—Bueno, me voy —dijo Lorraine, asomando la cabeza por el despacho de Adam de camino a la salida. Él apenas levantó la mirada de su escritorio—. A interrogar a los padres de Sally-Ann, ¿no te acuerdas? —Ella puso cara de exasperación.
Adam levantó una mano en un desganado gesto de despedida. Estaba enfrascado en algo.
Lorraine se llevó consigo al agente Patrick Ainsley, su preferido de toda la sangre nueva que estaban inyectando en Investigación Criminal. Entre ellos dos, el médico que acababa de pasarse a administrarle más sedantes a la madre y un oficial de enlace con la familia bastante traumatizado habían conseguido que la señora Frith hilara unas cuantas frases coherentes. Mientras la mujer se les iba abriendo lenta y dolorosamente, Lorraine tuvo el pálpito de que sería la madre quien más los ayudaría. Más que el severo padre, algo distante, que todavía tenía que reaccionar al hecho de que su única hija estuviera muerta.
—Es que no me lo puedo creer —repetía la señora Frith una y otra vez. Tenía la voz quebradiza, apenas estaba allí—. Pellízquenme, pellízquenme por lo que más quieran. Despiértenme de esta pesadilla. —Se balanceaba aferrada a un montón de pañuelos de papel.
—La acompaño en el sentimiento, señora Frith. Es inconcebible que alguien haya hecho algo así. Por favor, tenga presente que estamos haciendo cuanto está en nuestra mano para encontrar al responsable.
«Responsable», pensó Lorraine con acritud. Quienquiera que hubiese hecho aquello no tenía ni un gramo de responsabilidad. Solo había escogido esa palabra para evitar la de «asesino».
—¿Podría decirme cuándo vio a su hija por última vez? —Estaba lista para tomar notas. El agente Ainsley se encargaba de la grabación. Habían acordado hacerlo así: no era una declaración oficial, pero sería importante poder escuchar los comentarios de los Frith más adelante. A Lorraine nunca dejaba de sorprenderle lo que podía pasarse por alto la primera ocasión—. ¿Señora Frith?
—El sábado pasado —intervino el señor Frith con frialdad. Apenas había dicho una palabra hasta entonces—. Daphne fue a verla. Fuiste, ¿verdad? —Miró a su mujer.
Lorraine supuso que el hombre seguía conmocionado, que lloraba la pérdida a su manera, aunque sus palabras carecían de emoción alguna, como si todo aquello fuese más bien una molestia.
La señora Frith asintió.
—¿A qué hora del sábado fue eso? —le preguntó Lorraine.
Se inclinó más hacia ella con la esperanza de que la mujer contestara sin ayuda esta vez.
—Por la mañana —dijo con voz queda. No lograba controlar los temblores.
—Casi a mediodía —añadió el señor Frith.
—¿Y cómo encontró a Sally-Ann? —Lorraine miró al agente Ainsley.
—Bien. Estaba emocionada pero nerviosa por tener ya al niño.
—Le habían programado una cesárea, tengo entendido.
—Sí.
No hacía falta preguntar por qué. El hospital ya les había confirmado que Sally-Ann sufría de placenta previa: una complicación del embarazo en que la placenta se implanta obstruyendo la vía de salida natural del bebé. El tocólogo había querido explicarle a Lorraine que era imprescindible hacer una cesárea, pero se había detenido al interrumpirlo ella para decirle que sus dos hijas habían nacido también de esa forma, exactamente por la misma razón.
«Tuvo mala suerte», fue todo lo que dijo el médico, y Lorraine no pudo estar más que de acuerdo con él.
—Así que era muy importante que Sally-Ann no se pusiera de parto de manera espontánea —afirmó Lorraine.
La señora Frith asintió con la cabeza. Lorraine recordó que su tocólogo, años atrás, le había dicho que si se ponía de parto sufriría una hemorragia interna que pondría su vida en peligro, y que la niña se vería sometida a una falta de oxígeno en cuanto la placenta se desprendiera. No era una situación ideal para ninguno de los implicados, así que el parto quirúrgico planificado era la mejor opción. La programación lo era todo.
—Qué horror —consiguió proferir la señora Frith—. Que al final muriera igualmente. —Miró a su marido de reojo, como si supiera lo que se le venía encima. Se le saltaron las lágrimas.
—Dios quería llevárselos, a ella y a su bastardo, como fuera —sentenció el señor Frith, y se santiguó.
—Entiendo que es su dolor el que habla, señor Frith —dijo Lorraine para intentar suavizar el escalofrío que había atenazado la garganta de todos ellos.
—No, no es eso —dijo la señora Frith con voz lastimera—. No soportaba que Sally-Ann fuese a tener un niño.
