Lo peor de no estar embarazada es que, de repente, todo en la vida parece tener que ver con bebés. Y lo peor de tener que inventar tantas historias, de vivir literalmente en el centro de una mentira que no deja de cambiar, es que las historias se complican más y más, cada vez son más retorcidas y falsas, así que al final me cuesta recordar quién soy yo de verdad.
Aunque, mirándolo bien, decido que por el momento ser otra persona no está tan mal; que ser mi auténtico yo sería peligroso y muy poco útil en la situación en que me encuentro. Estoy aquí por una única razón y pronto llegará mi hora. La espera en sí es una gestación.
—Bueno… —dice Pip intentando llenar el vacío.
Nos hemos quedado sin conversación. Lilly y los gemelos están en la sala de juegos. Parece que se llevan bastante bien. Oigo repiqueteos, cháchara y algún que otro «¡uy!», y por lo menos no se están matando. Pip y yo estamos sentadas a la mesa de la cocina de Claudia (pienso en todo lo de la casa como en propiedad de Claudia) y hacemos bromas sobre niños, bebés, embarazos y partos. Entonces Pip me suelta la bofetada:
—¿Y tú nunca has querido tener hijos?
Es una de esas preguntas que no se pueden contestar. Bueno, no puedo si quiero permanecer dentro de mi recién construida burbuja de mentiras y engaños, además de conservar mi trabajo, claro. Si la cago demasiado pronto, me pondrán de patitas en la calle. De nada me servirá explicarme.
Para eludirla pruebo con unas risas. Luego me escondo tras un largo sorbo de mi taza de té. Mi siguiente táctica es un grito a los niños para asegurarme de que siguen jugando pacíficamente. Consulto mi reloj y luego miro el de la pared, pero Pip solo lleva aquí diez minutos. Todavía falta mucho para que se marche. Además, no he contestado su pregunta.
«¿Y tú nunca has querido tener hijos?».
—Yo… —Titubeo. No tengo ni idea de qué decir—. Bueno…
La sonrisa de interés de Pip ha remitido y ahora también está buscando formas para evitarme tener que contestar. Mi lenguaje corporal se ha vuelto torpe: expresión afligida, brazos cruzados estrechando mi nada embarazado vientre, ambos pies repicando nerviosos sobre las baldosas. No podría dejar más claro que no quiero hablar del tema, pero tendré que hacerlo.
—Es complicado —digo. Las sílabas son cuchillas en mi boca.
Pip se limita a mirarme, se siente fatal, desearía no haberme preguntado nada. «Mírala, sentada en la preciosa silla de pino de la cocina de Claudia, tan embarazada y tan enorme y rebosante de vida y esperanza y amor. Sus pechos hinchados abultan bajo ese jersey que le va grande. Podría ser tejido a mano: una confección casera a juego con su bebé hecho en casa. Qué monada. Qué diferente a mí».
—Todavía no he conocido a la persona adecuada.
No tengo que decir más. Debería callarme ahora mismo. Jamás lo comprendería. Así, Pip sencillamente se sentiría aliviada al ver que su metedura de pata ha pasado y podríamos hablar sobre recetas de galletas, o colegios, o cuánto hace que conoce a Claudia. En lugar de eso, por alguna razón desconocida pero espantosa, continúo:
—No es que no lo haya intentado, te lo garantizo. Ya sé lo que estás pensando, que está claro que paso de los treinta y no tengo a un hombre en mi vida, así que debería dar un paso al frente, pero ¿cómo narices voy a hacerlo sin un compañero?
«¿Qué estoy diciendo?».
Clavo las uñas en las palmas de las manos para obligarme a callar. Sé perfectamente que hay muchas formas de conseguir un niño sin pareja. Es solo que ninguna de ellas me ha salido bien de momento.
—¿Tienes más de treinta? —pregunta Pip en un pobre y halagador intento por cambiar de tema. Tiene las mejillas de un rojo subido. Las embarazadas se sofocan enseguida.
—Treinta y tres —confieso—. Treinta y tres, solterona y sin hijos. —Me río, pero lo que sale es una carcajada demencial. Oigo las palabras de mi madre desde la tumba: «Fíjate, no está casada, no tiene hijos. Ya lo decía yo…». Luego otra risita, para aligerar un poco la situación. Aunque de alguna forma quiero que Pip (alguien, quien sea) sienta mi dolor, no puedo dejar que eso lo estropee todo. Lo último que necesito es que le diga a Claudia que soy una especie de psicópata obsesionada con los bebés. Me echaría de una patada sin pensárselo dos veces. Todo esto está calculado al milímetro. Contengo un instante la respiración—. Pero lo llevo bien. Tengo la suerte de trabajar con niños. —Otra risa. Más convincente esta vez.
—Me alegro de oír eso —añade Pip con un suspiro, que es claramente de alivio. Un signo de puntuación: un punto y aparte.
—Mamá, Noah me ha roto la Barbie —dice Lilly, blandiendo una muñeca desnuda y contorsionada en dirección a su madre.
—¡Vaya, hombre! —exclama Pip, mirándome de medio lado como si de algún modo fuese culpa mía—. Déjame ver.
—Noah —digo con una severidad forzada—. ¿Por qué has hecho eso? —En realidad me gustaría darle unas palmaditas en la cabeza y decirle que muy bien.
—Porque Barbie es idiota y no es de verdad —contesta él, leyéndome el pensamiento.
—Eso no es motivo para romperle la muñeca a nadie —le riño—. ¿Qué le tienes que decir a Lilly?
Noah se encoge de hombros. Se muerde el labio hasta que le sale sangre.
—Pídele perdón —insisto.
