¿El Rob Rexler que yo conozco?
Sí, Rexler, el hombre que escribió todos esos libros sobre el teatro y el cine en la Alemania de la Weimar, el autor de Berlín de la posguerra y del controvertido estudio sobre Bertolt Brecht. Ahora es bastante mayor y, al parecer, aunque nadie lo diría al leer su obra, está físicamente disminuido, no discapacitado, solo un poco lisiado en la adolescencia debido a la parálisis infantil. Cuando uno lee eso se imagina a un hombre alto, y su figura baja y encorvada constituye una sorpresa. Uno no se espera que el autor de esas frases tan agudas tenga el cuello inclinado, la mandíbula larga y la espalda hecha un nudo. Pero esto solo son pequeños detalles, y en cuanto empiezas a hablar con él te olvidas de sus discapacidades.
Como Nueva York ha sido su hogar durante medio siglo, uno supone que nació en el East Side o en Brooklyn, pero de hecho es canadiense. Nació en Lachine, Quebec, un lugar improbable para un historiador que ha escrito tanto sobre el Berlín cosmopolita, el nihilismo, la decadencia, el marxismo y el nacionalsocialismo, y que describió las trincheras de la Primera Guerra Mundial como «sándwiches humanos» servidos por los líderes de las grandes potencias.
Sí, nació en Lachine de padres procedentes de Kiev. Su infancia se dividió entre Lachine y Montreal. Y justo ahora, después de haber pasado una enfermedad casi mortal, sintió el extraño deseo o necesidad de volver a ver Lachine. Por esta razón aceptó una invitación de la Universidad McGill para dar una serie de conferencias a pesar de que su interés por Bertolt Brecht era cada vez menor (y su antipatía por él cada vez mayor). A pesar de estar cansado de Brecht y de su marxismo —estalinismo—, de algún modo seguía apegándose a él. Podría haber cancelado el viaje. Seguía convaleciente y débil. Le había escrito a su contacto en la universidad: «He estado jugando a la rayuela con la muerte, y como soy un viejo solo tengo que prever las sillas de ruedas que me llevarán desde la ventanilla de los billetes hasta la puerta de embarque. ¿Podrá venir alguien a buscarme a Dorval?».
Contaba también con que un chófer lo llevaría a Lachine. Le pidió que aparcase la limusina enfrente del lugar en que nació. La calle estaba vacía. La pequeña casa de ladrillo era la única que quedaba de pie. En las manzanas que la rodeaban todos los edificios habían sido derruidos. Le dijo al chófer: «Voy a dar un paseo hasta el río. ¿Podrá esperarme alrededor de una hora?». Ya esperaba, con razón, que pronto se cansarían sus piernas y que las vacías calles se volverían frías. A finales de octubre ya era casi invierno por aquellos pagos. Rexler llevaba puesto el loden en forma de capa de color verde oscuro que se había comprado en Salzburgo.
Al principio no encontró nada familiar. Era un sitio en el que no esperaba coincidir con nadie. Le sorprendió lo grande y rápido que era el St. Lawrence. Cuando niño te veías atrapado por aquellas calles de mala muerte. Ahora el río se había abierto, y también el cielo, cubierto de unas largas y estáticas nubes otoñales. Los rápidos eran blancos, el agua daba tumbos por encima de las rocas. El viejo almacén de la bahía del Hudson lo habían transformado en centro comunitario. Enfrente, en un marco lúgubre de barro y mugre, había una estrecha iglesia provinciana de piedra. ¿No había antes un convento por allí cerca? Él no lo buscó. Río abajo, en la orilla más lejana, divisó Caughnawaga, la reserva india. Según Parkman, un gran grupo de mohawk de Caughnawaga, tras recorrer cientos de kilómetros con raquetas en los pies, había sorprendido y masacrado a los colonos de Deerfield, Massachusetts, durante las guerras entre los franceses y los indios. ¿No eran mohawk esos indios? No se acordaba. Le parecía que eran uno de los grupos de iroqueses. Por esta razón ya no sabía si su lugar de nacimiento estaba en la Séptima o en la Octava Avenida. Habían desaparecido demasiados puntos de referencia. La diminuta sinagoga era ahora una tienda de muebles. En las calles no había ni mujeres ni niños. Los obreros inmigrantes de la Dominion Bridge Company vivieron en un tiempo en aquellas casas apretujadas con aquel estrecho patio delantero (el terreno debía de ser caro) en que, más de sesenta años antes, la madre de Rexler lo había envuelto bien atado en su chal para cavar la nieve con la pala negra del hornillo. Se veía la amplia superficie del río: había estado allí todo el tiempo, detrás de las panaderías y de las tiendas de salchichas, de las cocinas y de los dormitorios.
