras pasaba la mapa por el suelo y extendía las páginas del Tribune por encima».
La forma en que Bellow ve a sus personajes también nos dice algo sobre su ser más profundo. En su mundo de ficción no abundan los motivos para las acciones de la gente; como todos los novelistas, Bellow no es un psicólogo en profundidad, sino que, en vez de eso, sus personajes son más bien almas que se han apoderado de un cuerpo, esencias desplegadas. Sus cuerpos son sus confesiones, su camuflaje moral, defectuoso y desconchado: tienen los cuerpos que merecen. Víctor Wulpy, tirano del pensamiento, tiene una cabeza grande y tirana; Max Zetland, un padre desaprobador y posesivo, tiene en la barbilla una hendidura que no se puede afeitar, y cuando fuma «contiene el humo de sus cigarrillos». Es quizá por esta razón por lo que rara vez se encuentra en Bellow una descripción de alguien joven; hasta sus personajes de mediana edad parecen viejos. Porque en cierto modo él vuelve viejos a todos sus personajes, porque los viejos llevan sin remedio sus esencias reflejadas en sus viejos cuerpos, tienen más experiencia de la lucha moral. En «El viejo sistema», el cuerpo de la tía Rose está casi literalmente comido por la historia: «Tenía un amplio busto, anchas caderas y unos muslos a la antigua con esas formas extrañas que ahora pertenecen a la historia».
Como Dickens, y en cierto sentido como Tolstói o Proust, Bellow ve a los humanos como encarnaciones de una sola esencia o ley dominante del ser, y hace repetidas referencias a las esencias de sus personajes, con el método del leitmotiv. Como, en Anna Karenina, Stive Oblonski tiene siempre una sonrisa en los labios, y Anna el paso ligero y Lenin el paso grave, cada uno de ellos atributos que acompañan a un temperamento particular, así Max Zetland tiene su hendidura desaprobadora, y Sorella, en «El contacto Bella Rosa», su enérgica obesidad, etcétera. En Seize the day, que es probablemente la mejor de las obras cortas de Bellow, Tommy Wilhelm ve a las grandes masas caminar por Nueva York y parece ver «en cada rostro el refinamiento de un motivo o esencia particular: yo trabajo, yo gasto, yo lucho, yo imagino, yo amo, yo me aferro, yo retengo, yo entrego, yo envidio, yo deseo, yo desprecio, yo muero, yo me escondo, yo quiero».
Bellow ha escrito que cuando leemos «a los mejores novelistas de los siglos XIX y XX, pronto nos damos cuenta de que tratan de diversos modos de establecer una definición de la naturaleza humana», y su propio trabajo, su propia forma de ver los tipos humanos esenciales, puede añadirse a ese gran proyecto.
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Las historias de Bellow parecen dividirse en dos tipos: las historias largas, de límites holgados, que al leerlas dan la impresión de que iniciaron su vida como novelas (como «Primos»), y los cuentos cortos, casi clásicos, que a menudo relatan los acontecimientos de un solo día («Algo por lo que recordarme», «La bandeja de plata», «Buscando al señor Green»). Sin embargo, en ambos tipos de historia, actúa el mismo tipo de prosa narrativa, una prosa que tiende a recordar acontecimientos lejanos y a convertirse en una versión del monólogo interior. Así, el narrador sin nombre de «Zetland» recuerda a Max Zetland, el padre de su amigo:
Max Zetland era un hombre musculoso que pesaba casi cien kilos, pero aquello eran solo escenas: no había ningún peligro. Como de costumbre, a la mañana siguiente, de pie en su cuarto de baño, se afeitaba minuciosamente con su Gillette de latón, se acicalaba su censurador rostro y se aplastaba el cabello como un ejecutivo americano, con dos cepillos militares. Después, al estilo ruso, se bebía su té a través de un terrón de azúcar, hojeando el Tribune, y se marchaba a su puesto en el Loop, más o menos in Ordnung. Un día normal. Al bajar las escaleras de la parte de atrás, que eran un camino más corto para el El, miraba por la ventana del primer piso a sus ortodoxos padres en la cocina. El abuelo se rociaba la barbada boca con un atomizador, pues tenía asma. La abuela hacía dulce de cáscaras de naranja. Las cáscaras se secaban durante todo el invierno en los radiadores de vapor. Los dulces se guardaban en cajas de zapatos y se servían con el té.
