El contacto Bella Rosa

Como fundador del Instituto Mnemosyne de Filadelfia, con cuarenta años de oficio, he formado a muchos ejecutivos, políticos y miembros del sistema de defensa, y ahora que estoy retirado, con el instituto en las capaces manos de mi hijo, me gustaría olvidarlo todo sobre el hecho de recordar. Se trata de una proposición del estilo de Alicia en el país de las maravillas. En los años del crepúsculo, después de haber colgado los guantes (de haber guardado el cuchillo en la vaina), uno no quiere seguir haciendo lo que ha hecho toda su vida: un cambio, un cambio, ¡mi reino por un cambio! El abogado se alejará de sus clientes, el médico de sus pacientes, el general pintará porcelana, el diplomático se dedicará a la pesca. Mi caso es distinto porque yo debo mi éxito en el mundo al don innato de la memoria. Palabra delicada, esa de «innato», que se refiere a las fuentes ocultas de todo lo que realmente importa. Como yo solía decir a los clientes, «la memoria es la vida». Era una buena forma de impresionar a un miembro del Consejo Nacional de Seguridad al que yo estaba entrenando, pero ahora me pone en una posición poco cómoda, porque si uno ha trabajado con la memoria, que es la vida misma, no hay otro retiro que no sea la muerte.

Hay otras incomodidades con las que hay que vivir: este don que yo tengo y que se convirtió en la base de un éxito comercial, unos ingresos de X millones sensatamente invertidos y una casa de antes de la guerra en Filadelfia amueblada por mi difunta esposa, una mujer que sabía todo lo que había que saber sobre muebles del siglo XVIII. Como yo no soy uno de esos testarudos racionalistas a la defensiva que niegan que han hecho un mal uso de sus talentos e insisten en que pueden admirar a Dios con una conciencia tranquila, me esfuerzo por recordar que no nací en una casa de Filadelfia con techos de seis metros de alto sino que mi vida empezó como hijo de unos emigrantes judíos rusos de Nueva Jersey. Un archivo andante como yo no puede tirar a la basura sus comienzos ni distorsionar su historia. Es cierto que, en el proceso universal de autorrevisión, cualquiera puede dejarse llevar y olvidar los hechos. Por ejemplo, los norteamericanos europeizados que viven en Europa asumen una falsa corrección inglesa o francesa e introducen un inquietante elemento de timidez en las relaciones con sus amigos. Esto lo he observado en muchos. Da una impresión desagradable. De manera que, cuando sentía la tentación de fingir, me preguntaba a mí mismo: «¿Cómo van las cosas por Nueva Jersey?».

El asunto que me ocupa ahora tenía su eje principal en Nueva Jersey. Estos no son datos sacados del banco de memoria de un ordenador. Me preocupan los sentimientos y los deseos, una memoria emocional no se parece en nada a la fabricación de cohetes ni al Producto Nacional Bruto. Lo que tenemos ante nuestros ojos son el difunto Harry Fonstein y su difunta esposa, Sorella. Es probable que los retratos que conservo de ellos sean demasiado anchos y agradables para ser auténticos. Por tanto han de ser representados pictóricamente en primer lugar y después borrados y reconstituidos. Pero estas son consideraciones técnicas, que tienen que ver con la diferencia entre un recuerdo literal y uno afectivo.

Si ustedes vivieran en una casa de estas dimensiones, en medio de armarios, colgaduras, alfombras persas, aparadores, chimeneas llenas de grabados, techos ornamentales —con un jardín cerrado y una bañera encima de una tarima de mármol con un grifo que no estaría fuera de lugar en la Fontana de Trevi—, comprenderían mejor por qué el recuerdo de un refugiado como Fonstein y su esposa de Newark puede tener tanta importancia.

No, Fonstein no era un pobre schlepp; tuvo éxito en los negocios y ganó una buena cantidad de pasta. Nada que ver con mis millones de Filadelfia, pero no estaban mal para un tipo que llegó después de la guerra desde Cuba y empezó tarde en el negocio de las calefacciones, siendo además un pobre emigrante de Galitzia. Fonstein llevaba un zapato ortopédico, y tenía otras particularidades: su pelo parecía fino, pero no era débil en absoluto. Era un pelo fuerte y negro, y aunque escaso era muy ondulado. La cabeza en sí era lo bastante pesada como para hacer perder el equilibrio a un hombre menos determinado. Tenía los ojos oscuros y cálidos, así que quizá era el lugar que ocupaban lo que los hacía parecer también astutos. Quizá era la expresión de la boca —ni severa ni poco amable siquiera— lo que, junto a los ojos, contribuía a darle aquel aspecto. Este inmigrante te inspeccionaba de manera inteligente. No teníamos ninguna relación de sangre. Fonstein era sobrino de mi madrastra, a la que yo llamaba tía Mildred (una cortesía eufemística, ya que yo era demasiado viejo para una madre cuando mi padre viudo se casó con ella). La mayor parte de la familia de Fonstein había sido asesinada por los alemanes. En Auschwitz lo hubieran gaseado inmediatamente, por la bota ortopédica. Alguien del estilo del doctor Mengele habría señalado el recto bastón que llevaba en su mano izquierda, y a estas alturas la bota de Fonstein estaría expuesta en la exposición del campo de concentración. Tienen allí una montaña de botas ortopédicas, otra de muletas y aparatos ortopédicos para la espalda, una tercera de pelo humano y una última de lentes. Objetos que podían resultar útiles en los hospitales o asilos alemanes.

Harry Fonstein y su madre, la hermana de la tía Mildred, habían escapado de Polonia. De algún modo se las habían arreglado para llegar a Italia. En Ravena tenían parientes refugiados, que los ayudaron lo mejor que pudieron. También estaban persiguiendo a los judíos italianos, ya que Mussolini había adoptado las leyes raciales de Nuremberg. La madre de Fonstein, que era diabética, murió pronto, y Fonstein prosiguió el viaje hasta Milán, con papeles falsos, mientras aprendía italiano lo más rápidamente que podía. Todo esto me lo contó mi padre, que tenía pasión por las historias de refugiados. Su idea era que a mí me enderezaría el escuchar cuánto había sufrido la gente en Europa, en el mundo real.

—Quiero que veas al sobrino de Mildred —me dijo mi viejo en Lakewood, Nueva Jersey, hace alrededor de cuarenta años—. Era solo un joven, quizá más joven que tú. Escapó de los nazis, arrastrando un pie. Acaba de llegar de Cuba. Está recién casado.

Yo estaba nuevamente en tela de juicio paterno, acusado de puerilidad norteamericana. ¿Cuándo me iba a despabilar de una vez? A la edad de treinta y dos años, yo seguía comportándome como si tuviera doce, vagando por Greenwich Village, inmaduro, disperso, un haragán, liándome con chicas de Bennington, un tonto cotillón intelectual, con nada en la cabeza más que tonterías, y fundador, como decía mi padre con cómica perplejidad, del Instituto Mnemo-syne, tan rentable como impronunciable.

Como le gustaba decir a mis colegas del Village, ser pobre no costaba más de mil doscientos dólares al año, o jugar a serlo, otro juego americano.

Fonstein el superviviente, con todas las furias de Europa a sus espaldas, me hacía quedar mal. Pero no era culpa suya, y de hecho su presencia facilitaba mis visitas. Únicamente un domingo de vez en cuando presentaba yo mis respetos a mi familia en casa, en el verde Lakewood, cerca de Lakehurst, donde en los años treinta el zepelín de Graf Hindenburg se había alzado en llamas mientras se acercaba al atracadero fatal, y desde el suelo se pudieron oír los gritos de los que se estaban muriendo.

Fonstein y yo nos turnábamos para jugar al ajedrez con mi padre, quien fácilmente nos ganaba a los dos (competidores apáticos que teníamos el peso arquitectural del domingo en nuestras cabezas de cariátides). Sorella Fonstein a veces se sentaba en el sofá, que tenía una cubierta de plástico transparente. Sorella era una chica de Nueva Jersey (corrección: una dama). Era muy gruesa y llevaba maquillaje. Tenía las mejillas aterciopeladas. El pelo lo llevaba recogido en un moño. Unos quevedos, muy inusuales, que constituían un disfraz deliberado, le daban un aire teatral. Por aquel entonces era solo una novicia, probando por primera vez estos accesorios. Su objetivo era lograr un aspecto autoritario e imponente. Sin embargo, no era ninguna tonta.

El lugar de origen de Fonstein era Lemberg, me parece. Ojalá yo tuviera más paciencia con los mapas. Soy capaz de visualizar los continentes y los contornos de los países, pero soy muy impaciente con los emplazamientos exactos. Hoy día, Lemberg es Lvov, igual que Dánzig es Gdansk. La geografía nunca fue mi fuerte. Mi principal inversión fue la memoria. Yo almacenaba y recitaba de un tirón listas de palabras que me lanzaba un grupo de veinte personas. Por lo tanto, puedo decirles más de lo que desean saber sobre Fonstein. En 1938 su padre, que era joyero, no sobrevivió cuando los alemanes le confiscaron sus inversiones en Viena (bienes valiosos). Cuando había estallado la guerra, con los paracaidistas nazis disfrazados de monjas lloviendo desde los aviones, la hermana de Fonstein y su marido se habían refugiado en el campo, y a ambos los cogieron y acabaron en campos de concentración. Fonstein y su madre escaparon a Zagreb y al final llegaron a Ravena. Fue en el norte de Italia donde la señora Fonstein murió, y la enterraron en un cementerio judío, quizá el de Venecia. En ese momento y en ese lugar terminó la adolescencia de Fonstein. Ahora era un refugiado con una bota ortopédica, y tenía que reflexionar cuidadosamente sobre cuáles iban a ser sus movimientos. «No podía saltar por encima de los muros como Douglas Fairbanks», solía decir Sorella.

Yo comprendía por qué mi padre le había tomado apego a Fonstein. Fonstein había sobrevivido a la mayor prueba de la historia de los judíos. Todavía parecía que si ocurría lo peor no lo pillaría a él por sorpresa. Daba la impresión de ser sumamente firme. Cuando te hablaba te miraba a los ojos y sostenía esa mirada.

Esto no fomentaba la conversación sobre temas triviales. Sin embargo, había indicios de inteligencia en las comisuras de sus labios y alrededor de los ojos. De manera que uno no tenía que hacerse el tonto con Fonstein. Yo lo clasifiqué como el tipo de judío centroeuropeo. Y él me veía, probablemente, como un joven norteamericano inmaduro e inestable, ignorante desde el punto de vista humano y más o menos amable; en la historia de la civilización, algo nuevo en lo referente a tipos humanos, quizá no tan malo como parecía a primera vista. Para sobrevivir en Milán tuvo que aprender italiano muy, pero que muy rápido. Para no perder tiempo, trató de arreglárselas para hablarlo incluso en sueños. Mucho más tarde, en Cuba, aprendió también español. Tenía un don para las lenguas. En Nueva Jersey pronto tuvo fluidez con el inglés, aunque para darse gusto de vez en cuando hablaba en yídish; era el idioma adecuado para relatar sus experiencias en Europa. Yo mismo había tenido una guerra muy tranquila: administrativo en las Aleutianas. De manera que lo escuchaba, y para ello me inclinaba sobre él (como la vara de un obispo; yo medía quince o veinte centímetros más que él), porque él era el que había visto la auténtica acción.

En Milán se dedicó a trabajos de cocina, y en Turín fue portero y lustró zapatos. Para cuando llegó a Roma era ya ayudante de conserje. Muy pronto estaba trabajando en la Via Veneto. La ciudad estaba llena de alemanes, y, como el alemán de Fonstein era bueno, lo contrataban de intérprete de vez en cuando. Su persona atrajo la atención del conde Ciano, yerno y ministro de Asuntos Exteriores de Mussolini.

—¿Lo conociste entonces?

—Sí, pero él no me conoció a mí, ni mi nombre. Cuando daba una fiesta y necesitaba más traductores, enviaban a buscarme. Hubo una recepción en honor de Hitler…

—¿Quieres decir que viste a Hitler?

—Mi hijo pequeño lo dice así también: «Mi papá vio a Adolfo Hitler». Hitler estaba en la punta más alejada de la grande salle.

—¿Pronunció un discurso?

—Gracias a Dios, yo no estaba cerca. Puede que dijera unas palabras. Comió algunos pasteles. Llevaba su uniforme militar.

—Sí, he visto fotografías de él con los modales de la compañía; parecía muy amable.

—Había una cosa —dijo Fonstein—. No tenía color en la cara.

—A lo mejor ese día no le tocaba matar a nadie.

—No había nadie a quien no pudiera matar si lo quería, pero estamos hablando de una recepción. Me alegré de que no se fijara en mí.

—Me parece que yo también me habría sentido agradecido —dije yo—. Uno puede sentir hasta amor por la persona que puede matarlo pero que no lo hace. Un amor horrible, pero al fin y al cabo amor.

—Al final habría llegado hasta mí. Mis problemas empezaron con esa recepción. Hubo una redada de la policía, mis papeles eran falsos, y por eso me detuvieron.

Mi padre, concentrado en sus alfiles y sus torres, ni siquiera levantó la vista, pero Sorella Fonstein, sentada de una manera en que solo parecen sentarse las señoras gordas, se quitó los anteojos —había estado copiando una receta— y dijo, probablemente porque su marido necesitaba ayuda en ese momento de la historia:

—Lo encerraron.

—Comprendo.

—No puedes comprender —dijo mi madrastra—. Nadie podría imaginarse quién lo salvó.

Sorella, que había sido maestra en el sistema escolar de Newark, hizo un gesto didáctico. Levantó el brazo como si fuera a marcar algo en la pizarra junto a lo que había escrito un alumno.

—Ahora viene el elemento extraño. Aquí es donde interviene Billy Rose.

Yo dije:

—¿Billy Rose, en Roma? ¿Y qué hacía allí? ¿Estamos hablando del Billy Rose de Broadway? ¿Queréis decir el amigo de Damon Bunyon, el tipo que se casó con Fanny Brice?

—No se lo cree —dijo mi madrastra.

En la Roma fascista, el hijo de su hermana, su propia carne y sangre, había visto a Hitler en una recepción. Lo metieron en la cárcel. No había esperanzas para él. A los judíos romanos los estaban metiendo en camiones para llevarlos a las cuevas de las afueras de la ciudad y matarlos. Pero a él lo salvó un tipo famoso de Nueva York.

—¿Me estáis diciendo que Billy organizó una operación en secreto en Roma? —dije yo.

—Durante un tiempo, sí, tuvo una organización italiana —dijo Sorella.

Por aquel entonces, precisamente, yo necesitaba un intermediario americano. El alcance del inglés de la tía Mildred era limitado. Además, era una mujer aburrida, lenta para todo, totalmente distinta de mi padre, rápido y lleno de vitalidad. Mildred tenía un aspecto polvoriento, como el strudel que cocinaba. Ese sí que estaba bueno. Pero cuando te hablaba agachaba la cabeza. Ella también tenía la cabeza grande. Se le veía la raya en medio más a menudo que la cara.

—Billy Rose también hizo cosas buenas —dijo, acariciándose el regazo con los dedos. Los domingos se ponía siempre un vestido verde oscuro bordado con cuentas.

—¡Vaya personaje! No me lo puedo imaginar. ¿El hombre de Aquacade? ¿Te salvó de los policías romanos?

—De los nazis.

Mi madrastra volvió a inclinar la cabeza mientras hablaba. Era su pelo, teñido y separado por una raya, lo que yo tenía que interpretar.

—¿Cómo lo averiguaste? —le pregunté a Fonstein.

—Estaba en una celda para mí solo. En aquella época, todas las cárceles de Europa estaban llenas, me imagino. Entonces, un día, un extraño vino y me habló a través de la reja. ¿Sabes?, yo pensé que a lo mejor lo había enviado Ciano. Se me ocurrió porque ese Ciano podría haber preguntado por mí en el hotel. Es verdad que se vestía con uniformes y se paseaba por ahí con la mano encima de un largo cuchillo que llevaba al cinto. Era un actor, pero yo creí que estaba civilizado. Era agradable. Así que, cuando el hombre se paró junto a la reja y me miró, yo me acerqué y le dije: «¿Ciano?». Él sacudió un dedo y me dijo: «Billy Rose». Yo no tenía ni idea de lo que quería decir. ¿Era una palabra o dos? ¿Un hombre o una mujer? El mensaje de aquel italiano fue: «Mañana por la noche, a la misma hora, tu puerta estará abierta. Sal al pasillo. Gira siempre a la izquierda. Nadie tratará de detenerte. Habrá una persona esperándote en un coche, y te llevará hasta el tren para Génova».

—¡Vaya, menudo tunante! Billy tenía toda una organización a su servicio —dije yo-debió de haber visto a Leslie Howard en La Pimpinela Escalata.

—A la noche siguiente, el guardián no cerró con llave mi puerta después de la cena, y cuando el pasillo estuvo vacío me escapé. Me sentía como si tuviera whisky en las piernas, pero me di cuenta de que me estaban reteniendo para deportarme, las SS estaban haciendo su trabajo, de manera que abrí todas las puertas, subí, bajé, y en la calle vi un coche esperándome y unas personas apoyadas en él, que hablaban con voces normales. Cuando salí, el conductor me empujó hacia la parte de atrás y me llevó a la estación de Trastevere. Me dio documentos de identidad nuevos. Me dijo que nadie me iba a buscar, porque todo mi expediente policial había sido robado. En el asiento del coche había un sombrero y un abrigo para mí, y me dio el nombre de un motel de Génova, junto a la orilla del mar. Allí es donde se pusieron en contacto conmigo. Me dieron un pasaje en un barco sueco hacia Lisboa.

Europa se podía ir al infierno sin Fonstein.

Mi padre lo miró de medio lado con esos ojos atentos de él. Había oído la historia muchas veces.

Yo también llegué a conocerla de memoria. Me la contaron por episodios, como una serie de Hollywood: el thriller de los sábados, protagonizado por Harry Fonstein y Billy Rose, o Bella Rosa. Porque Fonstein, en Génova, cuando se escondía con gran temor en un hotel a la orilla del mar, no tuvo otro nombre para él. Durante el viaje, nadie en el barco de refugiados había oído hablar nunca de Bella Rosa.

Cuando las señoras estaban en la cocina y mi padre estaba en el estudio, leyendo el periódico del domingo, yo solía preguntarle a Fonstein más detalles de sus aventuras (sus tormentos). Él no podía saber los archivos mentales a los que iban entrando o que estaban siendo verificados con los datos de Billy Rose, uno de esos personajes insignificantes y significativos al mismo tiempo cuyo nombre reconocen sobre todo los historiadores de la farándula. El difunto Billy, socio de Matones de la Prohibición, adlátere de Arnold Rothstein; Billy el multimillonario, el protegido de Bernard Baruch, el joven prodigio de la taquigrafía al que Woodrow Wilson, loco por la taquigrafía, invitó a la Casa Blanca para hablar con él de los sistemas rivales de Pitman y Gregg; Billy el productor, el consorte de Eleanor Holm, la sirena de Nueva York y de su Feria Mundial; Billy el coleccionista de Matisse, Seurat, y tantos otros… Billy el de los sindicatos nacionales, el columnista de chismes. Un colega mío del Village era miembro de su equipo de escritores en negro.

Este era el Billy al que Harry Fonstein le debía la vida. Yo hablé después con aquel escritor —que se llamaba Wolfe— y posteriormente Fonstein pudo haberme considerado como un posible canal hacia el propio Billy. Él nunca había conocido a Billy, ¿comprenden? Parece ser que Billy se negaba a recibir las gracias de los judíos que su organización secreta de Broadway había rescatado.

Los agentes italianos que habían trasladado a Fonstein de un lugar a otro se negaron a hablar. El hombre de Génova hacía referencia a Bella Rosa pero no contestaba ninguna de las preguntas de Fonstein. Supongo que la gente de la mafia de Brooklyn había organizado la operación italiana. Después de la guerra, algunos de los gángsters de Sicilia fueron condecorados por los británicos por su labor en la resistencia. Fonstein decía que a los italianos, cuando tenían que guardar un secreto, les salían unos diminutos músculos del rostro que de otro modo nadie podía ver. «Aquel hombre levantaba las manos como si fuera a robar una sombra de la pared y metérsela en el bolsillo.» Ayer erá un matón, hoy trabaja contra los nazis.

Fonstein era del tipo edel —de buena familia— pero también era un judío duro. A veces parecía un hombre que ocupa el primer puesto en la carrera de cien metros braza. Como no le pegaran un tiro, iba a ganar. Tenía algo en común con sus salvadores de la mafia, cuyos secretos convulsionaban sus rostros. Durante la travesía pensó mucho en la persona que lo había sacado de contrabando de Italia, y se imaginó a diversos tipos de filántropo idealista dispuestos a gastarse hasta su último pavo en rescatar a su pueblo de Treblinka.

—Cómo iba yo a imaginarme el tipo de hombre, o de comité (la sociedad Bella Rosa) que lo hizo?

No, era Billy, que actuaba solo en un arranque de sensibilidad con sus hermanos judíos y que se esforzaba para ser más listo que Hitler y Himmler, para robarles sus víctimas. Otro día se le antojaría una patata asada, un perrito caliente o un crucero alrededor de Manhattan en la Circle Line. No obstante, había momentos de auténtico sentimiento en el caprichoso Billy. El Dios de sus padres todavía importaba. Billy era tan variado como un cuadro de Jackson Pollock, y entre los principales hilos que goteaban por él estaba el hecho de ser judío, con otras vetas que tendían hacia el secretismo, otras de debilidad sexual, incluso humillación sexual. Al mismo tiempo, necesitaba que su nombre figurara en los periódicos. Como dijo alguien, tenía debilidad por la publicidad. Y sin embargo su operación de rescate en Europa quedó en secreto.

