7

—¿Qué tal ha ido la clase de preparación al parto? —pregunta James. Le da unos sorbos a una copa de vino; cómo me fastidia.

—Bien. Tendrías que haber venido. —Lo he dicho demasiado arisca y lo lamento al instante—. Perdona —rectifico—. Bueno, no te sientas mal. Solo había dos padres.

Como James ha estado embarcado durante la mayor parte de mi embarazo, que se involucre en esta fase tan tardía solo serviría para recalcar el hecho de que, a menos que me ponga de parto en los próximos días, no estará por aquí para ver nacer a nuestra hija. Decidimos (mejor dicho, yo decidí) que pasar sola por todo el proceso de visitas médicas y clases de preparación al parto haría que nos resultase más fácil. Pero no puedo decir que no eche en falta que me acaricie la cabeza mientras estoy tumbada boca arriba en mi esterilla, con un cojín bajo las rodillas y otro en las lumbares, o que me masajee los hombros mientras practico las técnicas de respiración.

—Fui a tu primera cita médica, ¿qué más quieres? —Lo dice con una sonrisa irónica que levanta la comisura de sus labios solo por un lado, que forma pequeñas arrugas alrededor de sus ojos y me provoca una risa entre dientes.

—Cuánta generosidad.

Recuerdo cómo entré en la consulta, aferrando en mi mano con orgullo la barrita de plástico y la línea azul que confirmaba mi recién descubierto estado de buena esperanza: el principio del resto de nuestra vida.

—Aunque tampoco fue para tanto, ¿no crees? No es que te costara demasiado estarte allí sentado. —Tengo que parar ahora mismo, antes de enfadarme. Debería desterrar de mi mente la idea de que pasaré por todo esto yo sola. Sabía dónde me metía cuando me casé con James: una fulgurante carrera en la Armada y dos niños pequeños. Familia instantánea, cambio de vida instantáneo—. Tendrías que probar a llevar esto encima todo el día. —Se me va la mano a la barriga.

—Yo cargué con el expediente de tu embarazo cuando salimos de allí —intenta argumentar, pero se da cuenta de que está llevando la broma demasiado lejos—. ¿Por qué no me enseñas las extrañas posturas de yoga que has aprendido hoy, ahora que los niños están entretenidos? —Me guiña un ojo y entonces veo lo que me está insinuando.

—¡James! —exclamo, algo escandalizada—. Zoe está arriba y los gemelos podrían entrar en cualquier momento.

—¿Tanto mal haríamos si, no sé, te apoyo aquí y…?

Me toma con suma delicadeza por la cintura (o por donde antes solía estar mi cintura) y me guía hacia la encimera de la cocina. Me inclina suavemente hacia delante, de manera que tengo que apoyar las palmas de las manos sobre la madera. Desde atrás, él posa las suyas en mis piernas y las desliza muy lentamente un poco hacia arriba, arrastrando mi vestido. Dios mío, qué bien sienta.

—Para —digo entre risas. Le aparto las manos—. Podría entrar alguien.

—Yo podría… —Oigo cómo se baja la cremallera—. Solo… así. Enseguida habríamos terminado.

Sé que tiene razón. Han pasado siglos. Me vuelvo y le doy un beso profundo. Mi barriga queda apretada entre ambos y es rarísimo sentirla ahí, entrometiéndose entre los dos en un momento tan íntimo. Me vuelvo otra vez, la tripa me cuelga baja al inclinarme hacia delante.

—Pero deprisa —digo, rezando por que todo salga bien, rezando por no destruir todo lo que siempre he deseado por culpa de una única estupidez.

Zoe está en la cocina cuando bajo a la mañana siguiente. Llego tarde al trabajo. Los niños ya llevan puesto el uniforme del cole y están comiendo huevos revueltos con una tostada. Cada uno tiene un zumo de naranja y un plátano preparados a un lado. Me siento extrañamente prescindible al ver esta sencilla estampa. ¿Cómo me sentiré cuando entregue a mi niña cada mañana una vez se me acabe la baja por maternidad?

—Estoy impresionada —confieso.