Junto al canal de Lachine, donde el agua «estancada» de las esclusas estaba quieta y verde, empezaron a tomar forma varias de las razones para el retorno de Rexler. Cuando le preguntaban cómo se sentía —y solo hacía dos meses que los médicos lo habían liberado; el especialista le había dicho: «Tenías los pulmones vacíos. Yo no habría apostado ni un centavo por tu vida»—, Rexler respondía: «Yo no tengo resistencia. Si gasto un poco de energía ya no tengo ni fuerzas para atarme los zapatos».
Pero, entonces, ¿para qué había hecho este viaje tan agotador? ¿Sentimentalismo, nostalgia? ¿Deseaba quizá recordar cómo su madre, muda de afecto, lo había envuelto en paños de lana y lo había enviado a quitar la nieve con una pequeña pala? No, Rexler no era así en absoluto. Era un hombre duro. Era esa misma dureza la que lo había acercado muchos años antes a Bertolt Brecht. Nostalgia, subjetividad, introspección: todo eso pertenecía a la casilla de la autocompasión. No esta ba encontrando una respuesta. A su edad el aplazamiento de la muerte solo podía ser corto. Era extraño que el ladrillo y el estuco que habían encerrado a los obreros de la Compañía Ucraniosiciliana, y también a los de la francocanadiense Dominion Bridge, los aislase también del St. Lawrence en su camino de platino hacia el Atlántico Norte. Solo el haber vuelto a ver sus casitas habría merecido el agotador viaje, el desgaste de los aeropuertos y el calvario menor de la charla que debe soportar el conferenciante de visita.
En todo caso, él veía la muerte como un campo magnético en el que todo ser vivo debe entrar. Estaba preparado para ello. Había pensado incluso que desde que estuvo inconsciente bajo el respirador durante un mes entero, lo mismo le daba haber muerto en el hospital y evitar más problemas. Y sin embargo aquí estaba, en su ciudad natal. El personal de cuidados intensivos le había advertido de que las pantallas electrónicas que vigilaban su corazón habían dejado por fin de emitir gráficos, garabatos y símbolos y que se habían ido a pique, pues solo salían signos de interrogación. Aquella habría sido la vía entre la inconsciencia y la no consciencia, con todas las máquinas confundidas. Pero aún no había llegado su hora, y en ese momento este inválido informativo estaba allí de pie en Monkey Park junto a las compuertas sombreadas de verde otoñal de la tierra amontonada preguntándose si por todo esto valía la pena gastar su limitada energía.
La cocinera se llamaba Rosie.
Era de Montreal.
Era camarera en la barca de un aserradéro
en Lachine, en el Gran Canal.
Más de una vez, Rexler había pensado en abrir una oficina para ayudar a las desconcertadas personas que solo recordaban una estrofa de una balada o canción. Por veinticinco dólares les proporcionaría el texto completo.
Recordaba que, cuando había una barcaza en las compuertas, los habitantes de Lachine, desempleados que holgazaneaban o pasaban el rato, charlaban y bromeaban con la tripulación. Él mismo había estado aquí, agitando el brazo y sonriendo ante las bromas. Por aquel entonces su cuerpo de niño estaba limpio. Cómo se notan estas cosas: él aún era normal durante las últimas vacaciones que pasó en su infancia en Lachine. Hacia finales de aquel verano contrajo la polio y su cuerpo se retorció como un árbol viejo. Después, la adolescencia lo convirtió en un gimnasta tullido cuyo esqueleto era el aparato con el que trabajaba como un acróbata en sus ensayos. Así era como te castigaba la realidad por tu inocencia. Te convertía en crustáceo. Pero en sus primeros años, hasta el final de los años veinte, su cuerpo aún estaba bien formado y terso. Más tarde la cabeza se le fue poniendo pesada, la mandíbula se le alargó y sus patillas se convirtieron en gruesos pilares. Pero él se había esforzado mucho por alejarse de la anormalidad, de la apariencia y hábitos de un tullido. Sus grandes ojos eran afables, caminaba con una viril cojera, con todo su peso apoyado sobre el pie izquierdo. «No soy personalmente responsable por cómo me ha tratado la vida», era su declaración tácita.