Fonstein, en medio del montón de refugiados que navegaban hacia Nueva York, se preguntaba cuántos otros de los pasajeros podrían haber sido salvados por Billy. Nadie hablaba mucho. La gente con experiencia empieza en un momento determinado a guardar silencio y a abstenerse de decir nada sobre sus historias a otras personas. A Fonstein le devoraba la curiosidad sobre lo que podría hacer en Nueva York. Según contaba, por las noches, cuando el barco estaba parado, él era como una de las cuerdas lastradas, no dejaba de retorcerse. Esperaba que Billy, si había salvado a montones de personas, tendría también planes para su futuro. Fonstein no esperaba que se reunieran todos y gritaran como José y sus hermanos. Nada de eso. No, los alojarían en hoteles o quizá en algún asilo, o se alojarían con familias caritativas. Algunos querrían ir a Palestina; la mayoría elegiría Estados Unidos y estudiaría inglés, para quizá encontrar trabajos en la industria o ir a escuelas técnicas.

Pero a Fonstein lo detuvieron en la isla de Ellis. En aquel momento no se admitían refugiados.

—Nos alimentaban bien —me contó—. Yo dormí en un somier de alambre, en la litera de arriba. Desde allí veía Manhattan. Sin embargo, me dijeron que tendría que ir a Cuba. Yo seguía sin saber quién era Billy, pero esperaba su ayuda.

»Y, después de unas cuantas semanas, Rose Productions envió a una mujer para que hablase conmigo. Llevaba un vestido de niña, los labios pintados, tacones altos, pendientes, sombrero. Sus piernas parecían columnas y ella parecía una actriz del teatro yídish, preparada para interpretar papeles antiguos, desilusionados y tristes. Se consideraba a sí misma una dramatisten y tenía por lo menos cincuenta años. Me dijo que mi caso estaba siendo estudiado por la Sociedad de Ayuda al Inmigrante Hebreo. Ellos se ocuparían de mí. Ya no había ningún Billy Rose.

Eso debió de afectarte mucho.

—Por supuesto, pero tenía mucha más curiosidad que decepción. Le pregunté por el hombre que me había rescatado. Le dije que me gustaría darle las gracias a él personalmente. Ella descartó la idea. Eso no venía al caso. Me dijo: «Puede que después de Cuba». Me di cuenta de que hasta ella misma lo dudaba. Le pregunté si él ayudaba a mucha gente. Ella dijo: «Desde luego, pero primero se ayuda a sí mismo, y debería usted ver cómo grita por un centavo». Era muy famoso, era rico, poseía el edificio Ziegfeld y estaba continuamente en los periódicos. ¿Cómo era? Pequeño, avaro, inteligente. No pagaba mucho a sus empleados, y ellos temían a su jefe. Vestía muy bien, y era un personaje de Broadway y pasaba las noches en los cafés. «Puede llamar al gobernador Dewey y hablar con él cuando le da la gana».

»Eso es lo que ella me dijo. También me dijo:

»“Me paga veintidós pavos, y si sugiero siquiera un aumento me despedirá. Entonces, ¿qué? La Segunda Avenida está muerta. Para la radio yídish hay un exceso de talentos. Si no fuera por el jefe, yo me consumiría en el Bronx. De esta manera, por lo menos, trabajo en Broadway. Pero usted está muy verde, para usted de momento no hay futuro”.

»“Si él no me hubiera salvado de la deportación, yo habría acabado como otros en mi familia. Le debo la vida.”

»“Es probable”, admitió ella.

»“¿Acaso no es normal interesarse por el hombre al que le has hecho eso? O por lo menos echarle un vistazo, estrechar su mano, hablar unas palabras.”

»“Habría sido normal en una época”, dijo ella.

»Empecé a darme cuenta —dijo Fonstein— de que ella estaba enferma. Me parece que tenía tuberculosis. No eran los polvos de la cara lo que hacían que estuviera tan pálida. El blanco era para ella lo que el amarillo es para el limón. Lo que yo vi no era maquillaje, era el Ángel de la Muerte. Los tuberculosos son a menudo inquietos y nerviosos. Se llamaba señora Hamet (khamet era la palabra judía para referirse al cuello del caballo). Era de Galitzia, como yo. Teníamos el mismo acento.

Era un cuento chino. La tía Mildred también lo tenía: cómico para otros judíos, divertidísimo en un music-hall yídish.

«La Sociedad le buscará trabajo en Cuba. Se ocupan muy bien de ustedes. Billy piensa que la guerra ha entrado en una nueva fase. Roosevelt está a favor del rey Saud, y esos árabes odian a los judíos y mantienen cerrada la puerta de Palestina. Por eso cambió Rose sus operaciones. Él y sus amigos se dedican ahora a fletar barcos para refugiados. El gobierno de Rumania les vende los judíos a cincuenta pavos por cabeza, y hay setenta mil. Eso es mucha pasta. Será mejor que se dé prisa antes de que los nazis ocupen Rumania.»

Fonstein dijo, muy razonablemente:

—Le conté lo útil que yo podía resultar. Yo hablaba cuatro idiomas. Pero ella estaba endurecida frente a los ruegos de la gente, para congraciarse con su maldita gratitud. Bueno, es la rutina de siempre —dijo Fonstein, de pie sobre la suela de diez centímetros de su bota ortopédica.

Tenía las manos metidas en los bolsillos y no participaron en la elocuencia de su encogimiento de hombros. Por un momento, su rostro fue como un rostro destacado en una vitrina de un museo; en una habitación oscura, su palidez resaltaba de manera tal que la piel quedaba salpicada, un efecto realmente curioso, como carne de gallina hecha piedra. Pero a él no lo estaban mostrando por las cosas brillantes que había realizado. Entre los hombres, él era más corriente que el agua de Seltz.

Billy no quería su gratitud. Primero el suplicante te agarra por las rodillas. Después te pide un pequeño préstamo. Lo único que quiere es una dádiva, un par de pantalones, un colchón en el que dormir, un bono para una comida, un poco de capital para iniciar un negocio. La gratitud de un hombre es veneno para su benefactor. Además, Billy era un maniático con las personas. Al principio repartía sin problemas su buena voluntad, pero lo ponían histérico cuando tomaban ellos la iniciativa sobre él.

—Como yo nunca había puesto un pie en Manhattan, no tenía ni idea de lo que hacer —dijo Fonstein—. En vez de eso, lo que tenía eran extrañas fantasías, pero ¿de qué me servían? Nueva York es una fantasía colectiva de millones de personas. No hay tantas cosas que pueda hacer en él una persona sola.

La señora Cuello de Caballo (seguramente en la patria su familia había sido de casta inferior) advirtió a Fonstein:

—Billy no quiere que usted mencione su nombre a la Sociedad.

—¿Cómo llegué entonces a la isla de Ellis?

—Diga lo que quiera. Diga que una mujer italiana casada se enamoró de usted y le robó dinero a su marido para comprarle a usted los documentos. Pero no se vaya de la lengua sobre Billy.

En ese momento, mi padre le dijo a Fonstein:

—Puedo ganarte en cinco movimientos.

Mi viejo habría servido para matemático si hubiera estado más alejado de los asuntos mundanos. Lo único que pasaba era que su motivo para concentrarse era ganar. Mi padre no se habría aplicado allá donde no hubiera un oponente al que vencer.

Yo tengo mi propia forma de poner a prueba mis facultades. Mi terreno es la memoria. Pero además mis facultades ya no son lo que eran. No es que tenga Alzheimer, absit ornen o nicht da gedacht, que yo recuerde no hay ningún asunto turbio en mi vida. Pero cada vez soy más lento. Por ejemplo, ¿quién era el hombre para quien trabajó Fonstein en La Habana? Hubo un tiempo en que yo recordaba instantáneamente esos nombres. No necesitaba para ello ningún sistema electrónico. Hoy día mi memoria anda a tientas de vez en cuando. Pero gracias a Dios aún no ha llegado mi hora: el empleador de Fonstein en Cuba era el señor Salkind, y Fonstein era su asistente. Había periódicos yídish por toda Sudamérica. En el hemisferio occidental, los judíos buscaban a sus parientes que habían sobrevivido y estudiaban las listas de nombres que publicaban los diarios. A muchos deportados los bajaron del barco en el Caribe y en México. Fonstein añadió rápidamente el español y el inglés al polaco, el alemán, el italiano y el yídish que ya hablaba. Se dedicó a aprender ingeniería en una escuela nocturna y a hacer la ronda por los bares o cafés de refugiados. Para los turistas, La Habana era una ciudad de vacaciones: ideal para el juego, la bebida y las putas. También era centro de abortos. Muchas chicas solteras y desgraciadas bajaban allí desde Estados Unidos para poner fin a sus embarazos. Otros, con más talento, venían a buscar entre los refugiados un marido o una esposa. Deseaban un cónyuge de origen europeo y estable, una persona que supiera lo que era el sufrimiento y la resistencia. Alguien que hubiera escapado de la muerte. Mujeres que no encontraban a nadie en Baltimore, Kansas City o Minneapolis, chicas de mucha valía a las que los hombres nunca proponían matrimonio, encontraron esposo en México, Honduras y Cuba.

Después de cinco años; el empleador de Fonstein estuvo dispuesto a respaldarlo y envió a buscar a su sobrina, Sorella. Imaginar lo que vieron el uno en el otro cuando los presentaron fue al principio demasiado para mí. Cada vez que nos veíamos en Lakewood, Sorella llevaba puesto un traje de chaqueta. Cuando cruzaba las piernas, un observador como yo, al ver el volumen de sus pantorrillas, podía imaginarse a la mujer totalmente desvestida, y, según su experiencia de la vida y sus conocimientos sobre arte, atribuirla al tipo de un pintor apropiado. En mi visión mental de Sorella, yo siempre pensaba en la Saskia de Rembrandt con preferencia sobre los desnudos de Rubens. Pero también Fonstein, cuando se quitaba la bota ortopédica, debía de ser… Bueno, él también tenía sus imperfecciones. De manera que marido y mujer podrían perdonarse uno al otro. Yo creo que mis gustos habrían sido más parecidos a los de Billy Rose: ninfas acuáticas, del estilo de Lorelei, o coristas. Los hombres de Europa Oriental tenían unos gustos más sobrios. En lugar de mi padre, yo habría tenido que hacerle el signo de la cruz a la cara de la tía Mildred antes de meterme en la cama con ella, algún tipo de exorcismo (algo muy rebuscado) para eliminar la maldición. Pero yo no era mi padre, yo era su malcriado hijo norteamericano. Nuestros estoicos antepasados apechugaban en la cama con lo que tenían. En cuanto a Billy, con los pantalones y los calzoncillos bajados, persiguiendo a las chicas que habían venido para hacer una prueba, le habría ido mejor con la señora Cuello de Caballo. Si podía perdonar las ubres en forma de gaita y las enormes venas de sus piernas, ella perdonaría las partes de él, que tampoco debían de ser maravillosas, y podían juntar sus desdichados seres y apoyarse el uno al otro para lo bueno y para lo malo.

La obesidad de Sorella, su peinado en forma de colmena, los ridículos anteojos —el falso aire de «dama»— me dejaban perplejo: ¿qué persigue una persona así? ¿Son imitadoras de mujeres, drag queens?

Esta era una conclusión falsa a la que llegaba un chico de clase media que se consideraba un bohemio iluminado. Yo estaba encaramado en la excitante sofisticación del Village.

Estaba totalmente equivocado, realmente equivocado con respecto a Sorella, pero en aquella época mi perversa teoría encontraba algo de apoyo en la historia que contaba Fonstein sobre sus aventuras. Me contó cómo había ido en barco desde Nueva York a trabajar para Salkind en La Habana mientras aprendía español e inglés y estudiaba refrigeración y calefacción en una escuela nocturna.

—Hasta que conocí a una chica norteamericana, una vez que hice una visita.

—Conociste a Sorella. ¿Y te enamoraste de ella?

Me dirigió una dura mirada judía cuando le hablé de amor. ¿Cómo distingue uno entre amor, necesidad y prudencia?

La gente con mucha experiencia —esto siempre me sorprende— se guarda las cosas para sí misma. Eso está bien para los que no tienen intención de ir más allá de la experiencia. Pero Fonstein pertenecía a una categoría incluso más avanzada, los que no se ponen a sí mismos esos límites y se sienten capaces de entrar en la próxima zona; en esa próxima zona, su objetivo es convertir los puntos flacos y los secretos en energía consumible. Un hombre de primera clase sobrevive gracias a la materia que destruye, como hacen las estrellas. Pero ya me estoy alejando de Fonstein, divagando de manera innecesaria. Sorella quería un marido, y Fonstein necesitaba los papeles para nacionalizarse norteamericano. Yo lo veía como un mariage de convenance.

Siempre es la formulación más falsa la que te hace sentir más orgulloso.

Fonstein encontró un empleo en un hotel de Nueva Jersey que subcontrataba la manufactura de las partes en la línea de fabricación de calefactores. Allí le fue bien, porque trabajaba como un castor, y progresó rápidamente en su sexto idioma. Pronto estaba conduciendo un nuevo Pontiac. La tía Mildred decía que era un regalo de bodas de la familia de Sorella. «Están tan aliviados…», me contó Mildred. «Unos años más, y Sorella habría sido demasiado vieja para tener bebés.» Los Fonstein tuvieron un solo hijo, un varón: Gilbert. Decían que era un prodigio en matemáticas y física. Unos años después, Fonstein me consultó acerca de la educación del muchacho. Para entonces tenía suficiente dinero como para enviarlo a las mejores escuelas. Fonstein había mejorado y patentado un termostato, y con la ayuda indispensable de Sorella se convirtió en un hombre rico. Su mujer era un tigre. Como él decía, sin ella no habría habido patentes. «Mi empresa me habría robado como a un chino. Yo no sería el hombre que ves hoy.»

A continuación examiné al Fonstein que tenía ante mí. Llevaba camisa italiana, corbata francesa, y la bota ortopédica era de fabricación británica: olía a la calle Jermyn. Con aquel zapato podría haber bailado flamenco. Qué distinto del rudimentario aparato polaco, groseramente fabricado, con el que había renqueado por toda Europa y escapado de la prisión en Roma. Esa bota, con la que esquivó a los nazis, había tenido incluso que quitársela por las noches, porque si se la hubieran robado lo habrían pillado y matado en su desnudez de piernas cortas. Las SS ni siquiera se habrían molestado en meterlo en un vagón de ganado.

Qué contento debería de haber estado su rescatador, Billy Rose, al ver al Fonstein actual: la camisa italiana rosa con cuello blanco, la corbata de la Rue de Rivoli, anudada siguiendo las instrucciones de Sorella, la excelente caída del traje importado, el buen color de su rostro, que, abandonando el blanco de la piedra, tenía el aspecto y el color de una granada madura.

Pero Fonstein y Billy nunca se llegaron a conocer. Fonstein había convertido ver a Billy en su obsesión, pero Billy nunca quiso verlo. Le devolvía las cartas. A veces acompañadas de un mensaje, que ni una sola vez había sido escrito por Billy. El señor Rose le deseaba a Fonstein todo lo mejor, pero por el momento no podía darle cita. Cuando Fonstein le envió a Billy un cheque acompañado de una nota de agradecimiento en la que le pedía que utilizase el dinero con fines caritativos, se lo devolvieron sin comentarios. Fonstein se lo encontró en su oficina y eso lo hizo revolverse. Una vez que trató de acercarse a Billy en Sardi’s lo apartó un miembro del personal del restaurante. Allí no se permitía que se molestase a los famosos.

Cuando vio que le bloqueaban el camino, Fonstein le dijo a Billy en su cantinela de Galitzia-China:

—He venido a decirle que soy una de las personas que rescató en Italia.

Billy se dio la vuelta hacia la pared y a Fonstein lo acompañaron a la puerta.

Con el transcurso de los años, le envió diversas y largas misivas. «No quiero nada de usted, ni siquiera estrecharle la mano, solo hablarle cara a cara durante un minuto.»

Fue Sorella, una vez más en Lakewood, la que me contó esto, mientras Fonstein y mi padre estaban sumergidos en trance encima del tablero de ajedrez.

—Rose, en aquella fiesta especial, no quiso ver a Harry

—dijo Sorella.

Mi comentario fue:

—Me he roto la cabeza tratando de comprender por qué es tan importante para Fonstein. Si el otro se niega, pues se niega.

—Para expresar su gratitud —dijo Sorella—. Todo lo que quiere decir es «gracias».

—Y ese pequeño salvaje se niega categóricamente.

—Se comporta como si Harry Fonstein nunca hubiera existido.

—¿Por qué crees que es? ¿Tiene miedo de las emociones? ¿Sería un momento demasiado judío para él? ¿Lo desplaza de su posición como norteamericano de pleno derecho? ¿Cuál es la opinión de tu marido?

—Harry cree que es algún tipo de cambio que se produce en los descendientes de los inmigrantes en este país —dijo Sorella.

Todavía recuerdo cómo me dio que pensar esta respuesta. Yo mismo me había interrogado a menudo de manera incómoda sobre la americanización de los judíos. Uno podía empezar con las diferencias físicas. La altura de mi padre era de un metro y sesenta y cinco centímetros, mientras que la mía era de un metro ochenta y cinco. A mi padre, esto le parecía de algún modo un desperdicio tonto. Quizá la razón era bíblica, porque el rey Saúl, que les sacaba a los demás la cabeza

y los hombros, fue verrucht (demente y desgraciado). El profeta Samuel había advertido a Israel que no tuviera rey, y Saúl no encontró favor a los ojos de Dios. Por tanto, un judío no debía ser innecesariamente grande sino más bien pequeño, fuerte pero compacto. Lo importante era ser hábil y rápido. Así es como era mi padre y como habría preferido que yo fuera. Mi altura era superflua, yo tenía demasiado pecho y espalda, unas manos grandes, una boca ancha, una banda de bigote negro, demasiada voz y un cabello excesivo; además, las camisas que cubrían mi tronco tenían demasiadas rayas grises y rojas, demasiado llamativas. Los tontos debían venir en tallas más pequeñas. Un hijo grande era una amenaza, un parricidio. Sin embargo Fonstein, a pesar de su pierna corta, era un hombre como debía ser, bien arreglado, elegante, sensato e inteligente. Su desarrollo fue acelerado por las ideas de Hitler. Perder a tu padre a la edad de catorce años pone fin a tu infancia. Enterar a tu madre en un cementerio extranjero, sin tiempo para guardar luto, ser atrapado con documentos falsos, pasar tiempo en chirona (los judíos dicen pasarlo «sentado»: Er hat gesessen). Él era un hombre que conocía la pena. No tenía tiempo para tonterías ni para risas sin sentido, ni para vanidades y juegos, ni para trepar por las paredes, ni para cosas afeminadas o simples e infantiles.

Por supuesto, yo no estaba de acuerdo con mi padre. En mi generación éramos más grandes porque habíamos tenido una nutrición mejor. Además, éramos menos estrictos, teníamos más libertades. Crecimos con una gama de influencias y pensamientos mayor: éramos los hijos de una gran democracia, criados en la igualdad, viviendo a la altura de ella sin empalizadas que nos confinaran. ¿Por qué, hasta finales del siglo pasado, seguían encerrando a los judíos de Roma para pasar la noche? Una vez al año, el Papa entraba con gran ceremonia en el gueto y escupía de manera ritual en las vestiduras del rabino principal. ¿Estábamos locos o qué? Sin ninguna duda. Pero no había vagones de ganado esperando para llevarnos a los campos de concentración y las cámaras de gas. Uno puede pensar en esas cosas —y pensar y pensar—, pero no se resuelve nada con estas meditaciones históricas. Pensar no resuelve nada. Ninguna idea es más que una posibilidad imaginaria, una nube en forma de champiñón de Los Álamos (que no destruye nada, no fabrica nada) que se alza desde la cegadora conciencia.

Y además Billy Rose no era grande en absoluto; tenía más o menos la misma talla de Peter Lorre. Pero, ¡ay!, era norteamericano. Había en él un tintineo de sala de juegos, el ruido de los disparos de las galerías de tiro, el traqueteo de las maquinitas, el débil grito humano de los lagartos de Times Square, la mirada extraña de los fenómenos de circo. Para verlo tal como era, había que colocarlo con el telón de fondo blanqueado de Broadway al amanecer. Pero incluso esos sitios tienen sus peces gordos, personas cuyos defectos pueden transformarse para provecho de las empresas. No hay nada en este país que no se pueda vender, nada demasiado extraño para sacarlo al mercado y conseguir una fortuna. Y, una vez que uno tiene tantas propiedades como tenía Billy, entonces ya no importaba que fuera uno de los ciervos humanos que salían a las afueras procedentes del Lower East Side para pastar en los grasientos papeles de bocadillos. ¿Billy? Pues bien, Billy había engañado a gigantes como Robert Mases. Compró el edificio Ziegf eld por cuatro perras. Instaló a Eleanor Holm en una mansión y llenó las paredes de obras de arte. Y siguió a partir de ahí. En la Irlanda feudal decían que un hombre orgulloso es un hombre maravilloso (Parnell de Yeats), pero en el sofisticado Nueva York podía ser maravilloso porque los periodistas decían que lo era: George Nichols, Walter Winchel, Leonard Lyons, el «Midnight Earl» y también los amigos de Hollywood y los líderes de la sociedad de los clubes nocturnos. Billy estaba por todas partes. Bueno, incluso escribía para un periódico, y estaba sindicado. Es cierto que no era él el que escribía, pero era su cerebro el que tomaba todas las decisiones básicas y sancionaba cada palabra que publicaban.

Fonstein pronto estuvo familiarizado con las actividades de Billy, más familiarizado de lo que yo nunca estuve o me preocupé por estar. Pero, claro, Billy le había salvado la vida: lo sacó de prisión, le pagó el viaje a Génova, lo instaló en un hotel, le consiguió el pasaje en un barco neutral. Ninguna de estas cosas las podría haber hecho por sí solo, y nunca en la vida se le habría oído negarlo.

—Por supuesto… —decía Sorella, acompañándose de gestos que solo una mujer que pesa casi cien kilos puede hacer, porque su delicadeza radica en el desmesurado desbordamiento de su parte posterior— aunque mi marido ha abandonado la idea de ponerse en contacto con él, no ha dejado, y no puede dejar, de sentir agradecimiento. Él es una persona digna, pero también es muy inteligente y tiene que ser consciente del tipo de persona que lo salvó.