Zoe, en el fregadero, se vuelve. El sol de primera hora, que entra a raudales por la ventana, delinea su silueta.

—Parece que fuera hace frío —añado al ver la gruesa capa de escarcha.

Se produce un silencio que a mí se me hace incómodo aunque por lo visto a Zoe no. Ella sigue con sus tareas, enjuaga unos platos y los seca. Los niños están charlando y no veo que intenten empujarse, reñir ni negarse a comer nada que no sean cereales de colores brillantes y azucarados. ¿Se están portando así de bien para ponerme en evidencia, porque aunque me quieren saben que no soy su verdadera madre?

«Nos portaremos bien con Zoe y fatal con ella…».

Sus susurros imaginarios me provocan un escalofrío. Claro que no, pienso avergonzada.

—¿A qué hora llegarás esta tarde? —pregunta Zoe, y cuelga el paño de cocina en la barra cromada de la cocina.

—Tenemos lavavajillas para todo eso, lo sabes, ¿no? —digo, sonriendo. Ella se encoge de hombros—. Sobre las seis y media. —Y mi yo paranoico se pregunta por qué querrá saberlo.

¿Será para poder liberar a los gemelos después de haberlos tenido encerrados con llave en su cuarto? ¿Para largar al tipo con el que se habrá pasado toda la tarde fornicando? ¿Para saber cuándo dejar de revolver entre mis cosas o despertar de una larga siesta?

«¡Por el amor de Dios!», me regaño. Las hormonas están haciendo estragos esta mañana.

—Después de dejar a Oscar y a Noah en el colegio pensaba acercarme a la tienda ecológica a comprar unas verduras para hacer sopa —me dice Zoe—. ¿Querréis James y tú un poco para cenar?

—Gracias. —Supongo que la servirá también con pan casero—. Seguro que está muy rica, pero no sé yo si a los niños les… —Los miro. Están rebañando los platos—. Bueno, podemos intentarlo, ¿verdad? —Me esfuerzo por sonar jovial.

El caso es que me juego lo que sea a que Oscar y Noah se volverán locos con la sopa casera de Zoe. Antes de que me dé cuenta los tendrá cultivando sus propias hortalizas y preparándola ellos mismos.

El trayecto al trabajo en coche me da un poco de tiempo para pensar. Atrapada entre el tráfico, mi egoísmo ataca de frente. Es lo que yo quería, ¿verdad? Una vida familiar perfecta. ¿Acaso no estoy viviendo mi sueño de la infancia? Tengo un marido que me quiere, dos hijos que me han aceptado como su madre, una buena carrera profesional y pronto tendré también una niñita que será mía. Mi casa parece salida de una revista de decoración e incluso dispongo de una niñera que, después de un solo día, está demostrando ser insustituible. Está claro que voy a necesitarla en mi equipo si quiero que la vida se parezca, aunque solo sea un poco, a como ha sido estos últimos años.

¿Quién habría imaginado, cuando les hice aquella visita a dos pobres bebés sin madre, que acabaría casándome con su padre? No puedo evitar pensar que todo estaba predestinado, como si alguien hubiese escrito el guión de mi vida.

Aunque ya es un poco tarde, Mark es el único que está en la oficina cuando llego. Como directora de equipo tengo a cinco empleados a mi cargo, además de otros trabajadores del departamento y equipos de planificación y protección con los que coordinarme. En cuanto entro en el edificio, cualquier sensación de baja autoestima o autocompasión queda arrinconada por el torrente de necesidades imperiosas que me llama desde las decenas de niños en peligro que están ordenadamente catalogados en pilas de expedientes. Me pregunto qué estarían dispuestos a hacer por convertirse en parte de mi vida, en mis hijos, en mi ser más querido. Es algo que pienso la mayoría de los días, pero me quito de encima la sensación de culpabilidad en cuanto cuelgo el abrigo. Es un pensamiento imposible. No podría llevármelos a todos.

—Buenos días —dice Mark sin levantar la mirada.