Así, más o menos, era Rexler, el último de una tribu que había atravesado el Atlántico a principios de siglo para establecerse en un limitado espacio en las calles que ponían freno al río. Vivían entre franceses, indios, sicilianos y ucranianos.
Su tía Rozzy, que lo quería mucho, a menudo lo rescataba en julio de la pocilga de la calle St. Dominick de Montreal. A sus primos mayores de Lachine, que ya eran adultos, y todos tenían rostros enérgicos y graciosos, parecía gustarles su compañía. «Llévate al niño», solía decir la tía cuando los enviaba a hacer algún recado.
Él se paseaba por todo Lachine en sus coches y camiones.
Estos recuerdos eran muy detallados, en ellos no había nada borroso. Por tanto, Rexler sabía que debía de haberlos recordado muchas veces a lo largo de los años. Una y otra vez veía a los primos, plenamente maduros a los veinte años, o incluso a los dieciséis años. El mayor, el primo Ezra, era agente de seguros. Le seguía Albert, estudiante de derecho en McGill. Después iba Matty, menos duro que sus hermanos mayores. La menor era Reba. Tenía el olor que tienen a menudo las chicas corpulentas, o eso creía Rexler, un característico perfume sexy. Si vamos a eso, eran todos sexy. A excepción, por supuesto, de los padres. Pero tanto, Ezra como Albert, e incluso Matty, combinaban sus trabajos con citas femeninas. Bromeaban sobre ello en los portales. A veces se llamaba Vadja, otras veces Nadine. Ezra, que era tan serio con los negocios, la compraventa de terrenos —lo de los seguros era una actividad suplementaria—, se reía después de hacer arrancar el Ford con la manivela, y decía mientras saltaba en el asiento: «¿Qué te ha parecido esa, Robbie?». Y, con aire picarón, sorprendía a Rexler pellizcándolo en el muslo. Ezra tenía una agradable cara curtida. De color era oscuro, como su padre, y tenía arrugas verticales debajo de las orejas; un viejo médico de campo lo había curado de la hinchazón causada por haber bebido leche de una vaca tuberculosa. Pero hasta las cicatrices eran agradables a la vista. Ezra tenía una forma brusca de despejarse la nariz resoplando. Apretaba los pedales del Ford. Su aliento era viril, un poco salado, o quizá agrio. Comparado con Rexler era mucho mayor, más un tío que un primo. Y cuando se quedaba silencioso, pensando en sus negocios, no había lugar para la risa. Apretaba sus blancos dientes y lo embargaba una especie de gravedad. Entonces no era momento de contar chistes yídish, ni de dobles sentidos en hebreo. Era un hombre determinado a hacer algo. A su muerte dejó un patrimonio de millones.
Rexler nunca había visitado su tumba ni las de los demás. Todos ellos yacían juntos en algún lugar de una ladera: ¿podía ser Westmount, o era Outremont? Ezra y Albert se pelearon cuando murió Reba. Ezra había estado de viaje y Albert la enterró en algún lugar remoto. «Quiero que mis muertos estén juntos.» Ezra estaba furioso ante lo que consideraba una falta de respeto con los padres. Al recordar este detalle, Rexler hizo un gesto con su tullida espalda, se encogió de hombros para liberarse de la piedad. Aquello no era su estilo. Pero, entonces, ¿por qué lo recordaba con tanto detalle?
Un día de junio había cruzado en coche con Albert las vías del Grand Trunk donde los padres poseían algunos terrenos que alquilaban. No llevaban allí más de quince años y no conocían ni veinte palabras del idioma, pero compraron terrenos. Solo la familia más cercana sabía de este hecho. Eran muy reservados. A la edad que tenía Rexler —siete u ocho años— él no lo habría entendido. Sin embargo, cuando estaba presente eran cautelosos. Como consecuencia, llegó a entenderlo. Un reto así seguro que lo provocaría.