—¿Lo entristece? Podía ser que lo entristeciera el haber sido salvado de la muerte por un kibutzer.

—A veces sí.

Era bastante habladora, esta Sorella. Empecé a esperar con impaciencia nuestras conversaciones tanto por la información que sacaba de ella como por el interés intrínseco del tema. Yo también había mencionado que era amigo de Wolfe, una de las personas que escribían para Billy, y puede que ella me estuviese preparando. Era incluso posible que Wolfe abordase el tema con Billy. Informé a Sorella desde el principio de que Wolfe nunca haría eso.

—Este Wolfe —le dije— es un tipo gracioso, un hombrecillo que seduce a las niñas grandes. Muy listo. Se pasea por Birdland y adora a los bichos raros de Broadway. Además, es un intelectual formado en Yale, o por lo menos eso es lo que quiere creer; atesora sus excentricidades y le encanta decir cosas profundas. Por ejemplo, su madre es también su señora de la limpieza. Eso me lo dijo hace poco mientras yo observaba a una mujer de rodillas frotando el piso: «La mujer a la que estás mirando es mi madre».

—¿Su propio hijo? —dijo Sorella.

—Y además hijo único —dije yo.

—Ella debe de quererlo más que a nada.

—No me cabe la menor duda. Para él, eso es lo que es profundo. Aunque es una persona decente, a pesar de todo. Tiene que mantenerla de todos modos. ¿Qué daño hay en ahorrarse diez pavos a la semana en la limpieza? Además, esto viene a sumarse a su reputación como tipo raro y nihilista. Aspira a convertirse en el Thomas Mann de la ciencia ficción. Ese es su auténtico objetivo, según dice, y en Broadway solo tontea. Le divierte escribir las columnas de Billy y ser un pionero en la prensa con expresiones como: «Voy a golpearle la puntiaguda1cabeza. ¡Menudo golpe será!»

Sorella escuchaba y sonreía, aunque no deseaba que se creyera que estaba familiarizada con estos personajes de los bajos fondos y su idioma o costumbres, como tampoco con el sexo del Village o la sordidez de Broadway. Volvía a llevar la conversación al rescate de Fonstein y la historia de los judíos.

Ella y yo simpatizamos el uno con el otro, y no pasó mucho tiempo antes de que yo le hablara tan abiertamente como haría en una conversación en el Village, por ejemplo con Paul Goodman en el Casbah, no como si ella fuera simplemente una señora gorda de la pequeña burguesía de Nueva Jersey: nada más que una portadora o relevo genético para producir a un sabio científico de la generación siguiente. Ella había conseguido un matrimonio respetable («desdeñable»). Sin embargo, también era un tigre como esposa y como madre. No era una persona insignificante la que había patentado el termostato d Fonstein y ahorrado para conseguir dinero para su pequeña fábrica (era pequeña al principio), mientras criaba a un niño que era un genio de las matemáticas. Era una mujer enérgica, que tenía ideas. Esta señora tan gruesa estaba muy bien informada. Yo no sentía inclinación por hablar con ella de la historia de los judíos —al principio me ponía de los nervios— pero ella superó mi resistencia. Conocía bien el tema, y además, maldita sea, uno no podía decir que no a la historia de los judíos después de lo que había pasado en la Alemania nazi. Había que escuchar. Resultó que, como esposa de refugiado, se había propuesto dominar el tema, y llegó a conocer muchos detalles sobre las técnicas de aniquilación, sobre su aspecto de industria a gran escala. Lo que constituía su tema de conversación mientras Fonstein y mi padre miraban fijamente al tablero de ajedrez, sumergidos en su trance, era el humor negro, el lado tragicómico de algunas de las operaciones de los campos de concentración. Como era profesora de francés, conocía a Jarry y su Ubú rey, la patafísica, el dadaísmo y el surrealismo. Algunos campos de concentración estaban dirigidos en u estilo burlesco que obligaba a pensar en estas cosas. Enviaban a los prisioneros desnudos a una ciénaga y allí tenían que saltar y croar como ranas. Ahorcaban a niños mientras obligaban a trabajadores forzosos muertos de hambre y helados a ponerse en fila y desfilar frente a la horca mientras la banda tocaba valses vieneses.

Yo no quería escuchar estas cosas, y le decía impaciente:

—Muy bien, Billy Rose no era el único que se dedicaba al espectáculo. Los alemanes también, y el espectáculo que montaron en Nuremberg fue más grande que la concentración de Billy en el Madison Square Garden: el espectáculo de Nunca moriremos.

Yo comprendía a Sorella: el objetivo de sus pesquisas era ayudar a su marido. Él estaba vivo porque a un pequeño promotor judío se le antojó organizar un rescate al estilo de Hollywood. Se me invitó a meditar sobre temas tales como: ¿puede la muerte tener gracia? O ¿quién rió el último? Yo no quería hacerlo, sin embargo. Primero esa gente te asesinaba, y después te obligaba a pensar en sus crímenes. A mí me ahogaba hacerlo. Buscar motivos era una horrible imposición que se sumaba a la «selección» original, a las cámaras de gas, a los hornos de cremación. Yo no quería pensar en la historia ni en la psicología de estas abominaciones. Las estrellas también son órganos nucleares. Esas cosas están muy por encima de mis posibilidades, me parecen un ejercicio inútil.

Además, mi consejo para Fonstein —que le di mentalmente— era este: olvídalo todo. Hazte norteamericano. Dedícate a tu negocio. Comercializa tu termostato. Deja las teorías para tu mujer. A ella le gustan, y es una mujer lista. Si disfruta coleccionando una biblioteca sobre el Holocausto y quiere meditar sobre el tema, ¿por qué no? Puede que incluso escriba un libro, sobre los nazis y la industria del espectáculo. La muerte y las fantasías colectivas.

Yo sospechaba que había cierto punto de fantasía oculto en la obesidad de Sorella. Ella estaba dramatizada biológicamente en las ondas y pergaminos de los tejidos. Y a pesar de todo, en el fondo, era una mujer seria plenamente dedicada a su marido y a su hijo. Fonstein tenía sus cualidades; sin embargo, la que tenía el cerebro para los negocios era ella. Y a Fonstein nadie tenía que decirle que se hiciera norteamericano. Esta pareja, juntos, pronto pasó de disfrutar una prosperidad aceptable a poseer una gran cantidad de dinero. Compraron propiedades al este de Princeton, cerca del mar, le proporcionaron al niño una educación, y, cuando lo enviaban de campamento en verano, viajaban. A Sorella, que había sido profesora de francés, le atraía Europa. Además, había tenido la buena suerte de encontrar un marido europeo.

Hacia finales de los cincuenta fueron a Israel, y dio la casualidad de que a mí mis negocios me habían llevado también a Jerusalén. Los israelíes, que culturalmente tenían un poco de todo lo que había en el mundo, me habían invitado a inaugurar un instituto de memoria.

De manera que, en el vestíbulo del hotel Rey David, me encontré a los Fonstein.

—¡Hace años que no te veo! —dijo Fonstein.

Era cierto: yo me había mudado a Filadelfia y me había casado con una dama de Main Line. Vivíamos en una mansión de piedra rojiza, que tenía un jardín cerrado y una escalinata de 1817 cuya fotografía había sido publicada por la revista American H eritage. Mi padre había muerto; su viuda se había ido a vivir con una sobrina. Yo rara vez veía a la anciana y tuve que preguntarles a ellos cómo se encontraba. En la última década solo había tenido un contacto con los Fonstein, y fue una conversación telefónica sobre su talentoso hijo.

Aquel año lo habían enviado a un campamento de verano para niños prodigio en ciencias.

Sorella se puso especialmente contenta al verme. Estaba sentada —con su peso supongo que generalmente uno está más cómodo sentado— y mostraba, sin afectación, un auténtico placer por haberse encontrado conmigo en Jerusalén. Lo que a mí se me ocurrió sobre ellos dos era que era útil para un desplazado tener un amplio contrapeso en su esposa. Además, me parece que la quería de verdad. Mi propia esposa se parecía más bien a Twiggy. Uno no siempre acierta con todo. Sorella me llamó «primo» y dijo al francés que ella seguía siendo una femme bien en chair. De mí admiraba que un hombre encontrase el camino en medio de tantos pliegues. Pero aquello no era asunto mío. Parecían bastante felices.

Los Fonstein habían alquilado un coche. Harry tenía conocidos en Haifa que iban a dar una gira por el norte del país. «¡Qué sitio tan extraordinario!», dijo Sorella, bajando la voz hasta un susurro teatral. (¿Cuál era el secreto?) Judíos que eran electricistas y albañiles, policías, maquinistas y capitanes de barco. A Fonstein le encantaba caminar. En Europa había caminado mil kilómetros con su bota polaca. Sorella, sin embargo, no tenía un cuerpo apropiado para ir de excursión. Solía decir: «Deberían llevarme en una litera. Pero ese no es un oficio que les guste a los israelíes, ¿verdad?». Me invitó a tomar el té con ella mientras Fonstein visitaba a algunos paisanos: vecinos de Lemberg.

Antes de tomar el té, yo subí a mi habitación a leer el Herald Tribune —uno de los mayores placeres de viajar al extranjero—, pero me quedé parado con el periódico en las manos pensando en los Fonstein (mi costumbre de hacer dos cosas a un tiempo, como usar la música de telón de fondo para la meditación). Los Fonstein no eran los típicos parientes predecibles de los que se puede disponer y a los que se clasifica por su vestimenta, su conversación o los automóviles que conducen, los templos que frecuentan, el partido político al que pertenecen. Fonstein, a pesar de las botas de la calle Jermyn y de los trajes italianos, seguía siendo el hombre que había enterrado a su madre en Venecia y esperado en la celda a que Ciano lo rescatara. Aunque su rostro era silencioso y sus modales «socialmente correctos» —este era el único término que podía aplicarle yo: lejos del estilo judío adquirido por las comunidades de Nueva Jersey— me parece que él pensaba intensamente en su origen europeo y su transformación americana: primera y segunda parte. Rara vez se me escapan los indicios de una memoria tenaz en otras personas. Sin embargo, siempre pregunto lo que hacen las personas con sus recuerdos. Dejarlos que se pudran, almacenarlos mecánicamente, una capacidad inusual para retener hechos que tienen un interés limitado para mí. Hasta los idiotas pueden hacerlo. Tampoco me importa mucho la nostalgia y los sentimientos que se le asocian. En la mayoría de los casos, me desagradan. Pero Fonstein estaba haciendo algo con su memoria. Este era el elemento vivaz y activo que destacaba en su aspecto tranquilo. Pero esto no se comentaba más con el hombre de lo que se le preguntaba por la bota con la suela de diez centímetros. Además, estaba Sorella. No era ninguna mujer corriente, rompía con todo signo de ordinariez. Su obesidad, suponiendo que ella hubiera elegido psicológicamente algo sobre la cuestión, lo demostraba. Ella podría haber deseado ser más delgada, porque tenía la fortaleza de carácter para hacerlo. En vez de eso aceptaba el reto de su tamaño como Houdini podría haber pedido que le apretaran más los nudos, más candados en el baúl, unos ríos más profundos de los que escapar. Ella era, como dice la gente hoy día, «algo fuera de lo común»: su gráfico se salía del papel y ocupaba todo el muro. En aquellos momentos de reflexión en el Rey David, yo llegué a la conclusión de que ella había tenido que esperar a que un tío suyo de La Habana le encontrase un marido: había sido marginada desde el punto de vista del matrimonio, como si fuera un artículo defectuoso. Salir de este agujero le dio un impulso revolucionario. No iba a haber ningún indicio de su humillación anterior, en ninguna forma, ningún resto de amargura. Lo que uno no quería lo apartaba con decisión. Ella había sido enfermiza y patosa. Su gordura la había hecho pálida y torpe. Nadie, ni siquiera un patán, se había atrevido a cortejarla. ¿Qué hace una con estos dolorosos recuerdos? No los entierra, ni los transforma; los elimina y después utiliza el espacio para dibujar un diseño más enérgico. Lo dibujas así libremente, porque te lo puedes permitir, no porque haya nada que ocultar. El nuevo diseño, tal y como yo lo veía, no era un invento. La Sorella que yo veía no era un montaje sino una revelación.

Dejé a un lado el Herald Tribune y me dirigí a la planta de abajo en el ascensor. Sorella se había instalado en la terraza del hotel. Llevaba un vestido de un color beige blanquecino. El corpiño estaba ornamentado con un gran cuadro de material festoneado. Había algo militar e incluso místico en esto. Me recordaba a los Caballeros de Malta: una cosa curiosa para relacionarla con una dama judía de Nueva Jersey. Pero bueno, el mundo medieval de la ciudad antigua estaba justo al otro lado del Valle. En 1959 los israelíes no tenían acceso a él; seguía siendo territorio indio. En aquel momento, yo no pensaba en judíos y jordanos, sin embargo. Estaba tomando un civilizado té con una dama enorme que era también distinta y autoritariamente delicada. Atrás había quedado el peinado de moño. Llevaba el rubio cabello cortado, unas zapatillas turcas en los pequeños pies, que estaban inocentemente cruzados bajo el latón chapado de la mesa de té. El valle de Hinnom, que en una época fue reserva de los otomanos, estaba verde y en flor. Lo que tengo que decir aquí es que yo era consciente del latido del corazón de Sorella —y lo experimenté directamente— cuando se veía frente al reto de suministrar sangre a un organismo tan grande. Esto para mí constituía una operación arriesgada, mayor que las plantas turcas de tratamiento de aguas. Sentí cómo mi propio corazón admiraba al suyo: la amplitud del proyecto a que se enfrentaba.

Sorella me tranquilizaba.

—Estamos lejos de Lakewood.

—Así es como son hoy día los viajes —dije yo—. Hemos hecho algo con la distancia. Una especie de transformación, de perplejidad.

—Y tú has venido a establecer una rama de tu instituto. ¿Necesita una esta gente?

—Ellos creen que sí —dije yo—. Tienen una idea modificada del arca de Noé. No quieren perderse nada de los países adelantados. Tienen que mantenerse al ritmo del mundo y ser un microcosmos completo.

—¿Te importa que yo te haga una prueba corta y amistosa?

—En absoluto. Adelante.

—¿Recuerdas lo que yo llevaba puesto cuando nos conocimos en casa de tu padre?

—Un traje de chaqueta gris, no demasiado oscuro, de raya clara, y pendientes falsos.

—¿Puedes decirme quién construyó el Graf Zeppelin?

—Claro, el doctor Hugo Eckener.

—¿Y el nombre de tu profesora de segundo grado, hace cincuenta años?

—La señorita Emma Cox.

Sorella suspiró, menos de admiración que de pena, de compasión por la carga tan grande de tanta información inútil.

—Eso es bastante notable —dijo—. Al menos tu éxito con el Instituto Mnemosyne tiene un fundamento legítimo. Me pregunto si recuerdas el nombre de la mujer que Billy Rose envió a la isla de Ellis para que hablara con Harry.

—La señora Hamet. Harry creyó que tenía tuberculosis.

—Correcto.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Con el paso de los años tuve algunos contactos con ella. Primero fue a comprobar cómo estábamos. Después fui yo la que comprobé cómo estaba ella. Cultivé su amistad. Me gustaba aquella anciana, y ella también me encontraba simpática. Nos vimos muy a menudo.

—Lo pones todo en pasado.

—Allí es a donde ella pertenece. Falleció hace algún tiempo en un sanatorio cerca de White Plains. Yo solía visitarla. Podría decirse que se formó un lazo entre nosotras. Ella no tenía familia de la que hablar…

—Era una actriz yídish, ¿no?

—Sí, y ella personalmente era muy teatral, pero no solo por la nostalgia de su arte: la Vilna Troupe, o la Segunda Avenida. Era también porque tenía alma de luchadora. Había mucha sofisticación en ese personaje, mucho sentido. Paciencia. Y además un montón de sigilo.

—¿Y para qué necesitaba el sigilo?

—Durante muchos años fue testigo de las actividades de Billy. Recogió todo en un diario. En la medida de lo posible, guardó un archivo detallado: notas sobre las idas y venidas, transcripciones de conversaciones telefónicas con sus fechas, copias de cartas…

—¿Personales o de negocios?

—No se podría hacer una distinción clara.

—¿Y para qué sirve todo ese material?

—No sabría decirlo exactamente.

—¿Tendría acaso algún valor contra ese hombre? ¿Trataba ella de hacerle chantaje?

—En realidad, no lo creo. Ella era muy tolerante, tanto como podía, si tenemos en cuenta que llevaba una vida miserable y que se sentía maltratada. Pero no creo que quisiera castigarlo por sus iniquidades. Para ella, él era un personaje célebre, así es como lo calificaba. Ella comía en el Automat, y él era un personaje célebre, de manera que tomaba sus comidas en Sardi’s, Dempsey’s o el tugurio de Sherman Billingsley. Ella no le guardaba rencor por eso. En el Automat le daban cosas buenas por poco dinero, y ella solía decir que su dieta era más sana que la de él.

—Ahora me parece recordar que la maltrataba.

—Lo mismo que al resto de la gente, y todos decían que lo odiaban. ¿Qué te contó tu amigo Wolfe?

—Me dijo que Billy tenía poco aguante. Que era una especie de bomba de relojería. Sin embargo, a Wolfe le encantaba tener un contacto en Broadway. Le daba mucho glamour en el Village ser uno de los escritores que trabajaban para Billy. A Wolfe le proporcionaba la oportunidad de conquistar a chicas inteligentes que venían al centro desde Vassar o Smith. Él no tenía unas credenciales intelectuales de primera clase en el Village, no era un gran cerebro, pero tenía voluntad de mejorar, y estaba preparado para que lo maltrataran, como así hacían, desde los teóricos de alta clase hasta los expertos y los pesos pesados, con objeto de conseguir una educación en la vida moderna, lo que significaba poder combinar a Kierkegaard y a Birdland en la misma frase. Era un gran cazador. Pero no abusaba de las chicas. Cuando las seducía, empezaba regalando a la jovencita una caja de dulces. En la siguiente fase, siempre la misma, les regalaba un suéter de cachemira (tanto los dulces como la cachemira se los había comprado a un tipo que traficaba con artículos robados). Cuando acababa el asunto, les pasaba las chicas a alguien más grosero y de posición más baja en la escala social…

Y aquí yo hice una pausa mental, me examiné a mí mismo. Era lo de la escala social lo que lo había provocado. Un judío de Jerusalén, y encima era capaz de explicar dónde nos encontrábamos, cómo Moisés había entregado las Tablas de la Ley a José, y José a los jueces, los jueces a los profetas, y los profetas a los rabinos, de manera que al final de la línea, un judío de la América secular (la diáspora dentro de la diáspora) podía entretenerse y bailar en el escenario de moda del Village de los años cincuenta y hablar de escalas sociales, de los bajos fondos y de la miseria de Broadway. Especialmente si se tenía en cuenta que este judío en concreto no habría sido capaz de decir qué lugar ocupaba él en este gran desfile de la historia. Hacía tiempo que él había llegado la conclusión de que los Elegidos habían sido elegidos para leer los pensamientos de Dios. A lo largo de los milenios, esto resultó ser una afirmación sin sentido.

Pero yo no iba a entrar en eso.

—De manera que la buena de la señora Hamet murió

—dije yo, en tono triste. Recordaba su rostro tal y como lo había descrito Fonstein, más blanco que el azúcar de los dulces. Era casi como si yo la hubiera conocido personalmente.

—No era exactamente inocente —dijo Sorella—. Nadie le pidió que participara, pero a pesar de todo era una jugadora.

—¿Y para qué guardó ese registro?

—Billy la obsesionaba de manera curiosa. Ella creía que debían estar juntos porque eran similares, gente defectuosa. Los inadecuados, los defectuosos, debían sentarse para compartir los unos la carga de los otros.

—¿Quería ser la señora Rose?

—No, no, eso era totalmente imposible. Él solo contraía matrimonio con gente famosa. Ella no tenía ningún valor desde el punto de vista de las relaciones públicas: era vieja, no tenía figura, ni cutis, ni dinero, ni posición social. Era incluso demasiado tarde para que la penicilina la salvara. Pero sí que se empeñó en saberlo todo sobre él. Cuando ella no se controlaba, podía ser sumamente obscena. La obscenidad estaba relacionada con todo. Desde luego, conocía todas las expresiones. Era perfectamente capaz de sonar como un hombre.

—¿Y creyó que debía contártelo? ¿Compartir los resultados de sus investigaciones?

—Conmigo, sí. Se acercó a nosotros a través de Harry, pero la amistad la tenía conmigo. Esos dos rara vez se encontraron, casi nunca.

—¿Y te dejó sus archivos?

—Un diario y las pruebas que lo apoyaban.

—¡Uf! —dije yo. El té había estado en infusión demasiado tiempo y estaba muy oscuro. El limón aligeró el color, y el azúcar era exactamente lo que yo necesitaba en aquellas horas de la tarde para reponerme. Le dije a Sorella—: ¿Y te sirve de algo ese diario? No necesitaréis ninguna ayuda de Billy.

—Desde luego que no. Como se suele decir, América se ha portado bien con nosotros. Sin embargo, es un documento bastante impresionante. Me parece que a ti te lo parecería.

—Si me molestara en leerlo.

—Si empezaras, seguirías, seguro.

Me lo estaba ofreciendo. ¡Se lo había llevado con ella a Jerusalén! ¿Y por qué lo había hecho? No para enseñármelo a mí, desde luego. Ella no podía saber que se iba a encontrar conmigo allí. No nos habíamos visto durante años. Yo no me llevaba bien con mi familia, ¿comprenden? Me había casado con una blanca anglosajona protestante, y mi padre y yo nos habíamos peleado. Ahora yo era de Filadelfia, sin contactos en Nueva Jersey. Para mí, Nueva Jersey era únicamente una parada en el camino hacia Nueva York o Boston. Un punto oscuro de la psique. Cuando podía la omitía. En cualquier caso, decidí no leer el periódico.

Sorella dijo:

—Te estás preguntando para qué me puede servir a mí.