Sentado en el E1, Max Zetland se humedecía el dedo con la lengua para pasar las páginas del grueso periódico […] Las estaciones del E1 estaban cubiertas por tejadillos de lata que semejaban pagodas. A cada persona que subía por las escaleras le anunciaban el compuesto vegetal de Lidia Pinkham. La pérdida de hierro hacía palidecer a las jovencitas. El propio Max Zetland tenía el rostro blanquecino, los carrillos blancos, era un ruso sarcástico, pero pasablemente agradable, el que entraba en el palacio de las mercancías de la avenida Wabash…
El narrador, que no tiene relación con Max Zetland, escribe sobre él como si él mismo hubiera estado allí, como si recordara la escena diaria, y utiliza un estilo de escritura que Joyce perfeccionó en Ulises: un revoltillo de distintos detalles que se recuerdan, una prosa llena de vida que siembra impresiones con una velocidad irregular, en la que la perspectiva sigue expandiéndose y contrayéndose, como hace la memoria; en un momento vemos al abuelo en un gesto de dinamismo, rociándose la barbada boca con un atomizador, y en el siguiente se nos dice que la abuela hacía dulces de cáscaras de naranjas y que esas cáscaras pasaban todo el invierno secándose en los radiadores. En un momento vemos los anuncios del compuesto vegetal de Lidia Pinkham, y al siguiente vemos a Max entrando en su lugar de trabajo. La prosa evoluciona entre distintas temporalidades, entre lo inmediato y lo tradicional, lo nuevo y lo antiguo. El narrador de «Algo por lo que recordarme» escribe que en casa, dentro del edificio, vivían «por Una norma arcaica; fuera, la vida misma». La prosa de Bellow evoluciona de manera similar, entre lo «arcaico» o tradicional y la inmediata «vida misma».
Los detalles en Bellow parecen modernos porque muy a menudo se trata de la impresión que se recuerda del detalle, filtrada a través de una conciencia; y sin embargo sus detalles siguen teniendo una solidez nada moderna. A riesgo de sonar apocalíptico, uno podría decir que Bellow aplazó el realismo para una generación, la generación que vino después de la Segunda Guerra Mundial, que mantuvo su cuello alejado de la guillotina de lo posmoderno; y lo hizo reviviendo el realismo tradicional con técnicas vanguardistas. Su prosa es densamente «realista», y sin embargo resulta difícil encontrar en ella alguna de las convenciones usuales del realismo o incluso del relato. Sus personajes no salen de una casa y entran en otras —más bien son barridos, por así decir, de una escena del recuerdo a otra— y no mantienen conversaciones obviamente «dramáticas». Es casi imposible encontrar en estas historias oraciones del tipo «Dejó el vaso encima de la mesa y salió de la habitación». Estas historias son a la vez tradicionales y muy poco tradicionales, al mismo tiempo «arcaicas» y radicales. Es curioso, pero el monólogo interior, a pesar de toda su reputación como gran acelerador de la descripción, en realidad hace más lento el realismo, le pide que se detenga en pequeños detalles y brillos, que dé la vuelta y haga círculos. El monólogo interior es en realidad aliado de la historia corta, de la anécdota y el fragmento, y no es sorprendente que el monólogo interior y la historia corta aparezcan con fuerza en la literatura más o menos al mismo tiempo, hacia finales del XIX: en Hamsun y en Chéjov, y un poco más tarde en Bely y en Babel.