El primo Albert lo desconcertaba con su astuta y pícara mirada. Para las mujeres tenía un ojo lascivo. Y en McGill había adquirido los modos británicos. Decía: «Por Júpiter». También decía: «Magnífico». Joe Cohen, diputado de Ottawa, había elegido a Albert para que fuese su ayudante. Esto lo formó. Con el tiempo se convirtió en socio de la firma de Cohen. Dejará de decir: «Por Júpiter» y en su lugar dirá: «¿Qué pasa?», era la profecía del tío Ezra. Pero Ezra tenía sus propios aires. Por ejemplo, el de ser el primero de los hermanos. Unos miles de años de gravedad arcaica se posaban sobre él. La ventaja de vivir en la remota Lachine consistía en que podía improvisar libremente citas del Antiguo Testamento.
Pues bien, Rexler estaba en el segundo Ford de la familia con Albert en el lado más alejado de las vías, en dirección a Dorval, y Albert aparcó enfrente de una gran casa. Tenía un porche blanco y espacioso, pilares redondos y un columpio colgado de cadenas.
—Tengo que entrar —dijo Albert—. Tardaré un momento.
—¿Largo?
—Todo lo largo que haga falta.
—¿Puedo salir y dar un paseo?
—Preferiría que te quedases dentro del auto.
Entró y, tal y como lo recordaba Rexler, la espera fue interminable. El sol se filtraba por entre las hojas de junio. La oscura vinca crecía en todos los lugares sombríos y unas jóvenes entraban y salían del amplio porche. Caminaban del brazo o se sentaban juntas en el columpio o en unas sillas blancas de madera. Rexler se desplazó hasta el asiento del conductor y jugó con el volante y con el estárter, ¿o era el encendido? Se agachó y pulsó los pedales con las manos. Una pezuña hendida habría sido lo ideal para presionar aquellos pedales ovalados del embrague y del freno.
Después se cansó de esperar.
Después empezó a preocuparse.
Es posible que estuviera solo casi una hora.
Rexler empezó a preguntarse si tenía alguna idea sobre lo que estaba entreteniendo a Albert. Quizá sí. Todas aquellas mujeres que pasaban por la puerta, se paseaban, se columpiaban entre las chirriantes cadenas.
Sin prisas, Albert volvió al Ford por entre los verdes macizos. Sonriente, fingiendo que lo sentía mucho, dijo: «Había más trabajo de lo normal». Habló de un alquiler. Tonterías, por supuesto. Lo que importaba no era lo que decía sino cómo lo decía. Tenía un aire insolente y de algún modo, para Rexler, su boca se había convertido en indicio: insolente, pero los ojos no tenían el mismo aspecto. Aquellos ojos reflejaban la voluntad de un centro de poder superior. Así era como observaba Rexler al principio. Su entusiasmo y su agudeza para ello se habían debilitado con la edad y ahora, a los setenta años, ya no le importaba la zorrería de Albert, ni sus burdeles, ni su guerra secreta contra su hermano Ezra.
En la primera tienda de caramelos que encontraron Albert aparcó el Ford y le dio a Rexler una moneda de cobre de dos centavos: una mujer con casco, tridente y escudo. Con esa moneda Rexler se compró dos cuadrados porosos de rubio caramelo de melaza. Sabía que lo estaban sobornando, pero no sabía por qué exactamente. En cualquier caso, él no le habría dicho nada a la tía Rozzy sobre la casa de las chicas. Esas cosas de la calle nunca se decían en casa. Masticó el caramelo hasta convertirlo en un fino polvo mientras Albert entraba en una casita a cobrar la renta para su madre. Aquello era algo que le agradaba hacer a un universitario: todo lo que diera dinero era bueno.
Cuando salió de allí, Albert estaba de mejor humor y le dio al pequeño Rexler un paseo por los pastos y los jardines, llegando casi hasta Dorval. A su vuelta, vieron a un grupo de gente en el paso a nivel del Grand Trunk. Había habido un accidente. Un tren rápido había atropellado a un hombre. Todavía no habían limpiado las vías y en ese momento se había formado una fila de coches que esperaban mientras Rexler, de pie sobre la plataforma del Ford T, pudo ver… no el cadáver, sino sus órganos encima de las vías: primero el hígado, brillante encima de las piedras blancas y ovaladas, y un poco más lejos los pulmones. Más que nada, fueron los pulmones. Rexler no podía olvidar los pulmones gemelos arrancados del cuerpo del hombre por el aplastamiento del tren. Eran de color rosa y parecían todavía inflados. Era extraño que no hubiera sangre, como si el tren con su velocidad la hubiera dispersado.