—¿Por qué no? —Esa era la razón por la que Lorraine había decidido grabar su encuentro.
—No estaba casada —susurró la señora Frith, como si el mero hecho de decirlo fuese ya un pecado.
—Y ningún nieto mío va a nacer fuera del sacramento del matrimonio. Ya fue suficiente disgusto saber que Russell Goodall era el padre. —La cara del señor Frith se había encendido de odio e ira. Unas venas azul negruzco serpenteaban por sus mejillas y el fresón de su nariz, lo cual indicaba un estilo de vida de lo más impío.
—¿Están seguros de que Russell Goodall era el padre biológico del niño? —Las pruebas de ADN pronto lo dirían, pero ella quería conocer su opinión.
—Eso nos dijo Sally-Ann —contestó el señor Frith, que profirió algo entre un gruñido y un suspiro.
—No, Sally-Ann no estaba segura, Bill —intervino la señora Frith—. Era una chica… con mucho éxito.
—Una guarra, querrás decir.
—Siga —le pidió Lorraine a la señora Frith.
—Tenía dos novios. Era incapaz de decidirse por uno de ellos. Cuando Liam se enteró de lo del niño no quiso tener nada más que ver con ella. Dijo que no podía ser suyo —explicó la señora Frith con docilidad.
—Una zorra y una guarra, es lo que era.
—¡Bill! —exclamó la señora Frith con las pocas fuerzas que le quedaban—. Nuestra hija no era… ella no era así.
—¿Cómo se apellida ese Liam, señora Frith?
—Rider. Liam Rider.
—Y está casado y tiene su propia familia, añadiré yo. —Las manos del señor Frith se habían convertido en dos puños apretados. Inspiraba y exhalaba como si no quedase oxígeno en la habitación—. No me extraña que el sucio hijo de perra se largara corriendo en cuanto Sally-Ann se quedó preñada.
—¿O sea que no pueden estar seguros de quién es el verdadero padre? —Lorraine sabía que lo más importante era cuál de esos dos hombres creía serlo.
—Eso atormentaba a Sally-Ann. Cuando Liam dijo que no quería verla más intentó olvidarlo —dijo la señora Frith—. Quiso borrarlo de su vida, pero fue duro. Lo quería.
«Literalmente», pensó Lorraine al recordar el nombre tachado del expediente médico.
—Russell estuvo a la altura de las circunstancias. Es un joven de gran corazón —siguió explicando la madre.
—Es un muerto de hambre, eso es lo que es. —Otra vez el turno del señor Frith.
—¿Dónde conoció Sally-Ann a Liam Rider? —preguntó Lorraine—. ¿A quién de los dos conoció antes?
—Russ era su amigo desde que iban a primaria, pero a Liam no lo conoció hasta que se matriculó en ese curso de la escuela superior. Él le daba clases de contabilidad. Todo cambió cuando conoció a Liam.
—Más bien le daba clases de inmoralidad —apostilló el señor Frith.
De pronto pareció que se le hinchaban dos balones en las mejillas y su cara se tiñó de un intenso rojo remolacha, enseguida rompió a llorar con unos sollozos secos y ásperos. Se tapó la cara y agachó la cabeza. Unas grasientas greñas de pelo gris cruzaban su despejada coronilla.
Lorraine miró a Patrick. Le dieron un momento al hombre.
—Desahógate, cielo —dijo la señora Frith, pero su marido le apartó la mano que había posado en su espalda. Él tenía que hacerlo a su manera.
—Una pregunta más. —Lorraine tomó aliento pero se detuvo.
Iba a preguntar por qué creían que habría inscrito Sally-Ann a Russ Goodall como el familiar más cercano en el expediente médico, y no a ninguno de ellos dos. Pero al mirarlos, primero a uno y luego al otro, le pareció adivinarlo.
Liam Rider no estaba en casa. Una desconcertada mujer de unos treinta y cinco años les abrió la puerta con un par de niños espiando desde el fondo del recibidor. Era una casa bonita, un adosado de los años cincuenta con un jardín delantero muy cuidado y una maceta de pensamientos junto a la puerta de entrada. Los aromas de la cocina (patatas al horno, o fritas) se derramaban desde el interior mientras la señora de la casa comprobaba su identificación. Lorraine sintió un rugido en el estómago.
—¿Va todo bien? —preguntó la mujer, algo más pálida—. ¿Liam está bien?
Se agarró al marco de la puerta mientras Lorraine la convencía de que todo iba bien, de que no se había producido ningún accidente. No tuvo el valor de decir que no había muerto nadie.
—Con quien quisiera hablar es con el señor Rider —explicó la inspectora—. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—En la escuela, creo —contestó ella.