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«En casa, dentro del edificio, por una norma arcaica; fuera, la vida misma»: este es el eje en que se basan muchas de estas historias, tanto en el plano de la cambiante prosa como en el plano más amplio del significado. Para la mayoría de los héroes y narradores de estas historias, Chicago, donde reina «la vida misma», existe como tormento pero también como aguijón. Chicago es norteamericana, moderna; la vida en casa es, como para Max Zetland, tradicional y «arcaica», respetable y judía con recuerdos y costumbres de la vida rusa. (Bellow estuvo a punto de nacer en Rusia, por supuesto; su padre emigró desde allí a Lachine, Quebec, en 1913, y Bellow vino al mundo en junio de 1915.) En estos relatos, Bellow vuelve una y otra vez a la ciudad de su infancia, la mole industrial, superpoblada, donde el E1 «parecía el puente de los elegidos sobre la condenación de los barrios bajos», una ciudad que es a un tiempo brutal y poética, «azul por el invierno, marrón por el atardecer, cristalizada por el hielo». Chicago, esa aglomeración de fantasías humanas: el protagonista de «Buscando al señor Green» se da cuenta de que la ciudad representa un acuerdo colectivo de la voluntad, que debe ser reconocido y registrado de manera tan exacta y lírica como los humanos que abarrotan los recuerdos de esos personajes. Pero Chicago también es un reino de confusión y vulgaridad, un lugar enemigo para la vida de la mente y la adecuada expansión de la imaginación. El narrador de «Zetland» rememora que él y el joven Zetland (el hijo de Max) se leían el uno al otro poemas de Keats mientras remaban en el lago de la ciudad: «En Chicago se podían obtener libros. En los años veinte la biblioteca pública tenía muchas sucursales a lo largo de las líneas de tranvía. En verano, bajo las paletas de goma del ventilador, que no dejaban de girar, los niños y niñas leían en aquellas sillas duras. Los tranvías carmesí se balanceaban y traqueteaban en los raíles. En 1929 el país se fue a la ruina. En el estanque público, mientras remábamos, nos leíamos a Keats el uno al otro mientras las algas aprisionaban los remos».
«Mientras las algas aprisionaban los remos»: Chicago siempre amenaza con enredar al personaje bellowiano, como también lo hace su familia, para sofocarlo. En estas historias, los personajes de Bellow se sienten tentados repetidas veces por visiones de fuga: a veces es mística, a veces religiosa, y muchas veces platónica (en el sentido de que el mundo real, el mundo de Chicago, no se siente como real sino solo como un lugar en el que el alma está en exilio, un lugar de meras apariencias). Woody, en «La bandeja de plata», está imbuido con «la secreta certeza de que el fin de esta tierra era ser colmada de bien. Saturada incluso». Se sienta a escuchar religiosamente todas las campanas de Chicago que suenan los domingos. Y sin embargo la historia que recuerda es un relato de vergonzoso robo y trampa, una historia plenamente profana. El narrador de «Él siempre metiendo la pata» se siente atraído por visiones de Swedenborg, y por la idea de que «el Espíritu Divino» se ha «retirado en nuestro tiempo del mundo externo y visible». Sin embargo, este relato viene envuelto en una carta de disculpa y confesión a una mujer pacífica que él insultó una vez de manera cruel. El narrador de «Primos» admite que «nunca he abandonado el hábito de referir todas esas observaciones verdaderamente importantes a esa conciencia o alma original», y aquí hace referencia a la idea platónica de que el hombre tiene un alma original de la que ha sido exiliado, y para volver a la cual debe encontrar el camino. Pero, una vez más, lo que suscita sus revelaciones es completamente profano: un vergonzoso proceso ante los tribunales en el que está implicado un primo no muy honrado.
El argumento de Bellow, si esa palabra no suena demasiado impuesta, parece ser que una visión puramente religiosa o intelectual —una inteligencia teórica— carece de peso, y es incluso peligrosa sin los datos humanos que proporcionan tanto una ciudad como Chicago como las estrategias y culpas ordinarias de familiares y amigos. Zetland, a quien, según nos dicen, «no le interesaban mucho los fenómenos de superficie», abandona el pensamiento puro de la lógica analítica cuando se muda a Nueva York y lee a Melville. Víctor Wulpy puede ser un gran crítico de arte, pero es incapaz de decirle a Katrina, su amante, que la ama, incluso a pesar de que es eso lo que ella más desea oír. Y le toca a un charlatán productor de películas de ciencia ficción, Larry Wrangel, señalar correctamente los dolorosos límites de la mente sabelotodo de Víctor.