Albert no fue lo suficientemente curioso como para preguntar quién era el muerto. Seguramente no quiso preguntar. El Ford se había parado y él se bajó para darle a la manivela. Cuando se puso en marcha, el guardabarros tembló y enseguida la fila de coches empezó a moverse sobre los tablones. El tren había desaparecido: no quedaban más que unas vías vacías en dirección al oeste.
—¿Dónde os habéis perdido tanto tiempo? —preguntó la tía Rozzy.
Albert dijo:
—Han atropellado a un hombre en el cruce del Grand Trunk.
Aquello bastó.
Enviaron a Rexler al jardín a recoger tomates. Más que el propio fruto, eran las enredaderas y las hojas las que llevaban el aroma de tomate. El olor se quedaba en los dedos. El tío Mikhel había atado las plantas a unos palos con tiras de trapo arrancadas de viejas enaguas y camisetas. Aunque tenía las manos paralizadas, el tío Mikhel era capaz de arrancar las malas hierbas y de hacer nudos. También hacía movimientos involuntarios con la cabeza, pero sus ojos te miraban fijamente, grandes y abiertos. Tenía la cara rodeada por una cerrada barba negra. No hablaba mucho. Más que su voz se oía el crujido de la barba chocando contra el cuello de la camisa. Te miraba fijamente y tú esperabas que dijera algo, pero en vez de eso seguía mirándote y sacudiendo involuntariamente la cabeza. Los niños le tenían mucho respeto. Rexler lo recordaba con afecto. En cada uno de sus ojos de color castaño aceitunado tenía una especie de escama doraaa como de un pez ahumado. Si movía la cabeza de un lado a otro no era porque estuviera negando nada: estaba intentando no temblar.
—¿Por qué no come el niño? —le dijo la tía Rozzy a Albert a la hora de la cena—. ¿Te ha inflado de caramelos?
—¿Por qué no te comes la sopa, Robbie? —preguntó Albert. Apenas esbozaba una sonrisa. Albert no temía en absoluto que Rexler mencionase a las chicas o el columpio del porche o la larga espera en el coche. E incluso si se le escapaba algo, no iba a ser nada más de lo que su madre ya sospechaba.
—No tengo hambre, eso es todo.
El astuto Albert sonrió ampliamente al chico, echándosele encima.
—Me parece que lo que le ha quitado el apetito ha sido el accidente. Cuando volvíamos a casa vimos que a un hombre lo había atropellado el tren.
—Dios de los cielos —dijo la tía Rozzy.
—Lo abrió en canal —dijo Albert—. Nos tuvimos que parar y allí estaban sus tripas: el corazón, el hígado…
¡Los pulmones! Los pulmones le recordaban a Rexler los flotadores que usaban los niños para aprender a nadar.
—¿Y quién era?
—Algún borracho —dijo la tía Rozzy. El tío Mikhel la interrumpió:
—Puede que fuera un obrero de los ferrocarriles.
Por respeto al viejo, todo el mundo guardó silencio, porque el tío Mikhel fue una vez obrero de la Canadian Pacific Railway. Había sido recluta en el frente occidental durante la guerra de Rusia con Japón. Desertó y, de alguna manera, llegó al Canadá, donde durante años fue empleado de los ferrocarriles, tirando vías. Ahorró su groschen, como le gustaba llamarlo, y mandó a buscar a su familia. Ahora, rodeado de sus hijos ya crecidos, era un patriarca de su propia casa con su propia y enorme cocina con grandes cuadros al óleo de la tienda de objetos usados colgando de las paredes. Había cestas de fruta, ovejas en el redil, y hasta la reina Victoria con la barbilla apoyada en la muñeca. El primo Albert le había dado la vuelta a las cosas con un éxito formidable, y parecía decirle al pequeño Rexler: «¿Ves cómo se hace?».