Bueno, por supuesto que me lo preguntaba, ¿por qué no había dejado el diario de la señora Hamet en casa? Francamente, no me interesaba mucho reflexionar sobre sus motivos. Lo que comprendía claramente era que tenía un interés extraño por que yo lo leyera. Quizá quería mi consejo.

—¿Lo ha leído tu marido? —le dije.

—No entendería el lenguaje.

—Y a ti te daría vergüenza traducírselo.

—Es más o menos eso —dijo Sorella.

—¿De manera que tiene algunas partes espeluznantes? Me acabas de decir que ella conocía las palabras. El lenguaje clínico no asustaba a la señora Hamet, ¿verdad?

—En estos días en que se estudia el sexo de manera científica, no hay mucho que sea nuevo y escandaloso —dijo Sorella.

—El escándalo viene de la fuente. Cuando se trata de alguien que es una personalidad pública.

—Sí, ya me lo figuraba.

Sorella era una persona correcta. No me estaba sugiriendo que compartiera con ella ninguna lascivia. No había nada más impropio de ella que hablar mal. Nunca en su vida había seducido a nadie, apostaría mis ingresos de un año entero. Era tan estable de carácter como inmensa de volumen. El cuadrado de tela del corpiño de su traje, con su diseño ondulado, era como un repudio de todas las trivialidades pícaras. Las ondas en sí me parecían una especie de mensaje en cursiva, que advertía contra cualquier interpretación pervertida o atribución perversa. Se quedó callada. Parecía estar diciendo: «¿Dudas de mí?».

Bueno, estábamos en Jerusalén, y yo soy especialmente susceptible a los lugares en que me encuentro. En un momento había estado donde los cruzados, César y Cristo, y los reyes de Israel. También estaba el latido del corazón de ella (y el del mío) con la persistencia de la fidelidad, la fe en la continuación necesaria de un misterio radical. No me pidan que explique nada más.

Yo no me habría sentido así en la industrial Trenton. Sorella era demasiado grande para ponerse a jugar a ningún tipo de juego problemático ni a hacer travesuras. Sus ojos eran como aberturas por las que salía el azul de la atmósfera, y la parte de atrás (la cámara oscura) recordaba el negro del espacio universal, donde no hay ningún objeto que refleje el flujo de la luz invisible.

La aclaración me llegó en un día o dos, en un artículo del Post, esa basura de periódico. Pronto esperaban la visita a Jerusalén de Billy Rose y del diseñador, planificador artístico y escultor arquitectónico Isamu Noguchi. El espléndido Rose, que siempre había sido amigo de Israel, les donaba un jardín de esculturas, para llenarlo con su colección de obras maestras. Había persuadido a Noguchi para que lo diseñara para él, o, como si eso ya no fuera lo suficientemente bonito, para que lo presidiera, ya que Billy, según el reportero, tenía los impulsos filantrópicos pero era un desastre con los requisitos estéticos. Sabía lo que quería; aún más, sabía lo que no quería.

Se los esperaba cualquier día de esos. Se reunirían con los funcionarios de planificación de Jerusalén y el primer ministro los invitaría a cenar.

Yo no podía hablar de ello con Sorella. Los Fonstein se habían ido a Haifa. Su chófer los iba a llevar a Nazaret y a Galilea, subiendo por la frontera de Siria. Genesaret, Cafarnaum y el Monte de las Bienaventuranzas figuraban en el itinerario. No había necesidad de preguntas; ahora comprendía yo lo que pretendía Sorella. De la pobre señora Hamet, posiblemente (la zapadora, el topo, la dedicada investigadora), había recibido un aviso por adelantado, y no habría sido difícil saber cuál era la fecha de la llegada de Billy con el eminente Noguchi. Sorella, si quería, podía leerle a Billy la cartilla, utilizando el diario de la señora Hamet como apoyo. Yo me preguntaba cómo sucedería. La intención general era todo lo que yo podía imaginarme. Si la especialidad de Billy era atraer un máximo de atención (en parte por su magnificencia y en parte por sus tonterías, y a eso era a lo que olía) y si la especialidad de Noguchi era el departamento de las creaciones hermosas, quedaba por ver con qué saldría Sorella con su ingenuidad.

Técnicamente, ella era ama de casa. En cualquier cuestionario o solicitud, ella habría puesto una cruz en el recuadro de ama de casa. Nada de lo que acompaña a este concepto —decoración del hogar, la elección de los manteles, la cubertería, los papeles de las paredes, los utensilios de cocina, el control de la sal, el colesterol y los agentes cancerígenos, la preocupación por peluqueros y cuidado de las uñas, cosméticos, zapatos, largos de vestido, el tiempo dedicado a los almacenes y las compras, los gimnasios, almuerzos, cócteles—, ninguna de estas cosas, o fuerzas (porque yo también las veo como fuerzas, o incluso como espíritus), podía mantener sujeta a una mujer como Sorella. Ella no era más un ama de casa de lo que la señora Hamet había sido una secretaria. La señora Hamet era una artista de teatro sin trabajo, una anciana tuberculosa, moribunda, y finalmente demoníaca. Al legarle su explosivo diario a Sorella, hizo una cosa que había calculado muy bien, y que le parecía sumamente apropiada.

Como Billy y Noguchi llegaron al Rey David cuando Sorella y Fonstein se habían tomado unos días libres en las orillas de Galilea, y a pesar de estar ocupado con mis asuntos del instituto, sin embargo me dediqué a observar a los recién llegados como si Sorella me hubiera encargado que vigilase e informase. Como era previsible, Billy causó sensación entre los demás clientes del hotel, que eran sobre todo judíos procedentes de Estados Unidos. Para algunos, era un privilegio ver a una personalidad legendaria en el vestíbulo y en el comedor, o en la terraza. Por su parte, él no alentaba a la gente a que se acercara a él, no se interesaba en particular por conocer a nadie. Tenía el color de las personas que se saben observadas, el arrebol de las estrellas.

Inmediatamente después de llegar armó una escena en el vestíbulo lleno de pilares y alfombras. El Aal le había perdido el equipaje. Un mensajero de la oficina del primer ministro vino a decirle que lo estaban buscando. Era posible que hubiera proseguido viaje hasta Yakarta. Billy dijo: «Más les vale encontrarlo pronto, joder. ¡Se lo ordeno! Todo lo que tengo es este traje con el que he viajado, y ¿cómo me voy a afeitar, a lavarme los dientes, a cambiarme de calcetines y de calzoncillos y a dormir sin pijama?» El Gobierno ya iba a ocuparse de eso, pero el mensajero se vio obligado a oír que las camisas estaban hechas en Sulka’s y que los trajes los había confeccionado el sastre de la Quinta Avenida que cosía para Winchel, Jack Dempsey o los más altos ejecutivos de la RCA. El diseñador debía de haber elegido un modelo de la familia de las aves. El corte de la chaqueta de Billy recordaba a la elegancia de los tordos o de los petirrojos, que eran unos bichos que se movían con una rapidez asombrosa, con el pecho grueso y las alas dobladas y curvadas hacia arriba. Ahí se paraba la analogía. El resto era compleja vanidad, desagradable altanería y auténtica indignación: una orgullosa actuación de un enano, cuyos fundamentos eran que él era una persona importante, un personaje de Broadway que requería una atención especial, y que él mismo le debía a su alta posición en el mundo del espectáculo el patalear y gritar y exigir y amenazar. Y sin embargo, durante todo ese tiempo, si se miraba de cerca el pequeño rostro rosado, histriónico y oriental, se distinguía un pequeño pero claro sector privado. Contenía unos datos muy distintos. Billy tenía aspecto de que él, como persona, tenía otras preocupaciones, que provenían de otros juicios más interiores y secretos. Él había salido del arroyo. Eso no estaba mal, en América, la tierra de las oportunidades. Si le quedaba algo del arroyo, no tenía que esconderlo mucho. En Estados Unidos uno podía venir de ninguna parte y seguir manteniendo la cabeza alta, especialmente si tenía dinero. Si alguien empujaba a Billy, Billy contraatacaba, y si uno puede contraatacar no le falta autoestima. Podía incluso comportarse de forma grosera, no valía la pena tratar de ocultarlo. No le importaba una mierda que la gente pensara lo que quisiera. Por un lado, si quería tener un monumento en Jerusalén, un sitio bonito y cultural, eso del regalo noble era una idea de Billy Rose, y que no se le ocurriera a nadie olvidarlo. Ese tipo de idea hacía de Billy un tipo al que valía la pena mirar. Se peinaba el pelo hacia atrás como George Raft, o aquel otro guaperas más antiguo, Rodolfo Valentino. (En la época de Valentino, Billy era compositor de canciones populares en Tin Pan Alley: algunas las había compuesto, otras las había robado, y había promovido mucho; todavía conservaba muchos y valiosos derechos de autor.)

Tenía un aspecto que era al mismo tiempo frágil y fuerte. No podía alardear de nada clásico como un protestante de buena familia, alguien que, por ejemplo, tuviese un abuelo que hubiese estudiado en Groton, cuyos antepasados más remotos hubieran tenido derecho a llevar armaduras y espada. En aquellas épocas remotas, las armas eran algo prohibido para los judíos, al igual que los caballos de raza. O las grandes guerras. Pero lo mejor que uno podía hacer en la época actual si era de familia privilegiada era vestirse con prendas caras y grises de buen gusto y comportarse con lo que quedaba del estilo brahmín o knickerbocker. A estas alturas, hasta aquello había perdido su valor y estaba muy visto. Para Billy, sin embargo, el guardarropa de clase era indispensable, como tener un lavabo para él solo. No podía presentarse en ningún sitio sin sus trajes, y esto fue lo que provocó su cólera con El Aal y también su desesperación. Mientras él protestaba, así es como yo lo vi. Noguchi, en lo que interpreté como un estado de calma zen, lo contemplaba también en silencio mientras Billy proseguía su exhibición de nervios.

En momentos más tranquilos, cuando estaba en el salón bebiendo zumo de fruta y leyendo mensajes de Nueva York, Billy tenía el aspecto de no poder dejar de lamentarse por los largos sufrimientos de los judíos y, además, por sus propias derrotas a manos de sus hermanos judíos. Yo imaginé que las derrotas a manos de judías eran las que más le habían herido de todas. Contra los hombres podía ganar. Las mujeres, si yo había sido bien informado, eran demasiado para él.

Si hubiera sido un judío de Europa Oriental de toda la vida, habría despreciado esas derrotas sexuales. Como su principal contacto habría sido con su Dios, no le habría concedido tanto poder a una mujer. El sufrimiento sexual que se leía en el aspecto de Billy era un tormento exclusivamente norteamericano. El Billy de Broadway se dedicaba además al negocio del placer. En su morada de Nueva York, todo se resolvía con juego, bromas, comedia, risas, cuentos y calentamientos. Y todos esos esfuerzos se veían compensados con dinero. Mal reposa la cabeza que no tiene una corona de dinero. Billy no tenía que preocuparse por eso.

No había más que combinar estos temas y se entendía perfectamente la añoranza residual de Billy, su resignación ante fuerzas que no podía controlar. Lo que podía controlar lo controlaba con gran eficacia. Pero había otras cosas que contaban, ¡y cómo contaban! Y qué bien sabía él que no podía hacer nada para cambiarlas.

Los Fonstein regresaron de Galilea antes de lo que se esperaba.

—Maravilloso, pero más gracias a los cristianos —me dijo Sorella—. Por ejemplo, el Monte de las Bienaventuranzas. —Y añadió—: No había ningún bote lo suficientemente grande para que yo pudiera entrar en él. En cuanto a nadar, Harry se metió, pero yo no había llevado traje de baño.

En cuanto a la pérdida de las maletas de Billy, su comentario fue:

—Debe de haber supuesto una gran vergüenza para el Gobierno. Él ha venido para construirles una importante atracción turística. Si hubiera seguido chillando, me imagino al propio Ben Gurion sentándose a la máquina para hacerle un traje.

Para aquel entonces, las maletas ya habían aparecido: artículos de aspecto distinguido, como baúles de cuero fino, con chapas de latón y monogramas. No eran de Tiffany, pero sí eran del fabricante italiano que habría sido proveedor de Tiffany si Tiffany hubiera vendido maletas (las había obtenido gracias a sus contactos, como los dulces y los jerséis de cachemira de Wolfe, el que escribía para él: ¿para qué pagar el precio de venta al público, aunque uno sea multimillonario?). Billy concedió una entrevista a la prensa y felicitó a Israel por formar parte del mundo moderno. El aire malhumorado había desaparecido de su rostro, y él y Noguchi salían todos los días a examinar el emplazamiento del jardín de esculturas. La atmósfera en el hotel se hizo más tranquila. Billy dejó de acosar a los ordenanzas, y los ordenanzas dejaron de fastidiarlo. A su llegada, Billy había cometido el error de preguntarle a uno de ellos cuánto tenía que darle de propina al mozo que le llevaba el maletín. Explicó que aún no estaba familiarizado con la moneda israelí. El ordenanza se había molestado. Le indignó que un hombre con tanto dinero fuera tacaño con tan poca cosa, y se enzarzó con él en una pelea. Billy se encargó de que el ordenanza recibiera su castigo. Cuando oyó hablar de esto, Fonstein comentó que en Roma un recepcionista de un hotel de clase nunca en la vida habría provocado una escena con uno de los clientes del hotel.

—Cosas de los judíos —dijo—. Ni ordenanzas ni clientes, solo un judío atacando a otro, para entendernos.

Yo había esperado que Harry Fonstein reaccionara con fuerza ante la presencia de Billy, como otro más de los huéspedes de un hotel cuyos precios solo podían permitirse las personas de economía desahogada. Fonstein, al que Billy había salvado de la muerte, no era más que un judío norteamericano corriente, que se sentaba dos mesas más allá en el restaurante. Y además tenía mucha voluntad. Bajo ninguna circunstancia se habría acercado a Billy para presentarse o ponerse enfrente de él y decirle:

—Yo soy el hombre que su organización sacó de contrabando de Roma. Ustedes me llevaron a la isla de Ellis y se lavaron las manos, nunca les importó un pimiento el futuro de este refugiado. A mí también me cortaron el traje en Sardi’s. No, no, no Harry Fonstein. Él comprendía que existía algo como intervenir demasiado en el destino de una persona. Además, hoy día la gente no se abre tanto, ni participa en el destino de cualquiera que se acerque a uno por casualidad.

—Señor Rose, yo soy la persona que usted no quería ver, que no cuadraba en su agenda. —Había una mirada de ironía hirviente en el castigador rostro de Harry—. Y ahora aquí estamos los dos, ante la mirada de Dios y su terrible juicio, en esta ciudad santa…

Palabras imposibles, escenario imposible. Nadie decía cosas así, como tampoco escucharía nadie en serio si se las dijeran. No, Fonstein se conformaba con observar. Tenía un brillo extraño en los ojos cuando pasaba Billy, hablando con Noguchi.

No recuerdo ni un momento en que respondiera este último. Como tampoco habló nunca Fonstein conmigo de la presencia de Billy en el hotel. Una vez más, me impresionó la importancia de mantener la boca cerrada, la especie de fertilidad que puede producir, las ventajas ocultas de unos labios sellados. Lo que sí le pregunté a Sorella fue cómo se sentía Fonstein al encontrar allí a Billy después del viaje que habían hecho al norte.

—Ha sido una completa sorpresa.

—No para ti.

—Eso ya se te ha ocurrido, ¿no?

—Bueno, la verdad es que no hacía falta ser muy listo —dije yo—. Ahora comprendo lo que debió de sentir el doctor Watson cuando Sherlock Holmes lo felicitaba por una deducción que Holmes ya había hecho cuando le habían presentado el caso. ¿Conoce tu marido la existencia del archivo de la señora Hamet?

—Se lo conté, pero no he mencionado que traje el cuaderno a Jerusalén. Y él duerme siempre como un tronco, mientras que yo padezco de insomnio, de manera que me he pasado la mitad de las noches leyendo los recuerdos de la vieja, que condenan al tipo que ocupa la suite de arriba. Si yo no tuviera ya insomnio, esa lectura me quitaría el sueño.

—¿Todos sus tratos, sus vicios? ¿Cosas dañinas?

Sorella primero se encogió de hombros y después asintió. Me parece que ella misma estaba perpleja y ni siquiera podía decidirse sobre qué hacer con el archivo.

—Si se le hubiera ocurrido presentarse como candidato a la presidencia, no le gustaría que se publicara esta información.

—Seguro. Pero no se presenta. No es un candidato. Es el Billy de Broadway, no el director de una escuela de niñas ni un pastor de la iglesia de Riverside.

—Eso es cierto, pero sigue siendo una persona pública. No proseguí la discusión. Era cierto que Billy era raro. Desde el punto de vista físico (y también por su carácter), Sorella era también rara de verdad. Era mucho más voluminosa que la novia que yo había conocido en Lakewood, tanto más que yo no podía evitar preguntarle cómo se había expandido tanto. Hacía que uno mirase dos veces al umbral de una puerta. Cuando ella pasaba por él, llenaba el espacio como un buque de carga llena la exclusa de un canal. Por propio derecho, la conciencia —y aquí me estoy refiriendo a mi propia mente— era también una rareza. Pero desde luego la extrañeza de las almas no es ninguna novedad en esta época.

Fonstein la quería, eso estaba claro. Respetaba a su mujer, y yo también. Yo no me estaba burlando de ninguno de ellos cuando me maravillaba por el volumen de ella. Nunca olvidé ni por un momento la historia de Fonstein ni lo que significaba ser el superviviente de tamaña destrucción. Quizá Sorella estaba tratando de incorporar en tejido graso una parte de lo que él había perdido: los miembros de su familia. No se puede saber lo que ella tramaba. Todo lo que puedo decir es que (sean cuales fueran sus fines) todo se logró con clase o estilo. Unos cantores exquisitos pueden hacerte olvidar los montículos de grasa que tienen a la espalda. Además, Sorella hacía perfectamente sobria lo que unas sopranos delirantes nos echaban encima en un estado de falsa embriaguez wagneriana.

Sin embargo, su acercamiento a Billy fue de todo menos sobrio, y yo dudo que ningún movimiento sobrio hubiera tenido ningún efecto sobre Billy. Lo que hizo fue enviarle varias páginas, tres o cuatro, copiadas del diario de aquella pobre tuberculosa, la difunta señora Hamet. Sorella se aseguró de que el ordenanza las metía en el casillero de Billy, porque se trataba de un material explosivo, y en las manos equivocadas podría haber sido mortal.

Cuando esto fue un hecho consumado, me lo contó. Ya era demasiado tarde para aconsejarle que no lo hiciera.

—Lo he invitado a tomar una copa —me dijo ella.

—¿Los tres …?

—No. Harry no ha olvidado la escena de los gorilas en el restaurante (es posible que la recuerdes) cuando Billy se dio la vuelta y se puso cara a la pared. Nunca en la vida impondría su presencia a Billy ni a ninguna otra persona conocida.

—Puede que Billy siga sin haceros caso.

—Bueno, digamos que esto es más bien un experimento.

Yo dejé de lado por una vez la mirada de aceptación social que tantos de nosotros hemos llegado a dominar perfectamente y le hice ver lo que pensaba de su «experimento». Ella podía hablar sobre «ciencia» a su hijo adolescente, el futuro físico. Pero yo no era un niño al que se pudiera engañar fácilmente con una palabra de moda y de prestigio. ¿Experimento? Ella era una mujer ingeniosa y enérgica que hacía unos planes complicados, brillantes, cortantes y agudos: Lo que tenía en mente era un enfrentamiento, una lucha cara a cara.

La historia del laboratorio era puro cuento. «Audacia», «política», «pasión», «justicia» eran los términos reales. Y, sin embargo, puede que ni ella misma fuera claramente consciente de esto.

Después, se me ocurrió, el antagonista era el Billy Rose de Broadway. Y ella no esperaba que se encontrara con ella en el terreno que ella había elegido, ¿o sí? ¿Qué le importaban a él las grandes abstracciones de ella? Era completamente libre de decir: «No sé de qué demonios me está hablando, y no podría importarme menos, señora».

De lo más interesante, por lo menos para una mente norteamericana.

Yo me dediqué a mis negocios del instituto en Jerusalén en una mesa de seminario, revelando mis métodos a los israelíes. Al final, el instituto no echó raíces en Tel Aviv (sí que prosperó en Taiwán y Tokio).

Al día siguiente, en la terraza, Sorella, con aspecto complacido y complaciente, tomando su taza de té, me dijo:

—Vamos a encontrarnos. Pero él quiere que sea yo la que vaya a su suite, a las cinco.

—¿Es que no quiere que lo vean en público hablando de este…?

—Exactamente.

De manera que sí que tenía un peso real, después de todo. Entonces lamenté no haber aprovechado la oportunidad de leer el archivo de la señora Hamet (tanto celo, malicia, furia y ternura que me había perdido). Y ni siquiera me sentí autorizado a preguntarle a Sorella por qué creía ella que Billy había aceptado hablarle. Yo estaba seguro de que él no querría hablar de teorías morales. No iba a haber ninguna revelación, ni confesión, ni especulación. La gente como Billy no se preocupaba por sus actos, no tenía la costumbre de rendirse cuentas a sí mismo. Muy pocos de nosotros, si vamos a eso, nos preocupamos por la responsabilidad o guardamos cuentas con la conciencia.

Lo que viene a continuación se basa en el informe que me dio Sorella, con el complemento de mis observaciones. No necesito decir «Si no me falla la memoria». En mi caso, no falla nunca. Además, tomé pequeñas notas mientras ella hablaba en las páginas de mi libro de citas (el regalo anual a los clientes en mi banco de Filadelfia).

Durante toda la entrevista el comportamiento de Billy fue entre austero y hostil. Sobre todo estaba disgustado. Sus palabras fueron desde un principio negativas. La suite del Rey David no correspondía a aquello a lo que él estaba acostumbrado. Las cosas eran duras allí, en Jerusalén, según dijo. Pero el Estado era joven. Poco a poco, con el paso del tiempo, se recuperaría. Estos comentarios los hizo mientras abría la puerta. No invitó a Sorella a sentarse, pero, con su peso, y los pies pequeños que tenía ella, no se iba a quedar de pie, y se sentó en una silla a rayas, justificándose con el sonido humano que emitió cuando se sentó: el mismo suspiro que exhalaron los cojines.