Todos los personajes de Bellow ansían hacer algo de sus vidas en el sentido religioso, y sin embargo esta ansia no se registra como algo solemne o religioso: se señala de manera cómica. Nuestra confusión metafísica, y nuestros intentos torpes y furiosos de hacer que estas nubes den lluvia, están cargados de patetismo ridículo en su obra. A este respecto, Bellow es quizá más tierno y sugerente en su encantadora historia «Algo por lo que recordarme». El narrador, ya viejo, recuerda un solo día de su adolescencia, en el Chicago de la Depresión. Él era un chico soñador con ideas religiosas y místicas de un carácter claramente platónico: «¿Dónde está el mundo del que viene la forma humana?», pregunta retóricamente. En su trabajo de repartidor de flores por la ciudad, siempre suele llevar consigo sus textos filosóficos o místicos. En el día que recuerda, se convierte en víctima de una jugarreta cruel. Una mujer le atrae hasta su dormitorio, y una vez allí huye dejándolo desnudo. Le toca entonces volver a su casa, a una hora de distancia atravesando el helado Chicago, a una casa en la que su madre está moribunda y su severo padre lo espera, con «una furia ciega, al estilo del Antiguo Testamento»: «En casa, dentro, la norma arcaica; fuera, la vida misma».
El chico recibe ropas del camarero del barrio y se gana el billete de tranvía a casa aceptando acompañar de vuelta a su apartamento a uno de los habituales del bar, un borracho llamado McKern. Una vez allí, el muchacho acuesta al borracho y prepara la cena para las dos hijas pequeñas y sin madre de McKern: cocina chuletas de cerdo, mientras la grasa le salpica las manos y llena el pequeño apartamento de humo de cerdo. «Toda mi crianza se sublevó con horror, la garganta llena, las tripas revueltas», nos cuenta. Pero lo hace. Por fin, el muchacho consigue llegar a su casa, donde su padre, como él esperaba, le pega. Con sus ropas también ha perdido su preciado libro, también se lo han tirado por la ventana. Pero, reflexiona él, volverá a comprarlo, con dinero robado a su madre. «Yo sabía dónde escondía mi madre sus ahorros. Como yo miraba todos los libros, había encontrado el dinero en su mahzov, el libro de oraciones para las fiestas principales, para los días más señalados.»
En este fragmento hay ironía oculta. Obligado a robar por las horriblemente profanas confusiones de aquel día («la vida misma», en efecto), el chico tomará ese dinero para comprar más libros místicos y sagrados, libros que sin duda le enseñarán religiosa o filosóficamente que esta vida, la vida que él lleva, ¡no es la vida real! ¿Y por qué sabe el chico cuál es el escondite de su madre? Porque él mira «todos los libros». Su amor por los libros, su idealismo, ¡son los motivos por los que sabe cómo llevar a cabo la mundana acción de robar! ¿Y de dónde roba ese dinero? De un texto sagrado («la norma arcaica», en efecto). De manera que, entonces, piensa el lector, ¿quién puede decir que esta vida, la vida que nuestro narrador nos ha estado contando de manera tan gráfica, con todas sus situaciones embarazosas y vulgares de Chicago, no es real? No solo es real, sino que también es religiosa a su manera —porque el día que acaba de vivir, dolorosamente, también ha sido de algún modo un día de sobrecogimiento y respeto, en el que ha aprendido mucho—, una gran fiesta profana, completada con el sacrificio de quemar el cerdo goyish. Podría decirse que todas estas hermosas historias nos echan a la cara, como un torbellino ardiente, las interrogantes profanas y las religiosas: ¿cuáles son nuestros días de sobrecogimiento y reflexión? Y ¿cómo los reconoceremos?
JAMES WOOD