Pero Rexler estaba paralizado por el caldo de pollo. Como pequeño capricho, la tía Rozzy le había servido el estómago. Lo había abierto con el cuchillo de manera que se veían dos alas densas bordeadas de líneas musculares, marrones y grises, al fondo del plato. Él había visto muchas veces a las gallinas bocabajo, colgadas por unas patas arracimadas, que primero revoloteaban y después, cada vez con menos energía, se agitaban hasta morir desangradas. También las patas iban a la sopa.
La tía Rozzy, hermana de su padre, tenía la cara de la familia pero su mirada era bastante más aguda y severa. No había nada tan rojo como su nariz cuando la temperatura era inferior a cero. Tenía unas piernas cruelmente gruesas y sus cuartos traseros más que desarrollados, de manera que para ella caminar debía de ser un tormento. Ciertamente no era una persona que se diera a querer, porque era mala con todo el mundo. A excepción, quizá, del pequeño Rexler.
—¿Tú viste lo que pasó? ¿Qué viste?
—El corazón del hombre.
—¿Y qué más?
—El hígado y los pulmones.
Aquellas cosas ovaladas, blandas y esponjosas, con parches rosados y rojos.
—¿Y el cuerpo? —le preguntó a Albert.
—Puede que lo arrastrara el tren —dijo él, esta vez sin sonreír.
La tía Rozzy bajó la voz y dijo algo acerca de los muertos. Era una ortodoxa fanática. Entonces le dijo a Rexler que no hacía falta que se comiera la cena. No era una mujer muy amable, pero el niño la quería y ella lo sabía. Los quería a todos. Incluso a Albert. Cuando visitaba Lachine compartía la cama con él, y por las mañanas algunas veces le acariciaba la cabeza, e incluso cuando Albert le apartaba violentamente la mano no dejaba de quererlo. Tenía el pelo formando hileras, una al lado de la otra.
Estas observaciones, como después supo Rexler, eran toda su vida —su ser— y lo que las provocaba era el amor. Para cada rasgo físico había un sentimiento. Emparejados, cada uno con su pareja, avanzaban y retrocedían, salían y entraban de su alma.
La tía Rozzy tenía la expresión fiera de un juez, y estaba decidida a echarle la culpa del accidente a la víctima. Al propio muerto. Y Rexler, paseando por el Monkey Park, y empezando a sentir el peso de la caminata, a aflojársele las piernas, se sentó con la experimentada delicadeza del tullido en el primer banco que encontró.
La prima Reba, siempre dispuesta a contradecir a su madre, dijo:
—No estamos seguros de que estuviera borracho. Puede que estuviera solo distraído.
Pero la tía, con el rostro aún más encendido, parecía creer que, aunque fuera inocente, de todas formas su muerte era merecida. Le recordaba a Bertolt Brecht cuando justificó el asesinato de Bujarin. Aquello de lo que había que enorgullecerse, según el dramaturgo, el único fundamento auténtico del propio respeto, no tenía que engañarse con ilusiones y sentimientos. Las únicas reglas del reglamento estaban muertas. Si uno no cerraba el libro, si se aferraba a las reglas, entonces merecía morir.
¿Cómo de profunda puede ser la vida del hombre moderno? Mucho, si es lo suficientemente duro como para considerar que la inocencia es un defecto, si, como sostenía Brecht, borra los «deberías» que siguen tragándose los crédulos y expulsa a la piedad de la política.
La destrucción de las casas enanas de ladrillo abrió la vista del río, tan grande como una pradera, pero rápido a pesar de ello, y esta restauración de las cosas como habían sido cuando las vieron los exploradores por primera vez abrió al propio Rexler hasta un grado inusual, de manera que empezó a pensar cómo le apetecería establecerse en algún sitio por allí cerca para poder ver aquello todos los días: comprar o alquilar algo, gozar de la vista de los rápidos y de su velocidad acerada. ¿Por qué no?