Sus ojos lanzaban raudas miradas por debajo de un recto flequillo rubio. No parecía la clase de esposa a la que se engaña. Aunque, claro, tampoco Lorraine había creído que ella misma lo fuera hasta que Adam, borracho de culpabilidad, decidió contarle que había tenido una breve («brevísima») aventura. Lorraine tragó saliva y se olvidó de ello. No era el momento.
—¿En Craven Road Campus? —preguntó.
La mujer asintió con la cabeza. Era el lugar donde su marido trabajaba, y ligaba también, aunque eso ella no lo sabía. «Usted y yo tenemos algo en común», quiso decirle Lorraine, pero se lo calló.
«Breve… No ha significado nada… Se acabó…». Adam le dijo que había sido un estúpido, que iba borracho, que atravesaba una crisis, que la otra le había ido detrás y que no había sido culpa suya. ¿Qué consejo podría darle a esa mujer, más joven que ella?, se preguntó Lorraine. ¿Escapa mientras puedas? ¿Págale con la misma moneda? ¿Desplúmalo? Aunque la casa parecía bastante bonita estaba claro que Liam Rider no tenía mucho que desplumar. Como tampoco lo tenía Adam, aunque eso a ella no le había impedido fantasear con dejarlo sin blanca.
—Si vuelve a casa antes de que lo hayamos encontrado, ¿le pedirá que me llame? —Lorraine le dio una tarjeta a la mujer—. Es urgente.
—No se habrá metido en ningún lío, ¿verdad? —Ahuyentó a los niños, que se habían acercado a la puerta.
—No. Solo necesito su ayuda en una investigación. —Lorraine le ofreció una sonrisa lacónica antes de salir hacia la escuela.
—¿Sabes lo primero que ha dicho ese tipo? —Lorraine estaba en la cocina, sentada en uno de los taburetes altos. Cuando las niñas ya estaban listas para irse a la cama, aquello se convertía en la oficina.
Su marido dijo que no con la cabeza.
—«No se lo dirán a mi mujer, ¿verdad?».
Adam hizo una mueca. No había estado en el interrogatorio.
—Natural.
Acababa de llegar de correr y, aunque la escarcha ya había empezado a invadir los pavimentos y las rejas, a él le caían gotas de sudor. Se secó la cara con el paño de la cocina. Lorraine se lo arrebató y lo lanzó al lavadero, al otro lado de la puerta.
—Eso es asqueroso —le dijo—. Y me refiero a las dos cosas.
No podía evitar lanzarle alguna pulla de vez en cuando. Todavía no hacía ni un año. Casi siempre era capaz de soportarlo, de echárselo a la espalda y seguir adelante con su vida. Pero de pronto había momentos en que no lo lograba y lo único que quería era hacerle la vida imposible a Adam, con todas sus fuerzas, durante el resto de sus días.
—¿Qué más tenía que decir Rider? —Le dio un mordisco a una manzana—. ¿Ha accedido a hacerse una prueba de ADN?
—Se había enterado de lo de Sally-Ann por las noticias; ha tenido un par de días para superar el golpe. Aun así, todavía estaba muy afectado. No ha sido una forma demasiado agradable de enterarse. Ha dicho que la chica era una estudiante prometedora, que intentaba enderezar su vida con ese curso, bla, bla, bla. —Lorraine inspiró hondo. No era el momento—. Y sí, ha accedido a darnos una muestra en ese mismo momento.
Adam se quitó el brillante top de carrera y lo lanzó al suelo del lavadero, junto al paño de cocina.
—¿Sabemos ya la hora de la muerte? —preguntó.
—He hablado con el forense. Lo más que puede decirnos es que llevaba muerta un mínimo de treinta y ocho horas y un máximo de cuarenta y una. Rider me ha dicho, sin que yo le preguntara nada, que podía demostrar dónde había estado en todo momento toda esta última semana, y ha sido entonces cuando prácticamente me ha suplicado que no se lo contara a su mujer. «La mataría», creo que han sido sus palabras.
Lorraine se mordió el interior de la mejilla. Adam no parecía incómodo ni de lejos.
—Rider dice que terminó con Sally-Ann hace varios meses, cuando ella insistió en que el niño era suyo. Quería dinero y él no tenía nada que darle. Y, desde luego, tampoco le apetecía que su mujer supiese lo de la aventura ni lo del bebé. Si quieres saber mi opinión, se arriesgó mucho dejándola. Me ha dicho que, si todo sale a la luz, él lo negará. —Lorraine bajó del taburete y se apoyó contra la encimera. Sintió que se le aceleraba el corazón—. ¿Sabes qué más me ha dicho? —Hizo una pausa—. Que, a menos que te pillen in fraganti, nadie puede demostrar nada. —En ese momento hubiese querido estamparle un bofetón.
—Pues lo recordaré —repuso Adam con amargura, y subió a darse una ducha.