Aquella era la primera oportunidad que había tenido ella de examinar de cerca a Billy, y tuvo muy pocas impresiones que no pudiera haber previsto con anterioridad: de manera que este era Billy, el del mundo de las estrellas. Iba muy bien vestido, con las ropas por las que había armado tanto jaleo. Por momentos, uno tenía la impresión de que tenía las mangas forradas del papel de tela que utilizaban las tintorerías de categoría. Yo había mencionado que había algo en el corte de su chaqueta que recordaba a un ave, y ella estuvo de acuerdo conmigo, pero donde yo veía un petirrojo o un gorrión, hinchado debajo de la camisa, ella (porque había instalado un comedero para pájaros en Nueva Jersey) declaró que le recordaba más a un cuervo; incluso tenía un poco del color. Tenía un ojo más cerca de la nariz que el otro, lo que le daba un aire judío. De hecho, dijo ella, era un poco como la señora Hamet, con un ojo triste en medio de un rostro tuberculoso y blanco con aspecto teatral. Además, a pesar de que tenía el cabello bien cuidado, no lo tenía totalmente en su sitio. Tenía un poco del desorden del cuervo.

—Al principio pensó que yo había venido para ponerlo en un apuro —dijo ella.

—¿Dinero?

—Seguro… Probablemente dinero.

Yo la seguí animando a que hablara, con gestos y medias palabras, mientras ella describía el encuentro. Por supuesto: chantaje. Un hombre tan profundo como Billy podía contar con años de sabiduría; tenía una experiencia incalculable en el trato que debía darse a las personas que venían a sacarle algo, oportunistas, timadores o locos.

Billy dijo:

—Le he echado un vistazo a esas páginas. ¿Cuánto más hay de lo mismo, y cuánto debo disgustarme por ello?

—Deborah Hamet me dio un montón de material antes de morir.

—Ah, ¿está muerta?

—Usted sabe que lo está.

—Yo no sé nada —dijo Billy, con lo que quería decir que se trataba de información de una parcela que no le interesaba en absoluto.

—Pero sí que lo sabe —insistió Sorella—. Esa mujer estaba loca por usted.

—Eso no tenía que ser problema mío, sus problemas emocionales. Formaba parte del personal de mi oficina y se le daba su paga. Se enviaron flores a White Plains cuando se puso enferma. Si hubiera tenido idea de cómo me estaba espiando, no habría sido tan considerado. Menuda basura estaba apilando la vieja loca contra mí.

Sorella me contó, y yo la creí totalmente, que no había ido a amenazar sino a hablar, a explorar, a ver. Se negaba a ser arrastrada a una pelea. Podía confiar en su volumen para dar la impresión de estar plenamente tranquila. Billy tenía la mente forjada con cantidades, como todos los hombres de negocios, y allí había mucha mujer. Él no podía ocuparse ni de la más delgada de las muchachas. Hasta las más pequeñas tenían energía suficiente para echarle encima el whammy sexual (un signo indio). La propia Sorella se dio cuenta de esto. «Si hubiera podido cambiarme el sexo, entonces se habría peleado conmigo.» Esto era una sugerencia por la posible masculinidad implícita en su enorme tamaño. Pero ella tenía unas muñecas menudas, pies pequeños y una voz femenina y melodiosa. Llevaba perfume. Puso ante él toda su condición de dama, masivamente … Vaya esposa formidable e inteligente que tenía Fonstein. La protección que le faltaba cuando huía de Hitler la había encontrado a este lado del Atlántico.

—Señor Rose, no me ha llamado usted por mi apellido —le dijo ella—. Ha leído usted mi carta, ¿no es cierto? Soy la señora Fonstein. ¿No le recuerda a nadie?

—¿Por qué debería recordarme …? —dijo él, negándose a reconocer nada.

—Yo me casé con Fonstein.

—Y yo tengo la talla catorce. ¿Y qué?

—El hombre que salvó usted en Roma, uno de ellos. Le escribió muchas cartas. No puedo creer que no lo recuerde.

—Recordar, olvidar… ¿Cuál es la diferencia para mí?

—Usted envió a Deborah Hamet a la isla de Ellis para que hablara con él.

—Señora, ese es solo uno de un millón de incidentes en una vida como la mía. ¿Por qué debería recordarlo?

Bueno, sí, comprendo el punto de vista de él. Estos detalles eran como las escamas de innumerables bancos de peces: los mares cubiertos de caballas; como las partículas de aquellas masas de aniquilación de la luz, la densa materia de que se componen los agujeros negros.

—Yo envié a Deborah a la isla de Ellis, de acuerdo…

—Con instrucciones para que mi esposo nunca se acercase a usted.

—No recuerdo nada en absoluto. Pero bueno, ¿y qué?

—¿No se preocupaba personalmente por un hombre al que había rescatado?

—Hice todo lo que pude —dijo Billy—, y, para aquella época, eso es más de lo que puede decir la mayoría. Vaya a gritarle a Stephen Holler. Échele la bronca a Sam Rosenman. La gente estaba de brazos cruzados. Pedían ayuda a Roosevelt y a Cordel Hull, a los que no les importaban en absoluto los judíos. Estaban tan orgullosos y contentos de estar tan cerca de la Casa Blanca que incluso que les tomaran el pelo era ur privilegio delicioso. FDR engañó a los famosos rabinos cuando fueron a visitarlo. Los cegó con sus andares, aquella cojera de genio. Churchill también participó en esto con él. Maldito cobarde. ¿Y qué? Había cientos de miles de refugiados que enviar a Palestina. Si no, no habría habido aquí un Estado hoy día. Por eso abandoné la operación de rescate en solitario y me dediqué a reunir dinero para atravesar el bloqueo británico en aquellos oxidados barcos griegos… Y ahora, ¿qué quiere usted de mí? ¡Que no recibí a su esposo! ¿Y eso qué importa? Ya veo que les fue bien. ¿Qué quieren, un reconocimiento especial?

Como después me contó Sorella, el nivel descendió mucho, muchísimo, pues la magnitud de los acontecimientos sobrepasaba todo lo que uno podía sentir personalmente … A veces hacía comentarios así.

—Y ahora —le preguntó Billy—, ¿qué va usted a hacer con este asqueroso material de escándalo que reunió aquella vieja lamentable? ¿Avergonzarme en Jerusalén, ahora que he venido a iniciar este proyecto?

Sorella me contó que había levantado ambas manos para calmarlo. Le dijo que había venido para tener una conversación razonable. Ella no había indicado nada amenazador…

—¡No! Pero esa mujer, la Hamet, recolectaba veneno en botellas, y usted posee toda la colección. Intente colocar este material en los periódicos: tendría que estar loca. Si lo intentara, todo ello se volvería contra usted más rápido que la mierda en un silbato de latón. Mire estas acusaciones: que yo soborné a la gente de Robert Mases para conseguir que siguiera adelante mi Aquacade patriótica en la feria. O que contraté a un pirómano para que prendiera fuego a un comercio por venganza. O que saboteé Baby Snooks porque estaba celoso del gran éxito de Fanny, e incluso que traté de envenenarla. Escúcheme, sigue habiendo leyes que protegen contra el libelo. Esa Hamet estaba muy enferma. Y usted…, usted debería pararse y pensar. Si no fuera por mí, ¿dónde estaría usted, una mujer como usted…? —Lo que quería decir era: una mujer deformada por la obesidad.

—¿De verdad dijo eso? —la interrumpí yo.

Lo que me excitaba no era lo que había dicho él. Sorella me frenó en seco. Nunca conocí a una mujer que fuese tan franca en lo tocante a ella misma. Vaya demostración de objetividad y realismo puros. Lo que significaba era que en una época en que el engaño y el disfraz se practican tan ampliamente que reducen la capacidad de conciencia, solo una fuerza importante de personalidad podía producir una admisión tal. «Yo tengo aspecto de camión. Mis carnes no tienen límites. Soy como el Everest en lípidos», me dijo ella. Junto a esto venía un reconocimiento tácito y complementario: confesaba que era culpable de autocompasión. «Esta deformidad, mi enorme tamaño, es una imposición para Fonstein, el hombre valiente que me ama. ¿Quién si no me querría?» Todo esto estaba implícito en el estilo simple y natural de su comentario. Una sinceridad así solo merece que se la califique de grandeza, porque admitir eso, con tanta naturalidad, era magnífico. En este mundo de mentirosos y cobardes, existen personas como Sorella. Uno las espera con la fe ciega de que sí existen.

—Me recordó que había salvado a Harry. Para mí.

Traducción: las SS lo habrían liquidado rápidamente. Así que, si no hubiera sido por la intervención mágica de esta pequeña rata del Lower East Side, el niño hambriento que había sobrevivido comiendo recortes de pastrami y manzanas de las carretillas …

Sorella continuó:

—Yo me expliqué: había hecho falta el diario de Deborah para lograr hablar con él. Él nos había vuelto la espalda. Su respuesta fue: «Yo no necesito plazos. Lo que hice, lo hice. Tengo que mantener bajo el número de relaciones y contactos. Lo que hice por ustedes, tómenlo y agradézcanlo, pero ahórrenme la relación y todo lo demás».

—Eso lo entiendo —dije yo.

No puedo expresar cuánto disfruté con el relato que me hizo Sorella de este encuentro con Billy. Estas extraordinarias revelaciones, como también los comentarios sobre ellas que se hicieron. En lo que le había dicho había un eco del discurso de despedida de George Washington. Hay que evitar los enredos. Billy tenía que reservarse para sus negocios, dedicarse en cuerpo y alma a sus archipúblicos fracasos matrimoniales; y a las residencias sórdidas y opulentas que amueblaba; además, estaban las columnas de chismes, las coristas, y la horrible persecución de chicas provocativas con las que no podía hacer nada cuando se paraban y se desnudaban esperándolo a él. Tenía que estar libre para ocuparse plenamente de su maldición. Y ahora había llegado a Jerusalén a añadir un toque de grandeza judía a su carrera de buscador de chicas en ese pobre y castigado suelo neoyorquino. (Al decir esto me parece estar viendo las diminutas celdas —separadas por unas cuantas estacas negras—, aquellas estrechas franjas de terreno que la gente preservaba en el corazón de Manhattan para que en ellas crecieran hojas y hierba.) Aquí Noguchi iba a crear para él un jardín de rosas con esculturas, un rincón de arte a unos pocos kilómetros del desierto helado que desembocaba en el mar Muerto.

—Cuéntame, Sorella, ¿qué buscabas con esto? ¿Cuál era tu objetivo?

—Yo quería que Billy conociera a Fonstein.

—Pero Fonstein ya había renunciado a él hacía tiempo. Se veían en el hotel un día sí y otro no. Nada más fácil que detenerse y decir: «¿Es usted Rose? Yo soy Harry Fonstein. Usted me sacó de Egipto b’yad hazzakah».

—¿Qué quiere decir eso?

—Con mano bondadosa. Así describió Dios el rescate de Israel. —Esto forma parte de la formación básica de mi infancia—. Pero Fonstein ha evitado hacer esto. Mientras que tú…

—Yo había decidido que Billy se iba a portar bien con él. Sí, claro, por supuesto; comprendido; ya entiendo. Todo hombre debe algo a todo hombre. Pero Billy no había oído hablar de estas generalidades y no quería saber de ellas.

—Si tú tuvieras que vivir con los sentimientos de Fonstein como he tenido que hacer yo —dijo Sorella—, estarías de acuerdo en que había que darle la oportunidad de completarlos. De acabar.

En un espíritu de debate a alto nivel, yo le dije:

—Bien, es una bonita idea, lo único que pasa es que hoy día nadie espera completar sus sentimientos. Tienen que renunciar ante la cerrazón. Simplemente, no se puede.

—Para algunos sí es posible.

De manera que me vi obligado a volver a pensar. Seguro, ¿y qué pasaba con la historia de los sentimientos de la propia Sorella? Ella había sido una profesora de francés no deseada de Newark hasta que su tío de La Habana había tenido la buena idea de unirla a Fonstein. Se casaron, y, gracias a él, ella obtuvo su parcela, se convirtió en la mujer y la madre tigre, se convirtió en un monumento biológico y en una personalidad victoriosa … ¡Todo un personaje!

Pero la respuesta de Billy fue:

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

—Pase quince minutos a solas con mi marido —le dijo ella. Billy se negó:

—Yo no hago esas cosas.

—Un apretón de manos, y él le dará las gracias.

—Para empezar, ya la he advertido sobre el libelo, y, por lo que respecta a lo otro, ¿qué cree usted que tiene contra mí, en cualquier caso? No pienso hacer esto. No me ha convencido de que deba hacerlo. No me gusta que me abrumen con las cosas del pasado. Esto pasó en una época, hace años. ¿Qué tiene que ver con el presente? Estamos en 1959. Si su marido tiene una bonita historia que contar, me alegro mucho. Vaya a contárselo a la gente a la que le interesan las historias. A mí no me interesan. No me interesa ni la mía. Si tuviera que escucharla, me entrarían sudores fríos. Y yo no iría por ahí estrechando la mano de la gente a menos que me presentara a las elecciones como alcalde. Por eso no me he presentado nunca. Estrecho la mano cuando cierro un trato. Si no, mis manos se quedan en mis bolsillos.

Sorella dijo:

—Como Deborah Hamet me había dado poder sobre él y podría esperarse lo peor, se enfrentó a mí de la peor manera posible, con todas las magulladuras de su reputación, con todas las maldiciones: asquerosas, débiles, baratas, pervertidas. Se mostró ante mí tal y como era, un pequeño judío pervertido que se las había arreglado en la vida haciendo una trampa después de otra. Tomemos a este hombre: nunca realizó una sola misión, nunca practicó la caza mayor, nunca jugó al fútbol ni descendió hasta el Pacífico. Ni siquiera intentó nunca suicidarse. ¡Y aquel desecho era una celebridad!… Ya sabes. Deborah tenía cien formas de decir «celebridad». La mayor parte del tiempo lo despreciaba, pero una celebridad sigue siendo una celebridad, eso no se lo quita nadie. Cuando los judíos norteimericanos decidieron hacer un gesto en relación con la guerra contra los judíos, tuvieron que llenar el Madison Square Garden de celebridades cantando en hebreo America the Beautiful. Estrellas de Hollywood tocando el cuerno. El hombre que produjo este espectáculo y organizó la cobertura de prensa fue Billy. Recurrieron a él, y él se encargó de todo… ¿Cuánta gente puede caber en el Madison? Pues estaba lleno, y todos vestían de luto. Supongo que además todos lloraron El Times cubrió el evento, y es el periódico de la historia, de manera que la historia muestra que para hacerlo a la judeoamericana había que reunir a veinticinco mil personas, al estilo de Hollywood, y llorar públicamente por lo que había sucedido.

Prosiguiendo con su informe sobre la entrevista celebrada con Billy, Sorella dijo que él había adoptado lo que los negociadores llaman una posición de regateo. Se comportó como si tuviera motivos para estar orgulloso de su expediente, de los tratos que había hecho, y supongo que estaba defendiendo su terreno detrás de esa fachada de orgullo. Sorella aún no había formulado su amenaza. Junto a ella, en una silla que un decorador había llamado un confidente, había (a la vista de él) un gran sobre de papel manila. Contenía los papeles de Deborah, ¿qué otra cosa habría llevado ella a su suite? Intentar agarrar aquel sobre estaba descartado. «Yo tenía los brazos más largos y pesaba más», dijo Sorella. También podía arañarle o gritar. La mera idea de una escena o un escándalo lo habría puesto enfermo. De hecho, el hombre tenía aspecto enfermo. Él había calculado hacer un gran gesto en Jerusalén, pasar a formar parte de la historia de los judíos, alcanzando un nivel muy superior al del mundo del espectáculo. Solo había visto un ejemplo del archivo Hamet-Cuello de Caballo. Pero se imaginaba lo que los periódicos y la prensa amarilla de todo el mundo podían hacer con aquel material.

—De manera que estaba esperando oír mi propuesta —dijo Sorella.

Yo le dije:

—Estoy tratando de imaginarme lo que tú tenías en mente.

—Concluir un capítulo en la vida de Harry. Había que concluirlo —dijo Sorella—. Era una parte de la destrucción de los judíos. A nuestro lado del Atlántico, donde no hubo amenaza, tenemos un deber especial de resolver estas cuestiones…

—¿Resolver? ¿Quién, Billy Rose?

—Bueno, él se implicó personalmente en ello. Yo recuerdo que sacudí la cabeza y dije:

—Estamos pidiendo demasiado. No habrías conseguido mucho de él.

—Bueno, lo que sí dijo fue que Fonstein había sufrido mucho menos que otros. No fue a Auschwitz. Consiguió escapar. No le tatuaron un número. No lo pusieron a trabajar en el crematorio para las personas que habían sido gaseadas.

Yo le dije a Billy que era probable que la policía italiana tuviese orden de entregar a los judíos a las SS y que a muchos los asesinaran en Roma, en las cuevas Ardeatinas.

—¿Y qué contestó?

—Me dijo: «Mire, señora, ¿por qué tengo yo que pensar en todo eso? Yo no soy el tipo de persona de quien se espera eso. Esto es demasiado para mí». Yo le dije: «No le estoy pidiendo que realice un esfuerzo mental enorme, solo que se siente con mi marido durante quince minutos». «Supongamos que acepto», dijo él. «¿Cuál es su oferta?» «Le entregaré todo el archivo de Deborah. Lo tengo aquí mismo.» «¿Y si yo no me presto al juego?» «Entonces recurriré a alguna persona, o personas.» En ese momento él explotó: «Cree usted que me tiene agarrado por los cojones, ¿no? No se está aprovechando usted terriblemente de mí. No quiero decirle groserías a una persona respetable, pero yo a esto lo llamo menear la mierda. Y es que ahora estoy en una posición muy delicada, teniendo en cuenta cuál es el propósito que me ha traído a Jerusalén. Quiero contribuir con un monumento. Puede que fuera mejor no dejar ningún recuerdo de mi vida y que se me olvidara por completo. De manera que en este momento se presenta usted para vengarse con material sacado de la tumba de una mujer celosa. Ya me imagino el archivo que juntó esa loca, sobre los tratos que he hecho: sé que la parte de los negocios no la entendía, y lo de los sobornos y los incendios nadie lo va a creer. De manera que eso deja las cosas como la basura de una clínica privada que podría conseguir de las coristas que hablaron mal de mí. Pero déjeme que le diga algo, señora: también los tíos raros tienen derechos. Además, tampoco me quedan tantos secretos. Todo se ha dicho ya». «Casi todo», dije yo.

Yo comenté:

—Desde luego, lo trataste duramente.

—Sí que lo hice —admitió ella—. Pero se defendió. Las denuncias por libelo con las que me amenazaba eran solo un farol, y así se lo dije. Le señalé lo poco que yo le pedía. Ni siquiera una nota para Harry, con un mensaje telefónico bastaría, y después quince minutos de conversación. Meditando sobre ello, con los ojos bajos y las pequeñas manos indolentes en el respaldo de un sofá (estaba de pie, no consintió en sentarse, eso le habría parecido una concesión), se volvió a negar. De una vez por todas me dijo que no se encontraría con Harry. «Ya he hecho por él todo lo que podía.» «Entonces no me deja alternativa», le dije yo.

Sentada en la silla rayada de la suite de Billy, Sorella abrió el bolso para buscar un pañuelo. Se tocó las sienes y los pliegues de los brazos, por el codo. El pañuelo blanco no parecía mayor que una mariposa de la col. Se secó el mentón.

—Supongo que te gritó —dije yo.

—Empezó a gritarme. Era lo que yo me esperaba, un ataque de furia. Dijo que no importaba lo que hicieras, porque siempre había alguien esperando con una navaja para cortarte o con ácido para echarte en la cara o con unas garras para arrancarte la ropa y dejarte desnudo. La maldita vieja Hamet, a la que mantuvo fuera de la caridad, como si no tuviera los ojos bastante locos, se ponía aquellas gafas redondas y gigantes. Buscó a aquellas chicas que juraban que él tenía el desarrollo sexual de un niño de diez años. No importaba mucho, porque a él lo habían humillado durante toda su vida y no le podían hacer más de lo que ya le habían hecho. Había cierto alivio en no tener que ocultar nada. No importaba lo que hubiese escrito la Hamet, esa maldita vieja de mirada de loca, escupiendo sangre y guardando el último golpe para el hombre que más odiaba. Y en cuanto a mí, ¡yo era un montón de basura!

—No es necesario que lo repitas todo, Sorella.

—Entonces no lo creí. Pero sí es verdad que perdí la paciencia. Destrozó mi dignidad.

—¿Quieres decir que te entraron ganas de pegarle?

—Le arrojé el documento a la cara y le dije: «No quiero que mi marido hable con alguien como usted. Usted no es digno…».

Le arrojé el paquete de Deborah a la cara pero no soy muy buena en lanzamiento, y salió por la ventana, estaba abierta.

—¡Menudo momento! ¿Y qué hizo entonces Billy?

—Toda la rabia se le borró en un instante. Agarró el teléfono y llamó a Recepción. Les dijo: «Acaban de arrojar un documento muy importante por mi ventana. Quiero que me lo traigan inmediatamente. ¿Comprende? Inmediatamente. En este mismo minuto». Yo me dirigí hacia la puerta. Me imagino que quería hacer un gesto, pero en el fondo soy una chica de Newark. Le dije: «Es usted una basura. No quiero nada de usted». Le hice el gesto italiano que la gente solía hacer en las peleas callejeras, con el canto de la palma de la mano en medio del brazo.

Discretamente y riéndose al mismo tiempo, cerró un pequeño puño y colocó el canto de la otra mano en mitad de su brazo.

—Una conclusión muy norteamericana.

—Oh —dijo ella—. Desde el principio hasta el fin fue un asunto cien por cien norteamericano, de nuestra propia generación. Será distinto para nuestros hijos. ¿Un niño como nuestro Gilbert, en su campamento de verano de matemáticas? Ojalá siga el resto de su vida dedicado solamente a las matemáticas. Nada podría ser más distinto de los edificios del East Side ni de los callejones de Newark.