Él era un nativo de allí y ya no le quedaba nada en Nueva York. Pero él mismo sabía que esto era una fantasía poco factible. No podía pasar sus últimos años sin más compañía que el río (¿y durante cuánto tiempo?). Desde que abandonó sus estudios sobre Brecht, no tenía ninguna ocupación. Brecht se tomaba el tema de la muerte a la ligera. Si iba a convivir con el estalinismo esta ligereza era vital. De ahí las alegrías del cuchillo, como en «Mackie Messer», que estuvo tantos años en las listas de éxitos. Todas aquellas tonterías de la Weimar de antes de Hitler. Fue a Stalin a quien Brecht había apoyado, el que según él debería haber ganado en 1932. Pero Rexler no tenía ninguna intención de publicar estas opiniones. Estaba demasiado enfermo, demasiado viejo para hacerse enemigos. Si empezaba con la polémica seguro que la intelligentsia diría de él que era un viejo jorobado y amargado. No, a partir de ahora, a él lo que le quedaba era la vida privada.
No quería pensar en los libros y artículos que habían hecho que sus primos de Lachine estuvieran tan orgullosos de él.
—Mira cómo Robbie superó la polio e hizo algo con su vida —solía decirles el primo Ezra a sus hijos cuando eran pequeños.
Nadie conocía exactamente la extensión de las propiedades inmobiliarias del primo.
No obstante, hacia el final, cuando se moría de leucemia, Ezra recibió a Rexler con los brazos abiertos. Se incorporó en su cama del hospital y exclamó: «Ha entrado un maloch en la habitación». Tenía justo el mismo color de piel que su padre, muy oscuro y con unas arrugas agradables, y con el tiempo se había convertido en el patriarca del Antiguo Testamento, una especie de Abraham que negociaba con el buen Dios para que liberase Sodoma y Gomarra o para comprar la cueva de Machpelah para enterrar a su esposa.
—Es un ángel —decía Ezra con delicadeza por el montículo que tenía Rexler a la espalda: no era exactamente un par de alas dobladas. La verdad es que en aquella época Rexler parecía uno de los miembros del reparto de una producción de Brecht y Kurt Weil: las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones y la cabeza ladeada de forma escéptica, era demasiado pesada y escoraba, por lo que necesitaba unos pies inteligentemente colocados para soportarla. Tenía el cabello gris, algo parecido al color del orégano cuando se seca. ¿Qué pensaba su moribundo primo de él, de su reputación como sabio y figura en los círculos teatrales de Nueva York? Rexler había ido contracorriente en lo referente a las artes, y su postura radical era la que había ganado.
Todos aquellos años de error, como ahora le parecía a Rexler. Con las manos alargadas por detrás de la espalda caminó pesadamente, renqueando, por la orilla del canal de Lachine, pensando que su moribundo primo Ezra lo tenía en gran estima por su lucha contra la parálisis.
Aquí en Lachine, Rexler había tenido una segunda familia. Después de que muriesen el tío Mikhel y la tía Rozzy, Ezra había asumido el papel de patriarca, y Albert se había negado a reconocerlo como tal. «Yo lo reconocía. Yo quería hacerlo.» En este asunto, Rexler veía que se había sumado a la corriente principal. Para él era una incoherencia.
Estrictamente hablando, el niño con una espina dorsal y brazos y piernas normales se transformó en el hombre deforme del abrigo loden, con el teatral sombrero bajado sobre las gruesas patillas.
Pensándolo bien, había estado mejor ser un revolucionario que un tullido.
—Robbie, ¿te he dicho alguna vez que somos descendientes de la tribu de Neftalí? —dijo una vez Ezra.
—¿Cómo podemos saberlo?
—Oh, estas cosas se saben. A mí me lo dijeron y yo te lo digo a ti.
Un mes más tarde, Ezra estaba muerto. Años antes había exhumado el cadáver de Reba y la había enterrado junto a sus padres. Todos tenían que estar juntos. Veinte años más tarde, Matty se unió a ellos. Solo quedaba Albert. Con ochenta años seguía siendo un homme afemmes. Pero no le duraban cuando descubrían lo que esperaba de ellas. Ya no era un seductor, era más bien un solicitante o suplicante. Sin embargo, no había perdido su maldad. Únicamente estaba debilitado. No podía llevar nada a la práctica, por lo que se hacía el humilde. La última de sus esposas lo había abandonado después de un año de casada. Se volvió a Baltimore.
Albert envió a buscar a Rexler. Para entonces él era ya el último de los Rexler.
