Epílogo

Un sabio japonés (he olvidado su nombre) les dijo a sus discípulos: «Escribid con la mayor brevedad posible». Sydney Smith, clérigo inglés e ingenio del siglo XIX, también era partidario de la brevedad: «¡Opiniones cortas, por Dios, opiniones cortas!», decía. Y la señorita Ferguson, la alegre solterona que me dio clase de redacción en Chicago hace unos sesenta años, solía bailar ante la clase, dar palmadas y cantar (tomando prestada la música del coro del «Aleluya» de Handel):

¡Sed

concre-

tos!

La señorita Ferguson no toleraba ni la redundancia, ni la prolijidad, ni la perífrasis ni la grandilocuencia. Nos enseñó a ceñirnos a lo necesario y evitar lo superfluo. ¿Hice yo caso de sus advertencias, seguí sus enseñanzas? No del todo, me temo, porque en mis primeros años escribí más de un libro grueso. Ahora me resulta difícil leer aquellas primeras novelas, no porque carezcan de interés sino porque de pronto me encuentro editándolas, reduciendo mis frases y eliminando párrafos enteros.

Los hombres que preferían a las mujeres gruesas solían decir (¡cuánto tiempo hace de eso!): «Nunca puede haber demasiado de algo bueno». Sin embargo, todo el mundo entiende que algo bueno puede sobrar. Aquellos hombres dedicados, habría que añadir, no inventaron a las obesas señoras a las que amaban; sino que las descubrieron.

Algunas de nuestras novelas más importantes son muy gruesas. La ficción es un arte muy popular, y muchos de los novelistas clásicos obtienen sus efectos amontonando masas de palabras. Hace décadas, Somerset Maugham se sintió inspirado para publicar versiones reducidas de algunas de las mejores. El experimento no resultó. Algo salía de los libros cuando se reducía su masa. Sería una locura acortar una novela como La pequeña Dorrit. Ese mar de palabras es un mar, una de las fuerzas de la naturaleza. Lo queremos de esa manera, amplio y grande, capaz de dar la vida. Cuando su amplitud nos cansa estamos muy dispuestos a perdonarlo. No lo querríamos de ningún otro modo.

Y sin embargo reaccionamos favorablemente cuando Chejov nos dice: «Es extraño, ahora me ha entrado la manía de la brevedad. De todo lo que leo —obras mías y de otras personas— nada me parece ser lo suficientemente breve». Y yo estoy plenamente de acuerdo con esta afirmación. Existe un gusto moderno por la brevedad y la condensación. Kafka, Beckett y Borges escribían con brevedad. Por supuesto que sigue habiendo gente que escribe cosas largas, y no por ello tienen menos éxito, pero cada vez es mayor la porción de público que considera que escribir con brevedad es algo bueno, quizá lo mejor. Enseguida se me ocurre una multitud de razones posibles para esta sensación: estamos al final del milenio. Ya lo hemos oído todo. El tiempo escasea. Tenemos cosas más importantes que hacer. Necesitamos una mayor comprensión, términos nuevos, una penetración más profunda. Por supuesto, obtener la atención es más difícil de lo que solía serlo. Cuanto más tiempo libre tenemos, mayor es la competencia para ganar ojos y oídos y espacio en las mentes. En la portada de la edición nacional del New York Times de esta mañana, Michael Jackson, que tiene cientos de millones de admiradores en todo el mundo, ha firmado un nuevo contrato por mil millones con Sony Software «para crear películas, cortos teatrales, programas de televisión y una nueva firma de discos para las filiales norteamericanas de la empresa japonesa». Los escritores no tienen esas expectativas y no les afecta directamente el mundo del espectáculo. Lo que nos interesa aquí es que se trata de hechos que afectan a multitudes, que la noticia la comenta una «analista de comunicaciones» y que el artículo prosigue en la sección de Artes Vivas del periódico, donde figura también de manera prominente el divorcio de los Trump, junto a las secciones habituales de televisión, bridge, jardinería y modas de París. La reseña de una novela nueva aparece en la página B2.

No quiero que crean que pienso que los escritores deberían preocuparse por la existencia de estos otros públicos. Existe una maravillosa caricatura que hizo Daumier de una intelectual, una dama de aspecto severo que hojea enfadada el periódico en la mesa de un café. «No hay más que deportes, caza y disparos. ¡Y nada sobre mi novela!», se queja.

Lo que quiero decir es que nosotros —me refiero a los escritores— debemos convivir con multitud de atracciones y diversiones: crisis mundiales, guerras frías y calientes, amenazas para la supervivencia, hambrunas y crímenes horrorosos. Sería absurdo, incluso monstruoso, considerarlos como «rivales». Lo único que digo es que estas crisis producen sensaciones y actitudes con respecto a la existencia que los artistas deben tener en cuenta.