Todo esto había sucedido hacia el final de la visita de los Fonstein, y ahora siento no haber cancelado algunos de los compromisos que tenía en Jerusalén para dedicarles más tiempo; por ejemplo, llevarlos a cenar a Dagim Benny, un buen restaurante de pescado. No me habría resultado tan difícil. ¿Y para qué?, ¿para pasar más tiempo en Jerusalén con una pareja de Nueva Jersey y de nombre Fonstein? La respuesta es sí. Hoy día, es motivo de arrepentimiento. Mientras más pienso en Sorella, más encanto tiene para mí.

Recuerdo que le dije:

—Siento que no golpearas a Billy con aquel paquete.

Lo que yo pensé, entonces y más tarde, era que tenía demasiada grasa debajo de los brazos para poder apuntar bien.

Ella dijo:

—Tan pronto como el sobre dejó mis manos, me di cuenta de cómo deseaba liberarme de él, y de todo lo que tuviera relación con él. Pobre Deborah, señora Cuello de Caballo, como la llamas tú. Ahora veo que me equivoqué al identificarme con su causa y su trágica vida. Entonces traté de pensar sobre los puntos altos y los bajos de la gente. Se supone que el amor es alto, pero imagínate enamorarse de una criatura como Billy. Yo no quería nada de lo que ese hombre nos pudiera dar a Harry y a mí. Ahora veo por qué me reclutó Deborah: para que yo prosiguiese su campaña contra él, para que mantuviese la guerra desde la tumba. En eso él tenía razón.

Aquella fue nuestra última conversación. Junto a la entrada del hotel, ella y yo esperábamos a que bajase Fonstein. El equipaje había sido cargado en el Mercedes: en aquella época, uno de cada dos taxis de Jerusalén era un Mercedes Benz. Sorella me dijo:

—¿Qué te parece todo el asunto de Billy?

En aquella época yo todavía tenía la tendencia de la gente del Village a formular teorías: aquel juego de la profundidad que era tan popular entre los chicos y chicas de clase media en sus días bohemios. Uno podía llamar a la puerta de cualquiera, y te abrían la ventana y te llenaban la cabeza de ideas.

—Billy cree que todo es un asunto relacionado con el espectáculo —dije yo—. Nada es real, sino que todo es un espectáculo. Y él no actuaría en tu espectáculo porque él es productor, y los productores no actúan.

Para Sorella, esta afirmación no contenía nada importante, de manera que lo volví a intentar:

—Puede que lo más interesante de Billy sea que no quiera encontrarse con Harry —dije—. No es capaz de encontrarse con lo contrario en un caso como el de Harry. Ni siquiera podría empezar a ponerse a la altura de él.

Sorella dijo:

—Puede que tengas razón. Pero, si quieres mi opinión, esto es lo que yo pienso: los judíos podrían sobrevivir a cualquier cosa que les echara encima Europa. Quiero decir, los pocos afortunados que sobrevivieron. Pero ahora viene la siguiente prueba: Norteamérica. ¿Resistirán, o será Estados Unidos demasiado para ellos?

No nos volvimos a encontrar. Nunca volví a ver ni a Harry ni a Sorella. En los sesenta, Harry me telefoneó una vez para hablar conmigo de Cal Tech. Sorella no quería que Gilbert estudiase tan lejos de casa. Era hijo único, y todo eso. Harry me llenó la cabeza con los perfectos resultados que había obtenido el chico en los exámenes. No siento ninguna simpatía hacia los padres de niños prodigio. Suelo reaccionar mal. Casi siempre terminan mal. No me gustan los padres que se vanaglorian de sus hijos. De manera que no pude ser cordial con Fonstein. En aquel entonces, precisamente, mi tiempo era demasiado precioso. Precioso de una manera horrible, tal y como ahora lo veo. No era uno de los periodos atractivos de creación (gestación) de un éxito.

No puedo decir que mi comunicación con los Fonstein cesase por completo. A excepción de lo de Jerusalén, nunca habíamos tenido ninguna. Durante treinta años, esperé volverlos a ver. Eran unas personas excelentes. Yo admiraba a Harry. Era un hombre sólido, y muy valiente. En cuanto a Sorella, era una mujer de una gran inteligencia, y en estos tiempos democráticos, lo sepa uno o no, uno siempre está a la búsqueda de gente superior. No es necesario que dibuje mapas ni diseños. Todo el mundo sabe lo que significa producto tipo y partes intercambiables, entiende el funcionamiento de los glaciares en el paisaje social, que se lanzan colina abajo, borrando las irregularidades. No me voy a extender sobre eso. Sorella era extraordinaria (o, como dice uno de mis nietos, «sobresaliente»). De manera que, por supuesto, yo quería volver a verla. Pero no la vi. Se quedó en el almacén de las intenciones. Yo siempre estaba planeando hacerles una visita: escribir, telefonear, invitarlos para Acción de Gracias, para Navidad. Quizá para Pascua. Pero en eso es en lo que se ha convertido el fenómeno de la Pascua hoy día, nunca llega a producirse el milagro.

Es posible que la culpa la tuviera el poder de la memoria. Como los recordaba tan bien, ¿era realmente necesario que los viera? Me bastaba con mantenerlos en suspenso en mi mente. Formaban parte del reparto permanente de personajes, aunque siempre en ausencia. No tenían nada nuevo que hacer.

El siguiente acontecimiento de esta serie se produjo en marzo pasado, cuando el invierno, con un crujido, soltó de su puño a Filadelfia y empezó a marcharse dejando atrás hilos de mugrienta nieve fangosa. Ya era el momento de que la primavera floreciese encima de la suciedad de la ciudad. Al menos en esa estación había azafranes de primavera, campanillas de invierno y nuevos brotes en mi jardín privado de millonario. Me serví de las escalerillas de mi biblioteca y bajé los poemas de George Herbert, con la esperanza de encontrar el que dice «… qué limpios, qué puros son tus retornos», con algunas otras palabras en ese sentido, cuando encima de mi mesa, como corresponde a un blanco rico, empezó a sonar el teléfono mientras yo bajaba las escalerillas. Comenzó la siguiente conversación judía:

—Aquí el rabino X —o Y—. Mi ministerio —vaya un término más protestante: debe de ser reformador, o como mucho conservador; ningún rabino ortodoxo diría «ministerio»— se encuentra en Jerusalén. Me ha abordado una familia que se denomina Fonstein…

—No será Harry —dije yo.

—No. Lo llamo para preguntarle a usted por Harry. El Fonstein de Jerusalén dice que es tío de Harry. Este hombre es de origen polaco, y se encuentra en un asilo para enfermos mentales. Es un excéntrico muy difícil y vive en un mundo de fantasía. La mayor parte del tiempo tiene alucinaciones. Tiene unos hábitos bastante sucios, incluso cochinos. Se encuentra absolutamente sin recursos y es muy conocido como mendigo y personaje local que pronuncia discursos proféticos por las aceras.

—Ya veo… Como una de esas personas sin hogar —dije yo.

—Precisamente —dijo el rabino X o Y, en ese tono de voz tan humano que uno tiene que soportar.

—¿Puede ir al grano? —le pregunté.

—Nuestro Fonstein de Jerusalén jura que es pariente de Harry, que es muy rico…

—Yo nunca he visto el estado de las cuentas de Harry.

—Pero se encuentra en posición de poder ayudar. Yo proseguí:

—Eso solo es una opinión. Como mucho… —Es verdad que uno se vuelve pomposo. Un hombre solo, que ocupa una mansión, y vive a la altura de su entorno. Cambié de tono; dejé el «como mucho» y dije—: Hace muchos años que no veo a Harry. ¿No puede localizarlo usted?

—Lo he intentado. He venido por. dos semanas. Ahora mismo estoy en Nueva York. Pero me dirijo a Los Ángeles. Y voy a… —añadió un nombre poco conocido.

Después siguió diciendo que el Fonstein de Jerusalén necesitaba ayuda. Pobre hombre, totalmente loco, pero también en la miseria, física y mentalmente (estoy parafraseando), aunque desde el punto de vista humano fuera tan valioso. Se le fue la cabeza por la persecución, la pérdida, la muerte y la brutalidad de la historia; fuera de sí, pidiendo ayuda, humana y sobrehumana, y no importa en qué proporción. Es posible que hubiese algo falso en el rabino, pero el caso era que el hombre que describía pertenecía a un tipo familiar, lo suficientemente real.

—¿Es usted también un pariente? —me dijo.

—De forma indirecta. La segunda esposa de mi padre era tía de Harry.

Yo nunca quise a la tía Mildred, ni siquiera la apreciaba, pero, ya comprenden, tenía un lugar en mi memoria, y debía de haber una buena razón para eso.

—¿Puedo pedirle que lo localice y le dé mi número en Los Ángeles? Tengo una lista de apellidos y Harry Fonstein lo reconocerá y lo identificará, o no, si no es su tío. Sería un mitzvah.

Dios mío, aparta de mí estos mitzvahs. Yo dije:

—Muy bien, rabino. Buscaré a Harry, por el bien de ese loco lamentable.

El Fonstein de Jerusalén me dio un pretexto para ponerme en contacto con los Fonstein (o por lo menos un incentivo). Anoté el número del rabino en mi agenda, bajo la última dirección que yo tenía de Fonstein. Pero, en aquel momento, había otras necesidades y deberes que reclamaban mi atención; además, aún no me sentía preparado para hablar con Sorella y Harry. Había que hacer algunos ajustes. Esto, a medida que va apareciendo bajo mi bolígrafo, me recuerda el título del famoso libro de Stanislavski, Un actor se prepara (una vez más, un dato relativo a mi memoria, un recurso, una vocación a la que he dedicado toda una vida de cultivo y que en mi vejez también me oprime).

Para entonces (que significa ahora: «Ahora, ahora, precisamente ahora») yo estaba, estoy, sufriendo dificultades con ello. Una de aquellas mañanas había tenido un fallo de la memoria y me había vuelto casi loco (no retener una ocasión de tal importancia). Resulta que tenía una cita con el dentista en el centro. Fui en coche, porque ya era tarde y no podía fiarme del taxista para que me llevara a tiempo. Aparqué a algunas manzanas de distancia, lo mejor que pude encontrar en una mañana de mucho tráfico, ya que los aparcamientos más cercanos estaban llenos. Entonces, cuando volvía a pie de la consulta del dentista, descubrí que (bajo la influencia del ritmo a que caminaba, supongo) tenía una tonadilla metida en la cabeza. Me llegaba la letra:

Cuando bajaba por…

Cuando bajaba por…

por el río…

Pero ¿cómo se llamaba el río? Aquella canción yo la había cantado desde niño, hacía casi setenta años, y era parte de los cimientos de mi mente. Era una canción clásica, que conocían todos los norteamericanos. Al menos los de mi generación.

Me paré en el escaparate de una tienda de deportes, especializada, parece ser, en botas de montar, botas brillantes, tanto de hombre como de mujer, mantas para sillas de montar, chaquetas carmesí y material para la caza del zorro, incluso cuernos de bronce. Todos los objetos expuestos eran muy significativos. Los colores de las mantas eran especialmente brillantes y ordenados, lo que produjo envidia a un hombre que en aquel momento tenía su mente hecha pedazos.

¿Cuál era el nombre de ese río?

Recordaba fácilmente el resto de la letra:

Ahí es donde mi corazón te desea siempre,

allí es donde se quedan los ancianos.

Todo el mundo está triste y cansado, allá donde voy.

Oh, qué cansado está mi corazón…

Y todo lo demás.

Y era verdad que el mundo me parecía oscuro y cansado. ¡Maldita sea! Un fusible se había fundido en mi cerebro. ¿Era aquello un augurio? ¿El principio del fin? Por supuesto, hay causas psíquicas para el olvido. Yo mismo he dado conferencias sobre el tema. Huelga decir que no todo el mundo se tomaría tan a pecho un lapsus así. Se había roto un puente: yo no podía cruzar el río… Sentí el impulso de golpear el escaparate de la tienda con el mango de mi paraguas y, cuando empezara a llegar la gente, gritarles: «¡Dios mío! Tienen ustedes que decirme cómo sigue la letra. No me sale más que “cuando bajaba por… por…”». Ya lo veía: me echarían por los hombros aquella manta roja, de un rojo brillante, como si los hilos fueran de fuego, y me meterían en la tienda para esperar la ambulancia.

En el aparcamiento quise preguntarle a la cajera, por pura desesperación. Cuando me dijo: «Siete dólares», empecé a tararear la cancioncilla por el agujero de la caja de cristal. Pero, como la mujer era negra, podía ofenderse con lo de «oscuro y triste». Y además, ¿cómo podía yo saber si ella, como yo, había sido criada al son de Stephen Foster? No había ninguna razón para creerlo. Por la misma razón, tampoco pude preguntarle al empleado que me trajo el coche.

Sin embargo, cuando estuve al volante del coche, aquel contacto defectuoso se corrigió, y yo empecé a gritar: «Swanee, Swanee, Swanee…», dando puñetazos al volante. Lo que hagas detrás de las ventanas de tu coche no importa. Ese es uno de los privilegios que proporciona el ser propietario de un vehículo.

¡Por supuesto! El Swanee. O Suvanee (que es como prefieren deletrearlo en el sur). Pero esto supuso una crisis en mi vida mental. Yo había tenido un objetivo doble al buscar a George Herbert: no solo era apropiado por la estación sino también como prueba para mi memoria. De manera que mis recuerdos del caso Fonstein versus Rose son en parte una prueba para la memoria y también una investigación más general de lo mismo, porque, si volvemos a la afirmación de que la memoria es la vida y el olvido la muerte («olvidar felizmente», el más común de los proverbios, lo añaden los escritores al principio de sus obras, para reflejar la preponderancia de la opinión de que una gran parte de la vida consiste en sufrir), he establecido por lo menos que sigo siendo capaz de seguir luchando por la existencia.

¿Que espero la victoria? Y bien, ¿en qué consistiría la victoria?

Me creí lo que me dijo el rabino X o Y de que los Fonstein se habían mudado y estaban ilocalizables. Probablemente así era, y se habían retirado, como yo. Pero, mientras yo estoy en Filadelfia, y sigo aquí, ellos era muy probable que hubiesen abandonado aquel campo de batalla, el sombrío norte, para ir a instalarse en Sarasota o en Palm Springs. Tenían dinero suficiente. Después de todo, América se portó bien con Harry Fonstein y cumplió sus espléndidas promesas. Se habían ahorrado la peor parte de lo que tenemos aquí, los trabajos rutinarios en la industria o administrativos y el empleo de la burocracia. Como yo apreciaba a los Fonstein, me alegraba de que así fuera. Mis muy queridos amigos ausentes, tan bien instalados en mi conciencia.

Yo supuse que ellos, al no tener noticias mías, se habrían olvidado de mí, después de tres décadas. Fue Freud el que enunció el principio de que el inconsciente no reconoce la muerte. Pero, ya ven ustedes, el consciente también es raro.

De manera que empecé a sacar los nombres olvidados de los parientes de mi mente cuadriculada: Rosenberg, Rosenthal, Sorkin, Swerdlow, Bleistiff, Fradkin. Los apellidos judíos son otro tema curioso, hay muchos que han sido impuestos por la oficialidad alemana, polaca o rusa (esperando los sobornos de los solicitantes), mientras que otros son invención de la fantasía judía. Cuántas veces se ha invocado el nombre de la rosa, como en el caso del propio Billy. Había muy pocas palabras que fueran también nombres de flores, por ejemplo Margaritka. Margarita. No me parece un nombre adecuado para nadie.

La tía Mildred, mi madrastra, había sido cuidada en su vejez por unos parientes de Elizabeth, los Rosensaft, y mi investigación comenzó por ellos. Al teléfono no fueron muy cordiales ni muy amables, porque yo rara vez había visitado a Mildred en los últimos tiempos. Me parece que ella empezó a decir que era ella la que me había criado e incluso que gracias a ella estudié yo. (Los fondos habían venido de una póliza de Prudential pagada por mi propia madre.) Esto era un pecado venial, que me proporcionaba a mí la excusa perfecta para ser distante como yo quería. Yo tampoco apreciaba a los Rosensaft. Se habían quedado el reloj y la cadena de mi padre cuando murió. Pero uno siempre puede vivir sin esos objetos de valor sentimental. La vieja señora Rosensaft me dijo que había perdido el rastro de los Fonstein. Le parecía que los Swerdlow de Morristown podrían saber adónde habían ido Harry y Sorella.

En Información conseguí el número de los Swerdlow. Lo marqué, y al otro lado de la línea me respondió un contestador. La voz de la señora Swerdlow, imitando un acento más cercano al de la clase alta de Morristown que al de su nativa Newark, me pedía que dejase mi número y mi nombre, así como la fecha de la llamada. Odio los contestadores, de manera que colgué. Además, siempre evito dar mi número, que no figura en el listín.

Aquella noche, mientras subía al segundo piso, a mi oficina, agarrado al clásico pasamanos de Filadelfia, reflexioné y me di cuenta de que estaba bastante harto de aquella grandiosidad no compartida de la mansión. Una vez más volví a pensar en Sarasota o en las sociables Florida Keys. Elefantes y acróbatas, circos en temporada de invierno, serían más distraídos. Mudarme a Palm Springs estaba descartado y, aunque las Keys tenían una gran población homosexual, yo me encontraba más a gusto con los gays, gracias a los años que había pasado en el Village, que con los hombres de negocios de California. En cualquier caso, no podía soportar mucho más estos techos de casi diez metros de alto y la soledad de la caoba. Esta mansión exigía demasiado de mí, y yo era consciente de la tensión. Hacía tiempo que yo había demostrado lo que quería demostrar: que podía poseer una morada de aquel estilo y clase. Ahora que se la lleven, pensé, parafraseando la vieja canción: «Estoy harto de las rosas, que se las lleven todas». Decidí volver a hablar del tema con mi hijo, Henry. A su mujer no le gustaba la mansión; sus gustos eran más bien modernos, y además era muy crítica con la rivalidad transatlántica de los nuevos ricos norteamericanos con respecto a los ricos de título del Londres victoriano. Ya me había rechazado de plano la primera vez que les ofrecí la mansión.

Lo que se me estaba ocurriendo era que si lograba encontrar a Harry y Sorella no me importaría unirme a ellos en su retiro, si ellos aceptaban mi compañía (y perdonaban el insulto del descuido). Para mí era natural preguntarme si no habría exagerado (animado por el deseo de una mujer más profunda) las cualidades de Sorella en mis recuerdos, y volví a dedicar mis pensamientos a su curiosa personalidad. Yo nunca había olvidado lo que ella dijo sobre la prueba que había supuesto para los judíos la experiencia norteamericana. Su entrevista con Billy Rose había sido en sí una experiencia muy norteamericana. Otra vez Billy: ¿debilidad? ¡Lo que era él es vanidoso! ¡Y mucho! Y además trivial. El asqueroso de Billy. Y sin embargo lo era, de manera infantil, franca y espaciosa; y espacioso no era solo un adjetivo de America the Beautiful (los cielos espaciosos) sino el haber invertido entre quince y veinte millones de verdad en un jardín para el descanso de la cultura en Jerusalén, el centro de la historia judía, el ombligo del mundo. Este gesto de rara magnificencia era norteamericano. Norteamericano y oriental.

E incluso si al final no me instalaba cerca de los Fonstein, siempre podía hacerles una visita. No podía evitar preguntarme por qué le había vuelto yo la espalda a una pareja tan magnífica: Sorella, tan obesa y misteriosa; Fonstein, con su piel rojiza (que una vez fue blanca como la piedra) y su rostro de granada. Podría incluso incluirme a mí mismo, el tercero: un viejo alto con un tirabuzón estructural en la cima como un helecho, en forma de violín o de bastón de un obispo.

Por tanto, empecé a buscar a Harry y Sorella no solo porque se lo había prometido al rabino X o Y, ni tampoco por el viejo loco de Jerusalén que se encontraba en la miseria. Si lo que necesitaba era solo dinero, yo podía fácilmente llenar un cheque o pedirle a mi banquero que enviase uno. El banco cobraba ocho pavos por este servicio, y con una llamada telefónica podría haber solucionado el asunto. Pero yo prefería solucionar las cosas a mi manera, desde mi mansión, marcando yo mismo los números, por encima del Instituto Mnemosyne y de sus secretarias.

Sirviéndome de viejos cuadernos de direcciones, llamé a todas partes. (Ojalá los cementerios tuvieran centralitas. «Buenos días, operadora, quiero llamar al código 000.») No quería que las chicas del instituto participasen en todo esto, y menos aún en mis investigaciones. Cuando por fin conseguía un número, era muy probable que la conversación fuese extraña, y que supusiese un esfuerzo para la memoria del Fundador. «Vaya, ¿cómo estás?», me preguntaba alguien a quien yo no había visto en tres décadas. «¿Recuerdas a Max, mi marido? ¿Y a Zoe, mi hija?» ¿Iba yo a saber lo que responder?

Sí que los recordaría, pero, bueno, ¿por qué tendría que hacerlo? Qué agradable sería en esos casos el olvido, para poder decir: «¿Max? ¿Zoe? No, la verdad es que no». En los últimos confines de la familia, o en unos círculos sociales remotos y perdidos en el tiempo, los recuerdos al azar pueden ser un castigo. Lo que primero se ve, en retrospectiva, son los psicópatas, los feos, los vagos, los tacaños, los hipocondríacos, los pesados, los humanoides y los tiranos. Esos tienen un poder de permanencia sorprendente. Son más difíciles de recuperar los de ojos amables, rostros agradables, los comediantes que intentaron entretenerte, gratis, y hacer que olvidaras tus problemas. Una parte importante de mi método se basa en que las cadenas de memoria están construidas por temas. Cuando faltan los temas puede haber poco recuerdo. Así, por ejemplo, Billy, nuestro amigo Bella Rosa, no ubicaba fácilmente a Fonstein por la desafortunada escasez de temas puramente humanos, en contraste con los negocios, la publicidad o los temas sexuales. Para dar un ejemplo muy negativo, hay asesinos que no recuerdan sus crímenes porque no tienen ningún interés por la existencia o no existencia de sus víctimas. De manera que, estudiantes míos, solo los temas pertinentes garantizan un recuerdo completo.