—Solo quedamos nosotros dos —dijo Albert—. Me alegro tanto de que hayas venido… Mi familia te adoraba.
—Cuando contraje la polio perdí mi encanto infantil.
—Fue muy duro, por supuesto. Pero tú no te rendiste. Te convertiste en un hombre distinguido. Yo solía regalar ejemplares de tus libros a mis clientes cultos.
Aquello era prueba de los años perdidos, pensó Rexler, si alguien quisiera acusarlo de algo. Sin embargo, el tiempo de un moribundo no se malgasta con revelaciones, confesiones o repudios.
—Un día yo fui contigo en el Ford T —dijo Rexler—. Aparcaste delante de una casa de listones de madera al otro lado de la vía y entraste en ella. ¿Era una casa de putas?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque pasaste allí dentro tanto tiempo que yo estuve jugando con los pedales y con el volante del coche.
Albert sonrió con indulgencia. La indulgencia era para sí mismo.
—Había un par de casas de aquellas.
—La que yo digo tenía un porche con galería.
—Supongo que yo no me fijaría mucho en…
—Y de vuelta a casa vimos un accidente en las vías del Grand Trunk. Se mató un hombre.
—¿De verdad?
Albert no recordaba nada.
—Unos minutos antes de que pasáramos nosotros. Su hígado estaba encima de las vías.
—Hay que ver las cosas que recuerdan los niños.
Rexler estaba a punto de describir su sorpresa al ver los órganos de un hombre desperdigados por los raíles y las piedras de la vía, pero afortunadamente se contuvo a tiempo. El cáncer de piel de Albert había hecho metástasis y no le quedaba mucho tiempo de vida. Sus ojos astutos y quietos transmitieron esto a Rexler, que se echó atrás, pensando que para Albert aquella tarde en que él y la chica habían yacido uno junto al otro, con sus corazones y pulmones apretados, había significado algo muy distinto. Rexler había venido a despedirse de su primo, al que no volvería a ver. Albert estaba consumido; sus piernas se adivinaban bajo el cobertor como ramas de árbol en invierno, y su voz de juez sonaba tan débil como un xilófono de juguete. No me ha mandado llamar, pensó Rexler, para hablar de mis recuerdos, y me parece que para él soy un extraño, que verme le produce disgusto.
En el frasco de líquido intravenoso, una gota cristalina estaba a punto de pasar a su estropeada sangre. Ojalá otras cosas fueran tan claras como aquel fluido. Probablemente Albert le había pedido a una de sus hijas que me telefonease porque recordaba cómo eran las cosas en una época. Yo era el niño nada crítico y afectuoso. Esperaba que yo le trajera algo del pasado, pero todo lo que consiguió fue un tullido a su cabecera. Sin embargo, Rexler había tratado de ofrecerle algo. Veamos si podemos recuperar algo de aquel sentimiento de antaño. Puede que Albert disfrutase algo de todo aquello. Pero Albert no se había dado por aludido con la historia del hombre atropellado por el tren. Nunca tuvieron una conversación sobre aquello y ahora también Albert estaba enterrado con el resto de la familia: «mis muertos», como los; llamaba Ezra. Rexler, que ni siquiera sabía dónde estaba el cementerio y nunca iría a visitarlo, caminó torcido por el soleado césped de Monkey Park, junto a las compuertas del canal. Con su voz profunda, canturreando o gruñendo, volvió a recordar los pulmones encima de las vías, tan rosados como una goma de borrar, y los demás órganos, su calvicie, la tonta singularidad de sus formas, casi de broma, casi una negación de otros deseos y sutilezas más elevados. Qué mortales parecían.
Su deformidad, el estante que tenía en la espalda y la curva de su hombro izquierdo, le prestaban a sus propios órganos atesorados una protección aún mayor. Quizá su voluntad formó un refugio contraído o una armadura de huesos tras la insinuación que recibió aquella tarde en el escenario del accidente. Que no me digan, pensó Rexler, que todo depende de esos trozos con apariencia tan azarosa. ¿Para preservarlos me volví yo una especie de bivalvo humano?
La limusina había llegado al canal para recogerlo y él entró en ella, centrando sus pensamientos en la conferencia de aquella tarde, que no tenía unas ganas especiales de pronunciar.