—Ya no está rota —dice Pip al devolverle la muñeca arreglada a Lilly—. Solo un poco retorcida.
Veo cómo Noah sigue con la mirada a Lilly y a la Barbie lisiada cuando salen de la cocina. Está claro que lo intentará otra vez. Empiezo a ver que este niño se parece mucho a mí: las cosas que son tan perfectas lo están pidiendo a gritos.
Cuando Pip por fin se ha marchado con una resentida Lilly a remolque y la promesa de convertir estas tardes de juego en un acontecimiento semanal, me pongo con la cena de los niños. Les había prometido sopa casera, ¿no?
Me asomo a la sala y veo que los gemelos están pegados a no sé qué dibujos animados. Una segunda inspección me descubre que en realidad Oscar está dormido, se ha desmoronado sobre el brazo del sofá y le cae un hilillo de baba hasta la tapicería. Noah me mira tan tranquilo (nuestro nuevo lazo empieza a estrecharse en silencio) y se vuelve otra vez hacia la tele sin abrir la boca.
Cierro la puerta y cojo el abrigo, el bolso y las llaves. Desde lo alto de los escalones de la entrada compruebo la calle a izquierda y derecha. No hay nadie por ningún lado, nadie se fijará en mí. Casi puedo ver mi objetivo y, tras una honda inspiración, me lanzo escalones abajo y cruzo la verja. Sin detenerme ni un instante me acerco a la tienda de la esquina, compro todo lo que necesito (increpo en silencio a la vieja que, delante de mí, está contando el suelto: un penique ahorrado con un esfuerzo tras otro) y antes de darme cuenta ya estoy de vuelta en el recibidor, quitándome el abrigo. Intento no jadear y me asomo otra vez a la sala. Los niños están sanos y salvos donde los he dejado, pero de pronto la inyección de adrenalina me nubla la vista. Una mano en el marco de la puerta hace que vuelva en mí.
—James —digo automáticamente. Fuerzo una sonrisa que ha quedado enterrada bajo mi sobresalto.
—Zoe —dice él, y tengo menos de un segundo para decidir si está enfadado, si sabe que he dejado a sus hijos solos en casa—. ¿Qué tal te ha ido el día?
—Bien —contesto, todavía insegura y maldiciéndome por no tener ni idea de cómo preparar una sopa.
—Parece que tengas frío —comenta mientras se levanta y se estira.
—Es que acabo de sacar la basura para reciclar —explico, y doy gracias por haberme encargado de eso antes, por la tarde, y haber tenido la presencia de ánimo suficiente para acordarme ahora. Los cubos de la basura llenos en la cocina me habrían delatado.
Con un pie empujo las bolsas de plástico de la compra por el suelo, aunque no tendría que haberme molestado, porque James vuelve a hundirse en el sofá y rodea a cada uno de sus hijos con un brazo.
—Genial —dice con torpeza. Oscar ya se ha despertado y James está más interesado en hablar con su adormilado hijo que en ocuparse de mí.
—Pues voy a prepararles la cena —anuncio, y desaparezco en la cocina.
—Algo huele estupendamente —dice Claudia.
Se la ve cansada y estresada, pero con una pátina de entereza aplicada por encima. No creo que esté del todo cómoda aún con la idea de tenerme aquí. Lo que debe comprender es que las dos lo necesitamos.
—Es la sopa —anuncio con orgullo. Una gran olla llena hierve a fuego lento en un hornillo de la cocina Aga. Gracias a una rápida búsqueda por internet pude enterarme de cómo funcionaba este maldito cacharro antes de empezar a trabajar aquí. Por lo visto, mis anteriores jefes tenían una—. Casera, claro.
Diez latas vacías (una buena sopa se cocina siempre en grandes cantidades, me dijo una vez mi tía) están ya prensadas y depositadas en el fondo del cubo del reciclaje. Solo hay que añadir unas cuantas hierbas aromáticas frescas y nadie se preguntará de dónde ha salido, sobre todo si creen que me he pasado la tarde pelando y cortando verduras.
—Pip se ha pasado antes por aquí —le digo para despistarla y que deje de fijarse en el aroma, pero ella viene directa y pone la nariz encima del guiso, apretando la barriga contra la barra de la cocina, para inhalar los efluvios de mi falsa cocina casera.
—Seguro que tienes un ingrediente secreto —comenta, cerrando un instante los ojos.
Nuestras caras están muy cerca. A solo un aliento. Y con toda esa vida nueva que zumba en su interior.
—Si te lo dijera —contesto con una sonrisa— tendría que matarte.
Más tarde, después de que los niños hayan rebañado sus cuencos y hayan pedido repetir no una, sino dos veces, después de que hayan rechupeteado su melocotón troceado y se hayan relamido lo dedos, después de un baño caliente de burbujas compartido con una docena de dinosaurios de plástico y de un cuento, después de haberles dado las buenas noches también a James y a Claudia (y haberle hecho alguna pregunta a ella en privado sobre cómo se encuentra, si cree que ya le falta poco para el gran día), me desplomo en la cama como si el cansancio y el sufrimiento me hubieran disuelto los huesos. Cuando llegan las lágrimas, tengo que enterrarlas en la almohada. Cuando llega la ira, muerdo para sofocarla y dejo pequeñas marcas de frustración con forma de dientes en el algodón bien planchado.
¿Por qué ha tenido que pasarme esto ahora?
Saco mi bolsa de viaje del fondo del armario. Abro la cremallera de un compartimento interior y saco la caja azul y blanca. «Clear Blue», dice por delante. Con una precisión superior al noventa y nueve por ciento. Dos pruebas.
Lo único que consigo es querer irme a mi casa. Lo único que consigo es sentirme vacía y completamente inservible por dentro.