Algunos de los viejos con los que me puse en contacto me desanimaron con mucha energía: «Si recuerdas tantas cosas sobre mí, ¿cómo es que no te veo desde la guerra de Corea?…». «No, no puedo decirte nada sobre Sorella, la sobrina de Salkind. Salkind volvió a Nueva Jersey cuando Castro tomó el poder. Murió en un jaleo en un asilo de ancianos a finales de los sesenta.»

Un hombre me comentó: «Las páginas de los calendarios se deshacen. Son como la caspa del tiempo. ¿Qué quieres de mí?».

Como yo llamaba desde una mansión de Filadelfia, tenía desventaja. Una persona en mi posición descubre, al ponerse en contacto con gente de Passaic, Elizabeth o Paterson, cuántas defensas se ha organizado contra la vulgaridad o los pensamientos bajos. Yo no quería hablar de la atención médica ni de la Seguridad Social ni de audífonos ni de marcapasos ni de cirugía vascular.

En algunas fuentes me criticaron a Sorella.

—Salkind era soltero, no tenía hijos, y esa mujer debería haber hecho algo por el viejo.

—¿Nunca se casó?

—Nunca —dijo la amargada vieja al otro lado de la línea—. Pero a ella sí que la casó, por su hermano. En todo caso, todos han tenido ya su pasaporte, así que, ¿qué importa ya?

—¿Y no puedes decirme dónde puedo encontrar a Sorella?

—No podría importarme menos.

—No —dije yo—. No podría importarte menos.

De manera que el casamentero en persona había sido un soltero toda su vida. Desinteresadamente le había encontrado marido a la hija de su hermano, juntando a dos personas desfavorecidas. Otra señora me dijo sobre Sorella:

—Era muy distante. Despreciaba mi conversación. Yo creo que era una esnob. Una vez traté de convencerla para que se inscribieran en un viaje en grupo por Europa. La hermandad de mi templo consiguió realmente un buen precio para el vuelo. Pues Sorella me dijo que el francés era su segundo idioma y que ella no necesitaba que nadie le tradujera las cosas en París. Le debería haber contestado: «Yo te conocí cuando no había un hombre que te echase una segunda mirada y que incluso habría recogido la primera si hubiera podido». Pero así es como era. Ella era demasiado buena para nadie…

Comprendía lo que querían decir aquellas señoras (era una tendencia muy extendida entre mis informantes). Acusaban a la señora Fonstein de darse aires de superioridad, demasiados. Casi todas estaban ofendidas. Ella prefería la compañía de la señora Hamet, la vieja actriz con el rostro tuberculoso y blanco como la parafina. Sorella era incluso demasiado importante para Billy; lanzarle a la cara el dossier mortífero de la señora Hamet era el gesto de una persona que se creía superior, una persona con inteligencia y buen gusto. Como una reina, como una emperatriz, e inevitablemente aislada. Este era el consenso de todos los chismes, de los viejos a quienes telefoneé desde el triple aislamiento de mi residencia de Filadelfia.

Estaba escrito que los Fonstein y yo nos hiciésemos compañía mutuamente. Sin embargo, ellos no me iban a obligar a aceptar la suya. Supusieron que yo estaba por encima de ellos socialmente, en la Filadelfia de las clases más altas, y que yo no deseaba su amistad. Supongo que mi difunta esposa, Deirdre, no habría apreciado a Sorella, con sus anteojos y sus aires altivos, el funcionamiento de su cerebro y los problemas de su enorme cuerpo, tratando de acoplarse en una de las sillas Hepplewhite de nuestro comedor. En comparación, a Deirdre le hubiera resultado relativamente fácil tratarse con Fonstein. Y sin embargo, aunque yo no era un asimilacionista, por lo menos evitaba las mezclas poco confortables, y al final aquí estoy, solo con estas veinte habitaciones vacías.

Todavía recuerdo haber ido en coche con mi difunto padre por el oeste de Pensilvania. Le llamó la atención la inmensa cantidad de tierra sin una figura humana. ¡Cuánto espacio! Tras un largo silencio, en un trance de viajero parecido al del ajedrez, me dijo: «¡Ay, cuántos judíos se podrían haber instalado aquí! Hay espacio suficiente para todos».

A veces me siento como un enchufe que recuerda a su otra parte.

A medida que iba haciendo una llamada después de otra, me imaginaba mi reencuentro con los Fonstein. Los había ubicado mentalmente en Sarasota, Florida, y me recreaba imaginando los paseos que podríamos dar bajo el sol en los barrios de invierno de Ringling o Hagenbeck, charlando sobre unos acontecimientos que habían pasado hacía tanto en el hotel Rey David: la pérdida de las maletas de Billy Rose, la reserva oriental de Noguchi. En unos viejos sobres de papel manila encontré unas fotografías de Jerusalén, entre ellas una de Fonstein y Sorella con el fondo del desierto de Judea, las piedras ardientes de Ezequiel, que ni siquiera hoy se han enfriado del todo, esas piedras de fuego por entre las cuales habían caminado los querubines.

En aquel lugar tan salvaje, dos personas modernas, el hombre con un traje de negocios, la mujer vestida de blanco vaporoso, una pareja casada cogida de la mano: la gruesa palma de ella en los dedos de inventor de él. No pude evitar pensar que Sorella no tuvo una auténtica biografía hasta que Harry entró en su vida. Y él, Harry, al que Hitler había tratado de matar, tenía una biografía en la medida en que Hitler lo había señalado para matarlo, en la medida en que había huido, había sido salvado por Billy, había llegado a América y había inventado un termostato mejor. Y aquí estaban en color, con el desierto de Judea detrás, como un marido y mujer de una Caney Island de cuento podrían haber posado con un fondo pintado o sentados en una media luna. Como turistas en la Tierra Santa, ¿cuál era su lugar, desde el punto de vista biográfico? ¿Hasta qué punto había sido aquel viaje memorable para ellos? La pregunta me hizo volver a mí mismo y, al estilo judío, se contestó a sí misma con otra pregunta: ¿qué era lo que valía la pena recordar?

Cuando llegué a lo alto de las escaleras —esto fue anteanoche— no me apetecía irme a la cama inmediatamente. Ciertamente, uno se cansa de cuidar a este muñeco de tamaño humano, el jubilado, de darle sus píldoras, de quitarle los calcetines, de hacer que tome sus cereales, de afeitar su rostro y de asegurarse de que duerme lo suficiente. En vez de abrir la puerta del dormitorio, me dirigí al saloncito de la planta de arriba.

Para ahorrarme toda distracción concentrando todos los tipos de negocio en el mismo despacho, me ocupo de las cuentas, los avisos del banco y la correspondencia jurídica en el piso de abajo, y las actividades más elevadas las reservo para arriba. Deirdre estaba de acuerdo con esto. Para ella representaba un reto amueblar cada estancia de manera apropiada. Ahora una de mis distracciones consiste en dar una vuelta por las tiendas de antigüedades y mirar las piezas comparables, examinarlas y ponerles un precio, para darme cuenta de lo buena compradora que fue Deirdre. Al hacer esto, mis actividades me impiden abandonar Filadelfia, ciudad en la que un hombre puede encontrar poco más que hacer en una tarde aburrida.

Hasta el teléfono de mi despacho de arriba es un instrumento francés con micrófono de porcelana: un Quimper azul y blanco. Deirdre lo había comprado en el bulevar Haussmann, y el barón Charlus podría haber impresionado a sus amiguitos con él, hablando bajito y conspirando en este mismo teléfono. Eso lo habría divertido, si rondaba como un fantasma los objetos de uso corriente: ver cómo yo marcaba una vez más el número de los Swerdlow, siguiendo con mis investigaciones sobre los Fonstein.

En este artículo art nouveau —para los que escapan a la ignorancia científica (¿cómo funciona un teléfono?) con la ayuda de juguetes de alto nivel— volví a probar con Morristown, y esta vez fue el propio Hyman Swerdlow el que me contestó. Tan pronto como oí su voz, se apareció ante mí, y de hecho hasta su esposa renació de nuevo en mi memoria y estaba a su lado. Swerdlow era pariente directo de Fonstein, y había sido asesor de inversiones. Después de recibir formación en Wall Street, se estableció en la elegante Nueva Jersey. Era una persona respetable y tranquila, muy callada, «sencillo», para tomar un término de la decoración. Tenía un aspecto taciturno y despreocupado al mismo tiempo. Probablemente no le gustaba lo que había hecho de su vida, pero ya era demasiado tarde para corregirlo. Se dedicó a cultivar los buenos modales: era muy educado y siempre vestía en tonalidades grises y marrones de Brooks Brothers. Su tono era despreocupado. Hoy día uno podía tener ese tono sin convertirse. No había que elegir entre Jehová y Jesús. Yo había conocido a su padre. El hijo había heredado de él la cara de judío antiguo, oscura y de facciones bien marcadas. Hyman había descubierto un modo de quitarle la herencia judía. Lo que lo sustituía era un aspecto de perfecta formalidad. Hablaba muy bien. Podías confiarle tus ahorros. Ni siquiera se le ocurriría hacer con ellos una inversión arriesgada. Tenía dos hijos, un bioquímico y un biólogo molecular, respectivamente. Ahora su mujer podía dedicarse a sus acuarelas.

Yo creo que los Swerdlow eran muy inteligentes. Puede incluso que fueran profundamente inteligentes. Lo que les pasó no se podía evitar.

—No puedo decirte nada sobre Fonstein —dijo Swerdlow—. De alguna manera he perdido el contacto…

Me di cuenta de que, como los Fonstein, Swerdlow y su mujer se habían aislado. No lo habían hecho deliberadamente. Uno seguía su propio camino, y se encontraba de pronto en Nueva York pero, más allá de las comunidades de origen, en una buena posición. La propia historia se convertía también en una de las opciones. El hecho de tener o no una historia dependía de uno mismo.

El astuto Swerdlow, que por supuesto me recordaba (yo era rico, y podría haber sido un cliente importante; no obstante, no había ningún reproche que se pudiera detectar en su tono), me estaba preguntando ahora qué es lo que quería de Harry Fonstein. Le expliqué que un viejo loco de Jerusalén necesitaba su ayuda. No me preguntó nada más.

—La verdad es que nunca tuvimos una gran relación —dijo—. Harry era muy buena persona. Su mujer, sin embargo, era un poco abrumadora.

Traducido, esto significaba que Edna Swerdlow no se había llevado bien con Sorella. Uno aprende pronto a traducir las afirmaciones simples a que se limitan los hombres como Swerdlow. Tratan de no decir más de la cuenta y rehúyen las complicaciones psicológicas (puede que incluso las odien).

—¿Cuándo fue la última vez que viste a los Fonstein?

—Durante el periodo de Lakewood —dijo Swerdlow con tacto. Evitó hablar de la muerte de mi padre, que podía ser un tema delicado—. Me parece que fue cuando Sorella hablaba tanto sobre Billy Rose.

—Tuvieron relación con él. Y él se negó a participar… ¿Así que les oíste hablar de él?

—Hasta la gente más sensata pierde la cabeza con los famosos. ¿Qué tenía Harry que exigirle a Billy Rose, y por qué tenía Billy que hacer nada más de lo que había hecho? Un hombre como Rose tiene que dosificar el número de personas con las que se trata.

—¿Como uno de esos carteles de los ascensores: «Carga máxima: mil trescientos kilogramos»?

—Si quieres.

—Cuando pienso en aquel asunto entre Fonstein y Billy —dije yo—, estoy seguro de que voy a ver también el judaísmo europeo. ¿Para qué era todo aquello? Para mí, el término es «justicia». De una vez por todas se descubrió que esta expectativa, o confianza, carecía de base. Había que olvidar la justicia … si es que, después de haberla tomado en serio durante tanto tiempo, aún se podía.

Swerdlow no pudo dejarme continuar. Este no era su tipo de conversación.

—Ponlo como quieras. ¿De qué manera se aplica a Billy? ¿Qué se supone que tenía que hacer él?

Bueno, yo no esperaba que Billy se cargara con esto, ni con ninguna otra cosa. De mi conversación con Hyman Swerdlow deduje que hablar de justicia no solo estaba fuera de lugar sino que molestaba. Y si el barón Charlus había estado escuchando, el fantasma del teléfono con el micrófono Quimper, se habría alejado de esta conversación con desprecio. Yo no me culpaba mucho a mí mismo y desde luego no sentía que estuviese haciendo el tonto. En el peor de los casos, había sido inapropiado llamar a Swerdlow en busca de información para después, inopinadamente, salir con este tema y tratar de hacer que él me siguiera. Estas eran cuestiones que yo meditaba en privado, las preocupaciones subjetivas de una persona que vivía sola en una gran casa de Filadelfia en la que se sentía fuera de lugar, y que había perdido de vista la diferencia entre rumiar y una conversación normal. Yo no podía sacarme de la manga un negocio sobre el que hablar con Swerdlow, ni ponerme a hablar de justicia, honor, ideas platónicas o las expectativas de los judíos. En cualquier caso, por su tono estaba claro que estaba deseando librarse de mí, de manera que le dije:

—El rabino X o Y de Jerusalén, que habla un inglés bastante bueno, me hizo prometerle que localizaría a Fonstein. Me dijo que no había logrado encontrarlo.

—¿Estás seguro de que no está en el listín telefónico?

No, claro que no estaba seguro, ¿verdad? Ni siquiera había mirado. Yo era así.

—Supuse que el rabino sí que había mirado —dije—. Estoy escarmentado. No debería haberlo creído. Él debería haber mirado. Y yo lo di por hecho. Probablemente tienes razón.

—Si puedo ayudarte en otra cosa…

Al señalarme lo que él habría hecho para encontrar a Fonstein, Swerdlow me mostró cuán retorcido era yo. Desde luego que había sido estúpido por mi parte no mirar en el listín telefónico. Muy listo, muy listo, pero en el fondo un tonto, como solían decir los viejos. Porque resulta que los Fonstein sí que estaban en el listín telefónico. Llamé a Información y me dieron el número. Y allí estaban, tan accesibles como otros millones de personas, en letra pequeña, una fila detrás de otra, aquellas listas interminables.

Marqué el número de los Fonstein, me dispuse para la conversación —las palabras de saludo preparadas, las excusas por descuidarlos pronunciadas con calor, que era de hecho el calor que yo sentía, por si acaso se inclinaban por echarme a mí la culpa— porque al fin y al cabo yo tenía la culpa.

Pero habían salido, o bien desconectado el teléfono. Ya eran ancianos. Probablemente se acostaban pronto. Después de dejar sonar el teléfono una docena de veces, renuncié y me acosté. Cuando me metí en la cama —sin demasiado miedo de estar solo en este enorme lugar, y no porque no haya bastantes ladrones y asesinos en la ciudad— cogí un libro y me preparé para una buena lectura.

Los libros de cabecera de Deirdre habían pasado a ser míos. Yo sentía curiosidad por saber qué es lo que había leído ella para dormir. Lo que ella había tenido en su mente se volvió importante para mí. En los últimos años se había vuelto hacia libros como Koré Kosmu, la Hermética publicada por Oxford, y también selecciones del Zohar. Como la heroína de la historia «Morelia», de Poe. Era extraño que Deirdre hubiera dicho tan poco sobre ello. No era una mujer de secretos, pero, como muchas otras, guardaba silencio sobre las cuestiones de pensamiento y religión. A mí me encantaba verla enfrascada en un libro, arropada en su lado de la cama de anticuario, perfectamente quieta bajo las mantas. El par de lámparas que teníamos a cada lado eran como espinos de bronce. Siempre traté de convencer a Deirdre de que comprara unas luces más apropiadas para leer. Nada logró persuadirla —era obstinada cuando se trataba de gusto— y tres años después de su fallecimiento yo seguía buscando: esas zarzamoras esculpidas nunca serán reemplazadas.

Algunos hombres se quedan dormidos en el sofá después de la cena. A menudo esto acaba en insomnio, y, como yo odio estar levantado por la noche, mi rutina consiste en leer en la cama hasta medianoche, concentrándome en los pasajes marcados por Deirdre y en sus notas al final del libro. Se ha convertido en uno de mis rituales sentimentales.

Pero esa noche en concreto leí unas cuantas frases y enseguida empecé a soñar.

Mis sueños son muy variados. Mis noches suelen ser movidas. Tengo sueños ansiosos, sueños divertidos, sueños de deseo, sueños simbólicos. Hay sueños, sin embargo, que son completamente de negocios y van directamente al grano. Supongo que cada uno tiene los sueños que se merece, y puede que alguien incluso los prepare en secreto.

Sin preliminares, me encontré metido en un agujero. Era de noche, en una llanura, un pozo, y desde el principio yo trataba de salir trepando. De hecho, llevaba un rato intentándolo. Se trataba de un hoyo cavado, no una tumba sino una trampa preparada para mí por alguien que me conocía lo suficientemente bien como para saber que yo iba a caer en ella. Yo veía por encima del borde, pero no podía salir arrastrándome porque tenía las piernas enredadas en unas cuerdas o raíces. Me agarraba con las uñas a la tierra para sustentarme en algo. Todo mi peso caía sobre los brazos. Si no podía alzarme hasta el borde, podría por lo menos liberar las piernas. Pero ya estaba cansado, agotado, y si me las arreglaba para salir de allí estaría demasiado cansado para luchar. Mis esfuerzos eran observados por la persona que había planeado esto para mí. Yo le veía las botas. Un poco más lejos, en un hoyo similar, otro hombre se esforzaba por salir. Tampoco lo iba a conseguir. Desesperación no era lo que yo más sentía, como tampoco miedo de la muerte. Lo que hacía que el sueño fuese terrible era mi entera convicción de que allí había un error, que yo no había calculado bien mis fuerzas, y el reconocimiento de que mis fuerzas se habían agotado. Toda mi estructura estaba aplanada. No había un músculo al que no hubiera apelado, y por primera vez era consciente de todos ellos, hasta el más diminuto, y lo mejor que podían hacer no era suficiente. No podía contar conmigo mismo, no estaba a la altura de las circunstancias, no podía salir. No hay ningún motivo por el que yo debiera pedirles que sientan esto conmigo, y no los culparé si lo evitan; yo he hecho lo mismo muchas veces. Siempre evito los extremos, incluso durante el sueño. Además, todos reconocemos la carga de los sueños: la vida es tan distinta, la gran mascarada de la mortalidad que se resume en un hoyo en el suelo. Y sin embargo, aquello no agotaba el sentido del sueño, y el resto es fundamental para interpretar lo que acabo de exponer sobre Fonstein, Sorella o incluso Billy. No habría podido describirlo de otro modo. No es tanto un sueño como un mensaje. Alguien me estaba mostrando —y yo era consciente de ello en mi sueño— que había cometido un error, un error que había durado toda una vida: algo que estaba mal, que era falso, y que ahora se manifestaba plenamente.

Las revelaciones a la vejez pueden hacer pedazos todo lo que has construido desde el principio, toda la astucia de una vida entera de experiencia y trabajo, de interpretación y reinterpretación a trozos de los engaños que has llegado a creerte, el trabajo del enjambre de tus tropas de defensa contra los golpes, que van a seguir poniendo en pie otras barreras más perversas (o dementes). Todo eso se salta en un sueño como este. Cuando uno tiene un sueño así todo lo que puede hacer es resignarse a las inevitables conclusiones.

La imaginación de la fuerza está relacionada con los temores de brutalidad, en los casos en que esa brutalidad se manifiesta plenamente o es absoluta. La mía es una versión de la realidad del Nuevo Mundo, que me permite la presunción de que hay algo real en ella. En el Nuevo Mundo la fuerza no cede. Este es el motivo por el que tus padres europeos, tus viejos, te alimentaron tan bien en esta tierra de la juventud. A ellos los formaron para la sumisión, pero tú te criaste libre. Eras igual que los demás, eras fuerte, y aquí no te podían mandar a matar, como allí habían hecho con los judíos.

Pero tu alma te devolvía la verdad con tanta fuerza que te despertabas en tu cama cincuenta por cincuenta (mitad judía, mitad blanca) ya que, gracias al poder de la memoria, eras propietario de una mansión en Filadelfia (una recompensa demasiado desproporcionada), y ahí el sueño se había acabado. Eras un viejo que volvía a la conciencia ordinaria abriendo sus ojos, aún asustados, y que veía la lámpara de bronce con la bombilla brillando en su interior. Con el cuello apoyado en dos almohadas, preparado para leer, estabas tan curvado como el cayado de un pastor.

No solo era el sueño lo que daba miedo, aunque aquello ya era bastante malo; era la revelación que traía consigo la que era tan difícil de aceptar. No era la muerte lo que me había asustado, era el descubrimiento: yo no era lo que creía que era. En realidad, yo no entendía la brutalidad despiadada. Y ¿con quién iba a hablar de ello? Deirdre ya no estaba; no puedo hablar de estas cosas con mi hijo, es demasiado administrador y ejecutivo. Solo me quedaban Fonstein y Sorella. Quizá.

Recuerdo que Sorella había dicho que Fonstein, con su bota ortopédica, no podía saltar por encima de los muros y escaparse como Douglas Fairbanks. En las películas, Douglas Fairbanks era siempre demasiado bueno para sus enemigos. Nunca podían atraparlo. En El pirata negro se enfrentaba a un navío él solo. Con un cuchillo en la mano, se deslizaba por la vela central, y la cortaba por la mitad. A un hombre como ese no lo podrían haber encerrado en un vagón de ganado; se habría escapado. Sorella no hablaba de Douglas Fairbanks, como tampoco se refería únicamente a Fonstein. Su observación estaba dirigida en el fondo a mí. Sí, hablaba de mí y también de Billy Rose. Porque Fonstein era Fonstein. Él representaba a la Mitteleuropa. Yo, por otro lado, venía de la costa Este, había nacido en Nueva Jersey, me había educado en Washington Square College, y había tenido un gran éxito en los negocios en Filadelfia. Éramos judíos de una raza totalmente distinta. Y por tanto —sí, continúen, ya no puede evitarse— yo estaba más cerca de Billy Rose y de su operación de rescate; el personal clandestino inspirado por La Pimpinela Escarlata, el Hollywood de Leslie Howard, que encarnaba a la Pimpinela, sustituía al Hollywood de Douglas Fairbanks. No había, por tanto, ninguna manera de que yo pudiese entender los hechos reales en el caso de Fonstein. Yo no había comprendido el caso Fonstein versus Rose, y ahora estaba desesperado por decírselo a Harry y Sorella. Uno siempre paga un precio por ser hijo del Nuevo Mundo.