El tema no es fácil. Podría tratar de empezar de nuevo: hace años Robert Frost y yo intercambiamos ejemplares firmados de nuestras obras. Yo le regalé una novela respetuosamente dedicada. Él me firmó un ejemplar de su colección de poemas y añadió: «Para leerlos si yo le leo a él». Era un gran bromista, Frost. No podía prometer que leería mi novela. Yo ya conocía sus poemas. No se podía conseguir el certificado de la secundaria en Chicago si no se sabía de memoria Mending Wall. Lo que Frost insinuaba, quizá, era que posiblemente mi novela no ocupaba un lugar muy elevado en su lista de prioridades. ¿Por qué iba a leer la mía, por qué no otra? ¿Y por qué iba yo a leer sus poemas? Podía elegir entre docenas de poetas. Está muy claro que estamos perdidos en bosques de material impreso. Los diarios son gruesos. Los quioscos, gigantes, están prácticamente cubiertos de revistas. En cuanto a los libros… Bueno, el erudito inglés F. L. Lucas escribió en los cincuenta: «Con los casi veinte mil volúmenes que se publican al año únicamente en Gran Bretaña, existe el riesgo de que los libros buenos, tanto nuevos como viejos, queden enterrados bajo los malos. Si el proceso continúa indefinidamente, al final nuestras bibliotecas nos empujarán al mar. Y sin embargo no pocos de esos libros podrían ser más breves, y mucho mejores probablemente; a la mayoría de ellos, me parece, se los podría acortar de la manera más eficaz, no cortando capítulos enteros sino purgando las frases de palabras inútiles y los párrafos de frases inútiles». Responder ante el problema de la cantidad mejorando la calidad es una idea conmovedora, pero utópica. Demasiado tarde. Treinta años antes los libros ya nos habrían empujado hacia el mar.

El lector moderno (o espectador, u oyente: incluyámoslos a todos) está peligrosamente sobrecargado. Su atención, para usar la jerga más reciente, se «amontona» en fuerzas demasiado poderosas. Podría enumerar estas fuerzas, pero supongo que convendría mencionar algunas de ellas. Muy bien, pues vamos allá: los gigantes farmacéuticos y del automóvil, la televisión por cable, los políticos, los artistas, los académicos, los hacedores de opinión, los vídeos pornográficos, las Tortugas Ninja, etcétera. La lista es tediosa porque es un inventario de lo que nos meten en la cabeza un día sí y otro no. Nuestra conciencia es un escenario, un campo de operaciones para todos los tipos de empresa, que hacen uso de ella libremente. Es cierto que somos libres de tener nuestras propias ideas, pero nuestras ideas independientes, sean cuales sean, deben convivir con miles de ideas y conceptos que nos han inculcado unos maestros influyentes o que nos ha sugerido «gente con ideas», publicistas, comunicadores, columnistas, presentadores, etcétera. Las mentes más reguladas (educadas) se saturan con menos facilidad con estas nubes de gas d la opinión. Pero nadie puede librarse de ellas fácilmente. En todos los campos nos vemos obligados a buscar una educación especial, una orientación experta para interpretar los hechos aparentes con que nos saturan. Esto en sí constituye una ocupación a tiempo completo. Una parte de todas las mentes, quizá la mayor, está dedicada a los asuntos públicos. Sin ser activamente conscientes de ello, seguimos de algún modo Oriente Próximo, Japón, Sudáfrica, la Alemania reunificada, el aceite, las municiones, el metro de Nueva York, los sin techo, los mercados, los bancos, las principales ligas, las noticias de Washington; y también, todo mezclado, las películas, los juicios, los grupos de rap, los choques raciales, los escándalos del Congreso, la propagación del sida, los asesinatos de niños: una legión de horrores. La vida pública de Estados Unidos siempre fue una masa de distracciones.

Algunos ven esto como un reto para su habilidad de mantener el orden interno. Otros han adquirido el gusto por la distracción y libremente aceptan ser confundidos. Incluso puede parecerles a muchos que al ser agitados satisfacen las demandas de la sociedad. La amplitud de la dolencia puede ser incluso extrañamente halagadora: «Miren, miren qué tremenda y ruidosa y frenética y monstruosa aglomeración. Nunca ha habido nada igual. ¡Y somos nosotros!».

Las enormes organizaciones que existen para atraer nuestra atención hacen unos planes maquiavélicos. Nos dan esos mordiscos de diez segundos. Nuestra conciencia es su alimento básico; viven de ella. Piensen en la conciencia como un territorio que se acaba de abrir para los colonizadores y la explotación, una especie de fiebre por la tierra de Oklahoma. Pongámosle color, música, enmarquémoslo, pero incluso así representa difícilmente la auténtica visión. Es obvio que la conciencia es infinitamente más grande que Oklahoma.

Pero ¿qué pasa con los escritores? Se materializan, de algún modo, y le piden al público (más exactamente, a un público concreto) su atención. Quizá el escritor no tiene ningún público concreto en mente. A menudo su única suposición es que participa en un estado de unidad psíquica con otros a los que no conoce por separado. La condición mental de esos otros la entiende, porque es la misma que tiene él. De un modo u otro comprende, o intuye, lo que cuesta el esfuerzo, a menudo un esfuerzo secreto y escondido, para poner en orden la confundida conciencia. Esos otros, indefinidos o parcialmente definidos, son sus lectores. Lo han estado esperando. Él debe asegurarles inmediatamente que leerlo valdrá la pena. Muchas veces los han engañado escritores que les prometieron algo bueno pero no les dieron nada. Han abusado de su atención. Y sin embargo están deseando prestarla. Kafka dice en su diario de cierta mujer: «Se contiene por la fuerza por debajo del nivel de su auténtico destino y solo necesita que alguien le abra la puerta».

El lector abrirá su corazón y su mente al escritor que haya comprendido esto: que lo haya entendido porque en su persona ya lo ha experimentado todo, ha sufrido las mismas vibraciones; quién sabe dónde están los puntos más delicados; quién ha descubierto la fuerza de la necesidad de volver al nivel del auténtico destino de cada uno. Un escritor así no molestará a nadie con sus propias vanidades, no hará gestos innecesarios, no se permitirá ningún manierismo, no perderá el tiempo del lector. Escribirá con la mayor brevedad posible. Ofrezco esto como apéndice a las historias de este volumen.

SAUL BELLOW