El espacio de la oficina es abierto, aunque cada cual tiene su zona de trabajo. No hay cubículos porque a mí me gusta poder ver las caras de mis compañeros mientras comentamos los casos de un rincón al otro, o charlamos sobre algún reality show o nos decimos adónde iremos de vacaciones. Siento un revoloteo en la barriga al imaginar nuestro próximo viaje en familia. En verano, mi niña tendrá unos ocho meses.

—Buenos días —digo. Me sale con desánimo—. ¿Dónde está Tina?

—La canguro se le ha puesto enferma y ha tenido que dar un rodeo para pasar por casa de su madre, así que llegará tarde. —No hay compasión en su voz. No tiene hijos y no parece probable que vaya a formar una familia en un futuro cercano. Ha estado soltero desde que lo conozco.

—Qué rabia. Iba a acompañarme a casa de Christine Lowe esta mañana.

—Pues tendrás que conformarte conmigo otra vez. —Mark apura su taza de café. Se bebe unas diez cada día—. No puedo dejar que vayas sola. No en tu estado.

Ahora que Christine ha vuelto del hospital le haremos visitas diarias, y en el pasado ya ha arremetido contra nosotros.

Cuando la conocí acababa de ser madre por segunda vez. Al cabo de una semana de dar a luz ya estábamos apresurándonos con todo el papeleo para llevarnos a los dos niños. Un bebé (un niño, si no recuerdo mal) y una niña de dos años. Un bebé precioso con una buena mata de pelo oscuro y verdugones morados en las piernas. Su hermana presentaba una decoración similar. Eso fue hará unos trece años. Desde entonces ha tenido un crío cada dos años más o menos, y se los hemos quitado todos.

—¿Te has enterado de esa historia terrible de las noticias? —comenta Mark. Veo que traga saliva, preguntándose si se ha pasado de la raya—. ¿La de esa pobre embarazada?

—¿Qué embarazada? —digo sorprendida, con lo que obligo a Mark a estremecerse aposta. Sonrío un poco para hacerle saber que estoy de broma, y que por supuesto que me he enterado.

—Es espeluznante. ¿Cómo habrán podido…? —No sabe hasta dónde explayarse. ¿Creerá que me voy a derrumbar si hablamos de ello?

—¿El asesinato de la embarazada, decís? —Diane, que ha estado aguzando el oído, sale de la cocina con una bandeja llena de tazas de café—. No me lo podía creer. ¿Y a que no sabéis qué? Resulta que mi madre conoce a la madre de la chica muerta. Fueron juntas al colegio, hace años, y siguen en contacto. Cuando sacaron la foto de la víctima en la tele se veía a su madre al fondo y mi madre la reconoció. El apellido fue la confirmación. Frith no es tan común, ¿verdad?

Diane va repartiendo las tazas, en la mía pone «Dame un pepinillo ¡YA!». Nadie sabe muy bien qué decir sobre el asesinato. En el departamento ya vemos tragedias suficientes como para añadirles otra más.

—Por mí no hace falta que evitéis el tema —les aseguro—. Los detalles no son más espantosos para mí que para vosotros. Que esté embarazada no significa que no pueda enfrentarme a la vida real. —Me encojo de hombros e intento no pensar en lo que debió de soportar esa chica antes de morir. Dos vidas perdidas innecesariamente.

—¿Han detenido a alguien? —pregunta Mark antes de dar un sorbo al café y volver a concentrarse en su ordenador.

—Creo que no —contesta Diane. Se sujeta un mechón de pelo oscuro tras la oreja y mordisquea una galleta, luego gira en la silla para encararse a su escritorio—. Mi madre iba a acercarse por allí más tarde. A ver si puede ayudar en algo. —Ya está repiqueteando en el teclado.

Entra la primera llamada del día. Un médico del barrio que está preocupado por una joven paciente. Tenemos a una adolescente en plena crisis y me toca a mí hacerla entrar en vereda.

Christine Lowe no ha cambiado mucho con los años. A pesar de sus múltiples embarazos y varios compañeros maltratadores, a pesar de que le han quitado a todos sus hijos y de estar tan enganchada a las drogas que hasta el peor politoxicómano quedaría impresionado, últimamente es una mujer tranquila y casi de buenos modales que acepta con resignación lo que le ha tocado vivir.

—Adelante —dice.