Decidí apagar la lámpara, que, momentáneamente, me recordó el matorral en el que Abraham había encontrado un carnero atrapado por los cuernos: como pueden ver, era un bombardeo continuo desde muchos lados. Ahora me estaban llegando partículas iluminadas de la historia judía.

Un viejo ha tenido toda una vida para aprender a controlar sus nervios por la noche. Fuera lo que fuera yo (y eso, en esta fase tardía, aún quedaba por ver), necesitaría fuerza por la mañana para proseguir mi investigación. De manera que tenía que tomar medidas para evitar pasar una noche inquieta. Es posible que los grandes hombres acojan con satisfacción el insomnio y se alegren de pensar en Dios o en la ciencia en mitad de la noche, pero yo estaba demasiado nervioso como para pensar nada con claridad. Una importante enseñanza del sistema Mnemosyne, sin embargo, es la de aprender a poner la mente en blanco. Uno desea no pensar nada. Elimina todas las distracciones. Resultó que las distracciones de esa noche eran muy graves. Yo había descubierto durante cuánto tiempo me había protegido contra las imágenes insoportables —no, imágenes no, sino reconocimientos— de asesinato, de disfrute con la tortura y de la bajeza de la brutalidad, sin las cuales no existe actividad humana.

De manera que me apliqué mi famoso método. Deseé no pensar en nada. Dejé fuera todos los pensamientos. Cuando uno no piensa en nada, se pierde la conciencia. Cuando no hay conciencia, se duerme uno.

Me dormí como un tronco. Fue una bendición.

Por la mañana, me encontré con que era superior. En el lavabo me enjuagué la boca, porque tenía sed (los ancianos padecen a menudo esa sequía). Me afeité y me cepillé y dediqué algunos minutos a mi máquina de esquí (no debo dejar que se me atrofien los músculos), para después vestirme y, una vez vestido, meter los zapatos debajo del cepillo giratorio. Convertido una vez más en el legítimo propietario de una hermosa casa, de la que Francis X. Briddle fue vecino en una época y a la que vino a tomar el té Emily Dickinson —habría otros personajes que mencionar—, bajé a desayunar. Mi ama de llaves salió de la cocina con cereales, fresas y café negro. Para empezar el café, más de lo habitual.

—¿Cómo ha dormido? —dijo Sarah, mi anticuada gobernanta. Tanta discreción, discernimiento y sabiduría reunidos en esta corpulenta señora negra. No nos comunicábamos con palabras, pero intercambiábamos información tácitamente a un nivel bastante avanzado. Por la cantidad de café que estaba tomando, ella ya sabía que yo estaba fingiendo algo. Por mi parte, yo era consciente de la posibilidad de que otorgara a Sarah unas capacidades muy amplias porque echaba de menos a mi esposa y el contacto con la inteligencia femenina. Reconocía también que había empezado a poner mis esperanzas y necesidades en Sorella Fonstein, a la que ahora estaba deseando ver. Mi mente insistía en ubicar a los Fonstein en Sarasota, en un retiro de invierno compartido con los descendientes de los elefantes de Aníbal, en medio de palmeras e hibiscos. Una Sarasota idealizada, con la que al parecer mi corazón soñaba.

Sarah me sirvió más café en el estudio. Probablemente habían aparecido nuevas arrugas en mi rostro durante la noche, signos que indicaban la demolición de una estructura muy antigua. (¿Cómo podía haber sido tan estúpido?)

Al final, mis llamadas recibieron respuesta: estaba llamando cada media hora.

Al otro lado de la línea habló un joven:

—¿Dígame?

Qué listo fue Swerdlow al sugerir la guía telefónica.

—¿Estoy hablando con la residencia de los Fonstein?

—En efecto.

—¿No será usted Gilbert Fonstein, el hijo?

—No, no lo soy —dijo aquel joven, seco pero amable. Era, como se suele decir, distante. No estaba sugiriendo que yo lo estuviera molestando (esto me recordó a Sorella, a ella le gustaba hacer juegos de palabras)—. Soy un amigo de Gilbert. Estoy cuidando la casa. Paseo al perro, riego las plantas y programo las luces. ¿Quién es usted?

—Un viejo pariente … amigo de la familia. Ya veo que tendré que dejar un mensaje. Dígales que tiene que ver con otro Fonstein que vive en Jerusalén y dice que es su primo lejano. Yo recibí una llamada de un rabino —X o Y-al que le parece que se debería hacer algo, ya que el viejo está fuera de sus casillas.

—¿En qué sentido?

—Es un excéntrico, deteriorado, profético y psicópata.

Un viejo decadente, pero sigue siendo vivaz y protestón…

Hice una pausa. Uno nunca sabe con quién habla, lo vea o no. Es más, yo soy una de esas personas sugestionables y capaces de dejarse contagiar por la otra persona y hablar en el mismo estilo. Me pareció detectar un cierto encanto despreocupado en el muchacho que había al otro lado de la línea y le respondí con lo mismo. Evidentemente, lo que yo quería era despertar el interés de ese joven. En resumen, conseguir sacarle alguna información.

—¿El viejo personaje de Jerusalén dice que es un Fonstein y quiere dinero? —dijo él—. Usted suena como si usted mismo estuviera en posición de ayudarlo, así que, ¿por qué no le manda dinero?

—Cierto. Sin embargo, Harry podría identificarlo, comprobar sus credenciales y naturalmente le gustaría saber que sigue vivo. Es posible que lo hayan puesto en la lista de muertos. ¿Es usted solo el que cuida la casa? Yo diría que es además amigo de la familia.

—Me parece que vamos a tener una charla. Espere un momento que encuentre mi pañuelo. Está empezando a ser tiempo de alergias, y tengo toda la cabeza al aire… ¿Qué pariente es usted?

—Dirijo un instituto en Filadelfia.

—Ah, el hombre de la memoria. He oído hablar de usted. Se remonta a la época de Billy Rose, aquel bicho. A Harry le disgustaba hablar sobre ello, pero Sorella y Gilbert lo hacían a menudo… ¿Puede esperar un momento hasta que encuentre el pañuelo? Limpiarme la barba con pañuelos de papel me la deja llena de pedacitos de papel.

Cuando soltó el teléfono, utilicé la pausa para tratar de imaginarme cómo sería. Me formé la imagen de un joven grueso con mucho pelo, la panza que produce la cerveza y una camiseta con algún tipo de eslogan, «Actúa» era uno muy popular en aquel momento. Me imaginé a un representante de la población juvenil que veía en todas las calles y en todas partes del país, incluso en las ciudades más pequeñas. Botas ásperas, vaqueros lavados a la piedra, mejillas hirsutas: algo parecido a un minero de Leadville o Silverado del siglo pasado, con la excepción de que estos jóvenes no trabajaban y nunca trabajarían con picos. Debió de divertirle darme conversación. Un anciano caballero de Filadelfia, moderadamente famoso y con mucho dinero. No podría haberse imaginado la mansión y la espléndida habitación en la que yo estaba sentado hablando al teléfono francés, reparado con mucho gasto, un instrumento que una vez fue propiedad de un descendiente de la nobleza provinciana. (Nunca iba a abandonar al barón Charlus.)

Por lo menos, el joven no era un obrero hippy que no reconociera la inteligencia. De eso estaba yo seguro. Tenía muchas cosas que decirme. Yo no podía saber si lo hacía con malicia. No obstante, era manipulador y ya había logrado imponer el tono de nuestra conversación. Por fin tenía información sobre los Fonstein, y era una información que yo deseaba.

—Es cierto que los conozco desde hace mucho tiempo —dije yo—. Hace muchos años que perdí el contacto con los Fonstein. ¿Cómo han organizado su jubilación? ¿Reparten el año entre Nueva Jersey y un clima más templado? No sé por qué me los imagino en Sarasota.

—Necesita usted un nuevo astrólogo.

No estaba siendo satírico, más bien protector. Ahora me estaba tratando como un anciano. Me mimaba.

—Hace poco me sorprendí al ver las fechas y darme cuenta de que los Fonstein y yo nos encontramos por última vez hace unos treinta años, en Jerusalén. Sin embargo, emocionalmente, yo seguía en contacto con ellos, esas cosas pasan. —Estaba tratando de convencerlo pero en realidad yo sentía que aquello era cierto.

Curiosamente, estuvo de acuerdo conmigo.

—Sería un tema interesante para una disertación —me dijo—. No ver no significa necesariamente no pensar. La gente se retrae y se imagina afectos imaginarios. Es una enfermedad muy típica en América.

—¿Por la forma del continente, las largas distancias?

—Pensilvania y Nueva Jersey son estados limítrofes.

—Me parece que yo eliminé mentalmente a Nueva Jersey —admití—. Me parece que usted ha estudiado…

—Gilbert y yo fuimos juntos a la escuela.

—¿No estudió física en Cal Tech?

—Se cambió a las matemáticas: la teoría de las probabilidades.

—De eso yo no sé nada en absoluto.

—Entonces somos dos —dijo él, y añadió—: Lo encuentro a usted interesante.

—Uno siempre está buscando a alguien interesante con quien hablar.

Pareció estar de acuerdo. Me dijo:

—Yo tengo la tendencia a buscarlo, cuando es posible.

Se había descrito a sí mismo como cuidador de la casa, sin mencionar ninguna otra ocupación. En cierto modo, yo también estaba cuidando una casa, si se dejaba a un lado el hecho de que era mi propiedad. Mi hijo y su mujer también podrían haberme considerado algo así. Un hermoso corolario lo constituía el hecho de que mi alma cuidaba de mi cuerpo.

De hecho, se me ocurrió que el joven no estaba en absoluto desinteresado. Me estaba sometiendo a algún tipo de examen o evaluación. Hasta entonces no me había dicho nada sobre los Fonstein, excepto que no iban a Sarasota en invierno y que Gilbert había estudiado matemáticas. No me dijo que él mismo había ido a Cal Tech. Y cuando dijo que no ver no significa necesariamente no pensar, se me ocurrió que su disertación, si la hubiera escrito, habría sido en el campo de la psicología o la sociología.

Me di cuenta de que yo mismo tenía miedo de hacer preguntas directas sobre los Fonstein. Al descuidarlos, había perdido un poco el derecho a preguntar libremente. Había cosas que yo quería y cosas que no quería oír. El muchacho comprendió esto, le divertía, y me seguía dando cuerda. Su conversación era ligera y deportiva, pero yo empecé a sentir que también tenía un lado oscuro.

Decidí que había llegado el momento de hablar claro y le dije:

—¿Dónde puedo localizar a Harry y Sorella? ¿O es que hay algún motivo por el que no pueda darme su número?

—No lo tengo.

—Por favor, no me venga con acertijos.

—Nadie puede ponerse en contacto con ellos.

—¿Qué me dice? ¿Lo he postergado demasiado tiempo?

—Me temo que sí.

—Entonces han muerto.

Estaba horrorizado. Algo en mi interior se desmoronó, se hizo pedazos. A mi edad, un hombre siempre está preparado para oír la noticia de un fallecimiento. Pero lo que yo sentía era que había abandonado a dos personas extraordinarias a las que siempre había dicho que valoraba y apreciaba. De pronto me sorprendí elaborando una lista de nombres: Billy, muerto; la señora Hamet, muerta; Sorella, muerta; Harry, muerto. Todos los protagonistas estaban muertos.

—¿Se pusieron enfermos? ¿Tuvo cáncer Sorella?

—Murieron hace unos seis meses, en la autopista de Jersey. Según contaron, un camión perdió el control. Pero ojalá no tuviera yo que contarle esto. Como pariente, le resultará duro. Murieron instantáneamente. Y gracias a Dios, porque el coche se dobló encima de ellos e hicieron falta soldadores para sacar los cuerpos. Esto debe de ser duro para alguien que los conocía bien.

Me estaba tomando el pelo, por cierto. Hasta cierto punto, me lo merecía. Pero en cualquier momento durante estos treinta años, cualquiera de nosotros podría haber muerto en un instante. Yo también. Y él se equivocaba al pensar que yo era un judío a la antigua, que iba a reaccionar sentimentalmente ante una noticia así.

—Usted es un anciano, según ha dicho. Tiene que serlo, si nos ponemos a contar.

Yo bajé la voz. Dije que sí.

—¿Adónde iban los Fonstein?

—Iban a Nueva York, y su destino último era Atlantic City.

Yo ya veía los cuerpos manchados de sangre liberados del coche y extendidos sobre la hierba: los faros de los coches de policía, el lío del tráfico, la remoción a oscuras y llena de gas. Los gritos atronadores de la ambulancia, el personal médico y sus bolsas para meter los cuerpos. El verano pasado el calor fue insoportable. Se podía decir que los muertos sudaban sangre.

Si tiene usted alguna duda sobre cuál es la autopista más triste del país, una de las principales candidatas es desde luego la de Jersey. No era un lugar adecuado para que muriera Sorella, que tanto amaba Europa. Los cuarenta años de compensación en América que habían sido concedidos a Harry por la destrucción de su familia en Polonia se acabaron bruscamente.

—¿Por qué iban a Atlantic City?

—Su hijo estaba allí y tenía problemas.

—¿Con el juego?

—Casi todo mundo lo sabía, así que puedo decírselo. Después de todo, escribió un estudio matemático sobre cómo ganar al blackjack. Los expertos en matemáticas dicen que es toda una obra. Pero en la vida real ha tenido problemas por ello.

Corrían a ayudar a su hijo americano cuando murieron.

—Debe de ser muy triste oír esto —dijo el joven.

—Estaba deseando volver a verlos. Me había estado prometiendo reanudar el contacto.

—Supongo que la muerte no es lo peor… —dijo él.

Yo no iba a empezar a hablar de cosas escatológicas con este niño por teléfono como tampoco iba a empezar a delinear los diversos grados de maldad. Aunque Dios sabe que por teléfono uno puede ponerse a realizar muchas formas de revelación, y uno puede oír muchas cosas de un alma, si no más, a larga distancia que cara a cara.

—¿Cuál de ellos conducía?

—La señora Fonstein, y es posible que no fuera muy cuidadosa.

—Ya veo: una emergencia, y una madre con mucha prisa. ¿Seguía siendo gorda?

—Lo fue durante años, llegaba justo al volante. Pero no había muchas como Sorella Fonstein. No se la puede criticar.

—No la estoy criticando —dije yo—. Habría ido al funeral a presentarles mis respetos.

—Mala suerte que no viniera a decir unas palabras. No fue un gran funeral.

—Yo podría haber contado la historia de Billy Rose a una reunión de amigos en la capilla.

—No hubo reunión —dijo el joven—. ¿Sabía usted que, cuando Billy murió, dicen que no lo pudieron enterrar durante mucho tiempo? Tuvieron que esperar a que el tribunal decidiera qué hacer con la tumba de un millón de dólares que estaba prevista en su testamento. Hubo una batalla legal a causa de ella.

—Nunca oí nada.

—Porque usted no lee el News ni Newsday. Ni siquiera el Post.

—¿Fue eso lo que pasó?

—Lo guardaron en hielo. Los Fonstein solían hablar de ello. Pensaban en las normas de enterramiento judías.

—¿Se interesa Gilbert por sus orígenes judíos, por ejemplo, por la historia de su padre?

El amigo de Gilbert dudó un momento, lo suficiente para hacerme pensar que él también era judío. No quiero decir con esto que renegara de ser judío. Evidentemente, no quería reconocerlo. La única vida que le interesaba vivir era la de un norteamericano. Eso era demasiado absorbente. Tan absorbente que una existencia era demasiado poco para ello. Podía absorber cien existencias, si uno las tenía, y tratar de alcanzar más.

—Lo que usted acaba de preguntarme es, deduzco, si Gilbert es uno de esos maniáticos de la ciencia que carecen de motivación humana —dijo—. Tiene usted que recordar lo importante que es para él el juego. Nunca podría serlo para mí. No iría a Atlantic City ni aunque me pagaran, especialmente desde que se produjo el desastre del autobús de dos pisos. Echaron un autobús a la carretera, y lo llenaron de pasajeros que iban al casino. Era demasiado alto para pasar por uno de los viaductos, y la parte de arriba se arrancó.

—¿Murió mucha gente? ¿Perdió alguno la cabeza?

—Habría que mirar en el Times.

—Yo no me molestaría. Pero ¿dónde está ahora Gilbert?

Supongo que heredó.

—Por supuesto, y ahora mismo está en Las Vegas. Se llevó con él a una joven. Ella está formada en su método, que supone memorizar la baraja en todas las partidas. Guarda uno listas mentales de todas las cartas que ya se han jugado, y se aplican varios factores de probabilidad. Según me cuentan, son unas matemáticas de genio.

—¿El sistema depende de la memoria?

—Sí, eso pertenece a su rama, ¿verdad? ¿Es la chica su amante? Esa es la siguiente pregunta. Pues bien, esto no funcionaría sin intereses sexuales. Únicamente el juego no mantendría a una joven por mucho tiempo. ¿Le gusta a ella Las Vegas? ¿Cómo puede saberlo? Se trata del mayor espectáculo del mundo, el corazón de la industria del espectáculo norteamericana. ¿Qué ciudad está más cerca hoy día de ser una ciudad santa, como Lhasa o Calcuta o Chartres o Jerusalén? Podría ser Nueva York, por el dinero, Washington por el poder o Las Vegas por la atracción que ejerce sobre las personas, por los millones. No hay nada comparable a ella en la historia de todo el mundo.

—Ah —dije yo—. Es más del estilo de Billy Rose que del de Harry Fonstein. Pero ¿cómo sobrevive Gilbert?

—Todavía no he acabado de hablar sobre el sexo —dijo aquel joven amargado y ocurrente—. ¿Prepara el juego para el sexo o es el sexo el que incita al juego? Supongo que es una sublevación. Supongamos que para Gilbert lo que domina es la abstracción. Pero, después de un cierto punto, dicen que la gente se vuelve totalmente loca.

—Pobre Sorella, pobre Harry. Puede que fuera su muerte la que lo empujó.

—Yo soy la persona más adecuada para hacer un diagnóstico. Mi propio problema narcisista es bastante grave. Confieso que ya esperaba una muestra de reconocimiento, porque yo era casi un miembro de la familia y cuidaba de Gilbert.

—Comprendo.

—No, no comprende. Esto ha hecho que mi fe en los sentimientos se venga abajo.

—¿Los sentimientos que usted tenía por Fonstein y Sorella?

—Los sentimientos que Sorella me hizo creer que tenía por mí.

—Porque contaba con usted para cuidar de Gilbert.

—Bueno… Ha sido una conversación agradable. Me ha hecho bien hablar con una persona del pasado que quería tanto a los Fonstein. Todos los echamos de menos. Harry tenía la dignidad y Sorella, el dinamismo. Comprendo muy bien que esté disgustado: ha llegado tarde. Pero no se lamente mucho.

Con esta despedida de conmiseración mecí el teléfono, y allí estaba él, en su promontorio, una pieza de otra época junto a un hombre con una necesidad enorme de conversar. Herido por las palabras de aquel hombre que cuidaba casas, yo también pensaba que por culpa de Gilbert los Fonstein habían evitado ponerse en contacto conmigo: era tan prometedor, el prodigio que habían tenido la suerte de engendrar y que por misteriosas razones (Fonstein habría pensado que eran razones misteriosas y norteamericanas) se había malogrado. Seguramente no quisieron que yo lo supiera.

En cuanto a lamentarse, bueno, aquel joven se había estado burlando de mí. Él era uno de esos diablos menores que surgen en cada poro de la sociedad. Todo lo que uno tiene que hacer es dar una patada en el suelo. Me estaba provocando, a ver si yo sacaba mis sentimientos judíos. Vaya, vaya. Otros dos amigos que habían desaparecido, precisamente cuando, después de treinta años, yo me sentía dispuesto a abrir mis brazos hacia ellos; sentémonos juntos y recordemos el pasado y volvamos a hablar de Billy Rose: «Historias tristes de la muerte de los Reyes». Aquel joven lo había estado poniendo ante mí al estilo existencialista. Algo así como: ¿la desaparición de quién lo llenaría de desesperación? ¿Sin quién no puede usted vivir? ¿A quién echa de menos dolorosamente? ¿Cuál de sus muertos está siempre presente para usted? Muéstreme dónde y cómo lo ha mutilado la muerte. ¿Dónde están sus heridas? ¿A quién seguiría usted más allá de las puertas de la muerte?

¡Vaya un joven imbécil! ¿De verdad cree que yo sé todo eso?

Estaba decidido a volver a telefonear al muchacho para regañarlo por su nihilismo barato, pero habría sido un absurdo si mi objetivo era mejorar el entendimiento (su entendimiento). Uno nunca puede desmantelar todas estas estructuras mentales modernas. Son tantas que se oponen a ti como una ciudad vasta e interminable.

Supongamos que hablara sobre las relaciones entre la memoria y el sentimiento, sobre los temas que recolectan y mantienen la memoria; que le dijera lo que significa de verdad la retención del pasado. Algo así como: «Si el sueño es olvido, el olvido es también sueño, y el sueño es para la conciencia lo que la muerte es para la vida. De manera que los judíos le piden incluso a Dios que recuerde: Yiskor Elohim».

Dios no olvida, pero nosotros en nuestras oraciones le pedimos que recuerde especialmente a nuestros muertos. ¿Cómo iba yo a impresionar a un niño como aquel? En vez de eso decidí escribir todo lo que recordaba del contacto Bella Rosa y plasmarlo todo con la rúbrica de Mnemosyne.