Un cigarrillo cabecea en sus labios cuando habla. Su casa no huele tan mal como antes, e incluso parece que ha hecho el esfuerzo de recoger un poco. Hay dos pastores alemanes desplomados ante una chimenea de gas. Junto a ellos, en el suelo, el bebé descansa en un moisés muy gastado. Christine ya no monta demasiado escándalo cuando nos presentamos.

—¿Y a quién tenemos aquí? —pregunto.

—A Nathan —informa con resignación—. ¿Hay alguna posibilidad de que su abuela lo vea antes de que os lo llevéis? Ha estado ingresada.

Aparta a uno de los perros tirándole del collar cuando ve que se acerca a olisquear la cara del bebé. Un impulso más maternal por parte del perro, presiento, y dudo que Christine hubiese intervenido de no estar nosotros aquí.

—Eso depende —dice Mark. Me dirige una miradita.

—¿De qué? —espeta ella. Nunca se ha llevado bien con los hombres del departamento.

—De si eres capaz de seguir al pie de la letra el plan de cuidados que te prepararemos para el niño. —Mark está haciendo anotaciones.

—¿Cuánto tiempo estará tu madre en el hospital? —pregunto, intentando despertar al pequeño. No me gusta lo que veo. Quiero sacar a este bebe de aquí.

Christine se lleva una mano a la frente y se tambalea. Está muy pálida.

—Siéntate —le digo.

Se desploma sobre el sofá hundido y un perro posa el morro en su rodilla. Ojalá los perros estuviesen al mando.

—¿Has comido algo hoy? —pregunto.

Ella niega con la cabeza.

—¿Dónde está tu compañero? —Al instante recuerdo que Mark me ha dicho que vuelve a estar en la cárcel. Es un milagro que Christine consiga quedarse embarazada.

—En la trena —confirma.

—¿Se alimenta bien Nathan? —No ha emitido ningún ruido ni se ha movido desde que hemos llegado. Sé que la enfermera de los servicios sociales pasará todos los días, pero hasta que terminemos con el papeleo estamos atados de manos.

—Sí —contesta.

Me doy cuenta de que le cuesta trabajo pensar, intenta recordar algo. Christine tiene dificultades de aprendizaje. Una parte de mí se pregunta si sabe siquiera que no es normal que te quiten a tus hijos nada más parirlos. Se queda mirando fijamente al bebé.

—Le gusta la leche —añade, como si fuera una auténtica revelación.

—¿Cuándo ha tomado por última vez? —pregunto.

Mark le está acariciando la cabeza al niño, intenta despertarlo. Se revuelve, despacio. De pronto me doy cuenta de que aquí dentro hace un calor agobiante. Falta el aire.

—Apaga el fuego —digo.

—Ha tomado un poco por la noche —contesta Christine, satisfecha consigo misma.

Está esquelética para haber dado a luz hace tan poco. Yo no he dejado de coger peso desde que me quedé embarazada.

—Tú también vas a tener uno —me dice con una gran sonrisa. Se levanta y se acerca a mí con las manos extendidas. Las apoya en mi barriga. Me ha dejado tan descolocada que no puedo moverme—. Es un niño —dice, sonriendo aún.

«Te equivocas», pienso, porque ya sé que voy a tener una niña.

Me inclino hacia un lado y le susurro a Mark al oído:

—Tenemos que sacarlo de aquí cuanto antes.

Él asiente. Los dos sabemos que, a menos que Christine acceda a ello, necesitaremos una orden judicial urgente.

—¿Te gustaría poder descansar un poco y dejar de vigilar al pequeño Nathan? —pregunto.

Aunque no hay nada que desee más que sacar al chiquitín del moisés, llevármelo a casa, darle de comer, bañarlo, mimarlo… tenemos que hacer las cosas correctamente. Hay papeles que firmar, y sé que la madre podría cambiar de opinión en cualquier momento.

Al final Christine me concede un ligerísimo asentimiento de cabeza y yo rezo en silencio dando gracias antes de que todos salgamos hacia la oficina. Llamo por teléfono para avisar al equipo con antelación. Ya tengo un agradable hogar de acogida en mente.